El medio natural es un entorno hospitalario para acoger a todos aquellos que disfrutan recorriéndolo. No establece en principio requisito o condición especial para esos visitantes, aunque el sentido común y las leyes establecidas imponen el desarrollo de un comportamiento cívico y racional a los animosos senderistas que van haciendo caminos en su práctica deportiva.
Uno de estos aficionados a las marchas por el entorno rural era Claudio Farania, soltero de 32 años y titulado universitario en Historia y Teoría del Arte. Después de finalizar sus estudios emprendió esa difícil etapa en la búsqueda de un acomodo laboral, ejerciendo algunas actividades un tanto alejadas de su preparación académica. No sólo fueron las aulas universitarias las que cimentaron sus conocimientos, sino también la amistad de un veterano restaurador de esculturas y pinturas, culto y diestro especialista al que conoció en un congreso. Marcio Spínola, un holandés errante por la vida, se mostró dispuesto a enseñarle las técnicas básicas que él dominaba, viendo el entusiasmo de un joven voluntarioso y capaz por adentrarse en uno de los capítulos más difíciles de la práctica artística. Esas complejas destrezas para “reparar” imágenes, pinturas y objetos suntuarios, fueron las que le abrieron definitivamente paso a un futuro profesional enriquecedor, en una especialidad con la que disfrutaba aprendiendo en el día a día. En la actualidad, este joven especialista ejerce como restaurador y conservador titular en el Museo de pintura y escultura existente en la capital malacitana.
Como solía hacer durante muchos fines de semana, Claudio había programado un denso y largo recorrido por tierras de la Serranía de Ronda, para este sábado otoñal en que se anunciaba un tiempo aceptable por parte de los expertos en meteorología. El itinerario elegido era un tanto nuevo para él, por lo que debido a esta circunstancia procuró prepararse de manera adecuada. En realidad era un hábito que tenía consolidado por responsabilidad, a fin de evitar riesgos imprevistos que siempre pueden aparecer cuando se visita un territorio o zona por primera vez o después de un largo período sin hacerlo. La buena relación que mantenía con sus padres no había sido óbice para que desde dos años antes buscara vivir independiente en un piso antiguo, alquilado y renovado, muy cerca de la Plaza de Montaño (a dos calles del antiguo y prestigioso instituto de secundaria Vicente Espinel), en pleno núcleo histórico tradicional de la ciudad.
Todo marchaba normalmente en su caminar por la naturaleza, acumulando kilómetros de aventura, a través de zonas muy densamente arboladas. Hizo su necesario almuerzo, bajo una zona de encinares, gozando a continuación de unos minutos (que se hicieron excesivamente prolongados) para el reposo y la somnolencia. Cuando reanudó su marcha, tal vez por una cierta imprevisión o por un “valiente arrojo”, casi sin darse cuenta se le había echado la noche encima. A los más expertos senderistas también les suele ocurrir esta circunstancia, generalmente por exceso de confianza. Cuando al fin comprobó su GPS, incluido en el sistema de aplicaciones de su móvil, tomó conciencia de que se había metido en un espacioso bosque, cruzado por agrestes barrancos y vaguadas, sistema que formaba un complicado vegetación arbórea de pinares, alcornoques y encinares, con un muy abundante matorral mediterráneo, lo que dificultaba el rápido avance de cualquier caminante por experto que fuese.
A medida que las manecillas del reloj avanzaban, la luminosidad ambiental iba menguando, lo que provocaba que la nitidez en la visión se limitara entre tantas masas forestales arbóreas. Claudio trataba de no perder el autocontrol ante la dificultad, continuando su avance en dirección sur, pues el GPS le marcaba por esa zona algunas vías o caminos locales que llevarían a una carretera comarcal que le permitiera salir de ese “laberinto” vegetal en el que se hallaba. La noche se le había echado definitivamente encima. La acústica de la zona iba siendo conformada por el zumbido del viento, el crepitar de las ramas y las hojas, algún aullido lejano, todo ello unido a ese temor psicológico de que pudiera aparecer alguna alimaña desagradable en su comportamiento con el confiado caminante. La señal telefónica, en general débil por toda la zona de montañas, provocaba momentos en que era prácticamente inexistente, lo que iba aumentando la inquietud en Claudio que temía el inminente anochecer. Aunque la temperatura no era excesivamente gélida, en aquellos momentos cercanos a las 20:30 no superaba los 14 o 15 grados centígrados, con tendencia lógica a la baja a medida que las horas avanzasen. Consideraba que iba básicamente abrigado, teniendo en cuenta que asumía la evidencia de tener que pasar la noche en el bosque. Lo razonable era buscar algún cobijo adecuado, a fin de estar protegido de algún animal que pudiese aparecer de improviso.
