Livio Orola, doctor especialista en urología,
había hecho hueco en su bien completa agenda laboral (Seguridad Social,
consulta privada, horas semanales como profesor contratado en la Facultad de
Medicina) para asistir a este congreso, en el que siempre encontraba nuevas
vías y enseñanzas para mejorar la asistencia que prestaba a sus numerosos pacientes.
En esta oportunidad, tenía ilusión por avanzar en el dominio de la práctica
quirúrgica, ayudándose de ese poderoso aliado que es la microinformática.
A
consecuencia de la elevada inscripción de participantes en el congreso, el
equipo organizador tuvo algunas dificultades a la hora de buscar acomodo
hotelero para todos ellos, complejidad acrecentada por la coincidencia en las
fechas de unas jornadas históricas a celebrar también en estas fechas del
octubre otoñal. Sin embargo, Livio tuvo la fortuna de encontrar alojamiento en
la 5ª planta de un acogedor hostal, denominado Ramiro I, habitación 509 con románticas vistas a la
majestuosa Catedral de León, joya arquitectónica del arte gótico, con sus
maravillosas vidrieras, observando también desde la ventana al rio Bernesga
(afluente del Esla, a su vez tributario hídrico del rio Duero), próximo a una
zona arbolada de natural y saludable belleza.
En realidad,
El doctor Orola sólo iba a permanecer en su habitación para descansar de la
ajetreada jornada diaria, darse una reconfortante ducha caliente y comunicar a
través de su móvil y el ordenador portátil con su compañera Ariana, enfermera de profesión, con la que
compartía su vida. Había reservados cuatro noches en ese hostal pues, aunque
las sesiones del Congreso se desarrollaban durante tres días, gustaba siempre
quedarse una fecha más en la ciudad que visitaba, a fin de conocerla más a
fondo y preparar mejor el viaje de vuelta. Por supuesto, también dedicaba ese
día vacacional para buscar algún bonito regalo o presente, que fuese original o
representativo de la zona visitada, para llevar a Ariana en su vuelta a Málaga.
En su segunda
noche congresual, llegó a la habitación sobre las 22:30. Había cenado junto a
un grupo de compañeros de profesión y dado el frío de la noche leonesa
decidieron de común acuerdo, tras las infusiones calientes que degustaron, irse
lo más pronto posible a la cama, porque el día siguiente estaba repleto de muy
diversas actividades, que finalizarían con la cena de clausura del congreso. Se
dio una ducha bien caliente y muy reconfortante, revisó el buzón de correos
llegados a su ordenador y evitó llamar a Ariana, pues esa noche tenía guardia
en el hospital, en la sección de urgencias, por lo que consideró mejor no
importunarla ya que podría estar atendiendo algún caso de emergencia. Ya
reposando en el lecho, se animó poner un poco de música clásica en su IPad para
ayudarse a mejor conciliar el necesario sueño reparador.
Ya estaba un
tanto adormilado, cuando le despertaron unos
repetidos sollozos, que provenían de la habitación contigua, la 510,
cuyos respectivos dormitorios estaban separados por un tabique intermedio en la
zona del cabecero de las camas. Desde luego, ese tabique intermedio no tenía
que ser muy grueso y carecía de material para la insonoridad, por lo cual las
ondas acústicas pasaban de una habitación a otra sin la menor dificultad. Le extrañó que
dichos lamentos provenían de una persona masculina, que parecía estar sola en
la habitación, pues no se escuchaban diálogos ni otras voces o palabras junto a
las muestras de pesar. El único que pronunciaba algunas palabras y parece ser
muchas lágrimas era el residente de la habitación vecina. Ciertamente, había
algunos momentos en que los sollozos “paraban” aunque de nuevo volvían a tomar
intenso y sentimental protagonismo. Comprobó en su Rolex, que había dejado
sobre la mesita de noche, la hora que marcaban las manecillas: 01:43 minutos.
La muy incómoda situación parecía prolongarse, porque los sollozos y lamentos
continuaban. ¿Qué hacer, a esa hora de la madrugada? Razonaba, con la mayor
sensatez, que él tenía que descansar y dormir, aunque también le preocupaba el
mal trago o rato que estaba atravesando el vecino residente. ¿Podría
encontrarse mal de salud? Desde luego no parecía que fuese el estado corporal
el causante de esa tan emocional situación, a tenor de las palabras que
pronunciaba el desesperado huésped.
Tras darle
inútilmente alguna oportunidad al afligido compañero de la habitación contigua,
pensó en llamar a la recepción del hostal, a fin de rogar a la persona
encargada que interviniera en el hecho, personándose o comunicando con la
habitación. Sin embargo, un más prolongado silencio le hizo desistir de esta
opción, echándose de nuevo a dormir.
