Cuando “devoramos” metros, calles y plazas,
caminando a través de la ciudad, es inevitable y a la vez saludable que nos
crucemos con decenas y decenas de personas de las que nada sabemos, tanto con
respecto de su pasado como acerca de su situación actual. Sólo poseemos, para
esa primera impresión visual, el dato nuclear de sus rostros y algún elemento
más, por ejemplo, cómo visten o cómo se comportan. Para nosotros sólo son seres
o ciudadanos anónimos. Pero es obvio que
todos ellos tienen tras de si una historia, un pasado que se une a ese presente
cambiante al que condiciona e incluso determina. Nada sabemos sobre la
profesión que han ejercido o todavía desempeñan. Tampoco podemos conformar un
perfil sobre su formación, sus éxitos o fracasos. Lo único cierto es que, al
margen de la edad que en la actualidad tengan, sus vidas han de estar repletas
de acciones, experiencias y objetivos varios. Al paso de los segundos o
minutos, esa masa ciudadana, al igual que nosotros mismos, continúa su camino
hasta ese destino que se han fijado, hasta desaparecer de nuestra propia
visión. Situémonos ya en un lugar concreto de esa estructura urbana.
Entre los numerosos visitantes de aquel parque público, había tres personas que eran asiduos
al lugar. Efectivamente les tenía que agradar ese plácido entorno arbolado, en donde
hallaban y gozaban del descanso mientras ocupaban algunos de los bancos de
madera y también de obra, instalados en todo el entorno de ese espacio verde
urbano. Eran dos hombres y una mujer quienes, tanto por su físico como por la
actitud de su comportamiento, pertenecían al grupo sociológico de la tercera edad. La coincidencia repetitiva en las
tardes por dicho entorno provocó que, tras unos días de recelo inicial, poco a
poco se fueran abriendo al diálogo, hasta sustentar esa entrañable y educada
amistad que protagonizan las personas jubiladas. Compartían algunas horas
vespertinas que en invierno resultan más cortas, pero que en el verano se
alargan con gozo debido a la gratitud solar.
Efrenio Bahía, maestro de profesión, había pasado más de las
tres cuartas partes de su vida laboral alejado sin embargo de las aulas de
clase y de la “tiza”. Su cargo de presidente provincial de la más importante
organización sindical, repetidamente elegido por los votos de los militantes, llevaba
aparejada la “liberación” de la actividad docente, a fin de centrar todos sus
esfuerzos y su tiempo en la organización diaria de la acción sindicalista. Físicamente
bien conservado, en la actualidad sumaba ya siete años de sosegada jubilación. Su
matrimonio sólo duró una docena de anualidades. Sus tres hijos guardan
distancia hoy con su persona. Vive solo en su domicilio de siempre, asistido
por una señora que le ayuda en las tareas de la casa dos mañanas a la semana.
En Leopoldo Santidrián
la influencia y tradición familiar le hizo abrazar el régimen castrense
profesional. A pesar de todas sus ínfulas y peculiar trato, teñido de
arrogancia y despotismo, con sus
subordinados en jerarquía, sólo pudo llegar al escalafón de capitán de
infantería en el ejercito de tierra. Su “santa” mujer Marieli le dio hijo e
hija en el matrimonio, a los que siempre trató con la dureza habitual en sus
modales. Desde hace años sólo visitan el hogar de sus padres en fechas muy
determinadas, aunque mantienen con su madre un frecuente contacto telefónico. Pasó
a la reserva activa al cumplir los 55 años y hace siete que es pensionista de
clases pasivas.
