Dos jubilados septuagenarios, ANSELMO y VIRIATO,
solían acudir a diario, en ese alegre y suculento tiempo de la merienda, a una confortable
cafetería instalada en el entorno del puerto marítimo malacitano. El
establecimiento se denominaba El Parnaso. Allí
pasaban, como otros tantos clientes, un largo rato de distracción y descanso,
alimentado con la toma de una infusión bien caliente (café, té o chocolate)
añadiendo en algunos de los días ese hojaldre, marca de la casa, cubierto de
mermelada y relleno con un delicioso cabello de ángel,
En torno a la media tarde ya se encontraban estos dos
veteranos clientes acomodados en sus respectivas mesas. Existía entre ellos una
cierta competitividad por conseguir ese buen lugar situado en una esquina del
local, junto a un gran ventanal, que ofrecía a su ocupante una espléndida perspectiva
del recinto portuario. Podía desde él deleitarse con la visión en calma del mar
y las embarcaciones que en ese momento estuviesen amarradas a los noray o
cuerpos de hierro situados en los bordes de los muelles. Como incentivo, ese
privilegiado lugar permitía también disfrutar de una bella y hermosa “postal”
de la colina de Gibralfaro, con el Parador Nacional, el Castillo y la Alcazaba,
emblemáticos monumentos “vigilados” por una monumental arquitectura religiosa:
la gran Catedral, gótica y renacentista a la vez, de la ciudad.
Normalmente era Viriato quien llegaba unos minutos antes de las cinco, lo que le permitía ocupar con gozo esa espléndida atalaya visual, con paciente resignación de Anselmo que tenía que optar por ocupar, lógicamente, otra mesa de más limitada visión hacia el exterior. Los dos clientes se miraban sin intercambiar palabra alguna y cada uno “iba a lo suyo”: descansar, mirar aquí y allá y por supuesto consumir esa pequeña restauración de la media tarde.
Sin embargo, aquella tarde del 13 de Octubre, martes,
un previsible fenómeno meteorológico los unió en el intercambio de las palabras
y el comienzo de una interesante y saludable amistad. Aparecieron unas nubes
negras por el horizonte (como habían vaticinado los expertos del tiempo) y a
eso de las 17:30 horas comenzó a caer una importante tromba de lluvia. Anselmo
había sido más previsor que Viriato y había acudido al establecimiento
enfundado en su “querida” y antigua gabardina beige, provisto además de un gran
paraguas, ya que había escuchado en las noticias de las dos la posibilidad de
fuertes chubascos en la ciudad durante las próximas horas.
La intensa precipitación no cesaba por lo que a las 19 horas, mientras Viriato esperaba en la puerta del bar/cafetería algún momento de escampada, en las nubes lluviosas, Anselmo, quien también se disponía a marcharse, tuvo el noble gesto de acercarse a este cliente de tantas tardes y con civismo solidario se ofreció a compartir su paraguas con él, ya que el diámetro del mismo era suficiente para protegerlos. Ante la respuesta afirmativa y agradecida de Viriato, los dos nuevos amigos fueron caminando despacio e intercambiando las palabras, hasta llegar a una de las marquesinas del Parque, en la que Anselmo tomaría la línea 3 de los autobuses, hacia la Carretera de Cádiz o Avda. de Velázquez, mientras que su compañero esperaría la llegada de la número 11, con destino al barrio de Teatinos.
A partir de aquel “húmedo” acercamiento otoñal, en cada una de las sucesivas tardes los dos nuevos amigos compartirían también la mesa situada junto al gran ventanal en el Parnaso, echando largas parrafadas sobre los temas más diversos, disfrutando además de sus cafés y esos hojaldres tan apetitosos que golosamente consumían. Se habían convertido en dos íntimos y “encariñados” compañeros en la amistad. Cada uno deellos sabía que, durante esas dos horas –a veces incluso más- iban a tener la seguridad y la suerte de enriquecer la caída de la tarde, junto a esa persona próxima que se mostraba dispuesta a escuchar con atención y afecto, sin pedir nada a cambio. Con ello reducían en lo posible la dureza de esa acre soledad, soportada en la dificultad de las edades avanzadas.