Pero
a las 2:30,
más o menos, continuaron los lamentos, que le hicieron despertarse, un tanto sobresaltado,
porque los sonidos seguían llegando con facilidad, gracias a la patente debilidad
del tabique separador. El “desesperado” vecino mencionaba el nombre de Afasia,
con frases del calibre “¡Cómo has podido hacerme estoy! ¡Tania, Tania, me
siento solo, te necesito!” Lágrimas y palabras,
probablemente pronunciadas desde la cama, aunque no descartaba que estuviera
dando vueltas por la habitación.
Ya nervioso y
un tanto desesperado ante la situación, decidió ponerse sobre el pijama un
batín blanco o albornoz que la dirección del hostal facilitaba a sus huéspedes
en el cuarto de ducha, junto a las toallas para el baño. Abrió su puerta y
armándose de valor, aplicando el mayor autocontrol posible, pues la enojosa
situación así lo aconsejaba, pulsó el timbre de la habitación 510. A los pocos
segundos, desde el interior del aposento, la misma voz que antes sollozaba
preguntó ¿Quién es? ¿Qué desea? Tras identificarse desde el pasillo, indicando
su nombre, como usuario de la 509, la puerta al fin se abrió. Ante él aparecía
un hombre de cabello negro, con profundas entradas alopécicas, que tendría unos
treinta y tantos años. Muy delgado y con la barba crecida de un par de días.
Este vecino también se presentó, indicando su nombre: Heliodoro.
Ofrecía una expresión sentimentalmente descompuesta. Gruesos lagrimones
humedecían su rostro. Cordialmente le invitó a tomar asiento y ante la
explicación de Livio, acerca de la imposibilidad de tener un descanso sosegado,
por los sonidos que se transmitían de una a otra habitación, le explicó
básicamente la amarga situación que atravesaba para su intenso dolor. Un
clásico problema de amor frustrado, por el desleal engaño de su mujer Afasia con la que llevaba casado dos años y cuatro
meses, cruel compañera que lo había echado literalmente del domicilio que ambos
compartían. Todo ello tras “arrojarle a la cara” su profundo amor a otra
persona, con más dinero y cualidades físicas y de carácter del que tenía su
esposo legal (un repartidor de correspondencia y envíos, en el Servicio
Nacional de Correos, actualmente de baja médica por depresión aguda).
Livio percibió
de inmediato que estaba ante una persona con debilidad de carácter y un tanto
pusilánime, que había encontrado en la fuerza mental y belleza de Afasia el
necesario apoyo humano para vitalizar lo que podría ser su anodina existencia.
Incluso llegó a narrarle la plástica y humillante escena de pedirle de
rodillas, a la que era su amada, que no le abandonara. Esta actitud a buen
seguro había incrementado aún más el “desprecio” de esta mujer hacia su marido,
que reiteraba, con nuevos y gruesos lagrimones, que no podría vivir alejado de
lo que más quería y necesitaba.
“Apenas tengo
familia, pues soy hijo único. Mis progenitores fallecieron hace años. Después
de tener que abandonar la que era nuestra casa, he residido en el domicilio de
un amigo que me “recogió”, pero ayer su mujer también me señaló la puerta, pues
decía que su casa no era un hospicio para desgraciados (nuevos lagrimones
manaban de sus ojos). Por eso esta mañana, con mi maletón trolley de la mano,
he contratado una habitación en este hostal, a ver si me armo de fuerza para
tratar de convencer a Afasia, para que reconsidere generosamente su cruel
postura. Te confieso, nuevo amigo Livio, que incluso he pensado en hacer una
“locura”. Pero reconozco que carezco del valor suficiente para ese drástico
final”.
Tras escuchar
esas tan humanas y crudas palabras, un sentimiento de pena y lástima le embargó
hacia un ser que en su debilidad y soledad carecía del imprescindible
equilibrio y fuerza personal para enderezar la peliaguda situación íntima en la
que tan desesperadamente se hallaba. Tenía que apiadarse de una ser en tan
degradado estado psicofísico. Pero como se encontraba profundamente cansado y
un tanto aturdido por el melodrama al que asistía como protagonista, el doctor
Orola quiso abreviar con el propósito de poner fin a la larga “perorata” de
lamentos que embargaba a su pobre interlocutor Heliodoro.
“Vamos a hacer
una cosa, amigo Helio. Acompáñeme a mi habitación. Allí tengo un pequeño
botiquín, que siempre me acompaña cuando salgo de viaje. Puedo facilitarle unos
tranquilizantes que van a permitirle pasar la noche con una buena relajación.
