En la actualidad, la publicidad cinematográfica se
sustenta fundamentalmente a través de las plataformas de Internet, la prensa
escrita, la televisión, las revistas especializadas en el “séptimo arte”,
algunos programas radiofónicos y en los escaparates y fachadas de las propios
establecimientos dedicados a la proyección de las películas. Los carteles
anunciadores de los más importantes films son expuestos también en determinados
puntos urbanos, especialmente aquellos que tienen un mayor tránsito de personas
para la difusión del próximo estreno. Estos carteles están impresos en papel y
diseñados a todo color y tipografía mediante la aplicación de avanzados programas
informáticos.
El antiguo oficio de cartelista, aquel artista
(en justicia, se le debe dar este calificativo) que dibujaba pacientemente, sobre
un gigantesco lienzo de lona, el rostro del gran protagonista de la película,
con los datos básicos de la misma, para colgarlo en la fachada principal del
establecimiento cinematográfico, hoy prácticamente ha
desaparecido. Tal vez en las grandes capitales del mundo aún se coloquen
esos enormes cartelones, pero los mismos no están dibujados y pintados a
brocha, sino diseñados e impresos a través de grandes máquinas informáticas.
Por este motivo, nos tendríamos que retrotraer a mediados del siglo pasado, a fin de descubrir el
admirable trabajo que hacían estos artistas de los carboncillos, los pinceles y
las brochas, mezclando los colores de sus paletas llenas de pinturas con una
habilidosa destreza. Elaboraban asombrosos y gigantescos dibujos caracterizados
por la perfección en el retrato. Representaban en esos lienzos a los grandes
actores y actrices que interpretaban las películas exhibidas en las pantallas
de los cines. Esa maravillosa destreza en el dibujo hoy es privativa de las
salas expositivas de pintura y en los museos, salvo el curioso trabajo
artesanal que realizan los caricaturistas ambulantes o los retratistas que
instalan su “estudio” al aire libre, aprovechando los jardines y paseos
públicos de las ciudades.
¿Cómo trabajaban aquellos profesionales del cartelismo, durante las
décadas centrales del siglo XX? Reutilizaban los grandes lienzos apaisados o
cuadrados de otras películas ya dibujadas y exhibidas en pantalla. Para ello
“limpiaban” el cartelón de lona ya dibujado con abundante agua, aguarrás y
otros disolventes, lo que conllevaba esfuerzo y una gran paciencia. Estas
cualidades eran representativas de estos habilidosos artistas, si querían
llegar con éxito a un buen resultado en la composición final. Una vez
“desfigurado” y secado el antiguo cartel, trazaban sobre el mismo un sistema de
cuadrícula, bien medida en su proporcionalidad, aplicando unos cuerdas
elásticas tintadas que dejaban esas líneas cruzadas que serían necesarias para
mantener la aludida proporcionalidad en las medidas del dibujo.
Este sistema de cuadrícula sobre el lienzo copiaba
exactamente el que se había trazado previamente sobre un par de cartogramas con
escenas de la película, generalmente con primeros planos de los intérpretes protagonistas.
Las escalas del cartograma y del gran lienzo se debían lógicamente de mantener
y corresponder, a fin de conseguir la necesaria y exacta proporcionalidad.
A partir de ahí, el cartelista iba trazando los
rasgos esquemáticos y líneas básicas de los retratos, dibujando con un
carboncillo sobre la cuadrícula trazada en el gran lienzo. Para ello era
imprescindible aplicar buen pulso, visión “fotográfica”, exactitud en la
silueta, perfección en los rasgos físicos distintivos –ojos, boca, longitudes
corporales y, por supuesto, cuidando esa parte de la vestimenta que aparecía en
el encuadre del fotograma. A continuación tenían que utilizar el recurso de los
pinceles y las brochas, instrumentos con diferentes formatos y texturas, que
difundían los pigmentos y colores de la imagen. Primero aplicaban los colores
básicos, sobre los que posteriormente se iban añadiendo las diferentes
tonalidades. Aunque el film estuviera grabado o rodado en blanco y negro, los
retratos del cartel iban con generoso color, de ahí la habilidad e imaginación
del profesional que los dibujaba. Los últimos retoques estaban dedicados a esos
detalles y correcciones que siempre resultaban necesarios y eran descubiertos
cuando el cartelón se observaba desde lejos.
Junto al gran rostro o rostros del reclamo
“publicitario”, sobre el fondo cromático se añadían los textos informativos
necesarios: Título de la película, nombres de los principales protagonistas,
alguna breve frase motivadora para los futuros espectadores, nombre de la sala
cinematográfica y en algún rincón del lienzo (normalmente inferior derecha) la
firma del pintor.
