viernes, 11 de septiembre de 2020

PENSAMIENTOS HERMANADOS, EN UN MODESTO COMPARTIMENTO DE TREN.


Cinco personas, que carecían de relación previa entre ellos, realizaban un viaje juntos en un vetusto tren correo de la Renfe con destino a Málaga. La acción transcurría a inicios de la década de los cincuenta, cuando el convoy partía desde la estación madrileña de Atocha a las 22:30 de un sábado otoñal, a fin de dirigirse a la estación andaluza malacitana, en donde tenía previsto su llegada, tras realizar numerosas paradas en un trayecto de poco más de 400 km, a las 8 horas del día siguiente, un domingo de octubre.

Se trataba de trenes antiguos, pesados y lentos, con una mayoría de vagones de tercera clase, divididos en pequeños compartimentos adosados, en los cuales el espacio útil era sumamente reducido. Cada uno de esos “camarotes” tenía dos largos bancos de madera enfrentados, con respaldos casi verticales y asientos de especial dureza, formados de recios tablones. Los viajeros pudientes podían costear el uso de vagones de primera clase, en los que encontraban más comodidades, incluso pequeñas literas para echar un buen sueño. Pero en estos vagones, ocupados por usuarios modestos en su poder económico, la incomodidad del recinto para los cuerpos quedaba bien marcada en las casi diez horas de recorrido.  Cada una de las dos banquetas podían ser utilizadas por tres viajeros, aunque en ocasiones podían sumarse en los compartimentos hasta 8 y 10 personas, notablemente apretadas en la ocupación del limitado espacio disponible. El nivel térmico alcanzado en tan “precarias” comodidades solía ser bastante inhóspito, contrastando el frío gélido del invierno con el agobiante calor tórrido del estío veraniego.
Conozcamos ya algunos datos identificativos de esos cinco viajeros, en los difíciles años posteriores a una guerra fratricida entre españoles. La crueldad represora aún continuaba, anclada en venganzas y odios no superados y en un contexto de carencias materiales básicas para la inmediata necesidad. 
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En ese compartimento número 17, correspondiente al tercer vagón, iba una pareja de recién casados, ARMENIO y FELIPA, de veinticuatro y veintiún años de edad respectivamente. El enlace matrimonial se había efectuado ese mismo sábado por la mañana. Tras compartir con algunos familiares y amigos una modesta comida en un ventorrillo de Vallecas, los dos jóvenes habían tomado el tren para viajar hasta Málaga y pasar una corta semana de vacaciones, pues Armenio tenía que volver  a su trabajo como peón agrícola no más tarde del lunes siguiente. La noche de bodas la tendrían que pasar en ese “lujoso hotel móvil”, de muy escasas estrellas, llamado tren correo de Andalucía. Felipa era huérfana de padre y de madre y tenía una especial ilusión por visitar a su única hermana mayor, Paca, que trabajaba como sirvienta de hogar en el domicilio de un importante miembro del régimen. Este severo personaje era un excombatiente de la Falange franquista, quien en la actualidad gozaba de un bien remunerado puesto de trabajo, como director del mercado de abastos o mayorista de la ciudad. El nuevo y joven matrimonio tenía la intención de hospedarse en la Pensión Fátima, ubicada en el entorno de la nueva barriada que se estaba construyendo en la zona oeste de la capital y que iba a recibir el nombre de Carranque. Paca, que no había podido desplazarse a Madrid a fin de asistir a la boda de su hermana, por imperativos de don Raimundo y doña Fuensanta, los señores para los que trabajaba (tenía que cuidar de sus niños pequeños y hacer las tareas de la casa) se había ocupado de buscarles ese modesto alojamiento para su estancia vacacional malacitana.
Cerca de las once de la noche, Armenio extrajo de su morral un cacho de pan, algo oscurecido por la mezcla variada de semillas utilizadas en su elaboración, junto a un trozo de longaniza y un par de manzanas, menú que compartió con su amada, no sin antes ofrecer al resto de los pasajeros, que declinaron con educación y agradecimiento el gesto solidario del joven. A éste se le había olvidado llenar su cantimplora de agua, cosa que hizo con diligencia en el retrete del vagón número cuatro. La sed siempre aprieta y la noche prometía ser larga e incómoda. Pero el amor todo lo puede y Felipa dormitaba reposando su cabeza adornada con dos largas trenzas en el hombro del que ese mismo día se había convertido en su marido. Aunque mantenían en principio las dos manos enlazadas, pronto las separaron, ante las repetidas miradas preventivas del tercer compañero de asiento.
La ilusión de la chica era encontrar pronto una casa “bien” donde servir, como hacía su hermana en Málaga y cuidar de su esposo y los hijos que tuvieran. Aunque también  le pedía a Dios no fueran muchos, en esos tiempos de escasez y profunda necesidad. El pensamiento de él era comportarse como un  buen padre de familia, compensando el duro trabajo del campo con el goce proporcionado por una joven y tierna mujer, que le esperaría fielmente cada tarde en casa al volver de su diaria labor con las espigas, los racimos y los frutos.
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El compañero de banco en el compartimento, de esta joven pareja, era el padre jesuita BENEDITO, que hacía unos meses había cumplido los setenta y cinco años de edad. En su biografía, el religioso podía exponer su función pastoral para la difusión del catolicismo durante más de cuatro décadas de apostolado. De este amplio período de tiempo, alrededor de veinticinco años había estado adscrito a la prisión de Carabanchel, asistiendo a los numerosos reclusos que allí cumplían pena de privación de libertad, la mayoría de los mismos por delitos de motivación política.
La razón de su viaje en ese tren correo obedecía a que, debido a lo avanzado de su edad y a que carecía de familiares directos, la dirección de la Compañía le autorizaba que se dirigiera a la Residencia San Estanislao de jesuitas mayores, que la orden tenía en Málaga. Allí podría descansar y pasar la última fase de su vida religiosa, entre sus hermanos profesos de prolongada cronología.
En los momentos en que no dormitaba, el sacerdote tenía abierto entre sus manos un libro de rezos, que leía en silencio de manera pausada. En realidad, a lo largo de toda la noche para con el tan largo viaje, eran muchos los minutos en que iba repasando su vida como religioso, recordando múltiples imágenes y escenas que acudían a su memoria, relativas a la asistencia espiritual que prestaba a los reclusos. Pero también, y de manera muy especial, no podía borrar de su mente aquellas otras muy difíciles y trágicas noches en que las pasaba en vela, acompañando a los condenados a morir fusilados, durante el alba del día siguiente. En general la mayoría de estos pobres condenados valoraban y agradecían esta paciente compañía, en el  terrible y final destino que en pocas horas les aguardaban. Algunos de estos encarcelados aceptaban la confesión y el rezo compartido. Otros apreciaban el valioso calor humano y la amistad que generosamente el sacerdote les ofrecía. Casi ninguno de ellos se entregaba al sueño. Unos lloraban, otros temblaban o disimulaban nerviosamente su miedo y el pavor al infinito, los más aceptaban su trágico destino y rogaban al sacerdote que les hablase de su vida, de su infancia, de su vocación por los demás, de esa fe en la divinidad que ellos apenas poseían, pero que admiraban en ese bondadoso interlocutor que les acompañaba durante esa última noche de sus vidas. Algunos le hacían preguntas acerca de ese Dios que todo lo puede, otros se limitaban a mirarle con respetuoso silencio y los había quienes le contaban fases alegres de sus existencias y aquellos ideales que con afán y nobleza decidieron defender para sentirse bien y en paz con sus respectivas conciencias.
