Una de las cualidades más apreciadas por el género
humano es aquella que motiva la curiosidad para el conocimiento, con respecto a
todos esos elementos que comparten nuestros recorridos y andaduras
existenciales. Resulta a todas luces positivo y plausible “preguntar” por todo
aquello que nos agradaría conocer y ampliar en su contenido conceptual. ¿Y
dónde buscamos esa información? Hay una amplia serie de fuentes que nos ayudan
en este noble menester: los libros, los profesores, los científicos, las
personas de más edad y, por supuesto hoy día, la revolución de Internet,
estando dentro de la misma ese versátil y poderoso buscador universal,
denominado Google. Esta última y recurrente fuente de respuestas actúa, en la
actualidad, a modo de la más poderosa y tradicional Enciclopedia Británica,
superándola si cabe, pues “todo” lo sabe, ofreciéndonos páginas y más páginas enriquecidas
con muy densa y variada información, y ello en apenas cuestión de segundos.
Sin embargo ese afán por conocer, sea cual sea la
materia objeto de interrogante, puede pasar de cualidad a defecto cuando el
interés se desarrolla, de una forma “enfermiza” y descontrolada, en la búsqueda
de “conocimientos” que en nada nos conciernen o importan, especialmente sobre
la vida íntima de las personas, quienes han de tener y gozar de su legítima
privacidad. Esa desordenada actitud supone la degradación cualitativa y
cuantitativa, llevada a términos molestos, exagerados e injustificables, de ese
afán por llegar a la intimidad de los
demás. Nos viene a la mente una popular frase, muy repetida por nuestras
abuelas, que decía con ironía y humor “el que quiera saber, mentiras en él”. O
dicho de otra forma: “pregunte, pregunte, que no le voy a decir la verdad”. Si
nos atrevemos a calificar este tipo de personas, que gozan y necesitan
introducirse en la vida de los demás, diremos que son “chismosas” en su
cotidiano comportamiento.
Algo así es lo que le ocurría a Fermina Layara, una señora que durante su vida laboral (más
de tres décadas) había trabajado como repostera en una pequeña industria
confitera malacitana, que elaboraba diversos pasteles y, de manera especial,
unas sabrosas y artesanales tortas de Algarrobo, muy apreciadas y demandadas por
el consumidor andaluz. De esta muy “suculenta” actividad se jubiló hace ya dos
primaveras, para vivir modestamente con su pensión. Era hija única de Engracia
y Estanislao, un maquinista del tren que “conducía” el suburbano desde Málaga
al municipio de Vélez, en la Axarquía, popular medio de transporte (llamado la
Cochinita) que dejó, infaustamente, de circular aquel 27 de abril de 1968.
Fermina nunca pasó por la vicaría del altar, ni por el Registro Civil, permaneciendo
soltera, aunque tuvo algún que otro pretendiente. Sin llevarse bien con dos
primas hermanas, residentes en la comarca rondeña, su única “gran familia” está conformada por
las vecinas y vecinos del barrio en el que tiene su residencia, ubicado en la
muy popular y masificada carretera de Cádiz. Ocupa uno de los pisos en la
cuarta y última planta de un vetusto y pequeño bloque de viviendas, propiedad
inmobiliaria que le legaron sus padres. Los vecinos de ese bloque y otros muchos
de la plaza a la que miran sus ventanas, tienen una cierta prevención y cuidado
con respecto a esta expresiva y curiosa mujer, pues conocen su irrefrenable
afición por “llevar puntualmente la vida personal” de todo lo que ocurre en ese
concurrido núcleo del barrio.
A pesar su carácter, abierto a los chismes y chascarrillos
sobre los demás, tiene un círculo de amigas “íntimas” (la Filomena, la Candelaria,
la Erundina, la Mariana,
la Roberta y la Eleonora)
que se reúnen muchas tardes en el bar/cafetería el
Coliseo, propiedad de don Fausto. Allí
pasan las horas, hablando y criticando (“sacando trajes”) además de disfrutar
el confortable café con leche o ese buen y espeso chocolate, al que acompaña unas
galletas almendradas, elaboradas en Ardales, que ellas tanto valoran. Algunos
convecinos chistosos suele llamar a este grupo de señoras mayores “Las Siete Reinas”, aunque otros cambian la última
palabra por la de “Chicas” no sin cierta sorna. Por supuesto que cuando alguna
de ellas falta a la reunión, es momento aprovechado por las demás para
“despotricarla” (criticarla) todo lo que pueden y se inventan. Las siete amigas
son convecinas de la gran plazuela urbana de Santo Tomás, a la que dan las
fachadas de los pisos en que residen.
