Cuando repasamos las portadas y los contenidos de
las revistas semanales, aquellas publicaciones que son denominadas popularmente
“del corazón”, observamos que, en un muy elevado porcentaje, los protagonistas
de sus artículos y reportajes son los personajes “mediáticos”, es decir, esos hombres
y mujeres que destacan en el mundo de la política, la nobleza, el cine, el
teatro, el deporte, la música, la radio y la televisión. Las acciones y los comportamientos
más nimios, banales o particulares de estos personajes, encumbrados dudosamente
por la fama, merecen ocupar casi todas las páginas del texto y las fotos en
esos semanarios que, un determinado público lector, compra y disfruta con
infantil avidez. Es tal la influencia que los “famosos” ejercen sobre la masa
popular que sus opiniones, por insólitas o discutibles que parezcan, su forma
peculiar o incluso estrafalaria de vestir o su comportamiento desequilibrado en
el día a día, son puntualmente seguidos e imitados por esa parte de la sociedad que sufre una catarsis mimética en
el seguimiento o “idolatría” hacia esa élite ciudadana a la que tantos soñarían
con pertenecer.
Sin embargo hay otros millones y millones de
personas en el mundo, los ciudadanos “anónimos” y sin interés mediático, cuyas
vidas y vicisitudes diarias sería también justo e interesante poder conocer y
comentar. Sin embargo el círculo de influencia de estos ciudadanos, alejados de
la embriagadora y fanática popularidad, es muy reducido y en consecuencia sus
problemas, sus acciones, sus anhelos y vivencias sólo son conocidas por la
intimidad de algunos familiares, amigos, vecinos o compañeros de trabajo. En la
plausible dinámica por también conocer a personas alejadas del populismo
mediático, vamos a acercarnos en el relato a la sencillez vital de una mujer,
llamada Leire Moncayo Denial.
Esta ciudadana rondeña, que alcanza los 38 años de
edad en la actualidad, había nacido en el seno de una modesta familia formada
por Genaro, que trabajaba en una pequeña empresa para el abrillantamiento de
suelos, y por Natalia, quien además de “llevar las tareas de la casa” atendía
la dependencia de algunas señoras, cuya avanzada edad limitaba su capacidad de
respuesta, tanto en lo físico como también en lo anímico. Al finalizar sus estudios
obligatorios, estuvo desempeñando distintos trabajos en una confitería, en una tienda
de bolsos y otros artículos de piel y también ejerció de aficionada guía
turística local. En esta última faceta laboral, conoció a un simpático gestor
de una agencia de viajes, con el que estuvo manteniendo una relación afectiva durante
varios años. Pero en un tiempo y sin motivos claros que lo sustentaran, la
actitud de Julián en el trato cambió de una
manera notable, hasta el punto en que un aciago sábado otoñal el chico le
confesó que la relación que ambos mantenían no podía continuar. Un embarazo
imprevisto obligaba al intrépido administrativo a vincularse matrimonialmente
con esa atractiva joven que realizaba prácticas turísticas en la agencia donde
él trabajaba y Leire también colaboraba. Como es frecuente en los pueblos y
localidades rurales, que casi todo se conozca, este episodio impulsó a la hija
de Genaro y Natalia a distanciarse de la ciudad del Tajo, para no soportar las
habladurías y perversos comentarios de muchos convecinos. Decidió con valentía trasladarse a
Málaga capital para iniciar una nueva vida. En esta ciudad, gracias a determinadas
y buenas amistades, encontró pronto trabajo en la línea de cajas de una
importante cadena de supermercados.
Aunque durante una semana estuvo residiendo en una modesta
pensión, esta bien parecida paisana rondeña pronto localizó un interesante
alquiler en un pequeño piso, el 7ºB, que en fecha reciente había quedado vacío
por fallecimiento de su nonagenaria propietaria. El vetusto y degradado inmueble
de ocho plantas se hallaba situado en la zona más antigua de la ciudad, a no
mucha distancia de las calles céntricas de la capital malacitana. El precio del
alquiler era en sumo atractivo, pues los parientes de la finada aceptaban
recibir una renta mensual baja, a cambio de tener que afrontar un coste
importante para reparar las numerosas “averías” que aparecían por el inmueble,
debido al anquilosamiento constructivo de la propiedad.
