La práctica del coleccionismo
es un esforzado hábito que desde siempre ha despertado y satisfecho el interés en
muchas personas. Esta costumbre motiva intensamente a sus autores, porque suele
generar en éstos el esfuerzo, la intriga, la ilusión, la obsesión, la
constancia y, en muchas ocasiones, una desequilibrante frustración por no haber
podido conseguir esa pieza que enriquecería el conjunto de esas otras muchas
que ya poseemos para nuestro capricho o simple autoestima. Esta afición aparece
aleatoriamente en las personas de todas las edades y circunstancias. Durante la
infancia, los niños forman sus colecciones de estampas,
tebeos, juguetes u otras piezas, más o menos curiosas, incrementándolas poco a
poco con su búsqueda, compra o intercambio con otros amigos, compañeros o
vecinos. Jóvenes, adultos
y mayores también, en algún momento de sus
vidas, desarrollan esa afición por acumular determinados objetos de las más
variadas características: cuadros de pinturas, películas, joyas, ropa, lozas,
recuerdos de viajes, cucharas, figuras variadas, sellos, monedas, postales,
revistas, libros, elementos para el hogar hoy en desuso y así una extensa lista
de “caprichos” sumamente heterogénea.
Específicamente para las personas adultas uno de
los lugares donde pueden encontrarse determinadas piezas, que incrementen la
más o menos paciente colección que ya se posee, son esos establecimientos que
suelen dar una imagen algo misteriosa, por su denso contenido de objetos y la disposición abigarrada de los mismos, tiendas
que reciben el nombre de anticuarios. Se trata
de locales en los que nada más entrar contemplas una cantidad exagerada de
piezas muy variadas, en tamaño, uso, función y estética, las cuales reciben en
general el nombre global de “antigüedades”. En general, los precios de cada uno
de los objetos no está marcado en parte alguna, pues su posible función,
características, explicación y venta necesitará la ayuda y negociación
imprescindible por parte del encargado o vendedor del material, allí temporal o
indefinidamente expuesto.
Dos características más habría que añadir a la escenografía de estos comercios de piezas antiguas. En primer lugar, la luminosidad de estos locales no suele ser muy potente, sino todo lo contrario. El ambiente ofrece la sensación de umbrío y lúgubre e incluso podríamos añadir el vocablo de “misterioso”, no sólo por el repertorio de objetos que acumulan tantos y tantos años en sus particulares historias, sino también por la “tétrica” imagen del vendedor, normalmente una persona de avanzada edad, que en ocasiones añade intriga y suspense, al contexto ambiental que allí subyace. A ello habría que sumar una segunda percepción, en este caso aromática. Efectivamente, el olor que domina este abigarrado espacio, repleto de “cosas antiguas o desfasadas” es muy característico y penetrante y en modo alguno agradable para el olfato. Alguien podría decir, utilizando una expresión coloquial, “ aquí huele a viejo” breve frase que ayuda a definir perfectamente la situación del peculiar establecimiento.
Es en estos comercios, que
no suelen abundar incluso en las más importantes ciudades, donde los
coleccionistas también buscan y encuentran algunas determinadas piezas. Son
esos objetos que aumentarán y enriquecerán las preciadas unidades de la colección que han ido
formando a lo largo del tiempo, aplicando la mayor tenacidad. Este es el caso
de FANGIO DELLABARKA, un constructor español, de
padres argentinos, que ha desarrollado su trabajo en diversas provincias
españolas y que desde su jubilación decidió fijar su residencia en Málaga, una
de las ciudades en donde más importancia había tenido su actividad profesional.
Fangio estuvo casado durante casi cuatro lustros con una ortodoncista
madrileña, de nombre Isabela, pero dicho
matrimonio, del que nació un hijo que a partir de su mayoría de edad se fue a
vivir a la hacienda de sus abuelos en la Córdoba argentina, se diluyó debido a
las frecuentes infidelidades que Fangio practicaba, sin el menor recato o
control. En la postrera fase de su vida, cuando el antiguo constructor podía
ahora disponer de abundante tiempo libre y cuando sus potencialidades y ornamentos
físicos se encontraban ya bastante
menguados, intensificó su afición de formar una curiosa y abundante colección
de los más variados picaportes y llamadores,
así como de llaves y cerraduras, pertenecientes
en su amplitud a diferentes épocas y culturas.
