Después de haber estado recorriendo diversas
localidades de la región castellano leonesa durante la mañana, a este esforzado
trabajador aún le quedaban tres mercancías por entregar para la tarde de ese
viernes de octubre, víspera de un fin de semana que amenazaba frío y lluvioso.
El transportista de mensajería urgente, Bernabé Cabañas, es un joven de veintiocho años, cuyo
matrimonio con Claudina aún no ha cumplido la
primera anualidad. Tuvieron que dilatar bastante tiempo el enlace conyugal pues,
sin un currículo profesional cualificado, este joven emprendedor había tenido que
sufrir largos e insoportables años sin encontrar trabajo con un mínimo de
estabilidad. Gracias al consejo de un familiar vinculado al transporte,
contactó con una nueva empresa de mensajería de bajo coste para los clientes. Este
grupo ofrecía trabajo a profesionales que quisieran trabajar para ella en
régimen de autónomos, con el reparto a domicilio de los envíos. Las condiciones
del vínculo laboral eran un tanto “leoninas”, pues el colaborador mensajero
tenía que disponer de su propio vehículo, encargándose del reparto de los
paquetes, recibiendo como compensación el 30 % con respecto al coste del envío.
Al menos, la empresa motriz abonaba los gastos del combustible (gasolina o gas
oil) que el transportista colaborador utilizara para los desplazamientos
laborales. Ese mismo familiar le proporcionó una furgoneta de segunda o tal vez
tercera mano, adquisición para la que no tuvo que pagar un precio excesivamente
elevado.
El problema de ese viernes era que tenía que entregar
diversos envíos por municipios que no eran capitales de provincia, por los que
el recorrido (iniciado desde Madrid, muy de mañana) era prolongado e incómodo,
dado el estado de conservación de algunas carreteras locales y comarcales. Tras realizar ocho entregas durante la mañana,
por pueblos de Ávila y Salamanca,
comprobó que ya pasaban algunos minutos de las 14:30, por lo que decidió
detenerse en algún restaurante de carretera, en donde hubiera un buen número de
camiones de transportistas, pues ello era señal de que podría acceder a un buen
menú con precio económico. Efectivamente tuvo suerte, pues en El Cruce, establecimiento
situado en la provincia de Valladolid, pudo reponer fuerzas con un buen cuenco
de fabada, con morcilla y chorizo, plato de ensalada, caña de cerveza, pan y
flan, todo por el módico precio de ocho euros.
No quiso descansar muchos minutos después de tomar el
suculento “ágape”, aunque el cuerpo así se lo pedía. Aún le restaba por hacer las
tres últimas entregas en localidades de Valladolid
y Segovia, separadas ambas direcciones de
clientes por amplio kilometraje. Desde luego era consciente de que su vuelta a
Madrid se produciría ya bien entrada la noche. Hizo una llamada telefónica a
Claudina, explicándole como iba el día de trabajo, comentándole que llegaría a
casa bastante tarde, horarios a lo que su mujer ya estaba bien acostumbrada. El
matrimonio convivía junto a la madre de Bernabé, señora que había quedado viuda
hacía unos años, pues por ahora no podían pagar un alquiler y menos pensar en
la posibilidad de afrontar la compra de una vivienda de segunda mano. Por
fortuna, las relación de Claudina y doña Edelmira
era tolerable, pues esta señora era de carácter discreto y complaciente.
Tras realizar una entrega en un pueblo de la capital
del Pisuerga, tomó dirección a Segovia. Conduciendo por un camino local, por el
que no se cruzaba con vehículo alguno, su “vapuleada” furgoneta Citröen comenzó
a dar señales de no ir bien. Esos raros sonidos procedentes de un motor con
carburación imperfecta, se fueron intercalando con inquietantes momentos en que
el vehículo se detenía en su funcionamiento. Lo previsible ocurrió: las paradas
mecánicas acabaron por hacerse definitivas. Con gran esfuerzo, pudo desplazar la furgoneta hasta el borde de ese
camino lleno de socavones por el que circulaba, aprovechando una parcela de
vegetación descontrolada que podía simular un arcén. Comprobó en su móvil que
se encontraba en una zona cuya población más cercana se hallaría a no menos de
sesenta km. de distancia. Intentó comunicar con el seguro (de bajo precio) que
había contratado al comprar la furgoneta, pero cuando llamaba a la dirección
nacional del mismo el número marcado no dejaba de comunicar. Solo quedaba
esperar, confiando en la ayuda de algún otro vehículo que circulara por aquel
vacío paraje castellano.