Una vez instalada en su nueva vivienda, encontró
una interesante y generosa ayuda en el vecino del 5º C, Fermín, a la sazón presidente de la comunidad de propietarios.
Esta persona había trabajado durante muchos años en el sector de la
construcción, pero desde hacia aproximadamente un año había conseguido la baja
absoluta permanente, concedida por un tribunal médico, debido a severos
problemas cervicales. El dicharachero vecino, junto a su hijo Lucas, le
hicieron unos pequeños arreglos en el piso por los que cobraron un dinero
“negro” absolutamente testimonial.
Durante los primeros días de estancia como
inquilina en su nuevo aposento, todo parecía ir a pedir de boca. Pero a poco y
durante el silencio nocturno comenzó a despertarla los ruidos que provocaba una
cisterna que no era la suya. Parecía evidente que las fugas del agua procedían
del piso superior, el 8ª B, por lo que al día siguiente, después del almuerzo,
subió a dicho inmueble y tras llamar un par de veces en la puerta (el timbre no
sonaba) sin suerte, bajó a comentárselo a Fermín. Éste le informó que el piso
estaba vacío desde hacía casi un año, después de estar habitado por dos
universitarios de los que nada más se supo. Aseguraba que los propietarios de
esa vivienda residían en Madrid y que por alguna razón desconocida no lograban
alquilarlo o venderlo. Desde luego a él como presidente no le habían dejado
llave alguna ni señas concretas. La única certeza era que los gastos
comunitarios se abonaban en la cuenta
bancaria de la comunidad. Y para colmo, al ser un bloque tan antiguo, la
estructura carecía de un cuarto de motores con las llaves de paso correspondientes
a cada vivienda. El agua entraba
directamente en los pisos por la presión de la tubería viaria. Por este motivo
algunas viviendas tenían problemas, en ocasiones, con el calentador del agua a
butano o soportando un suministro con muy débil presión hídrica. Por ahora había
que tener paciencia con los ruidos nocturno de la cisterna, aunque Fermín prometió
consultar en la entidad bancaria, a ver si lograba obtener algunos datos que le
permitieran ponerse en contacto con el desconocido propietario.
Lo preocupante de la situación era que esos ruidos
de fontanería se vieron acompañados por otros sonidos indefinibles, a modo de
crujidos, que despertaban a Leire de su descanso en medio del silencio
ambiental de la noche. Fermín le explicaba, con respecto a estos otros ruidos,
que eran comunes en todo el inmueble, debido a la prolongada antigüedad del
mismo. Probablemente eran contracciones y dilataciones, derivadas de los
cambios térmicos que se producen entre el día y la noche. A pesar de esta
razonable explicación, Leire empezó a darle vueltas de si en estos hechos
pudiera tener influencia la antigua propietaria y residente de la vivienda, la
señora Renata. Algunas vecinas le comentaban
que esta mujer se ganaba la vida con prácticas bastante misteriosas. Solía
“echar las cartas” a personas que así se lo solicitaban, para averiguar el
provenir, la suerte o la desgracia. Incluso se comentaba, habladurías de
vecindad, que Renata tenía algunos
“poderes” mágicos o misteriosos, que incluso podrían entrar en el terreno de la
magia y la brujería. Todas estas necedades y chascarrillos, a mitad de camino
entre la broma y la seriedad, iban afectando al estado anímico de la nueva
inquilina que, en momentos de nerviosismo, le hacían pensar que el espíritu de
la finada aún continuaba haciendo “diabluras” en el espacio que había habitado mientras
vivía.
