Cinco personas, que carecían de relación previa entre
ellos, realizaban un viaje juntos en un vetusto tren correo de la Renfe con
destino a Málaga. La acción transcurría a inicios de la década de los cincuenta,
cuando el convoy partía desde la estación madrileña de Atocha a las 22:30 de un
sábado otoñal, a fin de dirigirse a la estación andaluza malacitana, en donde tenía
previsto su llegada, tras realizar numerosas paradas en un trayecto de poco más
de 400 km, a las 8 horas del día siguiente, un domingo de octubre.
Se trataba de trenes antiguos, pesados y lentos, con
una mayoría de vagones de tercera clase, divididos en pequeños compartimentos
adosados, en los cuales el espacio útil era sumamente reducido. Cada uno de
esos “camarotes” tenía dos largos bancos de madera enfrentados, con respaldos
casi verticales y asientos de especial dureza, formados de recios tablones. Los
viajeros pudientes podían costear el uso de vagones de primera clase, en los
que encontraban más comodidades, incluso pequeñas literas para echar un buen
sueño. Pero en estos vagones, ocupados por usuarios modestos en su poder
económico, la incomodidad del recinto para los cuerpos quedaba bien marcada en
las casi diez horas de recorrido. Cada
una de las dos banquetas podían ser utilizadas por tres viajeros, aunque en
ocasiones podían sumarse en los compartimentos hasta 8 y 10 personas,
notablemente apretadas en la ocupación del limitado espacio disponible. El nivel
térmico alcanzado en tan “precarias” comodidades solía ser bastante inhóspito,
contrastando el frío gélido del invierno con el agobiante calor tórrido del
estío veraniego.
Conozcamos ya algunos datos identificativos de esos
cinco viajeros, en los difíciles años posteriores a una guerra fratricida entre
españoles. La crueldad represora aún continuaba, anclada en venganzas y odios
no superados y en un contexto de carencias materiales básicas para la inmediata
necesidad.
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En ese compartimento número 17, correspondiente al
tercer vagón, iba una pareja de recién casados, ARMENIO
y FELIPA, de veinticuatro y veintiún años de
edad respectivamente. El enlace matrimonial se había efectuado ese mismo sábado
por la mañana. Tras compartir con algunos familiares y amigos una modesta
comida en un ventorrillo de Vallecas, los dos jóvenes habían tomado el tren
para viajar hasta Málaga y pasar una corta semana de vacaciones, pues Armenio
tenía que volver a su trabajo como peón
agrícola no más tarde del lunes siguiente. La noche de bodas la tendrían que
pasar en ese “lujoso hotel móvil”, de muy escasas estrellas, llamado tren
correo de Andalucía. Felipa era huérfana de padre y de madre y tenía una
especial ilusión por visitar a su única hermana mayor, Paca,
que trabajaba como sirvienta de hogar en el domicilio de un importante miembro
del régimen. Este severo personaje era un excombatiente de la Falange
franquista, quien en la actualidad gozaba de un bien remunerado puesto de
trabajo, como director del mercado de abastos o mayorista de la ciudad. El
nuevo y joven matrimonio tenía la intención de hospedarse en la Pensión Fátima,
ubicada en el entorno de la nueva barriada que se estaba construyendo en la
zona oeste de la capital y que iba a recibir el nombre de Carranque. Paca, que
no había podido desplazarse a Madrid a fin de asistir a la boda de su hermana,
por imperativos de don Raimundo y doña Fuensanta, los señores para los que
trabajaba (tenía que cuidar de sus niños pequeños y hacer las tareas de la
casa) se había ocupado de buscarles ese modesto alojamiento para su estancia
vacacional malacitana.