Estos artistas del dibujo trabajaban generalmente de
cara al público, peatones que, al pasar por delante del gran portalón o local
donde se hermanaban el pintor y su lienzo, se detenían durante largos minutos y
desde la acera de la calle admiraban la destreza y esfuerzo del dibujante. Los
niños “mirones” también tenían su protagonismo observador, dedicando el tiempo
necesario para la distracción y el disfrute, mientras el gran dibujo iba
tomando forma y avanzaba en su concreción. Muchos de estos críos, mientras
observaban, iban tomando la merienda de la tarde que sus madres les habían
preparado. Desde luego que el espectáculo que generaba el artista pintor a su
alrededor duraba varios días, para la elaboración de cada gran cartelón, era
bastante intenso en lo popular y agradecida (normalmente dedicaban una semana
de trabajo a cada cartel, anticipándose a la fecha del próximo estreno).
Uno de estos preclaros artesanos del dibujo era Feliciano (Felices) Garcés Lerio. Había nacido en
1930 por tierras de la Serranía rondeña y estaba afincado en Málaga desde la
infancia, pues sus padres habían conseguido alojamiento y subsiguiente trabajo en
la portería de una casa señorial no lejos de la Alameda, arteria viaria pronto
denominada del Generalísimo Franco. No tuvo hermanos y su infancia estuvo
marcada por las vicisitudes de la Guerra Civil y esa década “oscura” de los
cuarenta, llena de carencias para los más humildes que habían sobrevivido del cruento
enfrentamiento patrio. Precisamente esos años cuarenta vieron como el mundo se
enfrentaba bélicamente en el desastre de la 2ª Guerra Mundial. En definitiva,
una infancia muy difícil y limitada en lo material. También en lo anímico.
Este niño mostraba desde pequeño una verdadera
pasión y asombrosas cualidades estéticas para el dibujo. Era algo innato que le
distraía y satisfacía, en la búsqueda de motivos para el gozoso entretenimiento.
Pintaba sus propios tebeos y aprovechaba cualquier hoja de papel usado para
aplicar sus lápices de colores y trazar originales diseños de todo lo que veía
o imaginaba. En las demás materias escolares no destacaba, sino todo lo
contrario. Sus boletines de notas sólo mostraban el 5 en dibujo (durante aquellos lejanos años, en
muchos centros escolares se calificaba del 0 al 5), mientras que abundaban los
números bajos en el resto de las ciencias y las humanidades. A los doce años
terminó sus estudios de Primaria con gran dificultad, por lo que su madre,
viendo que no servía para los estudios, logró “colocarlo” como aprendiz en una
sastrería. Aquella actividad “no era lo suyo”, aunque utilizaba pícaramente los
jaboncillos que sobraban en el taller para llevárselos a casa y dibujar en las
paredes oscuras, en algunas solerías y en los restos de las lozas encontradas
por las obras, esos dibujos que tan bien le salían.
El aprendizaje en la sastrería fue más bien breve,
pues el maestro de las tijeras, las agujas y las telas se “cansó” de que los
jaboncillos de los patrones desaparecieran como por arte de magia. Ahora le tocó estar de aprendiz en un colmado
de ultramarinos, actividad que le proporcionaba abundante papel de estraza
(usado para envolver los alimentos) a fin de pintar en casa por las noches sus
hábiles líneas, trazos y colores. En la tienda permaneció más tiempo, pues el
dueño del establecimiento, don Hilario, lo puso
de mozo repartidor de los encargos que recibía, lo que le permitía ir con
carretilla llevando portes de un lugar para otro, liberándolo de estar detrás
del mostrador durante muchas horas atendiendo a los clientes. Cierto día, de
paso por la Plaza del Teatro, se detuvo delante de un amplio local, en cuyo
interior un veterano maestro de los carteles dibujaba el correspondiente a una
futura película de estreno en la ciudad. Felices quedó ensimismado y
entusiasmado, maravillándose de la técnica que utilizaba el pintor en su trabajo.
Volvió en diversas ocasiones a este lugar, trabando amistad con don Efraín, quien se mostró receptivo a las preguntas
e intereses de aquel mozo de ultramarinos que sentía pasión por el dibujo.
