Resulta sorprendente conocer que una sociedad, tal
como la que nos ha correspondido vivir, con un sistema mediático de
comunicación mundial o global, sustentado en la prensa, la radio y la
televisión, con el soporte “infinito” de la digitalización informática que
representa Internet y con la difusión educativa a todas las escalas como primer
servicio irrenunciable de la población, junto a la sanidad, que en un colectivo
mundial con todo este amplísimo soporte informativo, aún existan lamentables tasas de analfabetismo. Un organismo tan prestigioso
como la UNESCO (United Nations Educational, Scientific and Cultural Organization
–Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la
Cultura) indica que casi 800 millones de personas en el mundo no saben leer ni
escribir. El INE (Instituto Nacional de
Estadística en España) ha publicado que
en nuestro país (47 millones de habitantes) existen en la actualidad entre
600.000 y 700.000 analfabetos. El que estas significativas cifras se incardinen
mayoritariamente en el sector de la población más envejecido, no deja de
incidir dolorosamente en nuestras conciencias y, de manera especial, en la de todos
aquellos que tienen responsabilidades administrativas para la gobernación
regional o mundial.
Si esta incomprensible realidad la tenemos presente
en el primer tercio del Siglo XXI ¿cuáles serías las cifras de analfabetismo,
si retrocedemos a la década de los años 50 del siglo pasado, época que sustenta
temporalmente los hechos narrados en este relato (ubicado en un pueblo de
nuestra alta Andalucía)? Ese 1,16 % de analfabetismo que soportamos en la
actualidad habría que multiplicarlo por
diez o una cifra incluso algo mayor. Pero vayamos ya, conociendo estos datos, a
la narración de nuestra historia.
El calendario marca unas fechas inmersas en la
Primavera avanzada. Villa Nueva de … (una advocación mariana) es un pueblo andaluz
que vive de la agricultura y la ganadería, encastrado al sur de la Cordillera
Subbética. La temperatura estacional es elevada, a estas horas en que aún no ha
caído la tarde. Como la influencia marítima queda bastante lejos en estas
latitudes, la continentalidad mediterránea del clima es extrema en estas zonas
de la Alta Andalucía, marcando fuertes diferencias térmicas entre el día y la
noche. Después del almuerzo, el intenso y seco calor, junto a la carencia de
acústica y tránsito exterior, favorece la extensión del descanso para aquellos
habitantes que pueden permitirse unos muy amplios minutos de siesta. Sin
embargo doña Jacinta, una señora vinculada a su
avanzada tercera edad, espera sentada en su mecedora la llegada de Dani, un niño de diez años hijo de Otilio, el alcalde de la localidad. Hoy es lunes y,
como esta señora tiene por costumbre hacer cada inicio de semana, está ya preparada
para escribir esa carta semanal que envía al único hijo que manifiesta tener, residente
con su familia en tierras asturianas. El problema es que a Jacinta nadie le
enseñó a leer y a escribir, durante los años de su lejana infancia. Por eso ha
de recurrir a este niño bien educado, que se presta a poner en una cuartilla aquello
que ella le va contando, aunque en la mayoría de las ocasiones le repite las
mismas palabras: “lo que yo te diga, Dani, tu lo
vas escribiendo con tus propias palabras. Y cuando terminemos la carta, me la
lees, a ver cómo ha quedado. Tú que vas al colegio y tienes buena letra seguro
que lo haces muy bien”.
