Las personas contamos con un eficaz aliado para
“alimentar” nuestro tiempo de ocio. La sociedad
actual genera, cada vez más en la actividad de los seres humanos, parcelas
temporales libres de obligaciones laborales o ajenas al sueño diario para la
recuperación orgánica. Ese tiempo libre suele aparece durante los fines de
semana, en los períodos vacacionales, en la etapa de jubilación o también entre
los numerosos huecos del día. Parece indiscutible que la mejor forma de llenar
esa libertad para hacer lo que se desee, que amplía su importancia actual en
nuestros horarios, es cultivando alguna o varias aficiones.
De esta lúdica forma podemos encontrar esa distracción necesaria que anhelamos,
evitando la apatía y el aburrimiento, sintiéndonos por el contrario más felices
y realizados en nuestro equilibrio.
Bien es verdad que algunos pueden aplicar a esa
afición, que paralelamente les enriquece y condiciona, una dedicación
exagerada, obsesiva, absorbiendo en exceso nuestras energías y provocando un
desequilibrio enfermizo que resulte perjudicial para nuestra salud. Por eso,
como en tantas y tantas oportunidades de la vida, el punto medio es el más
aconsejable, prudente y sensato, en todos nuestros hábitos y costumbres. Sin
embargo, a pesar de este riesgo, que deriva de una inadecuada práctica en la
afición elegida, aún es más grave y desalentadora la imagen de aquellas
personas que manifiestan la carencia de alguna afición que compense el ocio del
que disponen. Sin duda, esas vidas sin motivaciones o ilusiones deben ser
bastante tristes, aburridas y ausentes de la innegociable tensión anímica que
debe sustentar el comportamiento de todos los humanos.
Si nos preguntáramos cuántas aficiones se pueden
encontrar en el mundo, la respuesta no podría ser otra que “infinitas”, aunque
naturalmente todos conocemos algunas más famosas o importantes que otras, al
ser cultivadas por un mayor números de personas. En el momento de adjetivarlas,
encontramos un largo listado de modalidades:
deportivas, viajeras, artísticas, artesanas, coleccionistas, cinematográficas,
científicas, literarias, musicales, teatrales, religiosas, culinarias,
jardineras, informáticas, fotográficas, narrativas, pictóricas, etc. Otra
realidad es que no hay edad para las aficiones. Niños, jóvenes, adultos o
mayores pueden aplicar aficiones a sus existencias, aunque habrá algunas que
sean más específicas o aconsejables que otras, según la fecha de nacimiento de
cada cual. Lo importante para su positiva integración en nuestros horarios de
ocio es la aplicación de ilusión y constancia, en el día a día.
Y ya en este punto, vamos a centrarnos en el
protagonista de una interesante historia. Como es previsible en este contexto, el
personaje cultivaba con cierta pasión una de esas aficiones que tanto nos
enriquecen y deleitan, al paso de las horas y las estaciones del almanaque. En
su temporalización hay que “viajar” a comienzos de los años 70, correspondiente
a la centuria precedente. Natalio Trencilla Vidalia,
durante su infancia y adolescencia no había destacado en sus deberes escolares.
De modo que, a los catorce años de edad
su padre, de nombre Erundino (un honrado y
eficiente profesional de la fontanería) conociendo la escasa afición de su
único hijo por seguir el oficio que había y seguía proporcionado el
sostenimiento de este modesto pero sosegado hogar, sabiendo además del interés
que por el contrario siempre había mostrado el chico por los coches y los
vehículos a motor, decidió ponerlo a trabajar. “Nato,
te voy a “colocar” en un taller de recauchutados y venta de neumáticos, tanto
para automóviles como también para motos y bicicletas. Ya tienes edad para
aprender un oficio de provecho. Es una empresa solvente propiedad de un buen
amigo, Amaro,
al que conozco desde los tiempos del servicio militar, etapa que ambos compartimos
en el campamento almeriense de Viator”.
No se equivocaba don Erundino, pues conocía bien a su
vástago y acertó plenamente con la tecla elegida. Natalio se sentía a gusto
trabajando en un importante entorno vinculado a los coches, motos y bicicletas,
como es la buena rodadura de todos esos vehículos. Pasaron los años y su
vinculación laboral como obrero dependiente supo transformarla en propietario
único del negocio. Lo hizo con los ahorros acumulados y con la suerte de un
décimo de lotería que el destino quiso premiarle. Así pudo pagar el traspaso
del negocio que bien conocía, cuando su jefe Amaro decidió jubilarse como
autónomo a causa de un molesto y severo problema vertebral en la espalda.
