Aquella fría, pero sin nubes o alteraciones meteorológicas, mañana
de octubre, con un día más por hacer en el calendario de su vida, Mr. Edward Piwkov, se dispuso a salir del amplio
apartamento que ocupaba desde hacía más de cuatro meses. Allí residía, tras la
ruptura conyugal que su esposa Sarah y él mismo
habían decidido realizar, por sus continuas infidelidades afectivas a las que este
periodista jubilado era incapaz de renunciar. El suyo había sido un matrimonio
muy liberal por su parte, para su egoísta beneficio, y muy consentido o
sometido, respecto a esos placenteros comportamientos, por parte de su mujer.
Esta señora había soportado todas esas noches asueto que su cónyuge reclamaba,
como necesidad visceral para su sensual naturaleza: un día a la semana Edward
imponía esa noche de relajación social, por la que no tenía que dar cuenta
alguna a su afligida y paciente esposa. En realidad, eran “gozosas aventuras”
con mujeres desconocidas, en las sombras anónimas y neblinosas de las horas nocturnas
londinenses, “bambalinas” o escenarios caprichosos, cuyas estrellas de colores
desaparecían, cuando los rayos matinales solares acariciaban el despertar de
una ciudad aún adormilada. Y Sarah callaba, soportando la ignominia continua de
la humillación íntima, en el seno de una sociedad hipócrita condicionada por el
“qué dirán”.
Sin embargo, esa especial e intensa aventura, con la novedad de la
continuidad, mantenida con Evelyn, su mejor
amiga desde los años de infancia, compañera de confidencias e intimidades para
esas tardes de té y pastas o de divertidas compras en los almacenes Harrods,
era demasiado para ese artificial disimulo del mirar hacia otro lado y que a
duras penas sostenía el frágil andamiaje de un edificio conyugal construido con
banales cimientos de cristal. Perdió a esa su amiga de siempre, vacío
relacional que completó con su lúcida y valiente decisión de liberarse de un
infiel compañero ególatra, de enfermiza autoestima y traicionera voluntad. Todo
fue muy “civilizado” en la ruptura definitiva, en base a las ineludibles
apariencias de una sociedad falaz: le mostró la puerta de la calle, con esa
frase emblemática de “sal y no vuelvas, salvo por tu ropa y más personales o
íntimos enseres”.
Edward, casi tres lustros mayor que Sarah, con muy británica
elegancia y frialdad, no opuso apenas resistencia a la drástica, justa y tardía
actitud imperativa de su “compañera oficial”. En realidad, ella podría
“mantenerse” con el apoyo incondicional de su acomodada y aburguesada familia,
propietaria de un fructífero negocio conservero de vegetales importados de
zonas más templadas en el clima; por su parte, él gozaba de una cómoda pensión,
después de haber trabajado como redactor en un diario local sensacionalista,
pero de amplia difusión, denominado The Wind. Incluso tuvo un postrero gesto
honorable con su ex, en esa separación matrimonial que se había visto obligado
y agradecido aceptar: se comprometió a pasarle una suculenta cuota o paga
mensual, evitando así el papeleo jurídico de los letrados y la incómoda
difusión de chismes y comentarios emanados en el seno del círculo social al que
pertenecían, muy honorable, machista y clasista, pero enfermo de falsedad e
hipocresía en lo más íntimo de su aparencial naturaleza.
De inmediato Edward supo echar mano de ayudas conniventes, a fin
de mantener su recompuesta imagen en la viciada atmósfera social que sustentaba
su teatral andadura existencial. Un amigo de juergas y fechorías afectivas, Mr. Matthew le cedió un viejo apartamento de su
propiedad, a cambio de una compensación económica “asumible” para el status del
antiguo “plumilla” de los escritos, pequeña pero cómoda vivienda situada a sólo
tres manzanas de la muy céntrica Oxford Street.