La “ceremonia epistolar” se repite invariablemente cada
una de las semanas. Cuando llega Dani al domicilio de Jacinta, ésta le tiene
preparado algo para la merienda (normalmente un vaso con leche, con una de sus
artesanas y famosas rosquillas). La cuartilla y el sobre ya están esperando sobre
la mesa y entonces la buena señora comienza a decir en voz alta palabras
amables, dirigidas a ese hijo que añora en la lejanía. Le pide al niño
“escritor” que comience siempre así: “Mi querido
hijo Damián. Deseo con amor que a la llegada de ésta os encontréis todos bien,
como yo también lo estoy, gracias a Dios”. Tras la escritura de la que
es siempre muy cariñosa misiva, el chico
procede a leerla en voz alta, provocando el asentimiento continuo de la
anciana, por cuyas surcadas mejillas corren algunas lágrimas que ella se limpia
pudorosamente con uno de sus pañuelos bordados. Dani ya conoce de memoria la
dirección que ha de escribir en el anverso del sobre, con los datos exactos, a
fin de que la carta llegue a su destino. Antes de introducir la cuartilla escrita
con primorosa caligrafía en el sobre,
entrega la carta a su remitente para que la señora haga un garabato
encima de su nombre, caligrafiado también por el chico. Antes de marcharse, con
los “mimos” propios de quien podría ser su abuela o tal vez bisabuela, Dani
recibe algunas monedas (“perras gordas o reales”) para que se regale alguna
chuchería. Al día siguiente, doña Jacinta va a comprar un sello en el estanco y
echa la carta en el buzón que la estafeta de correos tiene colocado junto a la
puerta. Y así espera ilusionada la llegada del próximo lunes.
Jacinta y su hermana Basilia
(ésta ya fallecida) llegaron hace más de dos décadas al pueblo, a fin de
instalarse en una pequeña casita de planta baja que se encontraba en estado
ruinoso. Con admirable esfuerzo y tesón, fueron adecuando este viejo inmueble
situado junto a unos establos en la zona oeste de la localidad. La propiedad
pertenecía a los herederos de un antepasado con título de nobleza (Conde de Monteolea). La renta simbólica anual por el
alquiler, impuesta a las dos hermanas, habrían de pagarlo en especie: cuatro
gallinas y dos cestas de huevos, renta que no ha cambiado con el paso de los
años. Parece ser que ambas hermanas procedían de tierras extremeñas. De su
familia poco o nada conocen sus vecinos, porque a ellas no les agradaba hablar
de su vida anterior. Mientras que Basilia trabajaba muy bien el arte de la
costura y el bordado, su hermana ha destacado siempre por sus dotes confiteras.
Comenzó a elaborar unas sabrosas pastas fritas de masa hojaldrada, de forma
redondeadas y rebosadas en azúcar con canela, que la confitería del pueblo,
viendo la buena aceptación que tenían entre los vecinos y turistas, le ha
seguido encargando su elaboración ininterrumpidamente, semana tras semana. La
compensación económica que recibe por su esfuerzo, le ayuda a completar la
escasa pensión que recibe del Estado. La buena mujer “bautizó” a estos afamados
y suculentos pasteles con el nombre de las Rosquillas
de Santa Ana, patrona de la localidad. Por su parte Basilia, lo hizo hasta
su fallecimiento, cosía para la vecindad y trabajaba unos primorosos pañuelos
bordados, que la mercería de Doña Justa ponía a la venta, siendo adquiridas
estas labores para regalos, tanto por los vecinos como por los turistas que
pasaban por este tranquilo paraje andaluz.
Volviendo a las cartas semanales, el cartero nunca
traía respuesta epistolar de Damián. Ello no era obstáculo para que el amor de
una madre siguiese escribiendo a su amado hijo. Por ello las cartas seguían
partiendo cada martes hacia tierras asturianas. Basilia se llevó a la tumba la verdadera historia de ese supuesto hijo a quien
escribe su hermana. Las dos hermanas siempre
habían vivido juntas en Extremadura. Siendo mucho más jóvenes y cuando ambas
residían en la ciudad de Cáceres, Jacinta
tuvo un apuesto pretendiente. Era un soldado
con el grado de cabo en las Fuerzas Regulares del Regimiento de Ceuta. Aquella
breve pero fogosa relación le dejó un embarazo del que nació un niño de madre
soltera, al que bautizaron con el nombre de Damián,
el mismo nombre del amante militar. Este joven soldado se desentendió
totalmente de su responsabilidad paternal y parece que acabó integrándose en
las fuerzas legionarias. La desgracia quiso que ese pequeño no llegase a
cumplir el primer año de vida, pues unas malas fiebres acabaron con su existencia.