Conociendo el interés comercial de su responsable y esforzado trabajador, le
puso un precio verdaderamente testimonial para la adquisición de ese amplio
local donde estaba instalado el taller, del que había sido propietario hasta el
momento de su traspaso. Natalio se comprometió, en la escritura notarial de
compra venta, a pagar también, durante diez años, una modesta renta mensual a
su antiguo jefe, cantidad que sumada a su pensión como jubilado por enfermedad
permitiría al antiguo empresario vivir dignamente.
La familia de Natalio estaba integrada por tres
miembros más. Éstos eran Casilda, su mujer, una
señora siempre bastante crítica con casi todo lo que hacía su marido y Luz y Benigna, las
dos hijas del matrimonio, quienes en esos años iniciales de la década del 70
estaban cursando los estudios de bachillerato. El cabeza familiar, desde el
tiempo de su juventud, se había aficionado a practicar el coleccionismo de sellos de correo utilizados para
el franqueo de la correspondencia. Le gustaba contemplar los dibujos impresos
en esas pequeñas estampillas engomadas, las cuales podían ser despejadas con
habilidad desde los sobres donde estaban colocadas y posteriormente proceder a
su ordenación en hojas, clasificándolas por épocas o años, por países en donde
los sellos habían sido impresos y también por los motivos gráficos que estaban
dibujados en los anversos de estos franqueos.
¿Cómo había ido formando
e incrementando, en el tiempo libre para el ocio, su cada vez más densa colección? En el popular barrio donde residía y tenía el taller de
recauchutados había abundantes establecimientos y oficinas (gestorías, agencias
de viajes, tiendas de electrodomésticos, etc.) en donde por amistad y conocimiento
le guardaban los sobres de la correspondencia recibida, con los sellos
correspondientes. Muchos de sus propios clientes, que acudían a reparar o
sustituir los neumáticos de sus vehículos, conociendo la afición de Natalio por
los sellos, le llevaban por amistad muchos de los mismos ya recortados de los
sobres en donde habían sido utilizados con el “matasello” oficial. Algunos domingos solía también acudir a un
mercadillo en el que además de la venta de frutas, hortalizas, herramientas,
ropa, libros y objetos para la casa,
había tenderetes donde se comerciaba e intercambiaban sellos de correos.
Allí encontraba bolsas de 100, 300 y 500 estampillas, a buen precio, que tras
su compra el coleccionista analizaba y clasificaba en casa, distrayéndose y
alegrándose por encontrar algunos sellos curiosos entre una muy abundante
“morralla” de escaso valor. Pasaba las tardes de los sábados y los domingos
desengomándolos de los sobres y papeles en donde habían sido pegados,
limpiándolos, organizándolos en unas hojas que tenía preparadas y que guardaba
a modo de álbumes, cada vez más voluminosos. Para ello se ayudaba de catálogos
que también había comprado en las filatelias y establecimientos de libros de
segunda mano. Los comentarios de Casilda, su
mujer, no tenían desperdicio, entre las risas desenfadadas de las dos hijas adolescentes,
cuando escuchaban las argumentaciones de su madre ante un padre concentrado en
su afición que parecía no hacerle el menor caso a la airada cónyuge.
“¿Otra vez estás con tus sellos? Hay que tener ganas
de matar el tiempo en esa cosa tan aburrida, que también te saca los buenos cuartos.
Pues yo sé que además de los sobres que te dan, te pasas por las filatelias y
te dejas buenas pesetas en comprar nuevas estampitas que no sirven para nada
útil. Más valía que utilizaras el tiempo
que gastas en esas chochadas arreglándome en cambio las losetas rotas de la
cocina y las del cuarto de baño que se mueven más que unos pipiolos en la
discoteca. Te dije, hace ya tres semanas ,que el cierre de la puerta del
armario no cierra bien y parece que te entró por un oído y te salió por el
otro. ¡Vaya cruz que me ha tocado con este hombre que solo sabe gastar el
tiempo en inutilidades! Y que podríamos decir del trastero que tenemos en el
sótano del bloque. El otro día intenté entrar para buscar una garrafa que
teníamos para guardar el aceite, y cuando moví dos cajas se me cayeron encima
una cantidad de cosas viejas que tienes allí guardadas, dios sabe para qué. A
ti todo lo que sea coleccionar te flipa, aunque no sirvan para nada. Y no me
hables del día de mañana, que con tanto repetirte pareces un disco rallado.
