En
las páginas del rico refranero popular hay frases que, en su inteligente
simplificación, difunden un claro y concreto mensaje que en la mayoría de los
casos resulta útil y necesario para nuestras vidas. En este momento nos
acordamos de aquel refrán que dice “El hábito no hace
al monje”. Estas seis palabras vienen a decir que no hay que juzgar o
valorar a las personas por su apariencia externa, que los seres humanos son más
complejos con respecto a la forma como se visten y se presentan ante nosotros.
Sin querer llevar la contraria al mensaje expresado líneas atrás, la historia
que centra la temática de este relato viene a plantear una realidad paralela,
pero diferente: la importancia “desmedida” o híper valorada que para algunos
posee ese traje, el uniforme, esa vestimenta que han de usar por la profesión o
función que laboralmente desempeñan.
Ciertamente
muchos alumnos y alumnas, matriculados en determinadas instituciones educativas,
generalmente de titularidad privada, han de llevar el
uniforme reglamentario establecido por la dirección escolar. A medida
que van creciendo y, de manera especial, cuando llegan a la adolescencia, esos
escolares rechazan el uso del uniforme, pues prefieren y gustan llevar su
propia ropa en el atuendo personal de cada día. Sin embargo para otras
personas, normalmente más adultas, esa típica y necesaria vestimenta les da un grado especial de
“autoridad” e identificación profesional con la que se sienten a gusto e
incluso realzados en su significación social. Piénsese en los uniformes
militares, con sus galones y colores correspondientes. También aquéllos que
usan los policías, los médicos y sanitarios, o de cualquier otra profesión. El
mecánico, el albañil, el clérigo, el deportista, el científico, el limpiador,
el conductor, el comandante de vuelo, el dependiente comercial, etc, todos
ellos se caracterizan a primera vista por la significación de ese traje que
suelen o deben llevar puesto en el
desempeño de su actividad laboral.
La
“transformación” psicológica o social que muchas de estas personas experimentan,
cuando llevan a no puesto el traje reglamentario, es especialmente curiosa,
pues perciben que esa vestimenta reglamentaria genera en los demás un sentimiento
o valoración de respeto, admiración, autoridad o incluso de cierto “temor”
derivada en principio del traje, bata o túnica que ostentan en su quehacer
social. Incluso en determinados casos se sienten con una patente orfandad cuando se despojan del
uniforma y los galones que les identifican como alguien “importante” que puede
ordenar, corregir, impedir, autorizar o controlar a los demás ciudadanos, que
no lo llevan puesto sobre sus cuerpos respectivos.
Adrián Hermosilla Fences había nacido un año después
de la finalización de la Guerra Civil española, en el seno de una familia
profundamente modesta. Su padre Zoilo
desempeñaba eventualmente el digno oficio de albañil. Cada una de las tardes
volvía a casa con el cuerpo y manos llenas de polvo, barro, yeso o cemento,
emanando el comprensible aroma de ese
sudor laboral, proveniente de haber pasado muchas horas desplazando la
carretilla con los sacos de cemento y arena o de haber estando golpeando con un
pico y ayudándose de la pala, los cascotes y escombros propios de su abnegada
labor. Normalmente cubierto con un sombrero de paja, tenía que subir a los
andamios montados a diferentes alturas, soportando el intenso calor del verano
o esos fríos y precipitaciones invernales, que hielan y agrietan la piel. En
ocasiones, esa vuelta al hogar iba acompañada de comportamientos agrios,
violentos o desordenados, provenientes de la bebida que había ingerido para
“evadirse” de esa vida sin alicientes en que el destino para su suerte o el
azar le había ubicado.
La
madre de Adrián era Julia, “la del Zoilo”, una
señora que nunca pareció joven, descuidada en el aseo y en la modesta ropa que
usaba, esforzada progenitora y esposa que echaba horas limpiando todos esos
edificios que le encargaban, ya fuera un despacho, oficina, local, tienda, o
casas de algunos “señores bien”. Cuando el único hijo que tuvieron cumplió los
doce años, recién terminado la Primaria escolar, todo el afán de Julia era “colocarlo” de aprendiz en algún colmado o tienda del
barrio, aunque también veía bien el que empezara de botones en alguna oficina o
establecimiento privado. Así empezó su “cursus honorum” laboral, con la
satisfacción materna de verlo alejado del yeso y del cemento, materiales que
profundamente aborrecía por tener que soportarlos a diario en la epidermis, uñas
y piel reseca de un marido de agriado carácter que de continuo apestaba a
taberna.