Jacinta entró entonces en una profunda crisis depresiva, por lo que su hermana
intentó y consiguió convencerla para que cambiaran de residencia y comenzaran
una nueva etapa en estas tierras jienenses. Una de las clientas de Basilia para
el arreglo de ropa era Miranda, una sobrina del
actual conde de Monteolea, quien
conociendo la triste historia de esa madre frustrada, aceptó a cederles esa
pequeña propiedad en tierras andaluzas a cambio de un pago anual en especie testimonial.
En realidad la vivienda carecía de valor y estaba en peligro de derrumbe. Una
vez que ambas se hallaban ya en su nueva residencia y al paso de los años,
Basilia “se inventó” una historia que “convenció” a una hermana que, en su
desequilibrio psicológico, pensaba que su hijo aún seguía vivo. Tras explicar
el caso a Miranda esta gestionó una dirección conocida en Asturias, para que
las cartas que la cariñosa madre “escribía” al hijo muy amado no fuesen
devueltas al remitente. Y así ha venido sucediendo, año tras año.
Pero un día a Dani se le ocurrió que doña Jacinta
tuviera una respuesta, procedente de este destinatario siempre silencioso. Cosas de niño. En un principio lo consideró como una
broma traviesa, aunque también es cierto que en su infantil inteligencia
entendía que era injusto que la señora, que tan bien lo trataba los lunes con
la merienda y las “perras gordas”, no recibiera una carta de su amado
hijo. Así que puso manos a la obra. Como
el chico era tan diestro en el arte de escribir, redactó una respuesta en sumo
imaginativa. Damián decía en la misma que estaba casado, pero que aún no tenían
hijos. Que su trabajo de mecánico era muy sacrificado, por lo que al llegar a
casa sólo quería descansar. Que le perdonara si no le escribía “con
frecuencia”. Que “más adelante” le gustaría viajar al sur y poder estar algún
día con ella. Que nunca le olvidaba y le enviaba muchos besos. En realidad esta
idea le vino al travieso Dani una tarde en que se había quedado solo en casa y
jugaba en el despacho de su padre, el alcalde. Vio unos sobres abiertos en la
papelera y queriendo recortar los sellos para su colección, cogió una carta
cuyo remite era precisamente de Asturias. Lógicamente el matasellos también
llevaba el nombre de esta bella región cantábrica. Pegó en el destinatario un
trocito recortado de papel con las señas de doña Jacinta. Y en el remite sólo
dejó visible las palabras Oviedo (Asturias). Preparó el sobre con la carta y un
domingo por la noche echó el sobre por debajo de la puerta de la señora.
En la tarde del lunes, cuando fue a cumplir con su
misión semanal, encontró a Jacinta todo emocionada ¡Había recibido una carta!
La buena señora no sabía leer pero, por si acaso, allí estaba el nombre de
Jacinta y en el remite las palabras Oviedo (Asturias). Hasta en tres ocasiones
tuvo que leerle el texto (del que era autor) a una “madre” que enjugaba sus
lágrimas continuas con uno de los pañuelos que primorosamente había bordado su
hermana. Todo había sido una traviesa y muy habilidosa “mentira piadosa”. Sin
embargo aquella y otras noches doña Jacinta pudo ir sosegada a la cama, con la
felicidad expresa en su rostro.
