Era un luminoso y cálido sábado de agosto, en la
sin par Andalucía. En el conocido y prestigioso restaurante EL ATAURIQUE DORADO, propiedad de los hermanos
Cabrillana, Matías y Feliciano, tenía
lugar un gran banquete para celebrar los esponsales de Rocío
y Nicolás. A este feliz evento
habían sido invitados un elevado número de comensales, lo mejor de la comarca,
que superaban probablemente las trescientas personas. La familia de la novia
era muy conocida en toda la comarca cordobesa, debido a que su padre, don Evelio del Prado poseía importantes y variados
negocios por toda la región. Desde almazaras, para la producción de aceite, hasta
una cadena de industria panadera y confitera, repartida por las ocho provincias
andaluzas, aunque también algunos filiales habían rebasado el perímetro
administrativo de la Comunidad Autónoma. Evelio y su mujer Virginia habían amasado una gran fortuna, tanto por
herencia familiar, como por la dinámica iniciativa de un gran emprendedor para
los negocios, como era este leonés apodado “el cabrero” (en su adolescencia se
ganaba la vida ejerciendo esta honrada actividad) afincado desde hacía más de
treinta años en tierras al sur de Despeñaperros.
Era costumbre en aquella comarca que, en un momento
de la ceremonia, los contrayentes se intercambiaran públicamente sendos
regalos, que testimoniaran el vínculo afectivo que les unía como prueba de amor,
en principio, para toda la vida. En medio de los aplausos enfervorecidos de
toda la concurrencia, esos presentes normalmente consistían en joyas, cartas
(lógicamente de contenido privado) o también flores. Ante la mirada complacida
del padre Isaías y el asombro de los padrinos
de boda, Evelio, que había llevado a su hija al altar, y de Amparo, la madre de Nicolás, también de todos aquellos
invitados que ocupaban las primeras filas ante un improvisado altar, los dos
jóvenes en entregaron respectivamente una manzana
y dos rebanadas de pan, sobre la cual se había
untado un poco de miel. Aunque nadie podía atar
cábalas acerca del fundamento de tan peculiares regalos, de inmediato la salva
de los aplausos y los consabidos vítores a los novios facilitaron la
continuación normalizada de la ceremonia, previa al gran banquete.
Para entender el
significado de estas curiosas dádivas, que sin duda representaban simbólicamente
determinados recuerdos entre dos personas que se unían en matrimonio, hay que
retrotraerse a un tiempo más atrás. En ese importante pueblo de la Bética había
una poderosa familia, presidida por Evelio (a quien nadie osaba quitarle el prefijo
de don, al nombrarle) que dominaba la economía del municipio, con
ramificaciones por otras muchas localidades de la región y también fuera del
área de la Comunidad Autónoma. Este poderoso empresario (algunos utilizaban el
apelativo “cacique” en voz baja, por supuesto) del aceite” y de los productos
confiteros y panaderos, tenía por esposa a Virginia, una persona eclipsada por
el poderío social y el fuerte carácter de su cónyuge, mujer que se aburre
soberanamente, pues lo tenía todo resuelto ya que disponía de una muy
importante economía para los gastos. Mientras que su única hija fue una niña
pequeña, estos progenitores le dieron todo lo que la niña quería, malcriándola
en su formación evolutiva. Se trataba de una mediocre estudiante, a pesar de haber
estado matriculada en costosos colegios de titularidad privada, teniendo a
nivel familiar todos sus caprichos cubiertos sin la menor contención.
A trancas y barrancas, Rocio fue avanzando en su
currículo escolar hasta completar el bachillerato, con un par de años de
retraso. En ese crucial momento de sus estudios decidió que no le apetecía cursar
una carrera universitaria. Discutió con sus padres la opción que a ella más le
apetecía y que consistía en prepararse para ser azafata de vuelo.
“Mira Papá, yo lo que quiero es conocer mundo,
viajar de un lugar para otro y comenzar a valerme por mi misma. En modo alguno
se me ocurriría ponerme a trabajar en tus empresas, pues tanto el aceite como
los pasteles no me seducen. En todo caso, me “engordan” y yo quiero mantener
esta ágil línea de cuerpo que tanto me favorece. Con veinte años cumplidos que
tengo, creo que debo ir sentado un poco la cabeza. Y la opción de azafata de
vuelo es la que me parece más atractiva para avanzar en la autonomía como
persona. No olvides que ya he superado la mayoría de edad”.