En el sótano de su espléndida mansión ubicada en la
colina de Gibralfaro, Fangio había formado un espléndido y curioso museo, en el
que podían observarse decenas y decenas de “artísticos” llamadores, llaves y
cerraduras, algunas de éstas enmarcadas en sus correspondientes puertas
originales. Cuando organizaba algún almuerzo o cena con sus amigos, se enorgullecía
de poder ir mostrando, tras el ágape correspondiente, las piezas más insólitas
de su museo, encontradas a lo largo de los años en los más variados puntos
geográficos de España e incluso de países extranjeros. Algunos amigos y
compañeros de profesión, conociendo su particular afición, le facilitaban
muchas piezas que servían para “alimentar” y enriquecer esta colección a la que
con tanto esmero y tesón se entregaba. Pero aparte de estas donaciones y
regalos, Fangio solía recorrer pueblos y ciudades de nuestra contrastada y valiosa
geografía, a fin de localizar y comprar nuevas muestras y elementos que incrementaran
el valor de “su tesoro”, como el solía referirse al espectacular museo instalado
en los bajos subterráneos de su amplia y bella mansión.
Pero además de viajar por aquí y por allá en la
geografía, el constructor coleccionista suele también recorrer la hermosa
ciudad bañada por el Mediterráneo en la que reside, encontrando a veces muestras curiosas y originales por las que
paga sustanciosas cantidades al adquirirlas. Otro recurso que suele utilizar es
el siguiente: al tener conocimiento de que van a reconstruir, reformar o
derribar casas antiguas, acude con toda presteza al lugar donde se hallan
ubicadas esas edificaciones, consiguiendo en no pocas ocasiones que los propios
albañiles le cedan llaves, picaportes y
cerraduras viejas que tanto valor y significación poseen para el esforzado en
la constancia coleccionista.
Un conocido aparejador, al que un día se encontró saliendo
del cine, conociendo aquel amigo su afición por el coleccionismo, le comentó
acerca de una tienda de antigüedades que recordaba
de su infancia y que no sabía si aún permanecía abierta al publico. Le concretó
que dicha comercio se encontraba ubicado por la zona más antigua de la ciudad,
no lejos del centro urbano tradicional. Concretamente por una zona de edificios
muy antiguos y de planimetría en laberinto de calles estrechas y que
recientemente se había tratado de revitalizar con nuevos emprendedores,
generalmente comerciantes de productos de artesanía y bares de copas. Tomó
buena nota de esta para él muy interesante información, pues era consciente de
que los anticuarios tradicionales o clásicos, poco a poco, habían ido
desapareciendo de la estructura mercantil que domina la actualidad.
Al día siguiente de este reencuentro, se desplazó a la zona que le
había sugerido su amigo, un espacio efectivamente muy cerca del centro
tradicional, que hacía décadas había estado poblado de pequeños comercios de
toda índole pero que en los últimos años había sido literalmente “tomado” tanto
por esa restauración de pequeños bares de copas, tapeos y teterías para la
demanda turística, como también (pero en menor número) por pequeños comercios
de ropa económica y objetos de regalo. Caminó pacientemente por esa “tela de
araña” viaria, buscando la tienda de antigüedades citada por el amigo Cómitre.
Lo curioso del caso es que a los muy pocos minutos de la búsqueda, se
encontraba ya delante de un muy vetusto comercio, que ocupaba la planta baja de
un edificio con muchas décadas en su construcción y en deficiente estado de conservación.