Una de las distracciones que practica Fermina, no
sólo ahora que tiene todo el día libre, sino también desde hace años
(entonces se dedicaba a ello horas durante
los fines de semana) es sentarse en su balcón, que tiene orientación sur (o
tras los cristales, cuando hace mal tiempo) haciendo calceta, cosiendo algunas
prendas o simplemente tomando el sol, cuya calor la reconforta. Pero entre
aguja y puntada, haciendo largos reposos para el descanso, contempla con obsesivo
detallismo el trajinar de las gentes por las aceras, la vida de las numerosas
tiendas de esa pequeña zona urbana circular y, lo que para ella es más
interesante, observa el comportamiento de la vecindad, a través de esas grandes
ventanas abiertas, durante la primavera y el verano, o a través de los
cristales y las cortinas, en las estaciones más frías de la temporalidad.
Entre los objetivos visuales preferentes, para esta
observadora señora, se encuentra otro veterano pequeño bloque de cinco plantas
más ático, situado precisamente enfrente de su vivienda. En el ático del
inmueble ha residido durante bastantes años un pintor de “brocha gorda” llamado
Ezequiel, al que no sólo Fermina sino otra
mucha gente del barrio calificaban como un hombre bastante raro y escasamente
comunicativo, comportamiento que modificaba con algunas visitas que recibía
durante los fines de semana y algunas otras noches de los días laborables.
Todos conocían que era soltero pero, en esos días señalados, subían a la
vivienda mujeres que por su forma de vestir y comportarse, reflejaban
inequívocamente su dudosa reputación, siendo objetivo inmisericorde de las “comidillas
del barrio”. Pasaban amplias horas en su vivienda, en la que se organizaban algunos
“zaraos “ con un sonoro buen ambiente” que rompía la tranquilidad de las
noches, especialmente en la víspera del domingo. Fermina no quitada ojo a todos
esos movimientos y vivencias que transcurrían en el ático de Ezequiel. No había tarde, durante las reuniones
cafeteras de las siete amigas, en las que la vida del “sátiro” pintor (por el
sentido de sus miradas) no fuese un
atractiva cuestión para comentar y “aventurar”.
Pero llegó el infausto día en que el controvertido
pintor (unos y otros utilizaban la palabra “blanqueador”) abandonó este inconcreto
paseo temporal por lo terrenal, con ese billete sólo de ida, cuando aún no
había llegado a cumplir los sesenta. Desde sus años mozos, fue un fumador
empedernido de Ducados, Celtas e Ideales (picadura barata, pero igual de
perjudicial que la Camel o el Chesterfield. Tras su fallecimiento, el
propietario del ático, un joven vividor sin profesión reconocida, pero que había
heredado de su tío esa y otras propiedades, como plazas de garajes y locales
comerciales y que sin embargo estaba lleno de deudas por su desaforada afición
a “la rápida”, al juego de la baraja y a la vida alegre, localizó pronto a un
nuevo inquilino, que le reportara el pago mensual que tanto “necesitaba” para
sus constantes desahogos y disfrutes sensuales.
En la reunión del viernes, fue Fermina (no podía
ser otra, en aras a su “especialidad”) la que pronto sacó el tema del ático a
conversación, basándose en sus seguras averiguaciones:
“Me han dicho que el ático del Ezequiel ¡que en
buena gloria bendita se encuentre! ya tiene un nuevo inquilino. Han estado
pintando la vivienda ¡quien lo iba a decir! pues parece que el blanqueador no
cuidaba bien de las paredes, con esas juergas en delirio que se daba hasta muy
avanzada la madrugada. Recuerdo una noche en que me agobiaba el desvelo, por lo que salí a regar mis hortensias y lo vi
(a través de los cristales) como corría detrás de una fulana, dando saltitos y
haciendo relinchos, como si fuera a caballo. Los dos en paños muy menores … Casi
todo lo enseñaban. Bueno, el caso es
que ahora viene un hombre de cultura,
que parece entiende bien de música. Dicen que toca el violín. Todo esto lo sé de buena fuente. Podéis
creedme.”
Efectivamente, unos días después llegó a la plaza un
camión de mudanzas, con algunos enseres del nuevo inquilino. Fermina, sentada
en su balconada, no perdía cuenta o detalle de todo lo que ocurría. Entre el
material descargado del gran vehículo para el transporte, bajaron unas cajas
pequeñas que, bien embaladas, podrían contener los aludidos violines. Lo
primero que hizo la inquisitiva vecina, a la mañana siguiente, fue llegarse al
portal de ese edificio “hermano”, a fin de comprobar en el buzón datos del
nuevo residente. En la tarjeta, que ya había sido colocada para el correo, se
podía leer: Heliodoro
de la Huerta Condesa. Profesor de violín. Bien
pronto pudo también comprobar como en las sucesivas semanas llegaban algunas personas,
posiblemente alumnos, con sus cajas de violines, que subían al ático de las
clases, a fin de recibir las enseñanzas y hacer sus correspondientes prácticas.