Como gustaba practicar dos o tres veces en la semana, decidió
dedicar aquella fresca mañana de otoño, tras ese suculento breakfast que
“ritualmente” tomaba en el The Navigator a las 9 en punto de cada día, para
visitar alguno de esos espacios urbanos o suburbanos que encierran encantos y
buenas sensaciones para el deleite visual y anímico. Con ello también trataría
de compensar los residuos etílicos de otra desahogada noche de afectos y
sentimientos eróticos pagados.
Con majestuoso y diligente paso se dirigió a la populosa estación
ferroviaria de King Cross. Adquirió en la taquilla un ticket o billete de ida y
vuelta, eligiendo como destino una localidad
que no recordaba haberla visitado, sino sólo haber pasado por su
estación para tomar un nuevo enlace en sus frecuentes viajes: Hertford, localidad perteneciente al condado de
Hertforshire y situada a unos 45 kms, medidos desde la centralidad londinense.
En realidad hizo lo mismo que practican otras muchas otras personas con abundante
tiempo libre y sin otro condicionante que el de intentar distraerse, llenando
de contenido visual o relacional las aburridas horas del d ía.
Al bajar del tren en ese punto geográfico, elegido con esos
determinantes del azar, se dejó llevar sin una dirección expresa por la
espontaneidad de una geografía ruralizada y monumental de indudables encantos,
para iniciar ese otoñal y reconfortante paseo. Tenía firme conciencia de no
haber estado nunca recorriendo las entrañas urbanísticas de esa sosegada y
agradable localidad. Sin embargo y para su sorpresa, pronto comenzó a tener una
sensación extraña e intrigante. Le
resultaban “familiares” determinadas viviendas, calles, plazas y espacios
ajardinados de la muy coqueta localidad. Esa percepción casi memorística
contrastaba con la firmeza mental de que podía dar fe, acerca de no haber nunca
visitado los recovecos perimetrales de esa, por otra parte, muy bella ciudad.
Le resultó de gran impacto que, al dar uno de los giros del
anárquico itinerario que seguía, en una zona más urbana de la localidad, dibujada
de calles estrechas y comerciales, sintiese otra sensación
apetitosa y golosa, que sin lugar a duda agradaba su paladar. Esa
“pueril” apetencia le condujo a un gran almacén de tejidos y mobiliario para el
hogar. La saliva fluía en su boca sin saber el por qué o el cómo. Observaba y
remiraba el edificio comercial para elementos del hogar, con un impulso
irrefrenable, sin conocer la causa de esta intensa predisposición. El “apetito”
se despertaba en su críptica potencialidad. Incluso a su olfato comenzó a
llegarle ese familiar olor dulzón a pan cocido y a pasteles suculentos,
elaborados con la típica y abundante mantequilla aplicada en los obradores
ingleses. ¿Era todo producto de su imaginación? ¿O sólo eran nervios residuales
de una noche incontrolada para su ya ajado, pero aun aceptable, cuerpo, cuando
lo sometía a las motivadoras respuestas sensuales?
En ese estado de confusión observó que en el centro de gran plaza
oval, a la que miraba el edificio de los sabores y los olores (aunque allí solo
vendían muebles y tejidos) había una amplia glorieta bien arbolada, con
especies que parecían tilos, olmos y tal vez hayedos. Se dirigió hacia esa zona
central y a medida que se aproximaba sentía un
agradable frescor húmedo, aunque en ese espacio central no había
instalado punto hídrico alguno. Aun así, quiso acercarse a la arboleda
decorativa y oxigenante, con la ilusión de sentir la caricia de las
“imaginadas” gotas de agua sobre su cuerpo. Todo ese conjunto de sensaciones
extrañas le provocaba una curiosa mezcla de inquietud y agrado, difícil de
explicar o razonar.
Un anciano paseante, al verlo tan desorientado y nervioso, se le
acercó. Era un vecino del lugar quien, a pesar de sus muchos calendarios,
trataba de mantener erguida su ya un tanto curvada figura. Vestía casaca de
cuero oscuro, con botas protectoras para todo terreno y se ayudaba de un
elegante bastón de madera barnizada en su mano diestra. Este amable
interlocutor se llamaba Tom Murray y a lo largo
de su necesitada locuacidad manifestó que había ejercido en la milicia, como
oficial de un regimiento de granaderos, durante la parte más importante de su
prolongada existencia. Con una indisimulable energía castrense, preguntó al
atribulado turista Mr. Edward si en algo le podía ayudar, pues había observado
su nervioso estado de desconcierto o confusión.