Cerca de las once de la noche, Armenio extrajo de su
morral un cacho de pan, algo oscurecido por la mezcla variada de semillas
utilizadas en su elaboración, junto a un trozo de longaniza y un par de
manzanas, menú que compartió con su amada, no sin antes ofrecer al resto de los
pasajeros, que declinaron con educación y agradecimiento el gesto solidario del
joven. A éste se le había olvidado llenar su cantimplora de agua, cosa que hizo
con diligencia en el retrete del vagón número cuatro. La sed siempre aprieta y
la noche prometía ser larga e incómoda. Pero el amor todo lo puede y Felipa dormitaba
reposando su cabeza adornada con dos largas trenzas en el hombro del que ese
mismo día se había convertido en su marido. Aunque mantenían en principio las
dos manos enlazadas, pronto las separaron, ante las repetidas miradas
preventivas del tercer compañero de asiento.
La ilusión de la chica era encontrar pronto una casa
“bien” donde servir, como hacía su hermana en Málaga y cuidar de su esposo y
los hijos que tuvieran. Aunque también le pedía a Dios no fueran muchos, en esos
tiempos de escasez y profunda necesidad. El pensamiento de él era comportarse
como un buen padre de familia,
compensando el duro trabajo del campo con el goce proporcionado por una joven y
tierna mujer, que le esperaría fielmente cada tarde en casa al volver de su
diaria labor con las espigas, los racimos y los frutos.
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El compañero de banco en el compartimento, de esta
joven pareja, era el padre jesuita BENEDITO,
que hacía unos meses había cumplido los setenta y cinco años de edad. En su
biografía, el religioso podía exponer su función pastoral para la difusión del
catolicismo durante más de cuatro décadas de apostolado. De este amplio período
de tiempo, alrededor de veinticinco años había estado adscrito a la prisión de
Carabanchel, asistiendo a los numerosos reclusos que allí cumplían pena de
privación de libertad, la mayoría de los mismos por delitos de motivación
política.
La razón de su viaje en ese tren correo obedecía a
que, debido a lo avanzado de su edad y a que carecía de familiares directos, la
dirección de la Compañía le autorizaba que se dirigiera a la Residencia San
Estanislao de jesuitas mayores, que la orden tenía en Málaga. Allí podría
descansar y pasar la última fase de su vida religiosa, entre sus hermanos
profesos de prolongada cronología.
En los momentos en que no dormitaba, el sacerdote
tenía abierto entre sus manos un libro de rezos, que leía en silencio de manera
pausada. En realidad, a lo largo de toda la noche para con el tan largo viaje,
eran muchos los minutos en que iba repasando su vida como religioso, recordando
múltiples imágenes y escenas que acudían a su memoria, relativas a la
asistencia espiritual que prestaba a los reclusos. Pero también, y de manera
muy especial, no podía borrar de su mente aquellas otras muy difíciles y trágicas
noches en que las pasaba en vela, acompañando a los condenados a morir
fusilados, durante el alba del día siguiente. En general la mayoría de estos
pobres condenados valoraban y agradecían esta paciente compañía, en el terrible y final destino que en pocas horas
les aguardaban. Algunos de estos encarcelados aceptaban la confesión y el rezo
compartido. Otros apreciaban el valioso calor humano y la amistad que
generosamente el sacerdote les ofrecía. Casi ninguno de ellos se entregaba al
sueño. Unos lloraban, otros temblaban o disimulaban nerviosamente su miedo y el
pavor al infinito, los más aceptaban su trágico destino y rogaban al sacerdote
que les hablase de su vida, de su infancia, de su vocación por los demás, de
esa fe en la divinidad que ellos apenas poseían, pero que admiraban en ese
bondadoso interlocutor que les acompañaba durante esa última noche de sus
vidas. Algunos le hacían preguntas acerca de ese Dios que todo lo puede, otros
se limitaban a mirarle con respetuoso silencio y los había quienes le contaban
fases alegres de sus existencias y aquellos ideales que con afán y nobleza
decidieron defender para sentirse bien y en paz con sus respectivas
conciencias.
