La historia se desarrolla a finales de la década de los años
cincuenta, correspondiente al siglo precedente, en una localidad importante de
la Andalucía subbética. Los hermanos Cabrillana, Papu
y Héctor, son los propietarios del único cine
existente en el pueblo, una amplia y popular sala de proyección, denominada EL IMPERIAL, con capacidad para 180 butacas. Ambos
jóvenes empresarios heredaron la dirección de esta bien cuidada instalación
para el espectáculo, cuando su padre decidió jubilarse, cediéndoles el testigo
de la propiedad, tras desarrollar una eficaz gestión a lo largo de casi tres
décadas de su ejemplar existencia.
En estos años, previos al desarrollismo de los sesenta (turismo,
control sindical y emigración), la televisión apenas estaba comenzando a llegar
a muy escasas e importantes capitales españolas y sólo para emisiones en
período de pruebas. La inmensa mayoría de los hogares carecían de aparatos
monitores de televisión y sólo algunos establecimientos de restauración, bares
y cafeterías, adquirían e instalaban aquellos primeros y aparatosos televisores,
que causaban impacto en un público asombrado, que iba tomando conciencia de que
podía ver cine fuera de los cines.
Asistir a una sala de exhibición cinematográfica (o a los grandes
estadios de fútbol) continuaba siendo la distracción básica para una amplia
mayoría de españoles, que también endulzaban el letargo de las tardes y los
fines de semana sentados junto a la radio y las horas de bar compartidas con
familiares y amigos. Atendiendo a una lógica empresarial, aunque este pueblo
andaluz era de los importantes en cuando a nivel demográfico, las proyecciones
de cine sólo se hacían de viernes a domingos, días festivos y durante las
jornadas vacacionales de la Navidad.
Además de los propietarios, el personal encargado del
funcionamiento de la muy popular sala estaba formado por Fabio, el técnico maquinista de proyección, Manuelo, un antiguo leñador quien cumplidos los
cincuenta ejercía de portero, acomodador y vendedor de chucherías y refrescos
en el ambigú (ayudado, en los días de mucha asistencia de público, por su hijo
Serafín) y, finalmente, Carmina, la taquillera
del cine, quien también echaba una mano para la necesaria limpieza del salón y
demás dependencias durante las mañanas. El propio Fabio se encargaba de ir a la
empresa de transporte La Gaviota, para recoger la gran bolsa o saco de estopa
que contenía los rollos enlatados de las películas y devolver a la distribuidora
las cintas ya proyectadas en pantalla. Según los hábitos de la zona y la época
que sustenta la narrativa, las sesiones solían ser de programas dobles, que
comenzaban a las cinco de la tarde, “poniéndose” la última película a las 11 de
noche. El precio de la entrada era de 3 pesetas, salvo los domingos, cuando el
tícket de entrada elevaba su precio hasta las cuatro pesetas.
Carmina Alaria, una agradable señora muy próxima al medio siglo de
vida, llevaba vinculada a la empresa del Imperial desde muy jovencita, cuando
aún peinaba unas largas y bellas trenzas, como ella jocosamente manifestaba.
Primero, con el padre de los Cabrillana, don Cástulo (curiosamente un buen
actor de teatro, en sus años mozos) y después con sus hijos y herederos, Papu y
Héctor, quienes además regentaban una conocida cafetería, LOS CANDILES, situada
en la muy visitada plaza principal del pueblo, especialmente atractiva por su
valiosa riqueza monumental (iglesia de
arquitectura barroca, con una rica imaginería y pintura de este realista y
emotivo estilo artístico, la sede del ayuntamiento y el gran Palacio de los
Condes de Navas). Estos jóvenes empresarios tenían depositada una amplia
confianza en las tres personas que llevaban a buen término el rentable
funcionamiento del cine.
La activa taquillera no se había casado. Su apuesto novio de
juventud, temporero agrícola, se “embriagó de amores” con una pícara
cupletista, con muchos años a sus espaldas, que vino un verano a cantar en las
fiestas de San Marcial. Acabó marchándose con la habilidosa y sensual señora,
como un fiel y servicial “gígolo”, abandonando en el desconsuelo las ilusiones
de su prometida, que supo hacer frente a las habladurías populares, ayudada por
la compañía y los consejos de su madre, viuda de guerra. Doña Marcela y su hija
vivían unidas en afectiva y cariñosa armonía, hasta que la buena señora
emprendió ese postrero viaje que carece de billete de vuelta.
