viernes, 17 de septiembre de 2021

CARMINA, LA TAQUILLERA DEL CINE IMPERIAL.

La historia se desarrolla a finales de la década de los años cincuenta, correspondiente al siglo precedente, en una localidad importante de la Andalucía subbética. Los hermanos Cabrillana, Papu y Héctor, son los propietarios del único cine existente en el pueblo, una amplia y popular sala de proyección, denominada EL IMPERIAL, con capacidad para 180 butacas. Ambos jóvenes empresarios heredaron la dirección de esta bien cuidada instalación para el espectáculo, cuando su padre decidió jubilarse, cediéndoles el testigo de la propiedad, tras desarrollar una eficaz gestión a lo largo de casi tres décadas de su ejemplar existencia.

En estos años, previos al desarrollismo de los sesenta (turismo, control sindical y emigración), la televisión apenas estaba comenzando a llegar a muy escasas e importantes capitales españolas y sólo para emisiones en período de pruebas. La inmensa mayoría de los hogares carecían de aparatos monitores de televisión y sólo algunos establecimientos de restauración, bares y cafeterías, adquirían e instalaban aquellos primeros y aparatosos televisores, que causaban impacto en un público asombrado, que iba tomando conciencia de que podía ver cine fuera de los cines.

Asistir a una sala de exhibición cinematográfica (o a los grandes estadios de fútbol) continuaba siendo la distracción básica para una amplia mayoría de españoles, que también endulzaban el letargo de las tardes y los fines de semana sentados junto a la radio y las horas de bar compartidas con familiares y amigos. Atendiendo a una lógica empresarial, aunque este pueblo andaluz era de los importantes en cuando a nivel demográfico, las proyecciones de cine sólo se hacían de viernes a domingos, días festivos y durante las jornadas vacacionales de la Navidad.

Además de los propietarios, el personal encargado del funcionamiento de la muy popular sala estaba formado por Fabio, el técnico maquinista de proyección, Manuelo, un antiguo leñador quien cumplidos los cincuenta ejercía de portero, acomodador y vendedor de chucherías y refrescos en el ambigú (ayudado, en los días de mucha asistencia de público, por su hijo Serafín) y, finalmente, Carmina, la taquillera del cine, quien también echaba una mano para la necesaria limpieza del salón y demás dependencias durante las mañanas. El propio Fabio se encargaba de ir a la empresa de transporte La Gaviota, para recoger la gran bolsa o saco de estopa que contenía los rollos enlatados de las películas y devolver a la distribuidora las cintas ya proyectadas en pantalla. Según los hábitos de la zona y la época que sustenta la narrativa, las sesiones solían ser de programas dobles, que comenzaban a las cinco de la tarde, “poniéndose” la última película a las 11 de noche. El precio de la entrada era de 3 pesetas, salvo los domingos, cuando el tícket de entrada elevaba su precio hasta las cuatro pesetas.

Carmina Alaria, una agradable señora muy próxima al medio siglo de vida, llevaba vinculada a la empresa del Imperial desde muy jovencita, cuando aún peinaba unas largas y bellas trenzas, como ella jocosamente manifestaba. Primero, con el padre de los Cabrillana, don Cástulo (curiosamente un buen actor de teatro, en sus años mozos) y después con sus hijos y herederos, Papu y Héctor, quienes además regentaban una conocida cafetería, LOS CANDILES, situada en la muy visitada plaza principal del pueblo, especialmente atractiva por su valiosa riqueza monumental  (iglesia de arquitectura barroca, con una rica imaginería y pintura de este realista y emotivo estilo artístico, la sede del ayuntamiento y el gran Palacio de los Condes de Navas). Estos jóvenes empresarios tenían depositada una amplia confianza en las tres personas que llevaban a buen término el rentable funcionamiento del cine.