Un tanto confuso, sin embargo recordó que llevaba en
la guantera del coche un librito que había comprado hacía unos meses, con
direcciones útiles para la ayuda en carretera. Pero al ser viernes por la
tarde, ya muy cerca de las 19:30 horas, los teléfonos señalados no recogían las
llamadas o transmitían mensajes indicando que los talleres habían finalizado su
horario de trabajo en el día. Lo más preocupante del caso es que, además de no
poder cumplir con las dos últimas entregas, la noche se acercaba. El paisaje
estaba cada vez más debilitado y confuso en su luminosidad. ¿Qué podía hacer,
sino esperar y esperar?
El cielo nublado tampoco ayudaba. La única luz que se
abrió en su problemática fue cuando las manecillas del reloj estaban ya
próximas a marcar las nueve de la noche. Vio acercarse lo que parecía un carro
que iba tirado por dos mulas, con un farolillo como única iluminación. Lo
conducía un cabrero, llamado Casimiro, que
volvía a casa, después de haber acudido a consulta médica en el ambulatorio de
Olmedo, a unas dos horas de distancia con el vehículo que el campesino
utilizaba. Después de unos breves minutos de charla, Bernabé encontró
receptividad y generosidad en el labriego, que se ofreció a ayudarle.
“Te vienes para casa conmigo y mañana temprano
llamamos a un taller que abre los sábados, precisamente en Olmedo. Son buena
gente. Seguro que te envían un mecánico, para resolver el problema de tu
tartana. Mi cortijillo no está lejos. Llegamos en unos minutos. El problema es
que por aquí los caminos son muy malos y las mulas hacen lo que pueden”.
Cuando llegaron a la casa, Casimiro le presentó a su
mujer, Mariana, una robusta moza que hacía
bromas de la cara de preocupación que mostraba el transportista. Compartió con
el agradable matrimonio y su pequeña hija Aurita la
apetitosa cena: unas gachas calientes con miel, un trozo de queso y esa jarra
de barro llena de tinto castellano, de la que todos bebieron, salvo la más pequeña
de la casa. Para el postre, una buena tajada de melón. Mientras Mariana
limpiaba los platos, después de acostar a la niña, los dos hombres se sentaron
junto al fuego de la chimenea, para charlar un buen rato mientras tomaban
sendos tazones de café.
“Aunque tenemos algunos cultivos, que nos permiten atender
cada día la necesidad de nuestros estómagos, e incluso vendemos algunos de los
cereales y frutales que nos proporciona la tierra, nos ganamos la vida con los
productos que nos proporciona el rebaño de las ovejas y las cabras. Con la
leche que sacamos de los ordeños, no solo hacemos buenos quesos, sino que
también la llevo los lunes y los jueves a una central lechera instalada en Medina del
Campo. No pagan mucho, pero al menos nos permite vivir e ir compensando el duro
trabajo que hay que hacer desde el amanecer. Dedico los martes para hacer las
compras de alimentos, ropa o lo que haga falta, que no es mucho. Y el resto de
los días y las horas, a trabajar sin rechistar. El trabajo nos ennoblece y nos
da vida. ¿Qué más podemos esperar?
Aquí mis padres vivían sin electricidad. Cuando nos
casamos, la Mariana y yo, hice que nos la trajeran ¡Buenos cuartos nos costó la
instalación! Tenemos televisión, pero el aparato no se ve bien, la pantalla aparecer
con mucha nieve. Es que la onda no llega bien, pues hay montes con arbolado que
no deja pasar bien la onda. Lo que más nos distrae es la radio. Escuchamos las
noticias, las novelas y las músicas, especialmente durante los fines de semana.
Un maestro transeúnte del Ministerio, don Gonzalo, viene a casa, los lunes y los jueves,
para trabajar las lecciones con Aurita, desde las 10 hasta las 12. Antes de
marcharse, le deja tarea o deberes para hacer, trabajos que él después corrige.