En el ámbito laboral, Leire afrontaba un denso
horario entre lunes y sábados. Aunque
algunas semanas la temporalización del trabajo cambiaba, en general estaba al
frente de la caja para el cobro, que le era asignada, entrelas 9 y las 13
horas, por la mañana y entre las 17 y 20 horas por la tarde. El domingo el
supermercado no abría sus puertas y además a cada trabajador le correspondía
una media jornada semanal de descanso. Desde un primer momento, Leire intimó
con una compañera de trabajo llamada Leonor,
una joven muy expresiva y abierta que le hacía partícipe de muchas de sus
intimidades, especialmente aquellas que se referían a la relación afectiva pero
algo inestable que mantenía con su pareja Domingo, un mecánico por naturaleza
bastante mujeriego. Pero al paso de las semanas y los meses, otros dos
personajes, vinculados con el supermercado empezaron a “competir” por los
amores de la operaria rondeña. Por una parte, un auxiliar reponedor de
mercancías, de nombre Elián, unos siete u ocho
años menor que Leire que, con bromas al principio, con regalos e invitaciones
después, quería ganarse los favores sexuales de su compañera de trabajo. Este
joven había sufrido varios “golpes afectivos” y creía ver o encontrar en ella
esa estabilidad que tanto apreciaba y que por su inmadurez necesitaba. No era
éste el único pretendiente que “sobrevolaba” sobre la personalidad de la
atribulada mujer, sino que también aparecieron las pretensiones del encargado del
supermercado, Carmelo, un jesuita
“exclaustrado” de mediana edad, diplomado en Empresariales, y que desempeñaba
el puesto de máxima responsabilidad en este concurrido establecimiento
comercial.
Sin embargo, en este sentimental contexto, Leire
evitó tomar decisiones precipitadas que pudiesen alterar aun más su
estabilidad, tras la dolorosa experiencia con Julián en Ronda. Eran hechos que
no estaban lejanos aún en el tiempo y verdaderamente relevantes pues acaecieron
cuando ya tenían incluso apalabrada la entrada económica en una vivienda de
nueva construcción, obra promovida por un empresario local. Ambos pretendientes
pensaban en un no lejano enlace que finalmente no se celebró. El aturdido
Julián si acudió a los esponsales, pero con una compañera diferente a la
inicialmente prevista. En realidad Elián era una persona inmadura, que sobrevaloraba
en su compañera de trabajo ese equilibrio que ella parecía tener. En cuanto a
Carmelo, el asunto era más complejo, pues era una persona de elevada formación,
con muchos más años que Leyre y que atesoraba un puesto de trabajo excelente. Por
razones obvias, este hombre tenía bastante “prisa” por formar una familia.
Tratando de ordenar todos estas emociones y conflictos
un miércoles tarde, que tenía libre en su horario laboral, se fue a dar un
paseo por el centro de la ciudad, sin un plan preconcebido o itinerario “temático”.
Se dejó ir, gozando de esa agradable temperatura primaveral que sobrevolaba por
todo este entorno acariciado por las aguas del Mediterráneo. Se iba deteniendo
en diversos establecimientos, que ofrecían en sus escaparates muestras
atrayentes para el interés de los posibles clientes. Al pasar por una afamada
calle comercial, paralela a Larios, ante el gran expositor acristalado de una
céntrica librería, se entretuvo unos minutos observando las portadas y títulos
de las obras que allí anunciaban. Uno de estos libros tenía un curioso título
que centró su atención: EL COFRE DE LAS SORPRESAS,
PARA ESPÍRITUS DESENCANTADOS. Rótulo y portada generaron en ella uno de
esos impulsos para los que no es fácil racionalizar la motivación. El precio no
era excesivo, catorce euros, por lo que a los pocos minutos salió de estos
recintos mágicos donde se fomenta la imaginación y la distracción, a través de
la lectura, con dicho ejemplar en una pequeña bolsa de papel. No quedaba lejos
el gran Parque de la ciudad, era Primavera, la estación que “alarga” y embriaga
la luz de los días, todo lo cual invitaba a buscar un rústico banco de madera,
rodeado de árboles, en donde iniciar su plácida lectura.
La primera “sorpresa” que como lectora experimentó
fue al abrir el ejemplar. Tras su apertura comprobó extrañada que las primeras
siete hojas permanecían en blanco, sin que en las mismas se hubiera escrito
palabra o letra alguna. Sólo estaban impresos en esas hojas la numeración
correlativa de las sucesivas páginas. Al final de la última hoja que estaba sin
texto , aparecía una nota explicativa del autor, Uriel
Abadía, un prestigioso psicólogo residente en la castellana ciudad de
León.