Como entiendo que se le hace insoportable la soledad en la que se siente
sumido, puede utilizar una de las dos camas que tengo en el dormitorio, para
descansar y relajarse en mi cuarto. Así, acompañado, sin duda se encontrará
notablemente mejor. Mañana, tengo una intensa jornada de clausura en el
Congreso médico al que estoy asistiendo. Pero pasado mañana, en que me voy a
quedar en esta monumental ciudad de León, para visitarla y recorrerla en
profundidad, podemos comer juntos y buscaremos soluciones racionales para que
pueda tratar de salir de ese océano vital en el que se halla inmerso, sin
apenas saber nadar”.
Así lo
hicieron, En pocos minutos Heliodoro se quedó somnoliento y silencioso en la
cama cedida por el médico de la 509. También Livio se tomó un fuerte relajante
(varios comprimidos de melatonina) para tratar de conseguir lo más rápidamente
posible ese sueño reparador que tanto necesitaba y que había quedado alterado
por tan imprevistas circunstancias. Dentro de todo el “cinematográfico episodio”
al menos se sentía feliz en conciencia, porque estaba prestando un buen auxilio
a un ser humano que tan urgentemente lo necesitaba. Había que ayudar al prójimo
en un momento tan crítico como el que sufría ese compañero que tenía a su lado,
en la otra cama de ha habitación doble, al que percibía ya aparentemente
relajado. Por último, antes de echarse a dormir, revisó el despertados del
móvil que, efectivamente, marcaba las 8 horas del día en el que ya estaban. Las
sesiones del congreso se iniciaban una hora después.
Le despertó la solemne acústica de las campanadas, emitidas desde la Catedral o alguna iglesia cercana. Livio, todavía profundamente adormilado
entreabrió los ojos, mirando hacia la cama que ocupaba Helio. Apenas estaba
amaneciendo y no quiso encender la luz para no despertarle. La escasa luz que penetraba
desde la calle por los cristales de la ventana le permitía ver el cuerpo de su
vecino, muy tapado desde los pies a la cabeza. Se incorporó del lecho y se
dirigió hacia el cuarto de ducha tratando de provocar el menor ruido posible.
Tras el aseo correspondiente, volvió al dormitorio. Helio no expresaba
movimiento alguno. Lo veía lógico, pues los relajantes que le había dado en la
madrugada habían provocado un excelente efecto en el atribulado personaje que
dormía plácidamente. La verdad es que extrañaba verlo tan tapado, cuando la
temperatura de la habitación era fresca, pero en modo alguno gélida. Observó
más lentamente la cama y le extrañó que las zapatillas de goma que usaba Helio
no estaban en el suelo. Ya más escamado, tocó suavemente el cuerpo, cubierto al
completo con la sábana, la manta y la colcha estampada con figuras geométricas
de diversos colores. Al tacto comprobó que el interior era demasiado blando.
Con resolución, destapó todo el ropaje que cubría la cama y se quedó inmóvil de
sorpresa ante la imagen que estaba contemplando.
¡Allí
no estaba Heliodoro!
sino una simulación de un cuerpo humano, formado con los cojines del salón, un
par mantas o cobertores y otra ropa de cama que estaban guardados en el
armario.
Profundamente desconcertado,
ante este comportamiento del huésped vecino por muy desequilibrado que
estuviese, se dirigió de inmediato a la habitación 510, tocando repetidamente
en la puerta. Nadie respondió desde el interior a sus insistentes llamadas.
Volvió de nuevo a su habitación, profundamente confuso, vistiéndose con
presteza y bajando sin más premura a la recepción del hostal. Junto al
mostrador, un adormilado recepcionista en guardia de noche escuchó el breve
resumen que Livio le ofrecía, acerca de su relación con el sollozante y extraño
vecino de cuarto. Para su sorpresa, el operario le dio una información que
resultaba difícil de entender.
“Ah, creo que
se refiere Vd. al Sr. Evaristo Centella,
habitación 510. Por un asunto grave en lo personal, se ha visto obligado a abandonar
con urgencia su estancia en el establecimiento. Se fue a eso de las 5:30 de la
madrugada. Lo ha hecho llevando consigo su trolley correspondiente como único
equipaje, abonando lógicamente su estancia de esta noche en el hostal. Desde
luego parecía que llevaba bastante prisa, debido a la gravedad de ese problema
que no ha explicado, a pesar de que me ofrecí a prestarle ayuda si lo
consideraba necesario. No, no ha venido a recogerle taxi alguno, pues se ha
marchado en su potente motocicleta que había dejado en el aparcamiento privado
para clientes. Le aclaro que este Sr. Contrató ayer al mediodía la habitación
que ocupaba, solicitando e insistiendo expresamente la número 510, contigua a
la suya, pues comentó que eran íntimos amigos. Pudimos complacerle, haciendo
los cambios precisos. Desde luego nos dejó una generosa propina por esta
gestión”.