Viriato le había confesado a su compañero de tarde que había estado trabajando, durante una parte importante de su vida laboral, en una bodega de Ciudad Real, ciudad en la nació. Pero que, a punto de cumplir las cuatro décadas de vida, esa empresa vitícola le propuso que se trasladara a una de sus filiales recién instalada en Málaga y que iba controlar el abastecimiento, especialmente hotelero, de la región andaluza oriental. Después de trabajar de manera abnegada durante dos décadas y media en esta bella ciudad acariciada por el Mediterráneo, se encontró con una modesta pensión económica en el momento de su jubilación. La empresa, con deslealtad, no había cotizado como debiera a fin de garantizar su desahogo económico en esta postrera fase de su existencia. En la actualidad, hacía ocho años que se había jubilado y había decidido vivir junto a su única hija, llamada Erika, administrativa y también divorciada como él, en un piso situado por la zona de Teatinos.
Por su parte, Anselmo comentaba a su amigo que había
estado empleado en una empresa instaladora de toldos,
mamparas, cortinas y separadores de espacios, propiedad de su tío suyo, en
donde entró siendo muy joven como ayudante. En la última fase de su vida laboral
había “ascendido” a encargado del taller instalado en Marbella.
“No sabes la cantidad de toldos que
habré instalado en los más variados establecimientos de toda la zona
(cafeterías, comercios, restaurantes, centros oficiales,, además de centenares
de viviendas familiares). Antes tenía una agilidad felina, casi para subirme
por las paredes sin el mayor problema. En ocasiones tenía que trabajar en
terrazas que se elevaban a quince o más plantas. Nada de vértigo, para estar
guardando el equilibrio a tan importante altura. Después llegaron los años de
los achaques y las averías corporales. A los sesenta y tres lo tuve que dejar.
Aunque he vivido tantos años en Marbella, en la actualidad resido en Málaga,
habitando con mi mujer un piso que pertenece a mi hija, pero que se tuvo que
trasladar al distrito académico de Zaragoza, como profesora de universidad.
Allí reside con su marido y sus hijos. A pesar de que ella no me lo pedía, yo
le paso una cantidad mensual como alquiler de esta vivienda. Le digo que este
dinero se lo ponga en una cartilla a nombre de sus hijos”.
Merienda tras merienda y a buen seguro, para estas
dos veteranas personas, ese ratito, que se iba ampliando por momentos durante
las tardes, constituía la fase más feliz y esperada
del día. Los dos amigos rompían con su soledad íntima, ante la
proximidad de ese receptivo compañero de mesa. El comentario ingenioso, la
ocurrencia jocosa, los recuerdos del pasado que se narran con indisimulable
nostalgia, alguna de las noticias del día, todo ello constituía la base para el
diálogo que ambos interlocutores mantenían, con
sus opiniones no siempre coincidentes, pero sí respetuosas pues “cada uno tiene
su propia forma de pensar y valorar las situaciones del entorno”. En ocasiones,
a los dos amigos no les importaba permanecer sentados intercambiando
los silencios, porque consideraban más importante el hecho de estar
juntos, frenando el sentimiento angustioso de esa soledad física y anímica que
provoca tantas y tan preocupantes desazones.
Viriato era reacio a comentar aspectos de su
separación matrimonial. Todo lo más que llegó a comentar fue ahora se sentía
mejor que cuando vivía en convivencia con su ex cónyuge “La “autoprotección”
amigo Anselmo es también un deber personal que tenemos con nuestra conciencia.
No sólo hay que protegerse en la realidad física. También está el plano
psicológico que tantas veces es igual o más que importante para salvaguardar”.
Anselmo sintetizaba la convivencia con su mujer Clara, indicando o resumiendo
esa fiel amistad de dos seres que han compartido muchas décadas juntos.