Los sones tañidos en las cuerdas del delicado instrumental viajaban a través de
la atmósfera, llegando no sólo al domicilio cercano de doña Fermina, sino a las
demás familias de la muy poblada vecindad. El profesor era un hombre enjuto, alto,
con pobladas cejas negras, pero de mirada apacible, manos huesudas y que vestía
tonos muy oscuros. Al caminar, solía inclinar mucho el cuerpo hacia delante, en
forma de arco o ballesta. Desde luego daba la imagen de una misteriosa persona,
que podía ser protagonista de alguna cinta cinematográfica del género
terrorífico. Ahora tendría que averiguar si era viudo o soltero, pues no se
veía a familia alguna que con él conviviera.
Además de su obsesiva y permanente observación,
Fermina trató de sonsacar algún nuevo dato, preguntando a otros miembros de la
comunidad vecinal. Entre ellos, al tendero don Anselmo,
ya que tras el mostrador y atendiendo a tantos clientes se conoce abundante
información con respecto a la ciudadanía. También a don
Servando, el párroco de la barriada, que mal enfadaba a la feligresa por
su prudencia y discreción en no divulgar lo que sin duda el sacerdote “mucho conocía”.
Sin embargo fue el buen y reflexivo barrendero, Arquímedes,
quien le dio alguna información interesante, con respecto al tipo de alumnos
que visitaban al maestro
“… hay algunos que tienen desde luego muy mala
cara, como si estuvieran mal alimentados, te lo digo con franqueza, vecina
Fermina. Con esto de la música dan la impresión de que no lo están pasando muy
bien, que digamos.”
Desde luego las clases no eran especialmente
alargadas, pues los discípulos permanecían en el ático escaso tiempo, no más de
treinta o cuarenta minutos. Todo estaba bien cronometrado, según un destartalado
reloj de pesas que la antigua repostera tenía en el salón de su domicilio. Mientras,
los tañidos de las cuerdas del violín seguían sonando y sonando, curiosamente
con una gran perfección, habilidad que evitaba los “ingratos” desentonos. Eran unos
aprendices que sin duda poseían ya una cierta destreza.
Algo que llamó poderosamente la atención de la
chismosa observadora, en su observancia del ático, eran unos grandes banderines de colores, que colgaban de una vara o
mástil atada a los barrotes de la balconada. En ocasiones el banderín era rojo.
Este color rojo cambiaba a verde o amarillo, en la sucesión de los días, sin
causa alguna que justificase tal cromática modificación. Lógicamente, la
aclaración a esta colorida incógnita sólo podría ofrecerla quien colocaba y
alternaba los respectivos banderines. Ni corta ni perezosa, se hizo un día la
encontradiza con el violinista, cuando éste salía de su portal llevando una
gran maleta de ruedas. Artificialmente zalamera, se acercó al ínclito personaje
presentándose “nerviosamente” como la convecina de enfrente.
“Perdone Vd. don “Heliotropo”. Aunque yo me he
dedicado a los dulces, siempre me habría gustado saber tocar algún instrumento
musical. Pero en mis años mozos esa enseñanza era sólo para la gente bien ¿Podría
asistir a alguna de sus clases? Vd. ya me aclara cuánto me costaría esa gran
experiencia. Y sin ánimo de quitarle mucho de su valioso tiempo, veo desde mi
balcón (allá enfrente tiene Vd. su casa, para lo que guste mandar) esas bonitas
banderas que coloca bien atadas a los barrotes de la terracilla. Por más que me
estrujo la sesera, no encuentro explicación al cambio de colores que Vd. elige.
No se moleste por mi interés, es que son muchas las horas en que tengo que convivir,
a mis largos años, con la soledad”.
Visiblemente extrañado y molesto, por las
confidencias y peticiones de la curiosa vecina, el facialmente enojado músico
trató de quitársela lo más pronto posible de su presencia, con unas palabras en
las que mezcló la mínima cortesía, con esa brusquedad represiva, necesaria
cuando se habla con personas que adolecen de esa enfermiza naturaleza
inquisidora.
“Mire, señora, no tengo plazas libres para nuevos
alumnos. El coste de las clases es elevado y además en este arte hay que
empezar de jóvenes. A su edad y sin ánimo de molestarla, Vd. debe dedicarse a
otras funciones o actividades, como benéficas, religiosas o de lo que más le
plazca. En cuanto a lo que pongo o quito en mi propiedad, es algo que solo a mi
ha de importarle. Dedique su aburrido tiempo a tratar de distraerse, pero
respete la privacidad de los demás. Discúlpeme, pero tengo prisa. Buenas
tardes, señora”.