La señora que completaba el trío de jubilados tenía
por nombre Clara Maresca. Licenciada en
Historia, completó estudios en dirección de empresas, formación académica que
le permitió ingresar en el organigrama de la más importante industria editorial
del país. En el seno empresarial fue escalando puestos de responsabilidad
directiva, aplicando para ello no sólo su brillante currículo, sino también
“acercamientos y adulaciones” oportunas en algunos casos y también “zancadillas
y trampeos” en otras oportunidades, hasta conseguir con 45 años ser la
directora de toda la zona sur, en la geoestrategia de la afamada editorial. Un
caso típico de trepa profesional, ajena a básicos controles éticos. Ahora, con
66 años, lleva seis jubilada, manteniendo su soltería. Aunque tuvo algunas
breves fases de relaciones sentimentales, nunca se decidió a pasar por la
vicaría ni por el Registro Civil.
Estos tres ahora apacibles ciudadanos hicieron
buenas “migas” ya que, aunque no lo reconociesen, muchas formas y
comportamientos del pasado les identificaba o tal vez fue ese destino o
casualidad quien les acercó en el conocimiento y en la amistad. Durante el ayer se les identificaba como personas poderosas y
temidas, en el contexto de su actividad socioprofesional. Su patente energía
física se mezclaba con una soberbia de carácter que les hacía ser observados,
soportados y hasta cierto punto “admirados” por sus subalternos quienes, en
modo alguno, osaban contradecir, enfrentarse o hacerles sombra, en su
impetuoso, sibilino o despótico caminar.
Eran personas habituadas a dirigir, a ordenar y a amedrentar, si llegaba
el caso. Ejercían la jefatura, en el sentido más estricto e imperativo de la
palabra.
Pero el hoy les
había cambiado en profundidad todo ese
“blindaje” personal que antes tan bien les protegía. Ahora eran ciudadanos que
caminaban hacía la incierta y limitativa ancianidad. Los inesperados y variados
en su modalidad achaques físicos iban minando esa poderosa estructura corporal
de la que en otras épocas les permitía ufanarse. Ahora carecían de subordinados
a su mando. Sus familiares “pasaban” de ellos o les devolvían sus desdenes de
otras épocas. Y los más jóvenes no les hacían ni “puñetero” caso. Era toda una
cura de humildad que les costó dios y gloria asumir y aceptar. Antes,
ensalzados. Ahora, olvidados.
Así que en las tardes de sol y abanico o chamarra y
paraguas los tres aparecían, más o menos coordinados en el tiempo (entre las 4
y las 5 en invierno, algo más tarde en el estío veraniego) sentándose en el
banco largo de madera de roble, mobiliario urbano que preferían pues tenía un
espaldar más adecuado para la fragilidad de sus trabajadas y dolidas espaldas. Clara
siempre solía llevar en su bolsa, alguna tarea de punto para hacer, pues era
mujer habilidosa para tejer las madejas de lana o ese hilo más fresco de
algodón. Leopoldo se consideraba en esta fase de su vida el “rey de los
sudokus” trabajándolos con notable pericia, para eso del entretenimiento y la
agilidad mental. En cuanto a Efrenio, nunca le faltaba bajo el brazo, ese
periódico gratuito que repartían por las mañanas en puntos estratégicos del
tránsito urbano, hojas que releía una y otra vez, aunque la calidad de su
visión estaba declinando, a pesar de usar gafas compensatorias para la miopía.
Cuando se reunían en “su banco” mezclaban largos
minutos de silencios, junto a esas conversaciones sencillas sobre temas banales
de actualidad. El más expresivo de los tres era el antiguo jefe sindicalista,
Efrenio, mientras que la más callada era Clara, la que mejor sabía escuchar de
los tres compañeros. Se distraían también contemplando el jugueteo continuado y
las ocurrencias de los más pequeños, prudentemente vigilados por las madres u
otros miembros de sus familias. Cierta tarde fue Leopoldo quien hizo una
simpática e interesante propuesta a sus dos compañeros del parque.
“Vamos a ver, no sería mala idea que
compartiéramos el almuerzo un día de la semana, que bien podría ser el sábado.
