Hay personas que tienen como permanente y
desafortunado hábito el quejarse por casi todo. Son aquéllos a los que parece
nunca le vienen las cosas a su gusto, recreándose en los “lamentos” más o menos
infundados. La lista de los agravios que dicen soportar es amplia y variada. Es
como si tuvieran un amplio dossier o enciclopedia, de donde extraen el
argumento que sea a fin de justificar sus suspiros, críticas y enfados, sumidos
todos ellos en un infantil y cansino protagonismo. Entre esas molestias que
manifiestan soportar nos encontramos el frío o el calor; la lluvia o la sequía;
el precio o la calidad de las cosas; el sabor de los alimentos; los argumentos
e interpretaciones fílmicas o teatrales;
el ruido o el silencio; el campo o la playa; el cansancio y dolor muscular o
articular; la radio y la televisión; la talla de los zapatos o en la ropa; la
lentitud o la rapidez… También la “derecha”, el “centro” o la “izquierda”
ideológica. En definitiva, casi todo les parece mal (son personas negativas, por naturaleza) y nos aturden con
su quisquillosa manera de ser. Son los “quejicas profesionales” que acaban
amargándonos tantas tardes de posibilidades para la ilusión. La mejor terapia,
contra estos inconformistas permanentes, es tratar de hacerles el más relativo
caso. Evitar concederles la importancia de la que carecen, pero que ellos están
siempre buscando con sus críticas constantes y lamentos banales, tan alejados
de un saludable sentido positivo de la existencia.
Uno de los motivos para la queja o protesta en este
incómodo tipo de personas es el viento, elemento meteorológico que les
condiciona el proyecto a desarrollar en el día, la ropa a utilizar e incluso el
estado anímico en que se encuentran. A esta necesaria dimensión de la
naturaleza atmosférica suelen dedicar escasas o nulas palabras bonitas, “adornándola”
por el contrario con gruesos epítetos descalificatorios. Pero ¿qué es el
viento? Por definirlo con palabras fáciles de entender, es el aire que
se mueve, con más o menos violencia o rapidez, desde un lugar a otro en la atmósfera. Si expresamos
esta realidad natural con un lenguaje geográfico o técnico habría que decir: es
el aire que se desplaza de un lugar con alta presión o anticiclón, a otra zona
con baja presión atmosférica o borrasca. A partir de ahí, los obsesivos de las
quejas no conocen o valoran las bondades de ese viento que dicen denostar.
Resumamos algunos
beneficios de esta magnitud natural, sea en forma de suave brisa, viento
o impetuoso temporal, según la intensidad y rapidez en ese desplazamiento
eólico de la masa de aire.
El
viento empuja las velas de las embarcaciones que se desplazan en el mar;
facilita la generación de una energía limpia e inagotable, en los campos o
centrales eólicas (Eolo, en la mitología griega era el dios de los vientos); mueve
las aspas de los molinos que producen la harina, el aceite o el vino; facilita la
dispersión de las semillas vegetales por toda la naturaleza; ayuda a secar la
ropa lavada y puesta en los tendederos; facilita la “curación” de algunos
alimentos, tanto en la chacinería, como en el pescado, también la maduración de
los caldos o vinos en las bodegas; mueve el oleaje, para favorecer la
oxigenación y la vida marina; balancea el ramaje de los árboles en los bosques,
además de las mieses de cereales o leguminosas en los sembrados, para su
proceso edafológico, movimiento con el que estos elementos naturales simulan
“tener vida”; refresca los días de intenso calor; despliega los lienzos de las
banderas y otras piezas textiles ornamentales y simbólicas; produce esos
limpios sonidos, con los que identificamos las diferentes estaciones anuales;
los comercios de ropa también reciben su influencia, para la venta de las prendas
de abrigo… Justo sería también acordarse, en este momento, de las varillas
rotas de los paraguas, la caída de las cornisas mal fijadas, el vuelo de los
sombreros y las gorras y, dramáticamente, la destrucción de tejados y
viviendas, con los ciclones tempestuosos que asolan a veces nuestras ciudades. También
y de alguna forma, la dimensión eólica del aire es uno de los protagonistas de la
siguiente historia.
Hacía apenas una semana en que Mariela había roto con su pareja Fraso, después de casi un año de relación afectiva.
Eufrasio, compañero de estudios en la facultad de Filosofía y Letras, estaba
cada día más condicionado por su concienciación y activismo de naturaleza
política, perteneciendo a diversas plataformas y comités antisistema, próximos
a la ideología ácrata. Esa mentalidad libertaria, que tenía una clara
influencia paterna (un profesional mecánico de coches y motos, en un taller de
la población malacitana) también quería aplicarla a las relaciones que mantenía
con su pareja, actitud con la que Mariela no “comulgaba”, ofreciendo una firme
reticencia para preservar su intimidad. El colmo de la exigencia y el
subsiguiente desajuste afectivo llegó una tarde de domingo, cuando Fraso le dio
un pequeño mitin ideológico acerca del amor libre, tendencia en la que él era
un ferviente profeso. Como consecuencia, la joven mandó a “hacer viento” a tan
libertario compañero, respuesta a la que el chico no opuso especial resistencia
o discrepancia: “Ya encontraré a otra pareja más abierta que tú, a la aplicación
del sistema libertario en las relaciones de sexo”, desafortunadas palabras que
sellaron esos ocho meses de vínculo en pareja, período en el que hubo buenos y más
complicados momentos.