Uno
de los centros donde también limpiaba Julia, junto a otras compañeras, era el
Ministerio de la Vivienda, en el 112 del Paseo de la Castellana madrileño. Su
esforzada laboriosidad e impecable comportamiento le hizo tener cierta
ascendencia con respecto a un jefe de negociado, llamada don Zenón, antiguo miembro dirigente del Frente de
Juventudes en el Movimiento Nacional franquista, quien apreciaba el buen quehacer
de la limpiadora y su humilde obediencia. Cierto día, en que vio asequible a su
jefe, le habló de su hijo Adrián, al que quería ver como un hombre de provecho,
dentro de la más estricta honradez.
“Don Zenón, por Dios se lo pido, colóquemelo donde vea
conveniente, para apartarlo de las malas compañías y darle un porvenir. Vd. es
un señor importante que tiene muy buena mano para buscar un hueco a mi hijo, al
que no deseo verlo como al cascarrabias de su padre, que es buena persona. Pero
muchas noches viene agriado y violento por el vino y por esas malas mujeres de
la calle, con las que quiere olvidar ese duro trabajo a la intemperie que
realiza, entre el cemento y el yeso, que están minando su salud”.
Cuando
le faltaban unos meses para cumplir los dieciocho años, la poderosa mano del
jefe de negociado facilitó la entrada del joven Adrián en el Ministerio. Tras ofrecerle
una severa y educativa “filípica” en el más puro nacional catolicismo, le dio un puesto de ordenanza que había quedado vacante por
fallecimiento de su titular. Julia, todo agradecida, con lágrimas en los ojos y
en muestra de agradecimiento, preparó una gran bandeja de rosquillas de huevo
fritas y espolvoreadas con canela y azúcar, que llevó personalmente al
acomodado domicilio de don Zenón, entregándosela a doña Virtudes, su mujer, una
obesa dirigente del Régimen vinculada a la Sección Femenina.
Para
el joven Adrián, desde aquel momento persona totalmente adicta al Régimen, fue
emocionante ponerse, por vez primera, el elegante uniforme de ordenanza. Verse con
esa chaqueta y pantalones de color gris, zapatos negros y camisa azul celeste,
luciendo corbata marrón oscura, era emocionante. Pero sobre todo destacaban en
la severa vestimenta esos galones cosidos en las bocamangas, en forma de anchas
líneas en zigzag color amarillo anaranjado, que daban un tono de autoridad y prestancia que tanto valoraba, como persona
procedente de los sectores más humildes de la población. Y qué decir ese aire
castrense de la gorra del Ministerio y esa placa esmaltada, en donde se podía
leer la palabra ORDENANZA… Todo una gozada.
¿Cuáles
eran las principales obligaciones a cumplir por
parte de nuevo ordenanza? Básicamente cumplir, sin el menor comentario, las
órdenes recibidas de los superiores, que eran aquellos miembros del régimen y
funcionarios que trabajaban en el Ministerio. Llevar esa carpeta o dossier de un
departamento a otro. Ordenar, clasificar y repartir el correo a media mañana.
Trasladar determinada providencia, de un despacho a otro. Regular la entrada
del público e informar acerca de los distintos negociados, para ese publico que
accedía al organismo a fin de llevar a cabo las gestiones propias de sus
intereses. Repartir las solicitudes e impresos, entre los visitantes que las demandaban.
Llevar el café encargado por el funcionario de turno, hasta la mesa del
mismo y siempre con esa actitud
servicial que tanto ennoblece. Estar presto a recoger los impresos rellenados
por aquellos que ansiaban poseer la ansiada vivienda (en la España de finales
de los cincuenta). Y todo ello con esas palabras que tanto realzan al que las
pronuncia:
“Sí señor; ¿Da Vd. su permiso?; Lo que Vd.