En cuanto a la disponibilidad alimenticia, no era mucho lo que le había sobrado del almuerzo. Medio bocadillo pequeño de queso, un par de pastillas de chocolate negro. Además, un tercio aproximado de la cantimplora, se mantenía llena de agua. Con estos escuetos “manjares” podría resistir bien la noche, considerando que el cuerpo siempre acumula reservas para casos de imprevista necesidad. De ahí las obesidades que tanto preocupan y deterioran nuestras anatomías.
¿Suerte, oportunidad, destino, casualidad? Lo cierto fue que sin esperarlo (pero sí necesitarlo) se dio de bruces con un viejo y pequeño caserón en un recodo del camino, encastrado en una zona bastante rocosa. En principio pensó que sería un refugio abandonado en medio de esa naturaleza bastante inhóspita, pero de inmediato cambió de criterio, pues a medida que se aproximaba a la muy tosca construcción creyó apreciar que desde su interior salía algún reflejo luminoso, algo mortecino por su debilidad. Estuviese o no habitado, era un propicio lugar para intentar pasar allí la noche, pues el cielo incrementaba cada vez más su opacidad que por momentos llegaba casi al límite de la oscuridad. Muy escasas estrellas creía divisar entre el denso tejido arbóreo que las ramas habían conformado.
Próximo a la entrada de esos dos cuerpos construidos de piedra, adobe y abundante madera (obviamente abundaba este material en tan espaciosa selva boscosa) confirmó que alguna luz se traslucía desde su interior a través de un pequeño ventanuco. No dudó muchos segundos en llamar a la puerta. Repitió esos no intensos golpes pues nadie respondía, pero entonces escuchó unos pasos desde el interior y una voz “poco amable” que gritó ¿quién va?
“Buenas noches, señor. Mi nombre es Claudio. Perdone que le moleste a estas horas. Soy un senderista que me he quedado perdido por estos parajes, cuando se me ha hecho de noche. Le aseguro que soy una persona de paz. Le ruego, si fuera posible, algo de cobijo hasta mañana temprano, en que reemprenderé la marcha. Se lo agradecería, porque el frío cada vez aprieta más. En la cantimplora apenas me queda un poco de agua”.
Algún minuto después (posiblemente la persona de este modesto y tosco refugio estaría pensando qué hacer al respecto) la puerta se abrió. Aunque la luz interior era muy débil, Claudio pudo vislumbrar a un hombre de mediana edad, descuidado en su aseo de ropa y cuerpo. Vestía de una forma desaliñada. Tenía la barba crecida de más de un día, el cabello canoso, la piel del rostro muy surcada por las arrugas, ojos pequeños y escrutadores. El presunto propietario le indicó, con unos modales bastante primarios, que pasara y tomara asiento en una larga banqueta de madera, situada no lejos del hogar, en donde ardían unos leños. Todo era muy rudimentario en esa habitación que sería utilizada como lugar de estar, comedor e incluso cocina. Unas cortinas de paño a cuadros adivinaban el paso a ese segundo cuerpo que se percibía desde el exterior, habitación que sería usada como dormitorio. En el trasiego posterior Claudio pudo ver que allí aparecía una cama no muy grande, un lavabo o palangana, instalado en un rudimentario cuerpo de madera y una banqueta cuadrada, con un agujero que hacía de retrete, posiblemente conectado con algún pozo ciego.
Pero Ramiro (así se identificó) no era el único habitante de este refugio. Además del sonido de un rebuzno o expresión acústica de lo que era en realidad el relincho de un caballo o yegua y el mugido de alguna vaca, sonidos que procedían de la parte posterior de la cabaña, en donde habría alguna especie de establo o caballeriza, en una esquina del aposento las luces ardientes de los leños dejaban ver la figura de una joven en silencio. Parecía una adolescente, aunque en conversación posterior con el furtivo cazador supo que tenía 22 años. La chica, llamada Amara, de pelo castaño cogidos en una larga trenza, ojos pequeños como los de Ramiro, miraba desconfiada al imprevisto visitante. Vestía una bata de guata descolorida por el continuado uso, altas calcetas grises y calzaba unas zapatillas de paño destalonadas. Ofrecía la imagen de una persona delgada pero fuerte. Destacaba el notable tamaño de sus manos, posiblemente por el trabajo diario. Sin duda era el miembro familiar que “llevaba” la casa. Fue presentada por su compañero de hábitat como “su mujer”, a pesar de la notable diferencia de edad que existía entre ambos.