Conozco una tabernita, que está situada en las calles de Teatinos, donde dan
comida caliente, de tipo casero (un solo plato, con postre y bebida) por 5 €,
un precio especial si se compran cuatro bonos sin fecha caducidad. Este
compartir mesa los sábados nos permitiría acercarnos un poco más y conocernos
mejor. Además para desplazarnos allí lo tenemos fácil, pues tomamos el bus, que
no nos deja lejos de ese buen “chiringuito”.
La idea cayó perfecta entre sus interlocutores.
Para ir los tres juntos, quedaron citados en la plaza de la Marina, a las 13
horas de dicho sábado. Ya en el restaurante El
Paraninfo, tomaron una mesa en la terracita instalada fuera del popular
recinto, pues el tiempo era en sumo agradable y el ambiente dentro del local un
tanto estruendoso, pues había una gran cantidad de gente joven, estudiantes
universitarios algo vociferantes. En la parte exterior estaban mucho más
tranquilos para dialogar, sin ese fuerte sonido ambiente. Degustaron el
agradable menú en un ambiente de gran camaradería y como postre los tres
pidieron café con leche.
Pero estaban dispuestos a pasar juntos un buen
trozo de la tarde. En un momento concreto de la charla, alguno de ellos propuso
un simpático y reflexivo juego. La distraída idea consistía en que cada uno de
los tres amigos explicara qué sería lo más importante que cambiaría de su vida
pasada, si tuviese la oportunidad de recorrer de nuevo esas etapas pretéritas.
Como el tema, que en principio parecía divertido, encerraba una gran sinceridad
y valentía en la exposición, dejaron pasar unos minutos, mientras el militar se
encargó de pedir otra ronda, en este caso tres tazas de chocolate con unas
pastas. La primera que se atrevió a romper el hielo con valentía, fue Clara,
la en otros tiempos poderosa ejecutiva editorial.
“Parece extraño o contradictorio que una persona
como yo, que ha tenido un indudable éxito en su gestión empresarial, dirigiendo
el movimiento comercial y de gestión de la más prestigiosa editorial en la zona
sur de la Península Ibérica, no sea autora de publicación literaria alguna en
su biografía. Además, en mi currículum hay suficientes “mimbres” para poder
haberme puesto a escribir algo interesante. Sin embargo me he pasado la vida
gestionando la creación literaria de decenas de escritores y no he encontrado
tiempo, voluntad ni oportunidad para sentarme ante la máquina de escribir o el
ordenador para escribir al menos un libro que publicar. Y a estas alturas de mi
edad, ese objetivo lo veo ya inviable, pues las neuronas ya no son las mismas,
han ido envejeciendo y en estas páginas de mi existencia ya no me siento con
fuerzas para tamaña tarea. Eso en cuanto a una frustración en el proyecto de
vida.
Pero también cambiaría numerosas páginas “negras”
grabadas en mi ambición profesional. He hecho bastante daño a muchas personas,
compañeros y compañeras en la empresa, de la forma más sibilina, egoísta y
caprichosa posible. Y todo por esa soberbia que prioriza absurdamente el yo
sobre las oportunidades que también deben tener los demás. He llegado incluso
también a realizar informes negativos y falsos sobre materiales entregados con
toda ilusión en la editorial, perjudicando a sus creadores y “cortándoles” las
alas que permiten volar en el éxito. Muchos de esos informes los he realizado
sin haber leído más que unas pocas líneas de trabajos con cientos y cientos de
páginas. Verdaderamente nuestra ambición y capricho llega como a
desequilibrarnos. Estoy muy arrepentida de estos comportamientos. En estos
momentos de mi vida, mi mayor ilusión sería rogarles el perdón a todas esas
personas que tan neciamente perjudiqué, en sus legítimos derechos y méritos. De
hecho, he localizado a algunas de estas personas para en las próximas semanas
hablar con las mismas y tratar de explicarles determinados errores y faltas que
contra ellos cometí. Necesito hacerlo, como expiación. Os aseguro que lo haré”.
Los compañeros de Clara escucharon en silencio y
con extremado respeto las sinceras y valientes palabras de una mujer, poderosa
en su tiempo, pero que ahora, en ese tercer ciclo vital abierto a tantas
reflexiones, reconocía graves errores en múltiples acciones del pasado.