Han pasado los años, muchos en el calendario, con
esa velocidad que marcan los amaneceres, aliados fraternalmente con los ciclos
del astro solar. El bien considerado escritor Daniel Arial,
con varios premios de la crítica especializada, ha decidido este verano volver
a la tierra de su infancia, a la que no visitaba desde hacía décadas. Lo ha
encontrado todo muy cambiado o, según la perspectiva visual y sentimental de
cada uno, casi igual, con respecto a los alejados años en que tomó la importante
decisión de buscarse la vida en la centralidad madrileña. En la actualidad
nadie de su familia reside en ese entrañable pueblecito de Jaén. La alcaldía ya
no está presidida por don Otilio, que desde la inmensidad cósmica observará con
sentimiento ese caminar de su hijo por las calles empedradas de la localidad
que los vio nacer.
Una vez en el pueblo, este profesional de las
letras tomó habitación por dos noches en la muy reformada pensión La Milagrosa
(el nombre aún se mantenía), ahora regida por una nieta de doña Adriana. No se
lo pensó dos veces, por lo que se
encaminó con presteza hacía el domicilio de la inolvidable doña Jacinta, pues
recordaba perfectamente esas calles empinadas y la gran Plaza, ahora denominada
“de la Constitución”. Calle Principal arriba, llegó hasta el solar donde suponía
estaba la vivienda de Jacinta que tantas veces había visitado de niño cada
tarde de los lunes. Sin embargo comprobó que ya no existía aquél domicilio. Ese
espacio lo ocupaba ahora una nave semiderruida, en penoso estado de abandono.
Con las letras que no se habían borrado aún en el frontal del gran portalón, pudo
componer la frase “Sala de Fiestas Monteolea”.
Un lugareño que por allí pasaba, apoyándose en el cayado que portaba en su mano
derecha y viendo al “turista” que ensimismado observaba la abandonada nave, se
le acercó. El buen hombre tenía ganas de “echar un ratito” de charla.
“A la pá de dió. Lo que está mirando le debe trae algo
pa la memoria ¿verdá? Segur que asted ha tenío que echá buenos ratos ahí
dentro, pa alegrá lo colporá. La cantiá de mozo y mozuela que ahí bailaban lo
sábado y domingo, agarrao y sin agarrá. Peor llegó la televísion, an despué la
computación, mientra que la juventú buscaba porvení en otra parte o lugá. No le
mento, aquí llegamo a tené casi domil persona, sí enesta pueblo. Hoy semos … no
lleguemo a cuatrociento. Dicen que
trairán una nueva cerretera paezta comarca. Veremo si eso arratra gente pacá”.
Emocionado ante la bondad de este entrañable
paisano, le estrechó su mano y le pidió si hoy quería almorzar con él. Se
identificó como un turista, que había nacido y vivido durante su infancia y
adolescencia en este pueblo, hacía ya muchos años. Abilio,
un antiguo agricultor de la zona, se mostró feliz con esa invitación que en
modo alguno esperaba. En el café “El Principal”
también servían comidas, por lo que estos dos nuevos amigos pudieron hablar e
intercambiar muchos recuerdos y añoranzas. Abilio en principio no recordaba a doña
Jacinta. Pero cuando Daniel se acercó a la caja, para pagar los almuerzos, vio
que en un expositor tenían una serie de cajitas de dulces, con la etiqueta de
Rosquillas de Santa Ana. Entonces le preguntó al paisano labriego ¿Aún las siguen elaborando, amigo Abilio? Aaah
claro, yamecuerdo. Don Danié. Asted preguntaba por la señá de las rosquillas.
Ea una buena mujé. Ya mu mayó. Estas rosquillas las jace ahora unindustria dela
capitá”.
Los dos buenos amigos quedaron en verse al día
siguiente, para dar juntos un paseo por los verdes campos de olivos y seguir
compartiendo esos sencillos y entrañables recuerdos, con palabras teñidas de
una dulce añoranza. Fueron dos hermosos y enriquecedores días, en la vida de
Daniel, para recuperar sus raíces y respirar el sentimiento de la nostalgia.-
CARTAS Y ROSQUILLAS,
EN
LOS RECUERDOS DE
INFANCIA
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
24 Abril 2020
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