viernes, 15 de octubre de 2021

EL OTOÑAL AROMA DE UN PUESTO DE CASTAÑAS.

Llega un nuevo mes de octubre a nuestras vidas. El verano, hace unas semanas, ha dado paso al equinoccio de otoño, aunque en una ciudad mediterránea como es Málaga la agradable templanza meteorológica se mantenga durante la mayor parte de las horas del día. Cierto es que por las noches y durante los amaneceres, debido fundamentalmente a la humedad reinante en la atmósfera, hay que recurrir a esas prendas de entretiempo de uso muy limitado en esta bella y muy turística ciudad. A pesar de la aludida templanza térmica y a la ausencia de lluvias, van apareciendo entrañables imágenes emblemáticas, por distintos rincones de la ciudad, que nos recuerdan ese cambio estacional que paulatinamente nos va acompañando en nuestros distintos y particulares quehaceres.

Entre esas gratas estampas del octubre otoñal, destacamos la belleza plástica, aromática y suculenta de los puestos callejeros para la venta de castañas asadas. Son tenderetes de madera, de construcción bastante modesta, en los que sobre un pequeño expositor o mostrador se amontonan decenas de castañas, prestas a ser asadas en una cacerola agujereada en su fondo, que descansa sobre una hornilla encendida llena de carbón mineral. El sabroso manjar vegetal se irá asando con lentitud, a través de la energía proporcionada por el foco incandescente, cuyo proceso irá evaporando la humedad del fruto, despidiendo al tiempo un abundante y aromático humo, que se tornará de color blanco debido a la sal que hábilmente el castañero esparce sobre los carbones encendidos con el color rojo anaranjado del fuego.

El suculento producto suele ser vendido al precio de seis castañas calientes por un euro, las cuales serán entregadas en un cartucho o envase cónico de papel de estraza o incluso recortado de periódicos o revistas ya leídas. Curiosamente, los vendedores no pregonan su térmico y sabroso producto, como se hace en los mercadillos con los puestos de fruta, ropa u otros objetos o incluso el pescado. El mayor y mejor reclamo para la venta de las castañas asadas es el aroma que impregna toda la plaza o rincón callejero en donde esté instalado el singular puestecillo y, de manera especial, ese humo blanco que a modo de “fumata papal” visualiza la feliz noticia de la existencia de un puesto asador de castañas para disfrute de la ciudadanía que pasea por ese entorno urbano. En este contexto temático se inserta nuestra sencilla historia, presidida de una gran humanidad.

Era un valorado redactor de prensa “todo terreno” que, al igual que escribía artículos de ensayo conceptual, componía con maestría crónicas deportivas, cinematográficas o de la Sinfónica en el Cervantes, aunque su gran especialidad y profunda afición era la elaboración de grandes reportajes, sobre los temas más variados y sugerentes. Lucca Aliaga asistía, en la noche de un viernes de templanza otoñal, al concierto programado para la segunda semana octubre, en el histórico teatro malacitano. La orquesta comenzó a tocar el numeroso instrumental pasadas las 21 horas y la interpretación de las piezas clásicas, con el intermedio correspondiente, no finalizó hasta faltando muy escasos minutos para las 11 de la noche.

A esa avanzada hora del día, el laborioso “plumilla” aún pudo encontrar una gran variedad de restaurantes abiertos, ya que la noche era de una gran bonanza térmica que invitaba salir a cenar y pasear a fin de iniciar con alegría y buen apetito el fin de semana. Es lo que hacía, especialmente, la gran “colonia turística” que para gozo de los hosteleros inundaba la zona céntrica de la ciudad. La magia de un cielo estrellado y la agradable temperatura frenaba esa intensa humedad que las ciudades marítimas soportan tras la prolongada insolación diurna. El sagaz y dinámico periodista optó esa noche por la cocina italiana, solicitando una pizza “napolitana” de masa fina, acompañada de una pequeña ensalada de rúcula acompañada de “tejas” de queso parmesano y una copa de tinto Rioja. Decidió no tomar postre, pues evitaba estar muy pesado de estómago ya que tenía que redactar la crónica del concierto y completar un artículo pendiente, cuando llegase a su ático residencial en el Camino de los Montes. En todo caso pensó, de camino a casa, en tomar un café con leche bien cargado o si se terciaba un chocolate caliente, en caso de encontrar alguna tetería abierta a esa avanzada hora de la noche.