Madre mía, ¡Que cruz de hombre me ha tocado!”.
Paralelamente a estas “dulces” palabras, henchidas de
comprensión y cálido afecto, Natalio seguía a lo suyo, con su gran lupa, bote
de disolvente limpiador, pequeñas tijeras y tres tipos de pinzas, material
“auxiliar” preparado al efecto para ser utilizados en el montaje de una nueva
hoja, ahora de sellos curiosos editados en países africanos. Ya estaba bien
habituado a las “sermoneras” que le dedicaba la señora de la casa que, desde
luego hacían poca mella en su voluntad para seguir practicando su atractiva
afición por el coleccionismo filatélico.
Pero como tantas veces ocurre, con los caprichos inexplicados
del destino, llegaron a la vida de este buen profesional aires de infortunio, que lastraron con sus adversas
circunstancias su no consolidado equilibrio económico. Todo se originó cuando
en un solar próximo a su taller laboral se construyó un gran centro comercial,
con muchos metros cuadrados disponibles, para los componentes del automóvil. Curiosamente
el nombre de este espectacular establecimiento, con sus talleres
correspondientes para la reparación y la aplicación de componentes, fue el de Automovilandia. La competencia en este sector
profesional era muy dura para la expectativas laborales del taller propiedad de
Natalio.
En ocasiones, los agobios nunca vienen solos. En su
taller, instalado en unos bajos de un edificio con muchos años desde su
construcción, comenzaron a fluir unas aguas fecales, cuyo problemático origen
no estaba bien localizado, en palabras de varios albañiles que vinieron a
estudiar el problema. Había que levantar gran parte del suelo y canalizar
bajantes e impermeabilizar los muros de contención. El seguro del local comenzó
a echar “balones fuera” y sólo accedía a financiar una parte de la cuantiosa
inversión que era necesario aplicar para el coste de la obra. Y otro asunto que
tensaba todavía más la cuerda económica familiar era el pago de las inminentes
matrículas universitarias de Luz y Benigna, que ya comenzaban sus estudios en
el campus de la tercera enseñanza.
Toda esta agobiante situación había sumido en un
estado anímicamente depresivo, al bueno de Natalio. Los bancos no le cerraban
las puertas con sus créditos, pero lo hacían a cambio de un elevado interés,
sumamente gravoso para la estabilidad económica empresarial y familiar. ¿Qué
hacer entonces? La posible solución a estos problemas provino del único
empleado que aún permanecía en el taller, llamado Eufrasio,
prácticamente de la misma edad que su jefe, con
el que Natalio tenía una gran amistad, debido a sus ya largos años de
vinculación laboral. Conociendo la situación que atravesaba el negocio en donde
prestaba sus servicios, con retrasos en la nómina ya de un mes y medio y viendo
la situación de agobio familiar que hacía peligrar la viabilidad de los
recauchutados, una mañana de viernes aportó al empresario una interesante y
sugerente idea.
“Nato, sé y entiendo tu preocupación por esta mala
racha. He estado pensado en dos posibles soluciones, cada una de ellas con sus
ventajas y dificultades para llevarlas a efecto. Una de ellas, parece que la
más lógica, sería intentar negociar con Automovilandia, a fin de vincularte de
alguna forma a su poderío financiero y que nos facilitaran algún trabajo del
que parece les sobra. Es evidente que cada día se les acumulan más y más
clientes, pues pueden ofertar precios más bajos que nosotros. Entonces nosotros
podríamos funcionar como asociados o vinculados a su grupo (creo que incluso
tienen inversores extranjeros y funcionan con filiales en muchas provincias).
Otra posibilidad, que no excluye a la primera que te
he dado, es tu colección de álbumes filatélicos. No me cabe duda que has de
tener sellos importantes, ejemplares de cierto valor en el mercado de los
coleccionistas, que los podrías vender y ayudarte un poco con ese oxígeno
económico que necesitas con urgencia. Mira, yo tengo un primo al que le
llamamos Tiago, que se gana la vida con eso de
los sellos y las monedas antiguas. Tiene un pequeña negocio que le va bien y
con el que mantiene a su familia. Yo le puedo pedir el favor de que eche una
ojeada a los álbumes que tu elijas de tu copiosa colección, para que analice si
hay algún material que destaca por su valor para una posible transacción. Es
buena persona y puedo asegurar que no te va a engañar.”