Este veterano miembro de la Compañía de Jesús recordaba,
una y otra vez, esas desangeladas noches de vigilia y frío, en que
desobedeciendo las órdenes establecidas, minutos antes de que llegara al
calabozo el director del penal, con los guardias y funcionarios que iban a
llevar al reo al cumplimiento de la pena, sacaba de su ajado y maltrecho gabán,
una antigua licoreta o petaca de metal, permitiendo que el condenado tomara un
buen sorbo de coñac, que le aportara un soplo de valor ante el último viaje que,
con pasos dudosos, se veía obligado a emprender. Siempre fue consciente o
supuso que el director del penal no era ajeno a esta acción “no permitida” que él
realizaba, pero que con algún sentido humanitario el funcionario “miraba para
otro lado” entendiendo que era lo mejor ante el terrible escenario que todos
protagonizaban. Después acompañaba al condenado por las leyes humanas a ese
patio que desafiaba al 4º Mandamiento, recitando unas oraciones que simulaba
leer en su breviario. Mientras el pelotón aguardaba, los abrazaba finalmente,
aportándoles el cálido y afectivo valor de la fraternidad.
En esa larga noche de traqueteo viajero, por unas
vías de acústicas chirriantes que rompían el sosegado silencio de la madrugada,
el sacerdote jesuita pensaba una vez más en su difícil y abnegada labor
apostólica, preguntándose con cierta y humana angustia si su paso por la vida
habría sido realmente útil para conseguir o modelar una mejor Humanidad, en
este mundo llenos de tantos interrogantes sin fáciles respuestas. Pero ahora, viajaba
en ese compartimento número 17, recorriendo kilómetros y kilómetros camino de
una “retirada” necesaria y justa por la edad, en ese atardecer vital de su
calendario. Y a su mente llegaban esas palabras o dudas que le impedían poder
conciliar el sueño: ¿vocación? ¿servicio? ¿soledad? ¿destino? ¿necesidad?
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Los dos restantes pasajeros que completaban el
compartimento eran un padre de 43 años, el cual viajaba en el tren junto a su
pequeña hija de seis. El azar desgraciado y trágico se había cebado en esta
pequeña y modesta familia, desde el momento en que un mal día el viento letal
se había llevado al tiempo a una esposa y una madre. ATANASIO,
representante de colonias y abalorios para el ornamento de la mujer, tras esta
“irreparable pérdida”, por consejo de sus familiares más directos, había
decidido llevar a su única hija a casa de su hermano Abilio,
casado y con dos niños pequeños. Este generoso familiar, dedicado al trabajo
agropecuario y residente en la bella localidad malagueña de Ronda, se ofrecía a
cuidar el tiempo que fuera necesario de su sobrina, dada las obligaciones
laborales que su hermano no podía desatender. El oficio de representante le
obligaba a estar continuamente viajando entre unas y otras localidades, por lo
que no podía cuidar de la manera adecuada a una hija de tan corta edad.
LIRIA
era el precioso nombre de la pequeña, que vestía un jersey de lana, color gris,
una faldita de franela a cuadros y calzaba unos zapatitos de charol negros, que
habían perdido el brillo inicial por el continuado y prolongado uso de los
mismos. Se entretenía jugando y abrazando a una muñeca de trapo, ya muy
manoseada y desflecada, regalo que su mamá le había hecho, tras haber cosido y
rellenado una serie de restos de trapos, cuando su hija tenía apenas dos años
de edad. Ese preciado regalo lo consideraba algo para ella muy importante, por
lo que siempre solía acompañarle llevándola consigo. Llamaba a la muñeca Tara, nombre del principal personaje de un cuento que
también le habían regalado por su cumpleaños y a quien la pequeña, en su limpia
imaginación, le había encontrado parecido con el rostro de la muñeca de trapo.
En el banco que ocupaban padre e hija sobraba un asiento.