La activa taquillera no se había casado. Su apuesto novio de juventud, temporero agrícola, se “embriagó de amores” con una pícara cupletista, con muchos años a sus espaldas, que vino un verano a cantar en las fiestas de San Marcial. Acabó marchándose con la habilidosa y sensual señora, como un fiel y servicial “gígolo”, abandonando en el desconsuelo las ilusiones de su prometida, que supo hacer frente a las habladurías populares, ayudada por la compañía y los consejos de su madre, viuda de guerra. Doña Marcela y su hija vivían unidas en afectiva y cariñosa armonía, hasta que la buena señora emprendió ese postrero viaje que carece de billete de vuelta.

Carmina vendía los tíckets en la taquilla, además de gestionar con eficacia la contabilidad de gastos e ingresos que la sala proporcionaba. Los días de proyección era muy puntual en la cita con su puesto de trabajo, llegando al pequeño habitáculo para la venta de entradas no más tarde de las 16:15. Una vez allí, preparaba bien el cambio de moneda, pues los espectadores no siempre iban con el dinero exacto. Muchas de las mañanas solía pasarse por la Caja de Ahorros, a fin de tener cambio suficiente, además de ingresar en la cuenta de la entidad la recaudación de la tarde anterior. Solía acompañarse en sus horas de taquillaje de un viejo y apreciado transistor, para escuchar las novelas radiadas y los discos dedicados. Permanecía en su puesto de trabajo hasta cerca de las 11 de la noche, por si algún espectador se animaba a ver el último pase de la película proyectada. En ese caso vendía “la butaca” cobrando sólo una peseta, reducción lógica pues el cliente solo asistía a una de las dos películas del programa doble ordinario.

La eficaz taquillera gustaba narrar, a sus compañeros del cine y a esas amigas con las que se reunía en sus horas libres de cafés y meriendas, abundante anécdotas presenciadas y vividas desde su privilegiada y peculiar atalaya de trabajo, en el muy conocido y visitado Imperial. Solía decir, con un coqueto y simpático orgullo “tendría tantas cosas que contar, que podría escribir hasta un libro, de esos que publican los autores famosos”. Una de esas sabrosas vivencias, que solía detallar y repetir con todo lujo de detalles a las amigas más próximas, era la siguiente:

“Una sofocante, por el calor de bochorno que hacía, noche de junio, cuando ya me disponía a cerrar la taquilla, pues iba a dar comienzo el pase de la última película, para mi sorpresa veo que se aproximaba al cine don Liborio, el cura. Venía enfundado en su muy gastada, pero todavía elegante sotana negra, con la tirilla blanca correspondiente, bien apretada en su grueso cuello, mostrando su bien cuidada tonsura en la coronilla. A pesar de su rectitud y seriedad, pude arrancarle una sonrisa, cuando le dije de manera espontánea y socarrona “Pero don Liborio, con el calor tan pastoso que estamos soportando, más de cuarenta en el termómetro ¿no puede Vd. quitarse la sotana y la tirilla del cuello, cambiándolas por una camisa fresquita de manga corta?” Un poco azorado, tanto por la temperatura como por mi desenfadada locuacidad, me respondió “Hija mía, he de mantener el decoro en cualquier estación del año, sea invierno o verano ¡Qué dirían de mi y dónde se hundiría mi autoridad, si me vieran vestido como esa juventud alocada, que va mostrando con lascivia todos esos cuerpos dispuestos para el pecado! 

Cada vez más nervioso y dubitativo, al fin se decidió explicar su presencia en el Imperial. Me dijo, bajando el usual volumen de su voz, que le cobrara una entrada, para asistir a esa “diabólica” película que estáis poniendo y de la que todos hablan, en la plaza, en el bar, en la cafetería, en el colmado y, cerrando los ojos, “hasta en el confesionario”. La película que en muy escasos minutos iba a dar comienzo, en el pase de las once de la noche, era EL ÚLTIMO CUPLÉ, (1957, de Juan de Orduña, interpretada por Sarita Montiel y Armando Calvo), copia que por la suerte o los azares del destino venía sin cortes, con todas esas “ligeras” escenas que verdaderamente eran la comidilla del pueblo. Me puso delante un billete de cinco pesetas, para que le cobrara la localidad, devolviéndole el cambio.