Aunque la discusión continuó agriamente, dado el
carácter autoritario del cabeza de familia y la tozudez de Rocío, después de
varios días de enfrentamientos “porque lo digo yo y estás en mi casa” o “yo voy
a estudiar lo que me gusta y no lo que tu quieras” entre padre e hija, Evelio,
presionado por su mujer y a regañadientes, contactó con una academia
especializada en la preparación para las azafatas de vuelo, ubicada en la
propia capital de la Mezquita.
Allí quedó matriculada la joven Rocío, después que
su padre echara mano de la “poderosa” tarjeta bancaria para abonar el elevado
coste de la formación solicitada. Los preparadores detectaron, desde un primer
momento, que la chica no era especialmente voluntariosa para el estudio. Pero
el mayor problema o dificultad que observaban era su muy deficiente nivel en la
lengua inglesa, idioma básico que había que dominar con firmeza y soltura, si
se querían tener esperanzas de superar las pruebas que realizaban de manera
periódica las grandes compañías de
vuelo. A nivel familiar entendieron que, además de la docencia de varios
idiomas que la institución impartía, era necesario reforzar el nivel de
listening y el speaking de inglés (capacidad tanto para entender lo que se
escucha, como también para expresarse correctamente en el idioma británico). Y
en este contexto formativo, aparece la persona de Nicolás
Albiñana.
Este joven, de veintiocho años de edad, compensaba
la muy modesta pensión de viudedad de su madre Amparo (con la que convivía)
impartiendo algunas horas de inglés en una academia privada de idiomas. También
daba clases particulares, desplazándose a los domicilios de aquellas personas
que solicitaban sus servicios. La destreza práctica que poseía en este idioma
provenía de haber pasado toda su infancia y adolescencia residiendo en
Manchester, cuando sus progenitores decidieron, unos años después de su
matrimonio, emigrar a esta ciudad industrial, en donde su padre trabajaría como
obrero en una siderurgia. La enfermedad paterna les hizo volver a España. Pero
Nico se trajo un importante bagaje lingüístico, como era el dominio práctico
del inglés, idioma que ahora le permitía esos trabajos que surgían
eventualmente de aquí por allá. Su destreza y capacidad idiomática llegó a los
oídos de Evelio, quien le pidió ayuda a fin que agilizara las dificultades de
su hija, en un idioma que resultaba fundamental para su vocación o “capricho” de
poder acceder a la profesión de azafata de vuelo.
De esta forma, Nico acudía dos veces en semana a la
espléndida mansión que la familia Prado Santial poseía en una arbolada zona
residencial, a fin de impartir sus clases prácticas de inglés. Rocío esperaba
ilusionada esas dos horas de aprendizaje, los lunes y los jueves, con un apuesto profesor que unía a su destreza expresiva una
admirable sencillez y paciencia personal, digna del mayor elogio. Además del
trabajo lingüístico, los dos jóvenes encontraban algunos minutos de mutuo
interés, para comentar sobre sí mismos y otros asuntos de la vida, generándose
entre ellos una afectiva atracción que, semana tras semana, iba aumentando en
proximidad y entendimiento recíproco. Aunque las clases eran de cinco a siete,
profesor y alumna, amigo y amiga, incrementaban ese tiempo para compartir algún
paseo, ese rato en la cervecería y, sobre todo, esas palabras que les hacían
conocerse mejor, confiándose ilusiones y problemas. Cuando se acercaba la hora
de la cena, Nico tenía que volver a la capital, para lo que utilizaba una pequeña
moto, de segunda o tercera mano, que un vecino le había vendido por un precio asumible
para su precaria disponibilidad económica.
Inicialmente fue Virginia, la madre de Rocío, quien
detectó ese acercamiento afectivo que mostraba su hija hacia el siempre atento
y amable profesor. En principio evitó comentar el asunto con su marido, ya que
conocía los prontos y respuestas que solía ofrecer el arrogante cónyuge. Pero
Evelio tampoco fue ajeno a esa receptividad y simpatía que su hija mostraba
hacia el apuesto joven, por lo que se preocupó en conocer (a través de sus
múltiples contactos) la situación familiar y personal que había tras el docente
de idiomas. Una noche, aplicando uno de sus frecuentes prontos y modales,
expuso la situación con meridiana claridad, mientras cenaba con su mujer e
hija.