mande; Tiene Vd. toda la razón, don Zenón; ¿Algo más que ordenar?; Siempre a su
disposición; Con su autorización, no faltaría mas; Siempre a sus órdenes; ¿Tiene
algo más que mandar?; Que tenga muy buen día; ¿Cómo está su agradable señora?:
Vd siempre hace las cosas bien; Ese traje le sienta muy bien; Cada día le veo
más joven; No tiene más que ordenar; Como cada día y momento, aquí a su
servicio; No me tiene que dar explicación alguna, mi obligación es obedecer; Sus
deseos son órdenes para mí”; No tiene Vd. más que decirlo y lo resuelvo;
¡Mande!”. Se sobreentiende que todas estas frases
serviciales y adulatorias, expresadas con una comedida y respetuosa
sonrisa, finalizaban recalcando el don “fulano o mengano” siempre con respeto e
inclinando un poco la cabeza, como gesto de humildad y respetuoso acatamiento.
Adrián
“entró” en el Ministerio de la Vivienda en 1958. Dos años más tarde tuvo que
realizar su servicio militar. Le correspondió prestar esta obligación a la
Patria en la Comandancia Naval de la Coruña, gracias a un “enchufe” de su
protector don Zenón, que tenía buenos amigos en el Ministerio de Defensa. Cuando
catorce meses más tarde volvió de la “mili” hecho todo un hombre, contrajo
matrimonio con su novia de siempre, Lorenza.
Muy pronto llegaron los niños, hasta tres, “pues es otra forma de servir a la
Patria” comentaba el conserje, con el rostro bien ufano. A esa alegre
descendencia supo educarla en el orden y en la honradez, aplicando cuando fue
necesario mano dura, formas educativas que había aprendido y recibido cuando
vivía con sus padres. A Elvira , la mayor, logró colocarla al cumplir los
catorce años en una peluquería, cuya propietaria era pariente lejana de su
amado jefe y protector don Zenón. Zoilo, el segundo en nacer, estudió para
perito industrial, estimulado por una beca del Ministerio para a ayudar en sus
estudios a los hijos de los funcionarios. En cuanto al tercero, Bruno, continúa
trabajando de comercial en unos grandes almacenes de la calle Preciados.
En
el año 2005, al cumplir los 65 años, le llegó la hora de la “temida” jubilación, grave trauma para una persona
como él, que no se hacía a la idea de vivir sin su apreciado uniforme de
ordenanza. Siempre había ido limpio de cuerpo y extremadamente aseado al
trabajo. Bien rasurada su cara y cuidado su modesto pero parejo bigotito. Nada
de cabello largo, sino pelado a lo militar. Uñas bien cortadas. Tanto esmero
también lo aplicaba a su uniforme , que más de una noche Lorenza tuvo que pasar
limpiando, por algún roce o mancha inoportuna. La botonadura amarilla de latón
la lustraba cada tarde con el versátil “Sidol”, que los dejaba bien brillantes
para el resplandor. Los zapatos, siempre de color negro, recibían en esas
tardes también, una buena tunda de betún. “Perdóneme y muchas gracias, don
Zenón, por su generosidad, pero nunca he fumado. Si lo hubiera hecho mi padre
me hubiera partido las costillas. Con mi cafetito cargado soy plenamente
feliz”.
Ya en
los últimos años su jefe de negociado había sido don
Rodrigo Villalmina, a quien don Zenón dejó la orden de que cuidara con
respeto y cariño al ordenanza Adrián, buen servidor de la Patria y modelo de
ciudadanía. Una mañana, Adrían pidió permiso a su jefe para transmitirle la complicada
situación personal a la que se enfrentaba:
“Le ruego me disculpe, don Rodrigo, por lo que le voy a
decir. De aquí a dos meses me llega la jubilación obligatoria. Se lo expreso
con el corazón en la mano y con los ojos llorosos. Yo no sé vivir sin mi
uniforme y sin prestar servicio en mi trabajo cada día, desde las ocho de la
mañana hasta las tres de la tarde. Le pido, si es necesario de rodillas, que me
siga permitiendo venir cada día al trabajo, aunque sea gratis. A pesar de estar
jubilado yo podría ayudar en todo lo que fuera posible. No sabría vivir sin
esta honrada y tan apreciada función, de poder seguir prestando servicio cada
día ¡Ayúdeme, don Rodrigo!”
Con
muy buenas palabras, plenas de comprensión y ternura, don Rodrigo le explicó
que las normas vigentes no hacían posible lo que su fiel subordinado le
solicitaba. A título particular, el ordenanza Adrián podría ir a visitarlo
siempre que lo desease.