Entrando en la plaza de la Merced, camino de la Victoria, la gran arteria viaria para ir a su domicilio, dando ese saludable paseo que ayudara a digerir la cena, le extrañó gratamente percibir el aroma de ese humo blanco que sobrevolaba por la atmósfera urbana ¡Aún están asando castañas! se dijo divertido. En realidad, la joven que atendía el tenderete ambulante estaba apagando el fuego del aún incandescente hornillo. Al usualmente glotón periodista se le despertó el deseo de consumir unas sabrosas castañas, pensando que aún no había tomado ni la taza caliente de chocolate, ni postre alguno en el restaurante. Para su suerte, aun quedaban diez piezas sin vender, resto de la última hornada del día. Estaban guardadas en una gran cacerola roja, a fin de mantener mejor el calor, ya que su base se ponía a ratos sobre las ascuas ardientes de la hornilla para que el metal acumulase el calor necesario. Tras solicitar el apetitoso producto, observó discretamente a la joven castañera.

Se trataba de una bella y muy delgada joven que lucía un largo cabello negro, recogido juvenilmente en una prolongada y esbelta cola que descansaba sobre la parte trasera de su cabeza y espalda. Pensó que su edad apenas llegaría a la treintena. Ojos azules. Rasgo romboidal en su fino rostro y unas manos infantilmente ennegrecidas por esa artesana labor del corte en las castañas, dando con mazo de madera sobre una cuchilla encastrada en un soporte fijado al mostrador, además de tener que enriquecer la hornilla con el carbón mineral, avivar el fuego con el soplillo de esparto, mover las castañas para su mejor asado, sacarlas de la cacerola y meterlas en la otra cacerola térmica y, por supuesto, ponerlas en los cartuchos para atender la compra de la frecuente y admirada clientela. Vestía una camiseta celeste que cubría con una rebeca morada oscura, prenda que le ayudaba a soportar la usual y fresca humedad nocturna. También llevaba unos vaqueros muy ajados y desteñidos por el uso, calzando unas deportivas azules, tan extremadamente limpias que parecían recién adquiridas en la zapatería.

El rostro cansado de la chica se tornó en una sonrisa, cuando ese último cliente del día le preguntó cuántas piezas le podía ofrecer. “Me quedan 10. Doy seis por un euro, pero al ser las últimas que aún restan por vender se las doy todas por ese precio. Están muy calentitas y seguro que le van a gustar”.

Cuando se las estaba echando en el cartucho de papel, Lucca observó que en un rincón, anejo al puestecillo, había un carrito de niño, sobre el que plácidamente dormía una niña pequeña, bien acomodada y abrigada con un jersey rosa, falda blanca y unas largas calcetas del mismo color sobre sus piernas. La niña podría tener no más de tres años. Al pagar, le entregó generosamente tres euros por las castañas, gesto que agradeció la joven con una intensa y angelical sonrisa. Al tiempo brotó espontáneamente su habitual vena expresiva:

“Mi nombre es Lucca y trabajo como periodista. Precisamente ahora me dirijo a mi domicilio, para escribir sobre un concierto que esta noche he escuchado en el teatro y que ha de salir publicado en la edición de mañana o tal vez pasado. Aunque esta noche ya es muy tarde y su cría debe descansar en la cama, le pediría que me concediera mañana, a ser posible, unos minutos, para hacerle unas sencillas preguntas y así poder elaborar un reportaje sobre el trabajo que realiza, además de los detalles que me quiera y pueda facilitar sobre su vida”. La respuesta fue inmediata, por parte de su interlocutora.

“¡Qué divertido! Nunca me han hecho entrevistas. Resulta que ahora voy a salir en los periódicos y las revistas, como hacen las artistas del cine ¡con fotos y todo! Mi nombre es Irania y he nacido en Rumania. Y aquí, dormidita, está mi hija Celia. Si le viene bien, mañana sábado, abriré el puesto al mediodía. A esas horas no hay demasiada venta, por lo que podremos hablar con más tranquilidad. Me arreglaré un poquito, para salir bien en las fotos”.

De esta simpática y sencilla forma quedó concertada una cita, de la que el avezado periodista pensaba obtener un buen material. Con la información recibida pretendía exponer la situación humana y social de estas personas extranjeras que buscan residencia y trabajo en nuestro país.