“Rocío. Me he enterado que cada día estás más
acaramelada con tu profe particular. Y lo preocupante del caso es que él está
también en la misma onda sentimental. Me he interesado por conocer su situación
familiar. Es hijo de emigrantes. Él y su madre viven en un piso de dos
dormitorios y sin ascensor, situado en una barriada humilde y con algunos
brotes de conflictividad, en la parte norte de la ciudad Son personas extremadamente
modestas, pues sólo disponen de la pensión de viudedad que recibe su madre y el
escaso dinero que saca de las clases que él logra dar de manera intermitente.
Carece de un trabajo fijo y bien remunerado. Desde luego en modo alguno es el
marido que yo tengo pensado para tu futuro. La persona que mejor me ha informado
de este sujeto no lo baja de ser “un pobre de solemnidad”, el cual habrá
percibido el importante patrimonio que hay detrás de ti. Tienes que poner
distancia con esos amoríos y limitarte al aprendizaje de lo que verdaderamente
te interesa, pues en caso contrario intervendré con la energía que ya me
conoces y apartaré a ese “buscavidas” de esta casa”.
Este muy duro planteamiento encontró una
“explosiva” reacción en Rocio, quien se levantó de la mesa alteradamente
enfadada, gritándole a su progenitor de que ya estaba bien de querer influir y
organizar su vida. Que ella saldría con quien quisiese y no con quién a él le
gustase. Y que ella, persona mayor de edad, planearía su futuro y pareja como
mejor le pareciese. Virginia contemplaba la nueva “trifulca” entre padre e
hija, moviendo repetidamente su cabeza en señal de manifiesta y enfadada disconformidad.
Los acontecimientos se precipitaron durante las
semanas siguientes. Una mañana Rocío se dirigió a una farmacia, acompañada de
su íntima amiga Laura. Posteriormente se desplazaron al domicilio de ésta, en donde
la ya novia de Nico probó el test de embarazo que había comprado minutos antes.
Con la tensión propia generada por el tiempo de espera, ambas querían comprobar
si las sospechas de Rocio estaban o no fundadas en la realidad. Para sorpresa y
desesperación de la interesada, la prueba resultó afirmativa. Así que ese mismo
jueves por la tarde, se citó con Nico en el Paseo fluvial de la Calahorra,
junto al Guadalquivir y el Puente Romano de la ciudad. Allí le planteó a su
compañero afectivo la realidad puntual de su nuevo estado, mezclando los
tiempos de serenidad con otros de nervios, desesperación y lágrimas. Nico la
escuchaba con el mayor equilibrio y paciencia, aportándole su posicionamiento
ante la “inesperada” situación que sobrevenía hacia ellos y a la que deberían
hacer frente con inteligencia y prudencia. El joven entendía que más pronto que
tarde, Rocío tendría que comunicarlo a su familia y afrontar la previsible
explosiva reacción paterna, sobre todo. Afirmaba, una y otra vez, que él estaba
dispuesto a entrevistarse con don Evelio, manifestándole su responsabilidad y
su ilusión por emprender una vida futura junto a su hija. La verdad es que no
era ajeno a la reacción, más que violenta, que iba a recibir de su visceral
interlocutor. Tras sopesar unas y otras posibilidades, al fin decidieron que
ambos debían estar juntos, cuando comunicaran la “explosiva” noticia a los
padres de Rocío.
Ese sábado de abril, a eso de las seis, Nico acudió al domicilio de su compañera sentimental para hablar con don Evelio, quien se extrañó de la presencia del profesor al que hacía ya unas semanas había despedido de las clases que impartía a su hija. En el amplio y barroco salón de estar de una mansión lujosamente edificada, la pareja de amantes y los padres de Rocío se hallaban sentados frente a frente, todos con el rostro adusto, en una dramática escena cuyo contenido unos y otros presagiaban o temían. Nicolás entendió que debía de ser él quien comunicara la feliz noticia a los padres de Rocío. La reacción de éstos al conocerla fue gradualmente modificándose entre el asombro, el estupor, la crispación y la cólera, en principio torpemente contenida. Resultaba curioso, pero quien mostraba externamente una mayor tranquilidad, entre los cuatro presentes, era la futura y joven madre. Don Evelio respondió con su habitual dureza acústica, progresivamente incrementada, que tanto él como su mujer no querían saber nada del “turbio” asunto.
“Mire Vd,. atrevido y ambicioso joven. La caprichosa
de mi hija tiene las puertas abiertas para buscarse la vida, junto a un
desgraciado y también irresponsable buscavidas como en realidad tú eres. De mi
patrimonio no vais a sacar un solo “duro”, para vuestros absurdos proyectos. Y
ahora quiero que abandones de inmediato esta noble casa, a la que entraste como
profesor y ahora pretendes convertirte en un familiar. Desde luego que no vas a
contar conmigo ¡Fuera de aquí, pobre bastardo!”