Casualmente salió de la sala Héctor, uno de mis jefes, quien imaginando el trasfondo de la escena me hizo una señal para que no cortara el boleto o ticket de la entrada. Se acercó a la taquilla y saludó con una leve inclinación de su cabeza y torso al obeso cura parroquial. “Don Liborio, es un placer verle, está Vd. en su casa. Permítame que bese su mano. En modo alguno tiene que pagar entrada. La empresa tiene el gusto de invitarle. Siempre que lo desee, su presencia nos es bienvenida”. Cada vez más azorado por la situación, el respetado y a la vez temido sacerdote, quiso explicar brevemente el motivo de su insólita presencia en el Imperial.

“Hijos míos, he de velar por la salud espiritual de mi feligresía. Por eso he venido a ver y comprobar, con mis propios ojos, algunos comentarios sobre escabrosas escenas que me han ido llegando a los oídos, e incluso en el santo confesionario. Si lo que me cuentan es cierto, tendré que pediros e incluso mandaros, con la mayor fortaleza doctrinal y personal, que cortéis esos fotogramas lascivos y sensuales, que incitan al pecado de la carne y del alma. Ya he hablado con Valentín Pitán, el teniente de puesto de la Guardia Civil, que ha dejado el lamentable y peligroso asunto bajo mi sabio y prudente proceder. Actuará en consecuencia con lo que yo dictamine, basándome en la doctrina eclesiástica y en la moral de las buenas y acrisoladas costumbres”. 

Don Liborio no pudo “aguantar” toda la proyección. Se levantó de su asiento cuando aún restaban veinte de los 111 minutos del metraje de esa película. Cuando abandonó la sala, mostraba su cara sudorosa y desencajada, la papada le sobresalía de bruces por la estrecha tirilla del cuello, la tonsura brillaba por el sudor y su cuerpo tembloroso e inseguro parecía afectado por las explícitas escenas que había contemplado.  

En la siguiente mañana, el teniente Pitán y el sacerdote se presentaron juntos en el cine, exigiendo ver a Pupu y Héctor a la mayor urgencia. Tras una tensa discusión la atmósfera se fue calmando, después que Fabio se comprometiera a poner un cartón delante del objetivo de la cámara proyectora, en determinados momentos en que las escenas eran demasiado procaces en opinión de don Liborio, que actuaba de censor para las buenas costumbres. Durante esos seis minutos largos en que la pantalla quedaba oscurecida, sumando los diferentes cortes, el ambiente acústico en la sala resultaba de lo más divertido: gritos de tongo, trompetillas, pitos, pedorretas, palmoteos y zapatazos del respetable, que no quería verse privado de las relevantes escenas y fotogramas que alegraban y potenciaban sus sentimientos e imaginaciones eróticas.

En la homilía del siguiente domingo, don Liborio no dejó pasar el grave, en su opinión, asunto. Propuso organizar una pequeña romería a la Ermita de la Virgen de los Desamparados, como desagravio y compensación por los malos pensamientos y comportamientos que la “audaz y maligna” película había provocado a los espectadores que habían ido a contemplarla. Aunque la cinta fue relevada esa misma semana por otra más “piadosa” y concordante con la recta moral, el tema siguió dando que hablar durante muchos días”.

Carmina solía aprovechar la amabilidad de su compañero Manuelo, que se prestaba a sustituirla en taquilla, cuando ella deseaba entrar en la sala para visionar la película cuya temática argumental le interesaba. Como su visión, al paso de los años, no era muy buena y su coquetería la hacía retraerse de ponerse gafas, se acomodaba en las filas próximas a la gran pantalla, a fin de tener una mejor percepción de los detalles escénicos.

En cierta ocasión un vecino de asiento tuvo el atrevimiento de tomar su la mano derecha, durante el transcurso de la proyección. Lo hizo con dulzura y buenos modales, acariciándole con la yema de los dedos. La sorprendida taquillera, tras el “susto” inicial, se sintió halagada, pues una caricia siempre “sienta bien”. No sólo evitó zafarse del inhibido atrevimiento del compañero de localidad, sino que (sin despegar los ojos de la visión que le ofrecía la pantalla) también ella correspondió al gentil gesto tomando la mano que le acariciaba, haciendo lo mismo como connivente respuesta, Todos estos movimientos fueron desarrollado sin que Carmina mirara el rostro de quien tan amablemente le deparaba tan “sensuales” tocamientos. Ambos espectadores mantuvieron sus “atrevidos” juegos hasta el final de la proyección.