Al día siguiente, cuando habían pasado pocos minutos desde las 12 horas y el sol desarrollaba una muy agradable labor térmica, pues el día se había presentado bastante húmedo, Lucca se acercó a la coqueta plaza malacitana, dispuesto a entablar un rato de conversación con la agradable Irania. Curiosa y felizmente para su economía, ésta permanecía muy ocupada, pues tenía delante del puesto numerosos clientes deseosos de saborear, a modo de aperitivo, el contenido caliente de esas bien asadas castañas, por el módico precio de 1 euro. Entre los paseantes que se detenían ante el humeante tenderete, había numerosos turistas, nacionales y extranjeros quienes esperaban con visible interés su turno para la adquisición de tan sabroso y barato producto, recién salido del fuego. Pronto llegaron las nubes y el frescor subsiguiente, ante la desaparición de la intensidad solar. Todo ello favorecía y hacía apetecible el consumo de tan apetitoso manjar.

Al verlo llegar, con su cámara Nikon al hombro, le sonrió, haciendo una señal de saludo. Tras corresponder a tan educado gesto, el periodista comenzó a tomar fotos de la plaza y de los “detalles” de tan modesta instalación comercial: las dos ollas que servían de horno, la rústica hornilla con los carbones humeantes, la “colina” de castañas, amontonadas para el inminente asado, el humo blando que inundaba la atmósfera próxima y que, además de su significativa imagen plástica, posibilitaba el atrayente aroma que publicitaba la venta del producto. En el interior de la gran plaza cuadrangular, numerosos turistas formaban corrillo alrededor de los guías turísticos, que con amenidad y memoria sintetizaban información y anécdotas de la zona, nucleada en torno a la figura del genial Pablo Ruiz Picasso, que nació y jugó durante su infancia en una casa próxima del lugar. Explicación gratuita, en la que al final de la más o menos explícita atención recibida, el entendido guía turístico solicitaban sólo “la generosa voluntad”.

La pequeña Celia jugueteaba con un pequeño y manoseado peluche, juguete que había perdido su color original (podría haber sido de un color beige crema) ajena completamente al ajetreo comercial que su mamá tan bien llevaba, para satisfacer la necesidad de los interesados compradores. En algunos intervalos, Lucca pudo entablar cortos diálogos con Irania, quien respondía divertida al reportero con espontáneas y nerviosas risas. La venta de esa mañana había sido bastante interesante, por lo que la castañera decidió frenar las nuevas hornadas. En ese momento Lucca le dijo a la pequeña: “¿Te gustaría que los tres fuéramos a un Mc Donald, para almorzar un buen menú?” La niña dio un salto de alegría, prolongando ese monosílabo afirmativo con tan acústica intensidad que algunos viandantes volvieron la cabeza para observar el origen infantil de la palabra.

Fue un sencillo, jovial y divertido almuerzo, en ese franquiciado “fat food” (comida rápida) tan apetecible para los más jóvenes, menú que el periodista e Irania consumieron también con agrado. Tras los pequeños regalos de la marca, para la niña, los mayores pidieron sendos cafés y la niña tuvo su batido de chocolate caliente. Lucca no cesaba de anotar todo aquello que podía ser interesante para la construcción del reportaje, información transmitida por una confiada y “halagada” joven que se sinceraba acerca de las luces y sombras de su no extensa pero compleja vivencia.