“Amigo lector. Estas siete primeras hojas del
manual para la autoayuda que acabas de adquirir, van a ser escritas por ti
mismo. Imagino la expresión asombrada, pero ello no debe preocuparte. En esas páginas sin texto vas a expresar, con la
mayor sinceridad que puedas y durante cada una de las siete noches, el
principal motivo de desencanto que, en tu opinión, hayas sufrido durante ese
día que finaliza. Al final de esta
primera semana para la lectura, elegirás aquella reflexión que más te haya
afectado en el sentimiento desencantado. Deseo que la envíes, una vez que la
hayas recortado o fotocopiado. También la puedes escanear y me la haces conocer
adjuntándola a un e-mail. La dirección del envío la tienes anotada a
continuación. Tras su recibo, leeré su contenido y responderé cumplidamente a
tus preocupaciones y consideraciones. Si lo estimas necesario, ampliaremos esta
original correspondencia. Te espero.”
Este ofrecimiento del autor y especialista leonés
resultaba verdaderamente atractivo, por su inteligente marketing comercial y
social. Con esta primera gran motivación era fácil adentrarse en las restantes
páginas del volumen, estas sí convenientemente repletas de letras y palabras.
Con algunos pequeños relatos, a modo de ejemplos, Uriel exponía varios campos
de acción a fin de ir encontrando esas compensaciones para aquellas personas
que, por diversas razones, se encontraban, con más frecuencia de la asumible,
en estados o situaciones de desencanto o desilusión. Había capítulos dedicados al
placer espiritual de la música, a la apasionante creatividad artística, a la
saludable acción deportiva, a la vitalista inmersión en el medio natural, al
disfrute fraternal con el intercambio de la palabra, a la necia infravaloración
de las pequeñas pero grandes cosas que tenemos a nuestro alcance, a cómo mirar
y sentir un paisaje urbano o rural o cómo controlar mentalmente la
significación de los “nublados” para tornarlos en plataformas positivas para el
dinámico avance. El último capítulo estaba dedicado, con primorosa generosidad
de tratamiento, a significativos valores, priorizando el de la amistad.
Volviendo a las líneas iniciales de esta narrativa,
la significación humana de Leire no es objetivo preferente para el tratamiento
mediático. Es una persona que atesora la grandeza de lo corriente y el
anonimato rutinario pero sosegado de sus datos identitarios. A esta mujer, como
a otras, no la vamos a ver impresa en las portadas de las revistas, “escaparates”
llamativamente diseñados, que inundan esa prensa del corazón, magazines que
semanalmente nos cuentan y muestran la teatralidad banal y programada de
aquellos personajes que son famosos… básicamente por la necedad de nuestras apreciaciones
y esos delirios empáticos para dejar de ser nosotros mismos. Su importancia
insustancial en la fama está en función de nuestra capacidad por recrear y magnificar
lo insustancial. Y nos preguntamos ¿por qué renunciamos a ver y sentir los encantos en la rutina de los días, en las
sonrisas cercanas, en las mudas miradas de los que nos necesitan, en esas
flores que alegran, en esas olas que juegan con la marisma o en esas estrellas
inmaculadas que nunca duermen?
En la actualidad Leire vive felizmente en pareja.
Ambos tienen una hija pequeña, llamada Amia,
que es la alegría de toda la casa. Residen en una pequeña localidad rural,
plena de frondosidad natural, a unos 15 kilómetros de la capital provincial. En
las mañanas él escribe y ella atiende a una niña pequeña, que crece y aprende
los regalos hermosos que nos ofrece también la vida. Por las tardes, marido y
esposa recorren esos kilómetros en la distancia, a fin de atender a los
pacientes que esperan. Leire organiza las visitas de los enfermos y Uriel los
atiende con la amabilidad que le caracteriza. En la biblioteca de casa, ocupa
lugar preferente un ejemplar que posee un especial significado para los padres de
Amia. Ellos lo suelen denominar “el libro (o cofre) de las sorpresas y los encantos”.-
EL COFRE DE LAS
SORPRESAS, PARA ESPÍRITUS DESENCANTADOS
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
24 Abril 2020
No hay comentarios:
Publicar un comentario