Aunque con una cierta brusquedad, muy propia por la falta de relación social del que podría ser un cazador furtivo, Ramiro se mostró hospitalario con el senderista. Comentó que ya habían cenado, pero indicó a la joven (con gestos imperativos) que trajera una tajada de pan con una loncha de cecina. Dadas las circunstancias, a Claudio le pareció un menú excelente, especialmente el vaso de recio vino tinto que le hizo recuperar la baja temperatura corporal. Sentados junto a los leños ardientes, poco a poco fue conociendo algo de la vida de este hombre aislado en la naturaleza, a pesar de lo escasamente comunicativo que parecía el personaje. El “matrimonio” vivía de las piezas (carne y pieles) que el hombre cazaba y que vendía en poblaciones más o menos cercanas. Como combustible básico utilizaban la madera que abundaba en el entorno. Para la iluminación tenían un par de candiles de aceite, que producían ese triste resplandor que se reflejaba a través del cristal de la ventana.
El vino que consumía con generosidad el cazador, parecía que le iba “soltando la lengua”. Comentó que un día, en su adolescencia, se había enfrentado violentamente con su padre. Cansado del maltrato físico habitual que sufría, abandonó el hogar familiar, dejándole unas letras explicativas sólo a su madre. Con frialdad manifestaba que habían pasado casi treinta años y no había vuelto a saber de ellos. Que había ejercido varios trabajos, pero que un día decidió aislarse de una sociedad que consideraba enferma, alejándose de la misma. Conocía esa choza que estaba situada en un paraje verdaderamente recóndito y “mejorándola” con un profundo esfuerzo, allí se recluyó, dedicándose a cazar animales, cuyas pieles y carnes le daban el sustento necesario, al venderlas, para la subsistencia diaria. Se enorgullecía de carecer de electricidad en ese refugio autoconstruido. Nada de radio o televisión. Pero que se sentía “feliz” viviendo como un “náufrago” voluntario en el hábitat inmenso de la naturaleza.
En un momento de esa velada junto al fuego, el ya confiado Claudio se atrevió a preguntarle por su mujer Amara. En ese momento, el rostro del cazador cambió de semblante con profunda acritud. Sus palabras fueron cortantes y severas.
“Mire joven, la mujer y el alma son los más importantes regalos, desde luego que sagrados, que Dios nos ha querido entregar. Ambos tesoros debemos cuidarlos de los continuos peligros que les acechan. Solo hay que dar cuenta de nuestro proceder con estos dones a quien nos los ha prestado: el Creador. Así debe ser”
Amara, mientras tanto, permanecía sentada en la esquina de ese “salón” principal de la casa, asintiendo con la cabeza y con una expresión en el rostro entre el respeto y el temor a su marido. Llegados a la hora del descanso, Ramiro indicó a Claudio que podría pasar la noche en la caballeriza trasera. Allí encontraría paja y unos sacos, en donde descansar, mientras el calor despedido por la vaca y el caballo le haría soportar mejor la frialdad de la atmósfera. Para poner fin a la charla, le ofreció una copita de aguardiente, que fortaleció su cuerpo aunque dejó algo “quemada” su garganta. Un verdadero “matarratas” anisado. En esa natural “suite” emprendió el camino del sueño, arropado en su grueso jersey, los sacos de estopa y un viejo cobertor que le cubría, recibiendo los vapores fétidos de las dos bestias que templaban esa caballeriza parcialmente cerrada. Mientras “atrapaba” el reparador descanso, meditaba acerca de este tipo de sociedad, por llamarlo de alguna forma, que no creía existiera ya en pleno siglo XXI.
En el amanecer del domingo, Claudio se incorporó somnoliento del improvisado lecho. La atmósfera se mantenía aún con el frío de la noche, aunque se soportaba relativamente bien. Contempló a Ramiro que fuera de la casa ya estaba cortando leña, mientras Amara preparaba el desayuno. Rebanadas de pan tostado con aceite, café con leche y un platito con pastas de manteca y canela verdaderamente deliciosas.