Pero a partir del curso próximo, un bus escolar pasará por la carretera, sobre
las 7 de la mañana, para recoger a ella y a otros niños en el recorrido. Yo la
tendré que llevar en el carro cada mañana a ese punto concertado de recogida,
que esta a unos tres km. de la casa. También iré a recogerla cuando el bus la
traiga de la escuela, entre las tres y media y cuatro menos cuarto de la tarde”.
Lo que se preveía como una sobremesa de varios
minutos para el café, se extendió durante una hora y media. Era obvio que el
cabrero tenía ganas de hablar sobre la vida que llevaba en aquellos parajes,
alejados de la densificada civilización urbana. Se mostraba generoso y
hospitalario en el trato con el transportista que había encontrado camino de
vuelta a casa. Fue una suerte para Bernabé que hubiera aparecido Casimiro en
aquella carreterita, persona de carácter primario pero bondadoso, a fin de poder afrontar los problemas de
aquella infausta tarde de viernes. Mariana le preparó unas mantas y almohada en
el cobertizo, a fin de que pudiera descansar durante la noche. Sin embargo el
sueño no fue todo lo tranquilo que él necesitaba, tras el ajetreado trabajo de
la jornada.
Serían más o menos las tres de la madrugada, cuando
unos acordes de guitarra interrumpieron el sueño del cansado transportista de
mensajería. Con los ojos legañosos se incorporó del improvisado camastro,
acercándose a la ventana para ver quien tocaba las cuerdas de una guitarra en
aquellas horas. El exterior estaba parcialmente iluminado por un pequeño candil, en aquella noche nublada que
no permitía ver a la luna o a las estrellas. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio caminar por el
exterior a Mariana, quien en bata y calzando unas alpargatas caminaba
lentamente hacia el aprisco de las ovejas, sin dejar de tocar (con escasa
destreza, desde luego) el instrumento musical. La mujer de Casimiro entró en el
habitáculo donde estaban las cabras y las ovejas, entonando alguna antigua
canción del folklore castellano, mientras los balidos de los animales
reclamaban, probablemente, algo de comida. Salió del cobertizo y se acercó al
aprisco, escuchando como Mariana hablaba a los animales, contándoles lo que
pensaba hacer en el siguiente día, todo ello mezclando los acordes y algunas
risas nerviosas. Ya dentro del habitáculo, comprobó que la mujer no hacía cuenta de su presencia. Después de
unos instantes, Mariana abandonó la compañía de los animales y volvió a la
casa, sin cruzar palabra alguna con Bernabé.
En la mañana siguiente, mientras desayunaba un gran
tazón de leche caliente, con tostadas untadas con miel o “zurrapa”, le narró a
Casimiro lo que había sucedido durante la noche, pero éste le quitó importancia
al comportamiento de su mujer.
“Es un problema que ha tenido Mariana desde su
juventud. Ha pasado por los médicos, que dicen padece sonambulismo. Tiene unas
medicinas, pero algunas noches se le olvida tomarlas y, aunque no siempre le
aparecen, comportamientos extraños pero no peligrosos, a los que tanto la niña
como yo mismo estamos ya tan acostumbrados que ni nos despertamos”.
Mientras Mariana, toda sonriente atendía a las
labores de la casa, los dos hombres trataban de contactar con el taller de
Olmedo, que al fin se prestaron a recoger la llamada. Efrenio, un
diligente mecánico, habilidoso para recomponer motores cansados o “imposibles”
por el uso, reparó una hora después la furgoneta, sustituyendo una pequeña
pieza, para poder seguir la marcha. Fueron sesenta euros, más el
desplazamiento, factura que Bernabé guardó cuidadosamente, pues tendría que
negociar con la empresa el coste de la reparación, gestión que no iba a
resultar fácil en principio. A continuación Bernabé se despidió agradecido de
la familia, que tan hospitalariamente le había acogido, prometiéndoles pasar
algún día a visitarles junto a Claudina. “Te traeré un bonito regalo, Aurita,
pues eres una niña muy buena y simpática”.