Comportamientos sustentados en un desafortunado egoísmo y soberbia que provocó,
durante años, dolor y postergación en muchos de los que con ella se
relacionaron, trabajaron o compitieron.
Esa su última y positiva propuesta de tratar de restañar, en esta etapa
postrera de su vida algunas de las heridas infringidas, era un primer camino
para la reflexión y el perdón.
Como quería armarse de valor, a fin de expresar lo
que tenía en mente, Leopoldo pidió una copa de brandy. Tras
disfrutar, con los ojos cerrados, de su primer sorbo, se vistió “imaginativamente”
con el uniforme que tantas años había llevado y “se lanzó a la batalla”.
“Compañeros, yo he sido, además de “putón”
empedernido y una mala bestia, un cobarde. No tuve lo que los hombres deben
tener, para enfrentarme a mi familia y decirles que, a pesar de todas sus
presiones y tradiciones, yo no quería ser un militar. Fundamentalmente, porque
carecía de la necesaria vocación para desempeñar este exigente ejercicio
profesional. Por muchos militares que hubiera en mi árbol genealógico
(bisabuelos, abuelos, tíos, también mi padre…) yo he sido un miembro del
ejército por … (no quiero expresar una palabra soez, ya que tengo una señora
delante) familiar. Esta es la explicación para ese carácter que aplicaba a mis
subalternos, a los que les hice una putada tras otra. Pero yo estaba por encima
de ellos en el escalafón y tenían que aguantarse y “joderse”. Era el resabio de
estar trabajando en algo que no era lo mío. Así que a humillar y a ofender en
el sufrimiento a los demás. (Nuevo y lento trago del brandy, saboreándolo con
los ojos entornados)
Posiblemente, lo único honesto que he hecho en mi
vida ha sido (tratándose de mi es de extrañar) respetar la voluntad de mis
hijos para que eligieran los estudios que más les apetecieran. El mayor hizo
veterinaria, y tiene montada una pequeña clínica, para atender a los animales.
Le va bastante bien y es feliz. La niña, le dio por la peluquería, y trabaja en
un centro estético, siendo su labor muy valorada por los propietarios. Eso es
lo único que he sabido hacer bien, Lo demás, mejor borrarlo. Porque a mi lo que
me hubiera gustado ser era panadero o mejor confitero ¿No os lo esperabais,
verdad? Cuando era pequeño, había un obrador cerca de casa, y me hice amigo de
su propietario. Una excelente persona que me dejaba pasar al “sagrario de la
harina” como él llamaba al espacio donde elaboraba los dulces. Me deleitaba ver
como trabajaba la masa, el almíbar, el chocolate… Un verdadero maestro, aquel
don Ezequiel. No tenía hijos y me trató como un padre. Pero ya se nos fue
(emocionado, volvió a su brandy y ya no pudo o quiso seguir hablando).
Las manecillas del reloj pasaban unos minutos sobre
las 17:30. El Paraninfo continuaba lleno de un alegre ambiente, con sedienta gente
joven, consumiendo sus tapas e intercambiando las palabras. Los tres jubilados
seguían ocupando esa mesita en el lateral derecho de la portada, plácidamente
acomodados y disfrutando de una tarde agradable. Aunque comenzó a llegar ese
nublado travieso de junio, que trae sus aguaceros, la temperatura era elevada,
potenciando el ambiente de aroma floral difundido por los grandes macetones que Toribio, el “teatral” dueño del establecimiento,
había instalado estratégicamente en la terraza de la portada.
Los autores de esas sentidas confidencias, ya
expresadas, miraron con sosiego y respeto el rostro de Efrenio, quien se sintió señalado
para ser el que protagonizara la tercera intervención reflexiva de la tarde.
“Quiero agradeceros vuestra sinceridad y confianza.