El gran sofoco que Fermina sufrió, a consecuencia
de su breve encuentro con el músico, finalizado con esas contundentes y
determinantes palabras, provocó que tuviera que estar un par de días en cama,
con calmantes, sales y rezos, tratando de superar la vergüenza que sufría ante la
dura lección recibida ante el portal de su rígido vecino. Menos mal que algunas de sus seis amigas
pasaron por el domicilio, tratando de animar y cuidar a una compañera de
reunión que se encontraba temporalmente de baja, a consecuencia de su
impertinente intromisión en la vida de los demás.
Pero la Tierra gira y la Historia también lo puede
hacer. Una mañana de Junio, casi dos meses después de la llegada de Heliodoro a
su nueva vivienda, muchos vecinos de la Plaza de Santo Tomás lo vieron salir
esposado y acompañado por varios policías, que habían llegado en dos coches
patrulla. Algunos de los miembros de las fuerzas de seguridad iban sin
uniforme, con sus trajes respectivos de camuflaje. Los policías habían estado
registrando desde el amanecer el ático que ocupaba el “maestro de música” ahora
detenido, sacando del inmueble una serie de fardos.
Las noticias de las dos de la tarde, en la radio
local, abrieron con la información de que había sido desmantelado un punto de
distribución de sustancias estupefacientes, ubicado en un ático situado
enfrente del bloque donde vivía la muy impertinente observadora. Fue la
comidilla no solo de ese día, sino que sustentó prácticamente la mayoría de las
conversaciones durante varias semanas. En una de las reuniones vespertinas celebradas
por las “Siete Reinas”, fue precisamente don Fausto, el propietario de la
cafetería el Coliseo, quien aportó abundantes detales sobre el “explosivo
suceso”, gracias al buen oído que prestaba el servicial ventero, escuchando los
comentarios que se cruzaban muchos policías que solían ir a su establecimiento
para desayunar o merendar, durante algunos huecos que se les concedían en sus
horas de servicio.
“Los supuestos “alumnos” del insigne “maestro” eran
realmente traficantes y distribuidores de la mercancía, que traían y llevaban
en sus fundas de violín. Mientras hacían el trato económico, con los tiras y
aflojas respecto al valor de las “pastillas” que recibían para llevarlas al
mercado del menudeo, Heliodoro ponía en marcha su sofisticado equipo de música,
el cual poseía unos estupendos amplificadores para su buena escucha por toda la
plaza. Las grabaciones de las piezas de violín estaban muy bien elegidas, para
convencer a la escucha de lo bien que se practicaba en las clases de insigne
maestro”.
“Ah, bueno, sé que doña Fermina me va a preguntar
por el tema de las banderas, que a ella le sigue trayendo de cabeza. Pues
también me he enterado de ese asunto, ya que en este barrio todo, absolutamente
todo, se acaba sabiendo. El color de los banderines lo utilizaba para indican a
los “alumnos” si el día era seguro para la negociación (bandera
verde) si había algún chivatazo o riesgo, para ir con absoluta
precaución (amarilla) o si era conveniente evitar
acercarse al ático y dejarlo para mejor momento, porque bandas contrarias o la
propia policía, podrían hacer su aparición y romper todo el hábil montaje que
tan buenos beneficios les reportaban (bandera roja)".
El controvertido ático, correspondiente al número 9
de la popular plaza del barrio, continua vacío, aunque se comenta por el barrio
que una familia argentina, exiliada por motivos políticos, está negociando el
alquiler del inmueble. Conociendo la atmósfera de cotilleo, que domina las
horas de su feligresía, el párroco don Servando, trata de poner un poco de
orden en el comportamiento colectivo. Una de las medidas que ha adoptado ha
sido la de reunirse con algunos grupos, a fin de abundar en el diálogo.
También, utilizar sus homilías
domingueras, para concienciar a los devotos y, de manera especial, a organizar
actividades más recreativas y saludables. Parecía lógico que llamara a las
Siete Amigas, colectivo muy conocido y representativo en la barriada, a fin de
reprenderles paternalmente, indicándoles que dediquen su tiempo a actividades
más útiles y pongan fin al necio critiqueo de los demás. Con respecto a Fermina,
le ha encargado puntual y acertadamente que prepare unas sesiones de
actividades pasteleras, dirigidas a chicas y chicos jóvenes del barrio, para que
puedan aprender a elaborar suculentas piezas reposteras, facilitándole al
efecto uno de los salones parroquiales. Pero esta señora no sólo se halla
ilusionada con el encargo del cura, sino también porque a través de esta
relación piensa que podrá conocer la vida personal de muchos miembros de la
juventud de hoy día, etapa generacional que para ella queda muy lejana en la
nostalgia de su memoria.-
TRES BANDERAS EN EL
ÁTICO
José
Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
16 ABRIL 2021
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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