Carmina vendía los tíckets en la taquilla, además de gestionar con
eficacia la contabilidad de gastos e ingresos que la sala proporcionaba. Los
días de proyección era muy puntual en la cita con su puesto de trabajo,
llegando al pequeño habitáculo para la venta de entradas no más tarde de las
16:15. Una vez allí, preparaba bien el cambio de moneda, pues los espectadores
no siempre iban con el dinero exacto. Muchas de las mañanas solía pasarse por
la Caja de Ahorros, a fin de tener cambio suficiente, además de ingresar en la
cuenta de la entidad la recaudación de la tarde anterior. Solía acompañarse en
sus horas de taquillaje de un viejo y apreciado transistor, para escuchar las
novelas radiadas y los discos dedicados. Permanecía en su puesto de trabajo
hasta cerca de las 11 de la noche, por si algún espectador se animaba a ver el
último pase de la película proyectada. En ese caso vendía “la butaca” cobrando
sólo una peseta, reducción lógica pues el cliente solo asistía a una de las dos
películas del programa doble ordinario.
La eficaz taquillera gustaba narrar, a sus compañeros del cine y a
esas amigas con las que se reunía en sus horas libres de cafés y meriendas,
abundante anécdotas presenciadas y vividas desde su privilegiada y peculiar
atalaya de trabajo, en el muy conocido y visitado Imperial. Solía decir, con un
coqueto y simpático orgullo “tendría tantas cosas que contar, que podría
escribir hasta un libro, de esos que publican los autores famosos”. Una de esas
sabrosas vivencias, que solía detallar y repetir con todo lujo de detalles a
las amigas más próximas, era la siguiente:
“Una sofocante, por el calor de bochorno que hacía, noche de
junio, cuando ya me disponía a cerrar la taquilla, pues iba a dar comienzo el
pase de la última película, para mi sorpresa veo que se aproximaba al cine don Liborio, el cura. Venía enfundado en su muy
gastada, pero todavía elegante sotana negra, con la tirilla blanca
correspondiente, bien apretada en su grueso cuello, mostrando su bien cuidada
tonsura en la coronilla. A pesar de su rectitud y seriedad, pude arrancarle una
sonrisa, cuando le dije de manera espontánea y socarrona “Pero don Liborio, con
el calor tan pastoso que estamos soportando, más de cuarenta en el termómetro
¿no puede Vd. quitarse la sotana y la tirilla del cuello, cambiándolas por una
camisa fresquita de manga corta?” Un poco azorado, tanto por la temperatura como
por mi desenfadada locuacidad, me respondió “Hija mía, he de mantener el decoro
en cualquier estación del año, sea invierno o verano ¡Qué dirían de mi y dónde
se hundiría mi autoridad, si me vieran vestido como esa juventud alocada, que
va mostrando con lascivia todos esos cuerpos dispuestos para el pecado!
Cada vez más nervioso y dubitativo, al fin se decidió explicar su
presencia en el Imperial. Me dijo, bajando el usual volumen de su voz, que le
cobrara una entrada, para asistir a esa “diabólica” película que estáis
poniendo y de la que todos hablan, en la plaza, en el bar, en la cafetería, en
el colmado y, cerrando los ojos, “hasta en el confesionario”. La película que
en muy escasos minutos iba a dar comienzo, en el pase de las once de la noche,
era EL ÚLTIMO CUPLÉ, (1957, de Juan de Orduña,
interpretada por Sarita Montiel y Armando Calvo), copia que por la suerte o los
azares del destino venía sin cortes, con todas esas “ligeras” escenas que
verdaderamente eran la comidilla del pueblo. Me puso delante un billete de
cinco pesetas, para que le cobrara la localidad, devolviéndole el cambio.