Irania era una inmigrante de origen rumano. Había entrado de una forma ilegal en España, hacía ya unos ocho meses. “Lo hice pagando una cantidad de dinero y algún servicio a alguien” que ella no quiso concretar. Parece ser que, en estos movimientos ilegales de personas, destacaba una organización mafiosa, denominada El Alacrán. La joven poseía un conocimiento muy básico del idioma español, lengua aprendida en su relación con unos vecinos de barrio, de etnia gitana que, en sus frecuentes desplazamientos, de aquí para allá, “chapurreaban” varios idiomas, con un nivel mínimo para facilitar la relación cotidiana. De muy modesta familia (hábiles chatarreros) se había unido siendo muy joven a Razvan, un mozo de cuadra bien parecido que, desde su adolescencia, tenía problemas con el alcohol. Sus desvaríos psicológicos derivados del consumo etílico y su inestable naturaleza enfermiza con los celos, derivaban en duras e inesperadas violencias físicas y psicológicas sobre la joven, que dos años más tarde de la unión quedó embarazada. Al nacer Clara parece que la actitud de su compañero en algo mejoró, aunque pronto volvió a las andadas, pues tenía una naturaleza mentalmente enfermiza. La atmósfera tensionada de su relación con Razvan llegó a tal nivel que incluso le hizo temer tanto por su vida como por su propia hija, por lo que decidió huir al extranjero, llegando ambas a España, ayudadas por la citada organización criminal, quien también le buscó acomodo en una lúgubre habitación de un barrio norte de la capital malacitana, cuyo alquiler lo tenía que ir pagando con la prestación de diversos trabajos que le daban apenas para vivir con profunda modestia. La dueña del caserón aceptaba cuidar de la niña, a cambio de pagos complementarios, cuando Irania limpiaba locales comerciales, despachos y oficinas y los servicios comunes de algunas viviendas. Los sábados y las tardes de la semana, echaba horas en este puesto de castañas asadas, cedido a comisión por una persona mayor que había conseguido la licencia y que atravesaba una etapa de salud deficiente. Esta voluntariosa madre rumana aún mantenía ese miedo subyacente y psicológico, de ver aparecer cualquier día y en cualquier esquina la imagen violenta, carcomida por los celos y condicionada por el alcohol del padre de la niña Celia, ese error de juventud que cometió engañada por la ilusión. Ahora suspiraba cada mañana, cuando veía y disfrutaba el amanecer, confiando que la horrible pesadilla nunca más turbara esa vida pacífica, en una ciudad alegre y convivencial, de la que ahora disfrutaba, a pesar de las estrecheces y limitaciones económicas que había de afrontar derivadas de una existencia singular e infortunada. 

El reportaje, muy bien elaborado y maquetado con fotos, por la destreza y habilidad profesional de Lucca, salió publicado una semana después, en el suplemento dominical del diario local. El artículo era un compendio/resumen de las difíciles situaciones en que viven estas personas, lejos del espacio patrio en el que han nacido, sumidos la mayoría de estos seres en la ilegalidad, disimulada o “tolerada” por las diferentes administraciones. Todos ellos, con la mayor o menor suerte, tratando de buscar acomodo vivencial y laboral en los supuestamente países avanzados o desarrollados, con relación al atraso y penuria de aquellos sus países de origen que han abandonado. Buscando con ahínco y permanente esfuerzo esa mejor vida que ellos tanto hipervaloran y que muchos occidentales menosprecian, porque su enfermizo consumismo y materialismo les aboca a una permanente y enfermiza insatisfacción.

Con el título de EL SUCULENTO AROMA OTOÑAL DE LA ESPERANZA (es obvio que en el reportaje también se hablaba de las castañas) el artículo, al paso de los meses, mereció un premio periodístico, en una convocatoria promovida por la Unión de Periodistas, titulada “Seres en la orfandad de aquí y de allá”.

¿Y qué ha sido de los protagonistas participantes en esta muy humana y entrañable historia?

Irania ha conseguido trabajo como operaria en la plantilla que diariamente limpia las instalaciones del periódico donde trabaja Lucca, quien continua como afamado redactor de grandes reportajes. Ella y su hija, que ahora acude cada día a una escuela infantil no lejana de su nuevo domicilio, ocupan una pequeña construcción, originalmente habilitada para guardar los enseres de la jardinería y otros útiles de reparación, en una gran mansión en la que residen unos condes, ya muy mayores, que necesitan y aprecian del trabajo que la joven rumana les presta, en las tareas de limpieza y cocina. La amistad entre Lucca y el veterano conde de Cantilfloro, propietario de la espléndida pero también vetusta residencia, proviene de otro singular reportaje que realizó el sagaz periodista, sobre los oropeles y decadencia de la antigua y rancia nobleza. A la vuelta de sus frecuentes viajes, por motivos profesionales, Lucca siempre se acuerda de la pequeña Celia trayéndole algún nuevo juguete, regalos que despiertan las sonrisas y la explicita alegría en una niña y una madre que ahora disfrutan el placer de la nueva y feliz esperanza para sus vidas.

Por cierto, en el otoño siguiente, el emblemático puesto castañero de la Plaza de la Merced ya lo ocupa otro diestro artesano en el arte de asar y vender ese singular y suculento producto, que anuncia la llegada de un tiempo estacional más fresco y lluvioso, inserto en la última etapa de cada anualidad. -

 

 

EL OTOÑAL AROMA 

DE UN PUESTO DE CASTAÑAS

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

15 octubre 2021

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