Este veterano miembro de la Compañía de Jesús recordaba, una y otra vez, esas desangeladas noches de vigilia y frío, en que desobedeciendo las órdenes establecidas, minutos antes de que llegara al calabozo el director del penal, con los guardias y funcionarios que iban a llevar al reo al cumplimiento de la pena, sacaba de su ajado y maltrecho gabán, una antigua licoreta o petaca de metal, permitiendo que el condenado tomara un buen sorbo de coñac, que le aportara un soplo de valor ante el último viaje que, con pasos dudosos, se veía obligado a emprender. Siempre fue consciente o supuso que el director del penal no era ajeno a esta acción “no permitida” que él realizaba, pero que con algún sentido humanitario el funcionario “miraba para otro lado” entendiendo que era lo mejor ante el terrible escenario que todos protagonizaban. Después acompañaba al condenado por las leyes humanas a ese patio que desafiaba al 4º Mandamiento, recitando unas oraciones que simulaba leer en su breviario. Mientras el pelotón aguardaba, los abrazaba finalmente, aportándoles el cálido y afectivo valor de la fraternidad.
En esa larga noche de traqueteo viajero, por unas vías de acústicas chirriantes que rompían el sosegado silencio de la madrugada, el sacerdote jesuita pensaba una vez más en su difícil y abnegada labor apostólica, preguntándose con cierta y humana angustia si su paso por la vida habría sido realmente útil para conseguir o modelar una mejor Humanidad, en este mundo llenos de tantos interrogantes sin fáciles respuestas. Pero ahora, viajaba en ese compartimento número 17, recorriendo kilómetros y kilómetros camino de una “retirada” necesaria y justa por la edad, en ese atardecer vital de su calendario. Y a su mente llegaban esas palabras o dudas que le impedían poder conciliar el sueño: ¿vocación? ¿servicio? ¿soledad? ¿destino? ¿necesidad?
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Los dos restantes pasajeros que completaban el compartimento eran un padre de 43 años, el cual viajaba en el tren junto a su pequeña hija de seis. El azar desgraciado y trágico se había cebado en esta pequeña y modesta familia, desde el momento en que un mal día el viento letal se había llevado al tiempo a una esposa y una madre. ATANASIO, representante de colonias y abalorios para el ornamento de la mujer, tras esta “irreparable pérdida”, por consejo de sus familiares más directos, había decidido llevar a su única hija a casa de su hermano Abilio, casado y con dos niños pequeños. Este generoso familiar, dedicado al trabajo agropecuario y residente en la bella localidad malagueña de Ronda, se ofrecía a cuidar el tiempo que fuera necesario de su sobrina, dada las obligaciones laborales que su hermano no podía desatender. El oficio de representante le obligaba a estar continuamente viajando entre unas y otras localidades, por lo que no podía cuidar de la manera adecuada a una hija de tan corta edad.
LIRIA era el precioso nombre de la pequeña, que vestía un jersey de lana, color gris, una faldita de franela a cuadros y calzaba unos zapatitos de charol negros, que habían perdido el brillo inicial por el continuado y prolongado uso de los mismos. Se entretenía jugando y abrazando a una muñeca de trapo, ya muy manoseada y desflecada, regalo que su mamá le había hecho, tras haber cosido y rellenado una serie de restos de trapos, cuando su hija tenía apenas dos años de edad. Ese preciado regalo lo consideraba algo para ella muy importante, por lo que siempre solía acompañarle llevándola consigo. Llamaba a la muñeca Tara, nombre del principal personaje de un cuento que también le habían regalado por su cumpleaños y a quien la pequeña, en su limpia imaginación, le había encontrado parecido con el rostro de la muñeca de trapo.
En el banco que ocupaban padre e hija sobraba un asiento. El bueno de Atanasio aprovechó ese espacio para juntarlo con el suyo propio y hacerle una muy modesta “cuna” o cama a la niña, despojándose de su chaqueta (a pesar del frío reinante en ese crudo otoño meteorológico) añadiendo una pequeña manta que extrajo del maletón, donde transportaba los enseres de Liria. Por cierto esa maleta de la época (nada de ruedas ni adornos de lujo) tenía que ser atada con un grueso cordel, pues las cerraduras fallaban de continuo.
En el traqueteo del pesado cowboy por las vías, Atanasio se iba preguntando en silencio si durante los siete años en que él y Rosa habían estado casados había hecho suficientemente feliz a esa fiel compañera, ya ausente de sus vidas. Era difícil la existencia en esos años de finales de los cuarenta, tiempos de profundas carencias materiales mezcladas con múltiples y hábiles disimulos, pues había que estar bien con el Movimiento si no quería verse metido en desagradables problemas. Pero consideraba que tenía que seguir luchando por aquello que más quería y le recordaba a su también muy querida e insustituible esposa.
Para ayudar a que la niña al fin lograba conciliar el sueño y de manera sorpresiva, el padre Benedito, “haciendo” de complaciente abuelo, comenzó a contarle a la pequeña una bella historia de animales en la naturaleza, narración que completó con una sencilla oración dedicada a Rosa, la madre ausente, que emocionó a los presentes, de manera especial al pobre Atanasio.
Además de todas las paradas efectuadas por el tren, para recoger y entregar las sacas con el correo, hubo dos momentos de especial tensión para los adormilados viajeros. Ambas situaciones se produjeron cuando fuerzas de la policía secreta, acompañados por miembros uniformados de la Guardia Civil, subieron a los vagones, para pedir aleatoriamente la documentación a los viajeros. Hubo algún caso en que algún pasajero no llevaba “los papeles” en regla, por lo que imperativamente era obligado a bajar del vagón y conducido, sumido en ese miedo nervioso que atenaza el comportamiento, hasta al cuartelillo de seguridad. Allí continuaban las comprobaciones, entre preguntas y respuestas angustiadas, mientras la pesada máquina de “hierro y fuego”, difundiendo intenso vapor y carbonilla, reiniciaba su marcha con el arrastre de las grandes vagonetas, hacia la siguiente localidad en donde habría que efectuar una nueva y regulada parada.