Rocío no permitió que ese compañero a quien amaba y
padre de su futuro hijo saliera de esa forma de la casa familiar: sólo,
humillado e insultado. Por ello cogió su mochila y se fue con él, dando un gran
portazo en la salida. Vagaron aturdidos por toda la localidad, durante horas, confusos
y preocupados por la compleja situación
en la que ambos estaban inmersos. Serían ya cerca de las once de la
noche, cuando repararon en que ninguno de los dos llevaban en ese momento
suficiente disponibilidad económica para pasar juntos la noche. Sentados en la
Plaza principal, fue ella quien extrajo de su mochila una manzana, fruta que se
prestó a compartir con Nico, pues uno ni otro habían probado bocado desde el
almuerzo. Entonces se acercaron al único establecimiento aún iluminado, que
había en la zona aunque el camarero encargado (un hombre ya entrado en años)
estaba cerrando el local, tras haber ordenado y limpiado previamente el
pavimento. Le pidieron si podía venderles algo, explicándole que no habían
cenado. Aunque el buen hombre iba con prisa, sintió un poco de pena por los dos
jóvenes, a quienes veía claramente nerviosos y entristecidos. Entró en la
cafetería y con un ágil movimiento cogió medio pan cateto de gruesa corteza y
miga amarillenta, que tenía debajo del expositor de las tapas, ahora vacío. Cortó
en pocos segundos dos amplias rebanadas. Como había un dosificador de miel encima del expositor,
vertió un poco de su espeso y dulce contenido sobre ambas lonchas de pan, que
entregó encima de una servilleta de papel a los dos jóvenes.
“Vamos a ver, me parece parejita que tenéis algún
problema, pero Nazario no os va a dejar con el
estómago vacío a estas horas de la noche. Y como me temo que no disponéis de
mucho capital, considerad este “menú” como un modesto regalo que os hago. Sois
jóvenes y tenéis toda una vida por delante. Llenadla de cariño y buenas
acciones. Mi mejor consejo es que sigáis juntos y os ayudéis para compartir los
problemas que tengáis, por complicados o difíciles que éstos puedan ser”.
No olvidarían la transparente bondad de esta
humilde y gran persona. Tras darle repetidamente las gracias, fueron a
compartir, con efusivo cariño, tan “suculenta” cena: dos rebanadas u hogazas de
pan untadas con miel y una manzana de piel enrojecida, en uno de los bancos del
parque. Allí donde antes habían estados sentados, analizando sus problemas.
Solamente Evelio y Virginia conocen exactamente lo
que ocurrió en su domicilio, desde que a las 18:30 la pareja formada por su
hija y pretendiente abandonaron humillados la gran mansión, hasta las doce de esa
noche, cuando Virginia decidió marcar el número del móvil de su hija.
Probablemente en esa habitación principal de la casa se habían estado intercambiado,
entre un desconcertado, enfadado y desvitalizado matrimonio, agrias
discusiones, no pocos reproches, muchas lágrimas y voces subidas de tono,
además de súplicas e intentos de comprensión y rectificación.
“Rocío, mi niña, vente para la casa o dime donde os
encontráis. Te prometo que todo se va a arreglar. Eres nuestra hija y yo no te
voy a abandonar, pase lo que pase. Nunca lo haría. Y creo que tu padre tampoco.
Si todos nos calmamos, hallaremos con generosidad una buena y razonable
solución”.
Volvemos a la gran fiesta del Ataurique Dorado, en
donde se celebraban los esponsales, previo al inminente y suculento banquete.
Con prudencia, nadie preguntó por el significado de aquella manzana y las dos
rebanadas de pan, untada con miel. Sólo sus protagonistas (además de Laura y
Nazario) conocían el simbólico significado de tan especiales presentes
intercambiados en la ceremonia. A Virginia se la veía muy feliz. Evelio
atendía, con extrema amabilidad y diplomacia, a unos y otros entre las decenas
de invitados. Y en una gran mesa compartida de comensales, Nazario se
preguntaba, una y otra vez, por qué Nico y Rocío valoraban tanto su comprensivo
y modesto gesto, en aquella cálida noche de abril.-
UNA MANZANA Y DOS
REBANADAS
DE PAN UNTADAS CON MIEL
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
1 Mayo 2020
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