Confuso y
contrariado, ante el sorprendente “sainete” que estaba viviendo y
protagonizando, subió rápidamente a su habitación con una terrible sospecha en
su mente. Y en realidad no se equivocaba. De su cartera había desaparecido el
dinero efectivo que llevaba, unos 600 euros. Además, tampoco se encontraban en
su interior las tarjetas de crédito bancarias, el D.N.I. ni el carnet de
conducir. El reloj de muñeca, marca Rolex, que había dejado encima de la
mesilla de noche tampoco aparecía. Comprobó igualmente, para su indignación,
que el I Phone y su ordenador portátil (recientemente comprado) habían sido
sustraídos. Tratando de mantener el autocontrol, bajó de nuevo a la recepción y
explicó al conserje que había sido víctima de un robo. Le aconsejaron que de
inmediato tratara de anular la operatividad de las tarjetas bancarias,
poniéndose en contacto con la central de tarjetas. Añadió que él mismo contactaría
con la policía, a fin de que enviaran un coche patrulla al hostal para tomar in
situ fotos, posibles huellas dactilares y todos los detalles de la denuncia. Cuando
Livio realizó la gestión con la central bancaria, le informaron para su
desazón, que la tarjeta VISA ya había sido utilizada, a lo largo de la madrugada,
habiéndose extraído de la cuenta corriente 1600 € y 1.200 € respectivamente. De
la comisaría de policía indicaron que, al margen que una patrulla se
desplazaría al hostal para inspeccionar las dos habitaciones, el denunciante
debía personarse en las oficinas policiales, para que el subinspector de
guardia atendiera los detalles puntuales del caso.
Tomando un
frugal desayuno (sólo una taza de café) pues no le apetecía comer nada sólido,
contactó telefónicamente con la sede del congreso, explicando al secretario de
la misma la penosa situación que le embargaba y que a la mayor premura trataría
de estar presente en una ponencia compartida que tenía programada para las
12:30 del mediodía.
El inspector Eladio Cebrián, que le atendió en Comisaría,
escuchó pacientemente todos los detalles que el Dr. Orola le iba narrando, así
como las respuestas a las preguntas que el fornido funcionario policial le
realizaba y que iba anotando en el dossier de las diligencias previas.
Sonriendo, añadiendo un rictus de indisimulada tristeza, Cebrián aclaró algunos
puntos para ayudarle en la confusión que soportaba su interlocutor.
“Es el tercer
caso, todos ellos con el mismo o similar “modus operandi” que llevamos en la
comunidad autónoma, durante los dos últimos meses. Sabemos que detrás de estos
hurtos y robos hay una organización criminal, que opera con calculada
sofisticación y tecnología de vanguardia. Eligen a la persona a la que van a
engañar, se documentan exhaustivamente acerca de la misma, se desplazan al
punto donde actuarán y allí escenifican su fechoría, contando con algunos
“actores” que interpretan de manera totalmente convincente su teatralización.
Unas veces es el esposo abandonado, como en esta ocasión, pero hay modalidades
muy originales, como la enfermedad repentina, la drástica noticia recibida por teléfono…
etc. Apelan al civismo, generosidad y humanidad del ciudadano engañado, para
introducirse en su cuarto y sacarle fraudulentamente todo lo que pueden robar y
que ellos bien conocen por los estudios previos que realizan. Dentro de unos
minutos, un funcionario policial especializado va a realizar un retrato robot
con su información, aunque le aclaro que esta gentuza tiene una variada
plantilla de actores para la escenificación que han de realizar en su delictiva
fechoría”.
Cuando el Dr.
Livio Orola volvía en el tren AVE hacia Málaga, su ciudad de residencia, unos
asientos más atrás del que ocupaba en el cómodo vagón, un niño pequeño no
cesaba de gemir con desconsuelo, en medio de los nervios que soportarían sus
padres. En ningún momento Livio quiso volverse para comprobar qué le ocurría al
pequeño. Se había prometido a sí mismo no dejarse influir por los sollozos que
escuchara en el futuro a su alrededor. –
SOLLOZOS NOCTURNOS EN LA HABITACIÓN 510
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra.
de la Victoria. Málaga
22 octubre 2021
Dirección
electrónica:jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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