A eso de las 9:40 el tren correo de Andalucía al fin hizo su entrada en la antigua estación de Málaga. Los cinco pasajeros de ese compartimento 17, con los ojos legañosos, rostros cansados y cuerpos emanando aromas algo viciados por el cerramiento y la falta de aseo, se despidieron con educado afecto y humildad, deseándose suerte y providencia para sus anhelos y dificultades. Para alegría de Armenio y Felipa, Paca los esperaba, pues al fin había obtenido permiso de doña Fuensanta (a cambio de llevar los niños al Parque, en esa mañana de domingo que le correspondía de descanso, mientras ellos iban a misa de doce a la Catedral). Atanasio y Liria fueron recibidos con gozo por Evelio y su mujer Juana, que habían hecho el desplazamiento desde Ronda en un viejo autobús de línea, que partió de la ciudad del Tajo a las 7 de la mañana. Les acompañaban sus dos hijos, que hicieron “buenas migas” con su primita, desde el primer instante. Por su parte Benedito, que apenas podía tirar de su maletón por un problema de lumbares, contrató los servicios de un taxi, para que le trasladara lo más cerca posible de la residencia jesuita, sita en una transversal de la calle Compañía. Al anciano sacerdote no le esperaba nadie, sólo un día nublado y de calles mojadas, en un frío domingo de Octubre en 1950.-


PENSAMIENTOS HERMANADOS, EN UN MODESTO COMPARTIMENTO DE TREN


José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
11 Septiembre 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           


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