Penetró hacia el interior del mismo y ante sus ojos
se mostraba una densidad abigarrada de objetos diversos y testimoniales para la
memoria. Tocadiscos y aparatos de radio, de aquéllos que utilizaban nuestras
abuelas y bisabuelas. Menaje de cocina, en el que le llamó la atención aquellos
“infiernillos” donde se calentaba y preparaba la comida, que funcionaban con la
llama procedente de una gruesa mecha circular de algodón que se impregnaba del
petróleo, líquido que se echaba como combustible en un pequeña depósito
inferior. También espejos, jarrones, cuadros, herramientas para el campo y los
talleres urbanos, juguetes de “otras épocas”, perolas y cacerolas de cobre y,
allá en uno de los densos rincones avistó las ansiadas llaves, cerraduras y
candados, que motivaban su especial interés. No faltaban tampoco paquetes de
revistas, tebeos, cromos, postales y publicaciones, cuyas portadas le recordaban
eventos de su adolescencia y juventud. Quedó maravillado con los juguetes de
madera pintada, aquéllos que divertían “de verdad” la imaginación de los niños
en la época de su infancia. En fin, después de un lento repaso visual, sin ser
molestado por la persona encargada, se dirigió hacia donde una señora aguardaba
sentada en una silla con el asiento de anea entrelazada, muy “lustrada” a tenor
de un continuado uso y la escasa limpieza que se le aplicaba.
Se trataba de una mujer que acumulaba muchos años
en su ajado cuerpo de epidermis toscamente agrietada. La señora, de semblante
angelical, parecía estar como adormilada, pero fue despertando de su plácido
letargo, al tener ante sí a uno de los escasos clientes que entraban en tan
“histórica” y fílmica escenografía. Esbozó una sonrisa de agradecimiento y
mantuvo con Fangio una larga conversación, plena de anécdotas y datos,
disculpándose una y otra vez por una memoria que ya no latía como en sus años
mozos. La señora BRISEIDA había enviudado hacía
tiempo. Fue el padre de su difunto marido Aurelio,
quien en los años centrales del siglo pasado había montado este negocio que
nunca cambió de ubicación. Ese suegro “emprendedor” llamado Nemesio ejerció largos años de “sereno” por las
noches en la ciudad, aunque también trabajaba como panadero durante el día en
una tahona cercana. Durante sus horas
nocturnas, además de ayudar a muchos vecinos con su gran manojo de llaves,
vigilaba y mantenía el orden silencioso para el descanso. Acompañado de gatos
callejeros y estrellas observadoras, gustaba repasar los montones de residuos
que los vecinos dejaban en sus puertas, a fin de ser recogidos por los
basureros. Y en esos residuos para tirar, encontraba objetos curiosos, que él
recogía pacientemente en una bolsa. En su casa los limpiaba y los iba
almacenando. Ese fue el origen de esta generacional tienda de antigüedades, que
aún mantiene el nombre original de EL CANDELABRO. A
la vejez de Nemesio, se encargó del negocio su hijo Aurelio. Éste trabajaba de
mozo en el puerto, cargando y descargando barcos, por las mañanas. Así que
Briseida se ocupaba en esas horas matinales de atender a los clientes, pocos
desde luego, que entraban en la tienda. Pero desde su viudez es ella quien
compra y vende los objetos (porque son muchos los que le llevan piezas antiguas,
para que ella valore la conveniencia o no de su adquisición).
Fangio consiguió un buen material, compuesto por
dos grandes manojos de llaves, ambos argollados, además de cinco llaves
curiosas, una de ellas con un formato solo apto para brazos fornidos para el
peso. Briseida explicó que esa llave pertenecía a un viejo caserón nobiliario,
blindado por torreones y almenas que
existía en un antiguo pueblo de León, Campo de Villavidel, hoy con muy escasos
habitantes. Esa pesada llave, de antigüedad medieval, había sido forjada por un
herrero quien, según la leyenda, fue ajusticiado por un delito de sentimientos
amorosos traicionados. También compró una gran cerradura, encastrada todavía en
un pesado trozo de madera. Cuando la señora contaba los billetes y monedas que
Fangio le había entregado para la compra, se persignaba una y otra vez. “Sin
duda, debe ser persona en extremo devota” pensaba el antiguo constructor,
mientras que caminaba por el laberinto viario del centro, cargado con una gran
bolsa de recia tela de saco, dirigiéndose hacia un parking público, en donde
había dejado aparcado su imponente jeep. Dado el escaso precio que había tenido
que pagar por tan “interesante” mercancía y recordando la generosa amabilidad
de la angelical señora, tomó la decisión de volver otro día a El Candelabro
para llevarle unos dulces a la tal Briseida, como gentil y agradecido gesto cariñoso. Le
daba pena ver a esta mujer tan mayor, pasando tantas horas sentada en ese bajo
inmobiliario rodeada de “infinitos” trastos viejos, de los que emanaba un
penetrante e intenso aroma a pergamino añejo.