Casualmente salió de la sala Héctor, uno de mis jefes, quien
imaginando el trasfondo de la escena me hizo una señal para que no cortara el
boleto o ticket de la entrada. Se acercó a la taquilla y saludó con una leve
inclinación de su cabeza y torso al obeso cura parroquial. “Don Liborio, es un
placer verle, está Vd. en su casa. Permítame que bese su mano. En modo alguno
tiene que pagar entrada. La empresa tiene el gusto de invitarle. Siempre que lo
desee, su presencia nos es bienvenida”. Cada vez más azorado por la situación,
el respetado y a la vez temido sacerdote, quiso explicar brevemente el motivo
de su insólita presencia en el Imperial.
“Hijos míos, he de velar por la salud espiritual de mi feligresía.
Por eso he venido a ver y comprobar, con mis propios ojos, algunos comentarios sobre
escabrosas escenas que me han ido llegando a los oídos, e incluso en el santo
confesionario. Si lo que me cuentan es cierto, tendré que pediros e incluso
mandaros, con la mayor fortaleza doctrinal y personal, que cortéis esos
fotogramas lascivos y sensuales, que incitan al pecado de la carne y del alma.
Ya he hablado con Valentín Pitán, el teniente de puesto de la Guardia Civil,
que ha dejado el lamentable y peligroso asunto bajo mi sabio y prudente
proceder. Actuará en consecuencia con lo que yo dictamine, basándome en la
doctrina eclesiástica y en la moral de las buenas y acrisoladas
costumbres”.
Don Liborio no pudo “aguantar” toda la proyección. Se levantó de
su asiento cuando aún restaban veinte de los 111 minutos del metraje de esa
película. Cuando abandonó la sala, mostraba su cara sudorosa y desencajada, la
papada le sobresalía de bruces por la estrecha tirilla del cuello, la tonsura
brillaba por el sudor y su cuerpo tembloroso e inseguro parecía afectado por
las explícitas escenas que había contemplado.
En la siguiente mañana, el teniente Pitán y el sacerdote se
presentaron juntos en el cine, exigiendo ver a Pupu y Héctor a la mayor
urgencia. Tras una tensa discusión la atmósfera se fue calmando, después que
Fabio se comprometiera a poner un cartón delante del objetivo de la cámara
proyectora, en determinados momentos en que las escenas eran demasiado procaces
en opinión de don Liborio, que actuaba de censor para las buenas costumbres.
Durante esos seis minutos largos en que la pantalla quedaba oscurecida, sumando
los diferentes cortes, el ambiente acústico en la sala resultaba de lo más
divertido: gritos de tongo, trompetillas, pitos, pedorretas, palmoteos y
zapatazos del respetable, que no quería verse privado de las relevantes escenas
y fotogramas que alegraban y potenciaban sus sentimientos e imaginaciones
eróticas.
En la homilía del siguiente domingo, don Liborio no dejó pasar el
grave, en su opinión, asunto. Propuso organizar una pequeña romería a la Ermita
de la Virgen de los Desamparados, como desagravio y compensación por los malos
pensamientos y comportamientos que la “audaz y maligna” película había
provocado a los espectadores que habían ido a contemplarla. Aunque la cinta fue
relevada esa misma semana por otra más “piadosa” y concordante con la recta moral,
el tema siguió dando que hablar durante muchos días”.
Carmina solía aprovechar la amabilidad de su compañero Manuelo,
que se prestaba a sustituirla en taquilla, cuando ella deseaba entrar en la
sala para visionar la película cuya temática argumental le interesaba. Como su
visión, al paso de los años, no era muy buena y su coquetería la hacía
retraerse de ponerse gafas, se acomodaba en las filas próximas a la gran
pantalla, a fin de tener una mejor percepción de los detalles escénicos.
En cierta ocasión un vecino de asiento tuvo el atrevimiento de
tomar su la mano derecha, durante el transcurso de la proyección. Lo hizo con
dulzura y buenos modales, acariciándole con la yema de los dedos. La
sorprendida taquillera, tras el “susto” inicial, se sintió halagada, pues una
caricia siempre “sienta bien”. No sólo evitó zafarse del inhibido atrevimiento
del compañero de localidad, sino que (sin despegar los ojos de la visión que le
ofrecía la pantalla) también ella correspondió al gentil gesto tomando la mano
que le acariciaba, haciendo lo mismo como connivente respuesta, Todos estos
movimientos fueron desarrollado sin que Carmina mirara el rostro de quien tan
amablemente le deparaba tan “sensuales” tocamientos. Ambos espectadores
mantuvieron sus “atrevidos” juegos hasta el final de la proyección.