“Ella ahora, sin obligaciones maternales, tiene su vida propia , reuniéndose con las amigas de siempre. Muchas veces me pregunto si tenemos cosas nuevas que decirnos o las páginas están más que releídas, tras tantas hojas del almanaque ya consumidas. Paso muchas de las horas del día distraído con la paciente construcción de mis maquetas, afición a la que me entrego con disciplina, como esas otras personas que rellenan su excesivo tiempo libre con sus sudokus, crucigramas, puzles o los diarios deportivos. O incluso disfrutando de los minutos vitales, viendo simplemente pasar a la gente por delante tuya, paseando por el parque o por el arbolado de la Alameda. También me agrada mucho el cine, pero sólo aquel que verdaderamente distrae y nos regala interesantes mensajes, no aquel que nos considera y trata como necios o personas con limitada inteligencia”.
En esa relación que serenamente mantenían, tuvieron
el acierto espontáneo, no negociado, pero profundamente eficaz, de evitar en lo
posible referencias a dos polémicos temas que en
las más de las ocasiones distorsionan los equilibrios y perjudican la
racionalidad y la buena armonía: religión y política. Acerca del primero,
apenas nada en sus diálogos, mientras que del segundo, lo mínimamente
indispensable, en las noticias relevantes del día.
Pero un hecho imprevisto alteró el grato sosiego que ambos jubilados habían logrado, poco a poco, atesorar. Ocurrió en una tarde de lunes, cuando paseaban camino del Parnaso, tras haber quedado citados en la usual marquesina para los buses que paraban a mediados del Parque. Después del saludo cotidiano, iban recorriendo los caminos interiores de la vegetación lateral sur. Un hombre de mediana edad caminaba pensativo con la mirada puesta en el suelo, en dirección opuesta a la que ellos desarrollaban. Este paseante iba acompañado de una señora, ambos cogidos del brazo. En un momento concreto este señor elevó la vista cruzándose con la de Viriato. Aquel hombre (se llamaba Frasco) mudó de inmediato la expresión de su rostro, mostrando un semblante de desconcierto y un temor nervioso evidente. Probablemente se estaba cruzando con la “última persona” que hubiera querido encontrarse. Aceleró su paso, separándose de la mujer que le acompañaba, acercándose con presteza al compañero de Anselmo y con un tartamudeo nervioso habló al antiguo gerente bodeguero.
“Don … Viriato, perdóneme. Sé que me he retrasado a
causa de unos imprevistos familiares. Pero pronto sabré cumplir con mis
compromisos. Le ruego en el alma que tenga paciencia conmigo”. La señora
(podría ser su mujer) se había quedado parada unos pasos más atrás, también con
una expresión de no saber qué es lo que estaba pasando exactamente. Viriato,
con un gesto imperativo, le hizo una señal con la mano indicándole siguiera su
camino. “Frasco, ya hablaremos”. El pobre hombre se retiró presa de un profundo
aturdimiento, volviéndose a coger del brazo de quien le acompañaba.
Esta azarosa escena resultó inoportuna y desgraciada,
para el gusto de Viriato, a quien se veía contrariado al lado de su amigo, a
quien sólo acertó a decirle una frase que aún incrementó más la inquietud y
sorpresa de Anselmo: “Olvídate, en lo posible, de esta desafortunada escena. Es
lo mejor”. El resto de aquella tarde fue bastante diferente al de otros muchos
días, esperados con ilusión y necesidad.
Lo cierto era que ninguno de los dos amigos quisieron o se atrevieron, en los días sucesivos, volver a sacar el tema del encuentro con aquel pobre hombre enlos jardines del Parque. Anselmo comprendía y asumía que en la vida de las personas existen muchas páginas ocultas, hojas vivenciales que se mantienen cerradas, secretas, privativas. Desvelarlas podría tal vez romper la estabilidad y armonía entre ellos, valor tan importante en la estabilidad de sus respectivas existencias. Por tanto se esforzó en que todo siguiera igual entre ellos. Tanto por comprensible egoísmo, como por inteligente necesidad. A pesar de esta buena disposición, la imagen que ambos habían logrado construir era, tal vez, más grata y artificial, que la propia y cruda realidad. Así pensaba el antiguo operario de toldos.