El sábado se había presentado con ese nublado
plomizo que para muchos no estimula precisamente a la actividad. Mariela no
tenía para ese día una urgencia clara para aplicarse en el estudio, pues no
había pruebas cercanas en la facultad. A media mañana había telefoneado a su
amiga de curso, Graciela, a fin de dar juntas
una vuelta por la tarde, merendar y acudir al cine, para ver “Parásitos”,
ganadora de los últimos premios Oscar 2020, concedidos por la Academia de
Hollywood. Quedaron citadas a eso de las 17 horas, en las cercanías de la Plaza
de la Merced, para hacer la merienda en alguno de los populares
establecimientos para el tapeo y las infusiones instalados en la zona norte del
populoso lugar. Irían después al cine, en la sesión de las ocho. Sin embargo la
meteorología se iba “estropeando” a medida que iban pasando los minutos,
levantándose un fuerte viento de levante que cimbreaba las ramas de los árboles,
los toldos y las ventanas de las viviendas. Graciela estaba sola aquel día en
casa. Sus padres, Casimiro y Leonora, estaban disfrutando de una excursión de
cuatro días, por tierras de Ciudad Real, organizada por la Peña El Relicario, a
la que ambos pertenecían. En cuanto a su hermano mayor, Tobi, estudiante de “Teleco” tenía la tarde comprometida con un
grupo de clase, ya que estaban preparando una próxima acampada para el
siguiente “finde” en una zona rural del alto Guadalquivir. Se trataba de una
familia sencilla, modesta, de clase media/baja, sin mayores problemas de
convivencia.
Serían aproximadamente las 16:30 horas cuando una
llamada en su móvil la despertó de su apacible letargo, disfrutado apaciblemente
en el sofá del salón. Graciela se disculpaba ante la imposibilidad de poder
acudir a la cita programada. La abuela había sufrido una dolorosa caída en casa
y se veía obligada a acompañar a su madre al servicio de urgencias, donde la señora
mayor tendría que ser reconocida por los facultativos. Mariela no se desanimó
por el contratiempo. Se abrigó un poco y decidió “echarse a la calle” para dar
un buen paseo y tal vez acudir a la película inicialmente prevista. Pero a la desagradable ventisca se había unido
un constante “chirimiri” de lluvia que mojaba el cuerpo, a pesar de la
protección del paraguas. La intensidad eólica del aire racheado mojaba diversas
partes del cuerpo. Precisamente su paraguas de color violeta acabó, como los de
otros viandantes, con las varillas lastimosamente dobladas. Ante la perspectiva
de una tarde en extremo ventosa, enfriado e hidratado el cuerpo por la lluvia
constante, tomó la decisión de volver al hogar familiar. Allí, después de prepararse
una suculenta merienda, consistente en infusión de jengibre en una taza caliente con bebida de soja, además de
unas galletas, comenzó a darle vueltas a la cabeza, pensando en cómo pasar el
resto de la tarde.
Recordó que de pequeña disfrutaba rebuscando en el viejo arcón de madera, que había pertenecido a su
abuela Marcela y que permanecía guardado en el
amplio trastero que su padre compró en su momento, al trasladarse a ese su piso
de siempre. Le apetecía repetir aquellos días de “travesuras” cuando su madre
estaba ocupada en las tareas de la casa o había salido a la calle. A este fin
tomó la llave del trastero, bajando a continuación al garaje comunitario. Una
vez franqueada la puerta de ese espacio para el desahogo familiar, se topó con
las bicis, el viejo tocadiscos, algunas “chamarretas” pasadas de moda, muchos
juguetes de la infancia e incluso losetas sobrantes de la última reforma realizada en la cocina del piso. Y
allí seguía el viejo y nostálgico arcón de madera repujada de encina, con rígidos
apliques metálicos de protección. Pero había olvidado la “medieval” llave de
hierro, que liberara la pesada tapa. En pocos minutos volvió con esa llave de
anticuario, cuya forma tanta gracia le hacía. Una vez levantada la pesada tapa,
se encontró con ese apasionante “tesoro” de los viejos y entrañables recuerdos
familiares que la abuela siempre se había preocupado en conservar.