El bueno de Atanasio aprovechó ese espacio para juntarlo con el suyo propio y
hacerle una muy modesta “cuna” o cama a la niña, despojándose de su chaqueta (a
pesar del frío reinante en ese crudo otoño meteorológico) añadiendo una pequeña
manta que extrajo del maletón, donde transportaba los enseres de Liria. Por
cierto esa maleta de la época (nada de ruedas ni adornos de lujo) tenía que ser
atada con un grueso cordel, pues las cerraduras fallaban de continuo.
En el traqueteo del pesado cowboy por las vías,
Atanasio se iba preguntando en silencio si durante los siete años en que él y
Rosa habían estado casados había hecho suficientemente feliz a esa fiel
compañera, ya ausente de sus vidas. Era difícil la existencia en esos años de
finales de los cuarenta, tiempos de profundas carencias materiales mezcladas
con múltiples y hábiles disimulos, pues había que estar bien con el Movimiento
si no quería verse metido en desagradables problemas. Pero consideraba que
tenía que seguir luchando por aquello que más quería y le recordaba a su
también muy querida e insustituible esposa.
Para ayudar a que la niña al fin lograba conciliar el
sueño y de manera sorpresiva, el padre Benedito, “haciendo” de complaciente
abuelo, comenzó a contarle a la pequeña una bella historia de animales en la
naturaleza, narración que completó con una sencilla oración dedicada a Rosa, la madre ausente, que emocionó a los presentes,
de manera especial al pobre Atanasio.
Además de todas las paradas efectuadas por el tren,
para recoger y entregar las sacas con el correo, hubo dos momentos de especial
tensión para los adormilados viajeros. Ambas situaciones se produjeron cuando
fuerzas de la policía secreta, acompañados por miembros uniformados de la
Guardia Civil, subieron a los vagones, para pedir aleatoriamente la
documentación a los viajeros. Hubo algún caso en que algún pasajero no llevaba
“los papeles” en regla, por lo que imperativamente era obligado a bajar del
vagón y conducido, sumido en ese miedo nervioso que atenaza el comportamiento,
hasta al cuartelillo de seguridad. Allí continuaban las comprobaciones, entre
preguntas y respuestas angustiadas, mientras la pesada máquina de “hierro y
fuego”, difundiendo intenso vapor y carbonilla, reiniciaba su marcha con el
arrastre de las grandes vagonetas, hacia la siguiente localidad en donde habría
que efectuar una nueva y regulada parada.
A eso de las 9:40 el tren correo de Andalucía al fin
hizo su entrada en la antigua estación de Málaga. Los cinco pasajeros de ese
compartimento 17, con los ojos legañosos, rostros cansados y cuerpos emanando
aromas algo viciados por el cerramiento y la falta de aseo, se despidieron con
educado afecto y humildad, deseándose suerte y providencia para sus anhelos y
dificultades. Para alegría de Armenio y Felipa, Paca los esperaba, pues al fin
había obtenido permiso de doña Fuensanta (a cambio de llevar los niños al
Parque, en esa mañana de domingo que le correspondía de descanso, mientras
ellos iban a misa de doce a la Catedral). Atanasio y Liria fueron recibidos con
gozo por Evelio y su mujer Juana, que habían hecho el desplazamiento desde
Ronda en un viejo autobús de línea, que partió de la ciudad del Tajo a las 7 de
la mañana. Les acompañaban sus dos hijos, que hicieron “buenas migas” con su
primita, desde el primer instante. Por su parte Benedito, que apenas podía
tirar de su maletón por un problema de lumbares, contrató los servicios de un
taxi, para que le trasladara lo más cerca posible de la residencia jesuita, sita
en una transversal de la calle Compañía. Al anciano sacerdote no le esperaba
nadie, sólo un día nublado y de calles mojadas, en un frío domingo de Octubre
en 1950.-
PENSAMIENTOS HERMANADOS, EN UN
MODESTO COMPARTIMENTO DE TREN
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
11 Septiembre 2020
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