Al paso de los días, Viriato que era una persona
inteligente, percibió que la atmósfera relacional entre los dos amigos ya no
era tan “idílica” como ambos pensaban antes del incidente, por lo que decidió
de una vez hablar con Anselmo y descubrirle ese pequeño
secreto que, de alguna forma, todos llevamos en nuestro interior, con
mayor o menor habilidad. Estaban ya sentado en su “despacho” (así lo llamaban)
de la cafetería El Parnaso. Tras un sorbo del café bien cargado que había
elegido para ese día, tomó fuerzas y habló con diligencia a su amigo:
“Amigo Anselmo. Lo he estado pensando bien y no quiero seguir comportándome como un niño, pues este “infantil” proceder estáperjudicando lo mas valioso que hemos sabido crear, a lo largo de estos meses de amistad entre nosotros. Quiero referirme a lo que ocurrió la otra tarde, cuando nos encontramos a ese hombre por el Parque. Todo es una cuestión de ese pequeño orgullo que tan poco bien nos hace.
Ya te conté que cuando me jubilé descubrí que mi empresa no se había portado bien conmigo (ni con otros muchos trabajadores). Ya sabes, por el tema de la cotización. Lo cierto es que me ha quedado una pensión de “miseria”, después de tantos años trabajando honesta y esforzadamente, Entre la cuota mensual que tengo que pagar a mi ex y los propios gastos (no son muchos) de mi vida, difícilmente podía llegar a final de mes. Es muy duro verse sin una peseta en los bolsillos, querido Anselmo. Mi hija Erika me admitió en su piso, alquilado. Pero ella tampoco nada en la abundancia. Es una simple administrativa en una tienda de electrodomésticos.
Analizando la situación, recurrí a una información
que un antiguo compañero de trabajo me facilitó. Es una empresa que se dedica a
cobrar “difíciles” facturas pendientes. Como el “hombre del Frac” pero no con
tanto montaje escénico. Te dan unos deudores y tienes que irles convenciendo de
que vayan pagando, negociando con ellos los plazos. A veces te tienes que poner
“duro” e incluso aplicar algún oportuno coscorrón, para que entren en razones y
vayan pagando las cuotas que aún deben. En esa labor ando metido durante las
mañanas. Me daba vergüenza que tú supieras esta otra vida, que tengo que llevar
durante las horas matinales, a fin de oxigenar mi pobre contabilidad para el
día a día. Por este motivo no te lo había contado. Pero he decidido que la
sinceridad es imprescindible entre dos buenos amigos. Tu amistad es
importantísima para mí. Eres realmente mi único amigo de verdad.
Ah, el pobre Frasco(el hombre del bigote,con cara de charlatán de feria) es un jugador compulsivo de bingo. Se metió en deudas y ya le he tenido que dar “más de un aviso”, para que no se retrase en los pagos. Eso es todo. Ahora ya me conoces mejor. Anselmo, tengo que llegar a final de mes y no quiero pasar hambre”.
Con esta larga y sincera explicación, Viriato trataba
de eliminar esas sombras que se habían cernido en la importante relación de
amistad que mantenía con Anselmo. La reacción de éste fue comprensiva y
generosa. Por su parte todo volvería a ser igual en el futuro, tal y como había
sido hasta este incómodo encuentro en el Parque con el tal Frasco. Extremó la
prudencia para no tocar el tema de esos curiosos o extraños cobros, que su
compañero de charlas y paseos se veía obligado a desarrollar durante las mañanas,
a fin de completar su subsistencia económica.
Sin embargo, en los procesos de la reflexión la imaginación suele ser bastante dinámica, peliculera y viajera. Volvían a hacérseles presentes esa inquietante alusión a los “coscorrones” y a los “avisos” que su amigo había mencionado. ¿Le habría hecho partícipe de toda la verdad? ¿Habría endulzado la realidad de su comportamiento? Aún con estas dudas, había que seguir para adelante. El valor de la amistad, cuando se posee, no se puede dejar perder por prejuicios escasamente fundamentados. La amistad también exige aceptación de la forma de ser de los demás. Mañana volverían a estar juntos, en ese acogedor rincón del puerto malagueño, compartiendo el ansiado valor de la proximidad.-
AMISTAD EN DOS VIDAS TARDÍAS
José
Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
25 Septiembre 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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