Durante casi una hora la solitaria taquillera se sintió feliz,
imaginando (y no ser equivocaba) que el generoso compañero de butaca también
agradecía los cariñosos gestos con los que ella respondía. Y todo ello sin
mirar hacia su derecha, pues no quería romper o traicionar el divertido encanto
generado por su feliz imaginación.
Cuando la película finalizó y se encendieron las luces de la sala,
pudo contemplar con sorpresa y desconcierto el rostro de quien tan
cariñosamente la había tratado y acompañado durante tan inolvidables y cálidos
minutos. El sobresalto fue de “espanto”: a su lado, mirándola con una picarona
sonrisa, se encontraba Amara, la partera
comadrona del Hospital de la Encarnación, una “viril” vecina del pueblo, mucho
más joven que ella, mujer de “armas tomar” que se había separado de su marido
hacía años, tras unos tres meses de matrimonio, ruptura que dio bastante que
hablar para ilustrar y distraer las aburridas tardes de café y pastas en los
largos fines de semana. Sebastiano, su exmarido,
pocero de ocupación, tomó la también muy comentada decisión que ingresar como
hermano lego en el Monasterio de San Marcial, en donde fue admitido para
trabajar en las necesarias tareas de cocina.
La infeliz Carmina, sintiéndose agredida, humillada y traicionada,
pasó toda la noche sin dormir, haciendo infusiones de tila con agua de azahar.
En el alba del día siguiente, no dejó pasar muchos minutos sin acudir al
confesionario de don Liborio, para tranquilizar su desasosegada conciencia. Las
escasas feligresas que en aquellas matinales horas habían acudido al templo
parroquial, escuchaban asombradas y asustadas desde sus asientos y
reclinatorios la acústica represora que inundaba el silencio eclesial, emitida
por parte del severo párroco de la villa. Otra sustanciosa anécdota conservada
en el morral de los recuerdos de esta conocida vecina del lugar.
La popular taquillera quiso permanecer en su trabajo hasta cumplir
las siete décadas de vida. La llegada de la televisión y posteriormente la
aparición de los video clubs hizo que el Imperial fuera reduciendo sus horas y
días de exhibición, abriendo solamente sábados y domingos, en dos sesiones que
comenzaban a las seis y ocho horas de la tarde. También los programas dobles
fueron desapareciendo de la cartelera, proyectándose sólo una película.
Posteriormente el antiguo y apreciado cine Imperial acabó siendo vendido a una
empresa constructora, que edificó en su amplio solar un gran hostal
restaurante, con algunos comercios adjuntos, bajo la misma denominación que el
viejo cine, aceptando los nuevos propietarios la nostálgica y sentimental petición
de los hermanos Cabrillana.
Pero los más viejos del lugar y también las nuevas generaciones
comentan que, en las noches frías del otoño e invierno, muchos de los
residentes en las habitaciones del elegante hospedaje, escuchan sonidos
parecidos a la música introductoria de las películas producidas por la Metro
Goldwyn Mayer, la Paramount, la Universal, la Twenty Century Fox, Cifesa o Filmax, además de reconocerse las voces, a
través de las paredes, de los míticos actores y actrices, como Clark Gable,
Humphrey Bogart, Olivia de Havilland, Gary Cooper, Bárbara Stanwyck, Bette
Davis, etc, distrayendo los sueños y delirios oníricos de las asombradas
personas que allí se alojan. El HOTEL IMPERIAL
está primorosamente decorado. Allí pueden verse las viejas máquinas proyectoras
usadas en el añorado cine, una amplia infografía de fotogramas de las más
afamadas películas del género clásico y en una esquina del gran salón
recepción, se ha hecho una recreación exacta de la antigua taquilla, en cuya
parte superior hay una placa grabada con un cariñoso texto: “Como homenaje y recuerdo a nuestra querida y apreciada
Carmina”.
CARMINA, LA TAQUILLERA DEL
CINE IMPERIAL
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor
del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
17
septiembre 2021
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electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog
personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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