Efraín, a su mucha edad, no había podido olvidar a
un hijo que había perdido hacía tiempo a causa de unas fiebres mal curadas a
comienzos de los años treinta. La amistad entre el pintor de grandes carteles y
Felices hizo que aquél se considerara como ese abuelo que trata de trasmitirle
sus conocimientos y experiencias a ese joven “nieto” que el destino ha querido
generosamente proporcionarle. Gracias a las amistades cultivadas por don
Efraín, Felices inició su tercer doble aprendizaje: como maquinista
proyeccionista en el cine Avenida, en donde comenzó a trabajar por las tardes y
las noches, en la cabina dirigida por Damo (Damián)
el maquinista titular. Éste había aprendido a “echar” películas en sus años de
militancia en el campamento del Tercio legionario,
ubicado en Ceuta. Al igual que Efraín también tenía ya sus años y necesitaba un
ayudante para trabajar con las bobinas de celuloide y las máquinas de
proyección. Así que Felices compartía dos enseñanzas: durante las mañanas acompañaba
a su maestro en el local de las pinturas, conociendo las mejores técnicas para
llegar a ser un buen cartelista del cine. Y por las tardes, a partir de las
cinco y hasta la 1 de la madrugada, proyectaba y veía decenas y decenas de
películas, que enriquecían su ya portentosa imaginación estética.
Al volver del servicio militar, siguió acompañando
por las mañanas al “abuelo” Efraín, que ya mostraba numerosos achaques físicos
en su cansado cuerpo (en sus años jóvenes había trabajado en el campo y en la
albañilería, antes de centrarse finalmente en la pintura) y colaborando con Damo
por las tardes en el cine Avenida, como segundo proyeccionista. Una mañana se
encontró con el local de la Plaza del Teatro, en donde trabajaba el pintor, completamente
cerrado. Efraín estaba enfermo y había dejado sin terminar el gran cartelón de Sabrina, con los rostros famosos de Audrey Hepburn y
Humphrey Bogart, que iba a ser estrenada en las pantallas del Cine Goya.
Felices tomó los pinceles y en dos mañanas terminó el gran cartelón anunciador.
No quiso cobrar peseta alguna por completar el trabajo, indicándole al gerente
de esa cadena de cines que los emolumentos tenían que ir directamente a su
amigo y veterano maestro. Su actitud agradó a los propietarios de este y otros
cines, que le pidieron sustituyera a Efraín, pues el viejo maestro había tomado
la decisión de jubilarse. Cartelista, por las mañanas, proyeccionista por las
tardes y noches y, al poco tiempo, la boda con su novia de siempre Mariela, joven alegre y de una pícara belleza que
había conocido en una mercería, cuando una mañana acompañaba a su madre que
deseaba comprar la botonadura para un abrigo que estaba arreglando. Efraín se
convirtió en un gran cartelista de cine, completando encargos para las dos
cadenas cinematográficas más importantes de la capital malagueña en los años
cincuenta: las empresa del Cine Albéniz y la del Cine Goya, aunque también
otros salas importantes le hacían interesantes encargos que sabía realizar con
pericia y proverbial rapidez.
La estable vida de Felices Garcés estaba de lleno
vinculada, con amor profesional y vocacional, al mundo de la cinematografía.
Por las mañanas, acudía puntual a ese céntrico y espacioso local, situado en la
Plaza del Teatro, a escasos metros cine
Principal, taller que había comprado a su propietario, maestro y amigo Efraín, a
fin de trabajar en la elaboración de nuevos y espectaculares cartelones, que le
iban encargando las más importantes empresas de exhibición, tanto de Málaga
capital como también de algunas localidades de la provincia. Y por la tarde,
media hora antes del inicio de la primera sesión, ya se encontraba en la cabina
de proyección del cine Avenida, junto al Puente de la Aurora y el popular
barrio Trinitario, a fin de preparar los
rollos de celuloide con las películas que iban a exhibirse hasta
aproximadamente la 1 de la madrugada. Aunque Damo y él se turnaban en la
vigilancia de las máquinas proyectoras, todo ese tiempo encerrado en la cabina
le permitía seguir practicando y haciendo diseños de retratos y otros motivos
que algunas centros de exposiciones o clientes particulares le iban encargando.
Una nublada y a ratos lluviosa mañana de enero 1959,
Felices trabajaba en el gran cartelón anunciador de la famosa película “La Violetera”, film que se iba a estrenar en Málaga
una semana más tarde, en la gran sala del Albéniz. Como era usual, muchas de los
peatones que pasaban por la Plaza del Teatro se detenían unos minutos ante ese
local de puertas abiertas, para contemplar la destreza del joven pintor que en
aquel momento completaba la imagen facial de una gran estrella de la pantalla y
cantante: Sarita Montiel (Mª Antonia Abad
Fernández. Campos de Criptana. Ciudad Real, 1928 – Madrid, 2013). Al grupo de las personas que estaban detenidas
ante el gran portalón, se incorporó una joven mujer, delgada en su esbelta
figura, con el pelo recogido bajo un simpático gorrito de ante azul marino. Esta
mujer enfundaba su cuerpo con una gabardina marrón oscura, protegiendo sus ojos
con unas gafas de cristales levemente tintados. El corrillo de “mirones” iba
cambiando sus integrantes, pero esa misteriosa joven permanecía allí,
contemplando como el pintor completaba esos mágicos trazos que iban conformando
en el lienzo cuadriculado el rostro de la ya muy famosa estrella de la pantalla.