“Agradezco su gentileza, buen hombre. Es que tengo absoluta conciencia
de no haber recorrido nunca las calles y plazas de esta agradable y bella
localidad. Sólo había estado en la estación, para hacer trasbordo de una a otra
línea de ferrocarril. Sin embargo, al llegar al espacio donde ahora nos
encontramos, he sentido hambre, en concreto una intensa apetencia pastelera,
con los apetitosos aromas de un buen obrador de confitería. Posteriormente, me
ha llegado una también extraña ilusión infantil, como para jugar con el frescor
del agua, precisamente cuando me he acercado a esta gran glorieta, en la que no
hay fuente sino árboles robustos, que dan buena sombre para la protección de
nuestros cuerpos. Son sensaciones difíciles de explicar. De ahí ese estado de
confusión que Vd. ha sabido percibir con sus indudables y amables dotes para la
observación”.
El viejo Tom sonrió, tratando de aportar serenidad y confianza a
la intranquilidad de su nervioso interlocutor.
“Mr. Piwkov, creo sinceramente que tal vez esté Vd. bromeando,
porque me atrevería a afirmar que, con lo que me acaba de decir, Vd. ya ha
estado por estos parajes. Le veo observando a ese edificio comercial y me habla
de que en su cuerpo aparecen sensaciones apetitosas de pastelería. Tengo fundado
conocimiento de que hace muchos años, en ese mismo punto o solar, había un gran
horno confitero. Era muy popular y los naturales del lugar acudían al mismo
para comprar pan, dulces y pastelerías variadas, a unos precios muy asequibles.
Eran famosas unas tortas de hojaldre, rellenas con confitura de calabaza, que
salían del horno durante las madrugadas. Había colas de compradores, que incluso
en las horas nocturnas y en las primeras de la mañana, solicitaban esos dulces
bien calientes y apetitosos, que tanto gustaban a pequeños y a mayores. El
antiguo obrador pastelero, denominado The funny dessert
desapareció con la jubilación de sus propietarios y los vaivenes
económicos. Pero le hablo de realidades correspondientes a un tiempo bastante lejano,
hace más de setenta, ochenta o noventa años. El vetusto edificio, muy
deteriorado, fue derribado, construyéndose a continuación una gran posada, para
recibir viajeros y transeúntes, que hace precisamente unos quince o más años
fue remodelada para adaptarla a ese vigente centro comercial, dedicado las
necesidades del hogar. Todo esto que le cuento tiene un lógico fundamento: mi
residencia se encuentra no lejos de donde nos encontramos, sólo a unas cuentas
calles de esta misma zona. Conozco muy bien la historia del lugar”.
“En cuanto a esta glorieta, en donde estamos dialogando, he de
añadirle que aquí había una gran fuente, de la que manaba abundantes chorros de
agua a través de las cuatro ninfas de mármol, dispuestas en la dirección de los
puntos cardinales. Esos chorros de agua hacían la delicia de la chiquillería,
que gustaba mojarse en los días calurosos del verano y usarla también para
saciar la sed. Pero algunos de los chicos y personas adultas comenzaron a
enfermar. Se hicieron diversos estudios que confirmaron la existencia de
filtraciones de aguas fétidas, procedentes de los pozos ciegos que muchas
fincas y viviendas tenían por la zona. The Mayor Cabinet decidió entonces
suprimir esa gran fuente, en cuyo espacio fueron plantados los tilos y olmos
que hoy podemos contemplar. También hay algún castaño de India, que se adapta
muy bien al clima de la zona. En definitiva, Mr. Piwkov, sigo afirmando que Vd.
ha estado por estos lugares algún tiempo, y de ahí esos recuerdos que ahora
afloran en su mente”.