A media mañana del sábado ya había llegado al
pueblecito de San Miguel del Arroyo, a fin de entregar en el domicilio de Candelaria, la mujer del Sr. Alcalde, una voluminosa
caja. En su interior iba una bicicleta estática, cuyos elementos metálicos era
preciso recomponer. La obesa señora le pidió encarecidamente si podía dejarle
la bicicleta montada, dado que su marido estaba siempre muy ocupado con sus
cosas y le iba a dar de largas a su necesidad. “La he comprado porque estoy
algo subidilla de kilos. Cuando llegué a los 85, decidí que había que hacer
algún ejercicio para rebajarlos. Me decidí por la estática, pues no sé muy bien
montar en bicicleta y estando tan rellenita me daba apuro que me vieran por las
calles del pueblo, cayéndome una vez y otra del sillín. Desde luego que estos
asientos lo hacen demasiados pequeños, para las personas rellenitas como yo”. Tras
montarle la bicicleta en un periquete, recibió como regalo por parte de la oronda
Sra. Candela una ristra de chorizos y morcillas, para que las llevara a casa y
las disfrutara con su mujer. Telefoneó a Claudina, explicándole como le iba con
la gestión de los repartos. No podría llegar a casa para la hora de comer, pero
sí para la media tarde. “Tú por ahí paseándote y yo aquí en Madrid, lavando la
ropa y limpiando los rincones. Porque tu madre Edelmira cada día hace menos en
la casa. Siempre está con los rezos y sus amigas”. Esa fue toda la “amable”
respuesta que recibió de una esposa aburrida.
El último punto de entrega se encontraba ya en la
provincia de Segovia, en un municipio denominado Valverde del Majano. El
paquete contenía un ordenador portátil, producto electrónico que había
encargado el sacristán de la parroquia del Consuelo, que tenía por nombre Veranio. El hombre, que también ejercía de camarero
en el bar El Botijo, había hecho durante fines de semana un cursillo de
informática y tenía ilusión de aplicar sus conocimientos al uso de estos medios
telemáticos. Era padre de cuatro hijas “casaderas”, todas ellas profundamente
ilusionadas ante el regalo que “papá nos ha comprado, para poder distraernos con
películas, chateos, correos y otras
redes sociales”. El dinámico camarero sacristán era viudo y desde hacía unos
meses estaba detrás de una novicia exclaustrada, Alfonsina,
que vivía en el pueblo con su madre y hermano. Mientras Bernabé le hacía un montaje
básico del ordenador, Veranio, persona muy expresiva y dicharachera le contaba
todas estas pequeñas historias. Cuando le dejó el portátil listo para
funcionar, recibió en agradecimiento una garrafita de vino de la tierra,
garantizándole que era un tinto muy bueno para los problemas del corazón.
Con gran esfuerzo y cierta temeridad, dada s las posibilidades técnicas de la furgoneta que conducía, Bernabé pudo llegar al fin a casa, en el barrio de Vallecas madrileño, para la hora de la cena. Había sido un fin de semana muy denso en dificultades y experiencias, por lo que al compartir la mesa aquella noche con Claudina y su madre Edelmira se sentía feliz y relajado. Habría que aprovechar el domingo para la recuperación, física y anímica. Durante los minutos de la cena narró las vivencias y dificultades de la tarde del viernes, destacando la ayuda extraordinaria que encontró, con especial fortuna, en el cabrero Casimiro con su humilde y agradable familia. Probaron con gusto unas rodajas del chorizo, acompañadas con un poco de ese tinto regalado por el camarero sacristán.
Ya en la mañana del domingo, día de cielo
resplandeciente para la alegre sorpresa, Bernabé sugirió a Claudina la
posibilidad de dar un largo paseo por el Parque del Retiro madrileño “pues
tomar un poco el sol, en estas mañanas otoñales, gratifica los cuerpos y anima
el carácter”. Para la tarde elegirían alguna película que distrajera la
imaginación, a fin de recuperar energías para reiniciar otra semana con el
trabajo como objetivo irrenunciable. Así se redibuja la sencilla humanidad de
unas personas sencillas, que van construyendo el día a día con la fuerza ejemplar
de la constancia y la humildad.-
VIDAS SENCILLAS, DE AHÍ
CERCA
José
Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
02 Octubre 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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