“Ahora, Hermosilla, es el momento de disfrutar plenamente
de todos los placeres que nos ofrece la vida, para Vd. que lo puede hacer.
Dedíquese a pasear, a viajar, a gozar de las ocurrencias y juegos que tengan
sus nietos, apúntese en alguna asociación de jubilados. Allí encontrará sin
duda buenos amigos con los que compartir el placer de la palabra y esas
cervezas o cafés que siempre sientan muy bien. Y, sobre todo, recuerde con merecido
orgullo, la imagen de buen español, excelente funcionario y fiel compañero que ha
dejado a lo largo de toda su trayectoria laboral, verdaderamente modélica”.
En la actualidad, Adrián se levanta de la cama cada
uno de los días no más tarde de las 6:30. Se asea mientras Lorenza aún duerme
y, antes de prepararse el desayuno, descuelga del armario su querido uniforme,
usado durante décadas, ese entrañable traje de ordenanza que don Rodrigo le ha
permitido conservar. Tras colocárselo sobre su ya ajado cuerpo, dedica largos
minutos al tiempo de desayuno, ante la mirada compasiva de su mujer que también
acaba ya de entrar en el grupo cronológico de los septuagenarios. Una vez
finalizado el frugal ágape, procede a guardar el preciado uniforme en su bolsa
de plástico para colgarlo en un lugar preferente del armario conyugal. Una vez
ya vestido de calle, inicia su largo paseo matinal por el Parque del Retiro,
recinto vegetal en el que contempla a esos niños pequeños que juegan ante sus
madres, correteando de un lado para otro. Otros muchos jubilados como él pasean
entre la arboleda, ocupando alguno de los bancos de piedra, hierro y madera que
aún permanecen libres. De vuelta a casa, hace un largo recorrido por el Paseo
de la Castellana para pasar delante de su añorado Ministerio, en donde se
detiene y suspira con emoción y añoranza recordando esas imágenes que jalonan el
historial de su vida. Por las tardes hace prácticamente lo mismo que durante
las mañanas, aunque en esta fase del día tiene la alegría de que le puedan
acompañar algunos de los numerosos nietos que le han dado sus tres hijos. Pero
la mayoría de éstos ya van entrando en tiempos de la adolescencia, por lo que
tienen otros incentivos y ocupaciones para la ocupación de su tiempo.
Cierto
mañana, pasados los años, tomó la valiente decisión de volver a cruzar la
puerta principal de su querido y añorado Ministerio, gesto que no había hecho
desde que se jubiló. Pleno de emoción, quería saludar y dialogar con alguno de
sus antiguos compañeros y conocidos. Una voz le hizo detenerse: “Qué es lo que
busca, abuelo?” Quien le hablaba era un muy joven ordenanza, que llevaba puesto
un uniforme igual de aquél que Adrián tenía guardado en su armario. Tras
identificarse como un antiguo funcionario que había trabajado allí durante toda
su vida laboral, preguntó por don Rodrigo, pero el ujier le informó que hacia algo
menos de un año que había accedido a su jubilación. Se interesó por otros
antiguos compañeros, pero los muy pocos que aún permanecían en el Ministerio
estaban ocupados y tenían escasas ganas de hablar con una persona a la que
apenas recordaban. Alguna palabra cortés y poco más. Viendo la “fría” situación
o recibimiento que se le ofrecía, decidió abandonar el centro ministerial.
Antes de hacerlo se dirigió al ordenanza para preguntarle si estaba feliz con
su trabajo.
“Sí, abuelo, me permite tener un trabajo y poder
dedicarme por las tardes a practicar todo aquello que me gusta. Pero llevar ese
pesado uniforme, desde las ocho hasta las tres de la tarde, es lo que peor
llevo. Parezco un fantoche con esta gorra, y esos galones en las bocamangas”.
“Pues fíjate, joven, para mi era el don más apreciado que me ha dado la vida. Y
siempre lo llevé con digna y satisfecha responsabilidad”. Al poco, abandonó el vetusto edificio, con
alguna lágrima emocional que nublaba la nitidez de su ya cansada visión.-
EL UNIFORME REGLAMENTARIO
DE DON ADRIÁN
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
10 Julio 2020
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