Edward movía cortésmente su cabeza, negando esa posibilidad. Pero
esa “enciclopedia humana” que fluía de la persona que delante, le estaba dando
razones más que convincentes acerca de tal posibilidad que él ni remotamente
sospechaba. Mientras tanto, Mr. Tom Murray seguía aportando datos para
sustentar sus opiniones.
“Si le preguntara, my friend Edward, en donde se encontraba la
vieja escuela en la que enseñaba la añorada y respetada Mrs Dorothy ¿qué podría
Vd. decirme?” En ese preciso instante, Edward, con un gesto casi mecanicista
señaló hacia un edificio de paredes celestes y tejado de dos aguas, formado a
base de lascas azuladas de sílex, actualmente dedicado a servicios de atención
social. La respuesta del anciano Tom fue concluyente: “Efectivamente, allí
estaba situada la antigua escuela de nuestros padres y abuelos. No va a poder
repetirme, una vez más, que nunca ha estado recorriendo o viviendo por las
entrañas urbanas de esta localidad”.
Los dos nuevos e inesperados amigos compartieron con plácida
alegría unas pintas de cerveza, en un bar cercano al lugar donde se habían
conocido y dialogado. Tom, persona de naturaleza profundamente dicharachera y
amistosa, continuaba con sus anécdotas y recuerdos relativos a sus largos años
en la milicia. Edward atendía con cortesía y respeto al dinámico vecino del
lugar, que tan convincentemente exponía sus opiniones sobre los más diversos
temas o cuestiones. Pero en el interior de su mente seguía dándole vueltas a
todas esas sensaciones que había tenido durante la mañana, percepciones extrañas
y que con la ayuda de su interlocutor comprendía que no era nuevo en el lugar,
a pesar de repetirse “pero si yo no he vivido nunca en esta localidad …”.
Debido a que su billete de tren tenía fijado el horario de vuelta
para las 16:15, se sintió obligado a invitar al antiguo militar para compartir
el lunch del mediodía, ofrecimiento que Tom aceptó gustoso, pues en su viudez
agradecía no sentarse en la mesa sin tener a nadie con quien hablar. El mundo
de las crónicas periodísticas también fue un interesante motivo para que los
dos hombres aportaran sus criterios y fundadas opiniones sobre los temas de más
candentes de la actualidad. En este terreno Edward gozaba de la ventaja añadida
de ser un “aguerrido” profesional, también jubilado, de las letras impresas.
Tom se prestó a acompañarle al edificio de la vieja estación, para
iniciar el viaje de vuelta a Londres. Se despidieron con el cordial afecto de
dos veteranas personas a los que el azar había abierto las puertas atractivas
de una nueva amistad. Quedaron en mantener alguna regular correspondencia
postal y en verse de nuevo cuando las circunstancias así lo facilitasen.
Estrecharon sus manos como despedida, añadiendo una leve inclinación de sus
respectivas cabezas, todo un ritual de personas adiestradas en los establecidos
formalismos de la cortesía social.
Mientras las ruedas del tren chirriaban sobre las pulimentadas
vías ancladas sobre las traviesas, Edward Pinkow seguía dándole vueltas a esas
percepciones que flotaban sobre el mundo onírico de sus recuerdos. Sobre su
cabeza sobrevolaba el misterio, la intriga y los incómodos
interrogantes sin respuestas. Conocía la existencia de una biblioteca
pública ubicada muy cerca de su actual domicilio. A esa bien surtida “library”
pensaba dirigirse en la mañana del siguiente día, a fin de documentarse sobre
un puntual tema que, tras la extraña experiencia de ese día en la preciosa y
cuidada ciudad de Hertford necesitaba información fehaciente que sosegara sus
dudas: la delicada y controvertida reencarnación de
las personas. Pero esas muy interesantes y necesarias lecturas tendrían
que esperar al día próximo, Pues durante esa tarde noche tenía motivaciones más
reales y sensuales que atender, con respecto a sus dudas y sospechas sobre el
más allá. –
PERCEPCIONES EXTRAÑAS
EN HERTFORD
José L.
Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
01 octubre 2021
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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