Las dos sugerencias eran interesantes, por los que
Natalio no se cerró a su estudio o posible aplicación. Tras darles vueltas al
asunto durante ese fin de semana, solicitó una entrevista con el director de
Automovilandia, Mr. Carter, que le recibió con
proverbial amabilidad y a quien expuso sus sugerencias de posible colaboración
en una actividad que ambos negocios compartían. En principio lo único que
ofertaba el ejecutivo de origen británico era el cierre del taller de Natalio,
a cambio de una indemnización y “vagas” promesas de trabajo en un futuro. De
todas formas se comprometió a seguir estudiando el caso y consultar con sus
superiores de la unidad central empresarial.
Posteriormente, jefe y subordinado fueron a visitar a
Tiago, que quedó encargado de revisar los cinco espléndidos y densos álbumes
que Natalio le puso sobre la mesa. Era consciente de que a lo largo de los años
de paciente coleccionismo, había conseguido algunos sellos que en los catálogos
que usaba marcaban un cierto valor de mercado. Pero era lógico conocer la
opinión de un experto en la materia, antes de tomar cualquier decisión al
respecto. No se equivocaba pues, sin haber transcurrido ni cuarenta y ocho
horas, de la visita al establecimiento filatélico, su propietario le llamó,
rogándole pasara a visitarle porque tenía buenas noticias que ofrecerle.
El experto filatélico le comunicó que entre los
sellos publicados en España, había uno de 1852, que correspondía al reinado de
Isabel II, dos años después del establecimiento del franqueo para las cartas.
De esa estampilla con la efigie de perfil de la reina, madre de Alfonso XII, se
conservaban muy pocas en el mercado de los sellos de correos, por lo que su
valor podría alcanzar un muy elevado número de pesetas. Con sus conocimientos y
relaciones, podía encontrar un buen comprador, en el mercado del coleccionismo.
Si Natalio lo autorizaba, iniciaría las gestiones sin dilación. Le aclaraba
que, en estos casos él solía cobrar un 20 % del precio final de la transacción
(coste más o menos oficial dentro del mercado) pero que al tratarse de un importante
amigo de su primo, en situación de necesidad empresarial, rebajaría sus
emolumentos a sólo un 15 %. Dada la premura, impuesta por las adversas
circunstancias que atravesaba, el agobiado empresario aceptó las condiciones
del filatélico, expresándole incluso su agradecimiento por la franca generosidad
del profesional.
En un par de semanas, el preciado ejemplar filatélico
estaba vendido a un afanado coleccionista galés, con vínculos familiares en
España, propietario en su país de una destilería de licores de elevada graduación alcohólica. Al cambio, pagó por el sello 70.000 pesetas
de la época, de las cuales Natalio recibió con gran júbilo 59.500. Con ese
capital pudo eliminar los problemas de filtraciones de su local, modernizarlo y
adaptarlo para diversificar en parte su trabajo de los neumáticos, tras acuerdo
con Mr Carter, representante de la multinacional Automovilandia. A partir de
ese acuerdo, Recauchutados Trencilla, se convertía en una empresa vinculada al
grupo de la multinacional, centrada en la tapicería para el automóvil y en la
instalación de equipos de sonidos para los vehículos (además de seguir
arreglando los neumáticos, trabajos cedidos por la empresa “madre”. Por una vez,
la puntillosa y agriada Casilda tuvo que guardar silencio, ante la buena
gestión que había realizado su controvertido marido, salvando un negocio que
hacía agua por todas partes y que peligraba “irse a pique” en el mar
tempestuoso de los fracasos. Y todo
gracias a la afición por el coleccionismo de sellos, que no sólo distraen a sus
seguidores sino que en determinados momentos pueden ser eficaces colaboradores
para afrontar tiempos inciertos.
Unos días después de la gratificante transacción con
el galés, dos personas se reunieron en una cafetería de la Gran Vía, para
completar un asunto pendiente. “El precio de la
venta del sello fue de 80.000 pesetas, como ya te aclaré, pero yo simulé una
documentación paralela que tu jefe aceptó sin la menor duda. Como ya habíamos
acordado, con respecto a ese dinero extra, te entrego el 50%. Aquí tienes en
este sobre 5.000 pesetas, que te vendrán muy bien por tu hábil gestión”.
Eufrasio abandonó el local la mar de contento, con el buen pellizco que había
cobrado con tan solo poner en contacto a Natalio con Tiago. Pero el muy ufano
intermediario, nunca conocería que Mr. Carter en realidad había pagado 85.000
pesetas, por la tan curiosa estampilla.-
AFICIONES COMPENSATORIAS, PARA
ALUMBRAR TIEMPOS INCIERTOS
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
04 Septiembre 2020
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