Es admirable tener amigos de vuestra calidad humana. En mi caso, al igual que
Leo, mi vocación docente era más que liviana. No es que rechazara la tarea de
enseñar, pero el trajín de manejar a los pequeñuelos que siempre me
correspondían, me extenuaba física y anímicamente. Por este motivo, a las primeras
que pude, jugué con la opción sindical. Allí hice, como vosotros, todo lo que
pude para que nadie me hiciera sombra. Cuando conseguí la jefatura del
sindicato (buenas artimañas tuve que aplicar) me prometí no dejar ese “reino”
ni por nada ni por nadie. La alternativa era volver a la tiza y al griterío
ensordecedor de los niños.
Ya en el cargo, siempre se me valoraba porque en
los convenios colectivos conseguía llegar hasta lo que era impensable, dada la
cerrazón de los empresarios en la negociación. Los compañeros obreros me
adoraban, pues me llamaban “el milagrero” por los beneficios que conseguía para
ellos. Las “artes” que tuve que utilizar para esos resultados sólo yo y los “señoritos”
que tuvieron que soportarlas las conocen. Yo trabajaba muy bien las fuentes de
información. Incluso tuve que pagar buena pasta, para llegar a ese conocimiento
que después me resultaba muy útil, para ablandar la muralla empresarial. Y es
que si se conociera la vida privada de muchos “santones” de comunión diaria, se
derrumbarían algunos que otros imperios. A muchos se les caería la careta de la
hipocresía y el cinismo más teatrero que aplican. Pero conmigo no podían. Y si
me ponían zancadillas, yo les enseñaba pruebas de lo que sabía y podía airear
en los sitios oportunos. Alguna vez me sentí como un mafioso y esas páginas hoy
no las volvería hoy a releer ni a protagonizar.
Hay algo que nunca me he sabido explicar. A mi
siempre me hubiera gustado ser el propietario de una mercería. No sé por qué.
Son cosas misteriosas, que sólo el gran Freud podría resolver. A mí, eso de los
encajes siempre me ha encantado. No, no me miréis con esas traviesas sonrisas.
Que yo no soy maricón.”
Los latidos de la tarde iban sumando minutos, por
lo que de común acuerdo acordaron poner fin a este almuerzo de amistad, reunión
que les había permitido pasar juntos unas horas agradables y poner las bases
para conocerse un poquito mejor. Contentos de la experiencia, decidieron
repetir los almuerzos. En principio lo harían en sábados alternos. El lugar
elegido recomendado por Leo, El Paraninfo, les había gustado, tanto por la
calidad del servicio, como por el precio del menú básico, además del alegre
ambiente reinante en el establecimiento, aunque ellos eligieran una zona más
tranquila fuera del local. De esta forma cada uno de los tres amigos compraron la
tarjeta con los cuatro menús. Ese sábado habían consumido el primer ticket.
Volvieron en el bus municipal de la línea 11 y se despidieron con afecto en la
Plaza de la Marina.
Camino de casa, los tres amigos jubilados iban pensando
tanto en los comentarios de los otros dos compañeros, como en el contenido que
ellos habían querido narrar acerca de sus vidas. La conclusión de unos y otros
era obvia. Durante los mejores años de sus vidas, los tres habían sido personas
importantes en sus respectivos campos de actividad. Reconocían lo injustos que,
en general, habían sido con las personas que tenían bajo su autoridad o
responsabilidad. Asumían aquel error de soberbia o arrogancia y se sentían
arrepentidos de su proceder. También reflexionaban sobre la naturaleza de ese
poderío fugaz, que en otro momento detentaron. Ahora sólo les quedaba el resquemor familiar,
su asiento preferido en el parque, y esa amistad inesperada entre tres personas
mayores para negociar con la soledad. Y también, la contrastada alternancia de
luces y sombras que dan los alegres amaneceres y el sosiego silencioso del
anaranjado atardecer.-
AYER Y HOY, EN LA TEMPLANZA
DE LA MEMORIA
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
22 Mayo 2020
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