Así lo hizo, una semana después. Camino de El
Candelabro, se detuvo en una afamada confitería de la zona, comprando una
cajita de apetitosos hojaldres rellenos con cabello de ángel, las famosas
Tortas Cordobesas, que a buen seguro iban a gustar a la anciana señora.
Efectivamente a Briseida se le saltaron las lágrimas, cuando recibió el
suculento regalo de manos de “un amable cliente,
todo un caballero de los que hoy día ya no existen”. El tenaz
constructor rebuscó un poco por tan densificado espacio y quiso la suerte que
encontrara ese día un original picaporte de hierro fundido, con una atrevida y
generosa (por su tamaño) forma fálica. Según la anticuaria, tan excitante
llamador para el reclamo había estado encastrado en la puerta de un viejo caserón
de “trato” ubicado no lejos de la anticuaria. A esa casa de jóvenes y mayores
acudían varones de todas las edades preguntando, por los servicios que ofrecían
“las mujeres del mundo”. Al despedirse de Briseida, con tan “espectacular” y
sexual hallazgo como botín, escuchó de nuevo las gracias de la señora y el “no ha de preocuparse, caballero. Ya sé la mercancía que el
señor necesita. Vd. se pasa de vez en cuando por la tienda, que es su casa, que
yo le guardaré todo lo que entre, referente a llaves, cerraduras y picaportes”.
Pasaron los meses del verano y una tarde Fangio pensó en dar su vuelta
mensual por El Candelabro, para saludar a Briseida y repasar si había entrado
algo nuevo que le pudiera interesar. Para su extrañeza, se encontró con el
recinto cerrado, con la verja metálica de la puerta echada. La misma imagen se
repitió la semana siguiente cuando volvió al establecimiento, esta vez por la
mañana. Preocupándose y temiendo por lo que le pudiera estar ocurriendo a la
entrañable señora “¿estará enferma?” se
preguntaba, entró en una pequeña taberna, de copas y tapas, instalada a escasos
metros del anticuario. Como el día estaba “metido” en un cálido terral, pidió
algo fresco para tomar. Aprovechó la oportunidad para preguntar al “ventero” (un
obeso grandullón que lucía una bien cuidada coleta) si sabía el por qué la
tienda de antigüedades permanecía cerrada. El camarero esbozó una mímica y
gesticulante sonrisa, explicándole:
“Mire Vd. Es que la policía se enteró, por un
chivatazo. El Candelabro era un garito donde se traficaba con la sustancia que
la gente se mete en el cuerpo. Y una noche los cogieron a todos, incluida a la
jefa, a quien llamaban “la sacristana”. Esa
tienda de “cosas viejas” era en realidad un “tapao” para la compra y venta de
las dosis que circulan por la zona ¡Quién iba a decir que “la Briseida”, con su
cara de beata acartonada, era la sacristana del negocio. Ahora están todos en
“chirona”.
Fangio apuró su cerveza y pagó la consumición.
Camino de vuelta a casa iba reflexionando sobre la realidad de la vida y sus
equívocas apariencias. Una exquisita Torta Malagueña, que había comprado como
regalo para su proveedora de llaves y picaportes, le acompañaba en la vuelta a
su mansión, metida en una pequeña bolsa de plástico. Como a él no le apetecían
mucho los dulces, entregó la cajita con la torta pastelera a un mendigo callejero,
el cual no daba crédito a la dádiva que recibía por parte de un inesperado y
generoso “Ángel de la Guarda”.-
EL EQUÍVOCO PLACER
DE LAS APARIENCIAS COMPARTIDAS.
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
17 Abril 2020
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