Durante casi una hora la solitaria taquillera se sintió feliz, imaginando (y no ser equivocaba) que el generoso compañero de butaca también agradecía los cariñosos gestos con los que ella respondía. Y todo ello sin mirar hacia su derecha, pues no quería romper o traicionar el divertido encanto generado por su feliz imaginación.

Cuando la película finalizó y se encendieron las luces de la sala, pudo contemplar con sorpresa y desconcierto el rostro de quien tan cariñosamente la había tratado y acompañado durante tan inolvidables y cálidos minutos. El sobresalto fue de “espanto”: a su lado, mirándola con una picarona sonrisa, se encontraba Amara, la partera comadrona del Hospital de la Encarnación, una “viril” vecina del pueblo, mucho más joven que ella, mujer de “armas tomar” que se había separado de su marido hacía años, tras unos tres meses de matrimonio, ruptura que dio bastante que hablar para ilustrar y distraer las aburridas tardes de café y pastas en los largos fines de semana. Sebastiano, su exmarido, pocero de ocupación, tomó la también muy comentada decisión que ingresar como hermano lego en el Monasterio de San Marcial, en donde fue admitido para trabajar en las necesarias tareas de cocina.

La infeliz Carmina, sintiéndose agredida, humillada y traicionada, pasó toda la noche sin dormir, haciendo infusiones de tila con agua de azahar. En el alba del día siguiente, no dejó pasar muchos minutos sin acudir al confesionario de don Liborio, para tranquilizar su desasosegada conciencia. Las escasas feligresas que en aquellas matinales horas habían acudido al templo parroquial, escuchaban asombradas y asustadas desde sus asientos y reclinatorios la acústica represora que inundaba el silencio eclesial, emitida por parte del severo párroco de la villa. Otra sustanciosa anécdota conservada en el morral de los recuerdos de esta conocida vecina del lugar.

La popular taquillera quiso permanecer en su trabajo hasta cumplir las siete décadas de vida. La llegada de la televisión y posteriormente la aparición de los video clubs hizo que el Imperial fuera reduciendo sus horas y días de exhibición, abriendo solamente sábados y domingos, en dos sesiones que comenzaban a las seis y ocho horas de la tarde. También los programas dobles fueron desapareciendo de la cartelera, proyectándose sólo una película. Posteriormente el antiguo y apreciado cine Imperial acabó siendo vendido a una empresa constructora, que edificó en su amplio solar un gran hostal restaurante, con algunos comercios adjuntos, bajo la misma denominación que el viejo cine, aceptando los nuevos propietarios la nostálgica y sentimental petición de los hermanos Cabrillana.

Pero los más viejos del lugar y también las nuevas generaciones comentan que, en las noches frías del otoño e invierno, muchos de los residentes en las habitaciones del elegante hospedaje, escuchan sonidos parecidos a la música introductoria de las películas producidas por la Metro Goldwyn Mayer, la Paramount, la Universal, la Twenty Century Fox, Cifesa  o Filmax, además de reconocerse las voces, a través de las paredes, de los míticos actores y actrices, como Clark Gable, Humphrey Bogart, Olivia de Havilland, Gary Cooper, Bárbara Stanwyck, Bette Davis, etc, distrayendo los sueños y delirios oníricos de las asombradas personas que allí se alojan. El HOTEL IMPERIAL está primorosamente decorado. Allí pueden verse las viejas máquinas proyectoras usadas en el añorado cine, una amplia infografía de fotogramas de las más afamadas películas del género clásico y en una esquina del gran salón recepción, se ha hecho una recreación exacta de la antigua taquilla, en cuya parte superior hay una placa grabada con un cariñoso texto: “Como homenaje y recuerdo a nuestra querida y apreciada Carmina”.

 

CARMINA, LA TAQUILLERA DEL

CINE IMPERIAL

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

17 septiembre 2021

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