Cuando Felices se disponía a tomar unos minutos de descanso en su labor, la
silenciosa mujer penetró en el local, dirigiéndose con voz melodiosa al artista
de los pinceles y las brochas cromáticas:
“Sin duda Vd. es el Sr. Garcés, del
que tan bien me han hablado. He tenido que desplazarme a su ciudad, porque
mañana tarde he de asistir a una rueda de prensa a fin de presentar la película
que estás plasmando en el lienzo y de la que soy protagonista. Me facilitaron
las señas de su popular estudio y he querido visitarte y saludarte. Me comentan
y puedo dar fe de lo justo de la valoración: eres un gran artista, un gran
maestro del dibujo y los pinceles, a pesar de la espléndida juventud de tu
persona. Resulta maravilloso comprobar lo bien que pintas y dibujas mi rostro,
en ese gran cartelón o lienzo de lona. Me gustaría hacerme una foto contigo, si
no tienes inconveniente, precisamente colocándonos delante del cartel
anunciador. La mostraré a mis amigos y gentes del cine, para que conozcan como
desarrollas tu pericia, en este modesto pero gran local dedicado a la pintura
de los actores y actrices de la pantalla”.
Felices se había quedado medio ensimismado, ya que
la emoción desbordaba su natural equilibrio. Tenía a su lado, nada más y nada
menos, que a la gran artista Sarita Montiel, a la que precisamente dibujaba
para la película La Violetera. La protagonista del film se mostraba también muy
feliz y divertida, al ver la expresión emocional del artista de los pinceles.
Era curioso, pero ninguno de los espectadores que desde la acera miraban el
gran cartelón, habían reparado en que la joven criptanense, que hablaba con el
pintor, era la misma persona que éste estaba dibujando en la tosca y recia
superficie del enorme lienzo anunciador. Recuperado del “susto” emocional,
Felices agradeció expresivamente el gesto generoso de la gran actriz por acudir
a visitarle. Un mecánico de motocicletas, que pasaba casualmente por ese lugar,
enfundado en su mono azul de trabajo, se prestó a realizar unas tomas de la
pareja. Resultó muy simpático el comentario que hizo el improvisado fotógrafo,
tras las diferentes tomas fotográficas, entre las risas de los dos
protagonistas de las mismas “Señorita, la
verdad es que Vd. se parece mucho a la Sarita Montiel. Se diría que es el
modelo que está dibujando el maestro pintor en el telón anunciador. Podrían
contratarla para que hiciera de doble,
en las películas que ella interpreta.”
Han pasado ya muchas décadas desde aquellos inolvidables,
simpáticos y curiosos hechos. La vida, como es natural, ha ido cambiando muchos
de los elementos de aquellos imborrables años cincuenta y sesenta correspondientes
al siglo pasado. Aunque el cine Albéniz aún hoy
permanece activo, convertido en multisalas para proyecciones en versión
original, ha desaparecido el Goya y el propio
cine Avenida, transformado ahora éste en un
macro aparcamiento de vehículos. El local en donde dibujaba Felices y el propio
Teatro/Cine Principal, situado a escasos
metros, desaparecieron bajo la piqueta y en su espacio se construyó un gran
bloque de pisos para viviendas, tiendas, consultas médicas y oficinas. Hoy ya
no se hacen esos macro-cartelones de lona, anunciadores de películas, al menos
de forma artesanal. La impresión digital en papel, cartulina o lona ha
sustituido la destreza manual y el oficio de los antiguos cartelistas. Los
maquinistas de las cabinas de proyección son, hoy en día, técnicos expertos en
informática, que manejan poderosos cañones de videoproyección, conectados a
discos duros con decenas de terabytes de capacidad, en donde se almacenan las
películas digitalmente. Los míticos rollos de celuloide, con casi ciento
cincuenta mil fotogramas por película,
pasaron ya a la historia. Felices conservó durante toda su vida el reloj que la
inolvidable actriz Sara Montiel le había regalado, al despedirse de él, además
de ese cartograma dedicado y firmado por la bella y muy popular estrella de la
gran pantalla.-
LA MAESTRÍA DE UN ANTIGUO
CARTELISTA
DEL CINE
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
24 Julio 2020
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