“Bien, amigo Ramiro. Me llega la hora de la marcha. Me dice que siga por ese pequeño camino entre encinares y robledales, caminando durante un par de horas hasta encontrar la carretera comarcal. Han sido muy amables y hospitalarios conmigo. Me gustaría que aceptaran un pequeño regalo como muestra de mi agradecimiento. Es un objeto que les puede resultar de gran utilidad, pera cuanto necesiten disponer de alguna iluminación y la lámpara de aceite no funcione. Es una linterna de dinamo. Le da vueltas a esta manivela, unas veinte o treinta veces. Y ya tiene una luz potente, para iluminar durante una hora o más. Pulsando aquí se encienden las tres puntos de luz o sólo uno. No necesitan electricidad para cargar la batería que tiene en su interior. Un pequeño regalo para que recuerden a este senderista, al que ayudaron en una noche de frío”.
Ramiro aceptó el presente que se le ofrecía, ante la mirada asombrada de su joven esposa.
Tras un largo caminar, al fin Claudio pudo encontrar esa carretera, castigada en su firme por las inclemencias del tiempo, que le iba a conducir a la monumental ciudad rondeña. En la caminata y durante muchos días después no pudo olvidar los rostros de Ramiro y Amara. Dos seres solitarios que organizaban su vida en la gran isla de la naturaleza, con la apariencia de aceptar serena y felizmente el destino que precisamente ellos habían elegido. Se preguntaba si en alguna ocasión podría volver a encontrar el habitáculo donde vivían aquellas dos extrañas personas solitarias.
Casi un año y medio después de esta experiencia, Claudio fue a entregar la imagen de una Virgen del Consuelo restaurada, atribuida al taller de Pedro de Mena, escultor del barroco español, granadino aunque fallecido en Málaga, 1628-1688, escultura que había sido encontrada en el trasaltar de una capilla, en el convento de monjas Clarisas franciscanas de Santa Isabel de los Ángeles en Ronda. El muy agradable y veterano Padre Venancio, que oficiaba cada día la misa en el convento, hizo un largo y sorprendente comentario mientras los operarios instalaban la imagen en la hornacina que presidía la capilla.
“El rostro de esta Dolorosa verdaderamente me recuerda por sus rasgos al de Margarita Venta, aquella joven que hace muchos años huyó de la finca de su padre, estando embarazada de un joven capataz llamado Ramiro. El padre de la chica era un hombre poderoso, intransigente y violento, que juró matarlos si los encontraba. Pero los dos jóvenes desaparecieron del mapa y nunca más se ha sabido de ellos. La Guardia Civil los estuvo buscando, pero sin éxito en la localización. Él ahora podría estar cerca de los cincuenta años y Margarita unos pocos menos”.
Al escuchar aquella interesante historia, los latidos cardiacos se aceleraron en la persona de Claudio. “Padre, me ha interesado mucho esa historia. Sería complicado encontrar alguna foto de este suceso?” “Bueno, pásate por mi parroquia, que tal vez podamos recuperar algún recorte de prensa, de los que me gusta conservar, en los que se hable de estas dos personas desaparecidas”.
Cuando terminó la instalación de la imagen, Claudio acompañó al Padre Venancio a la sacristía de su parroquia. En un polvoriento armario, llamado por el apacible clérigo El Arcón de la Historia, tenía la costumbre de guardar muchas carpetas que contenían centenares de documentos y recortes de prensa muy variados. Tras un buen rato de búsqueda, al fin apareció un par de hojas del diario El Tajo rondeño, muy amarillentas y medio apolilladas, en las que se mostraban algunas fotos de los jóvenes desaparecidos. Sin duda, él era Ramiro, con muchos años menos. En cuanto a Margarita, Claudio adivinaba en su rostro algunos rasgos que le recordaban a Amara. Pidió permiso al sacerdote para sacar algunas fotocopias, justificando su interés en un viejo proyecto para escribir relatos sobre personas desaparecidas.
Dándole vueltas al complicado asunto, el especialista restaurador decidió tomarse un tiempo de reflexión. Tenía que adoptar la decisión más conveniente con respecto a lo que el conocía de esa contrastada pareja, que habitaba en la “entrañas” de la naturaleza más alejada y diferente a las normas concertadas o establecidas de la civilización. Su encuentro con Ramiro y Amara no había sido un sueño, sino una inesperada realidad que, pasados los días, se propuso exponer con detalle al Padre Venancio a fin de que el clérigo, con su natural experiencia, le aconsejara el proceder más adecuado.-
ESE OTRO MUNDO, QUE HABITA EN LA NATURALEZA
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
18 Septiembre 2020
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