Repasando y jugueteando con unas y otras prendas,
reparó en el fondo del arcón. Allí descansaba, en una de las esquinas, una
cajita de madera, primorosamente labrada, a modo de cofre,
con la cerradura bien “echada”. Su tamaño era similar al de una caja de
zapatos. Lo intentó un par de veces, pero la cerradura cumplía eficazmente con
su cometido. Recordó que Tobi, su hermano, en cierta ocasión le enseñó a usar
una ganzúa, para abrir determinadas cerraduras. Utilizaba para ello una pequeña
navajilla, de punta afilada, con la que se liberaba el clip de cierre, mediante
una serie de giros aplicados con cierta destreza. Se preguntó si su hermano
conservaría aún aquella vieja y útil navajita de acero. Subió una vez más a la
casa, rebuscando en el ordenado desorden de una habitación utilizada por un
activo joven de 21 años. En uno de los cajones de la mesa de estudio, perdida
en un mar de papeles y objetos varios, encontró para su suerte la pequeña
navajilla plateada, con el mango azul de nácar.
Probablemente fue al quinto o sexto intento, la
oxidada cerradura permitió que el clip del bombín saltara, con lo que la
tapadera del coqueto cofre quedó liberada. ¿Y qué había en el interior del
reducido habitáculo? Envuelto en un lienzo de fieltro rojo, encontró un manojo de cartas (no las contó, pero seguro que su
número superaba la decena) en sobres bien amarillentos, debido al paso natural
del tiempo. Esas cartas estaban fechadas a mediados de los años cincuenta de la
anterior centuria y la repetida destinataria era la añorada y querida abuela
Marcela. Los escritos estaban remitidas por un tal Ventura…
Al estar los sobres abiertos, Mariela no tuvo
dificultad alguna para acceder a los contenidos del misterioso o extraño remitente.
Tenía toda la tarde/noche disponible para leer, con extrema y traviesa
curiosidad, qué le escribía este hombre a Marcela. Tras una hora y media de nerviosa
lectura (el contenido de algunas misivas tuvo que repetirlo más de una vez,
para entender mejor las razones y comportamientos de unos y otros protagonistas
en la muy “peculiar trama”) se vio ya en condiciones de tener una idea más o
menos cabal del misterio que encerraba el inesperado cofre. Se preparó una
apetitosa infusión de jengibre, añadiéndola una cucharada de leche condesada
que ayudaría a endulzar la bebida caliente, sentándose a continuación sobre su
cama, apoyando la espalda en unos mullidos y cómodos cojines rellenos de goma
espuma, que servían a modo de cabecera. Fue hilando todos los flecos de lo que
sin duda pudo ser una gran historia amor, en sus raíces familiares.
Eran los años cincuenta, en la cronología central
de la España franquista. No era fácil en aquel tiempo de rígidas censuras e
hipócritas costumbres, condicionadas por el nacional catolicismo, mantener un
comportamiento ilícito y secreto en lo sexual, por esos pueblos rurales de la más
profunda y austera Castilla. En ese especio geográfico estaba situada el hogar
de los abuelos, por parte de su padre. No cabía duda alguna, a tenor del
contenido de las calidad y tiernas misivas. La abuela Marcela “engañaba” a su
esposo Efrenio con ese individuo, probablemente
dotado con “irresistibles” atractivos, llamado Ventura. Lo más extraño del
caso, es que en el contexto de esos intercambios, tanto epistolares, como
también de otra más intima naturaleza, aparecía la palabra “embarazo” y la
alegría de ambos por haber dado a luz a un crío, del que no se decía nombre
alguno en las cartas. Mariela siempre pensó que la abuela sólo había tenido un
hijo que, lógicamente era su padre Casimiro. Por lo tanto se preguntaba, una y
otra vez ¿qué había detrás de toda esta trama? Caían abundantes goterones de
lluvia en la calle, el fuerte viento silbaba sin descanso, cimbreando las
juntas y cristales de las ventanas, mientras la joven estudiante de Filología
Hispánica cavilaba una explicación coherente, que pusiera un poco de luz a una
historia que, por momentos, se iba tiñendo de variados cromatismos adjetivales.
Dejó pasar unos cuantos días, mientras mantenía el
fajo de cartas a buen recaudo en el fondo de unos de los cajones de su mesa de trabajo.
Pero durante el siguiente viernes, coincidieron solos en casa por la tarde
padre e hija. Mientras merendaban, Mariela se levantó de la mesa y acudió a su
cuarto para recoger el conjunto epistolar de su abuela, presentándolo a su
padre con una valiente sonrisa seguida de la correspondiente pregunta: “Papá, me puedes explicar la verdadera historia que
expresan estas cartas? No me cabe la menor duda de que tú puedes ayudarme a
comprender este puzle sentimental”.
La expresión de Casimiro, de manera inesperada, no
fue de extrañeza. Sabía que alguna vez, ese manojo de cartas, que él bien
conocía, iba a salir a la luz. Por lo tanto sonrió a su inquieta hija
diciéndole: “Vamos al salón y conversamos
tranquilamente. No te preocupes que te explicaré el trasfondo que hay detrás de
todos esos párrafos, que habrás leído más de una y dos veces. Algún día tenía
que pasar. Y ha ocurrido cuando una maravillosa hija, ya mayor de edad, ansía
conocer un poco mejor acerca de su pasado familiar. Pero antes tráeme, por
favor, una copita de ese anís dulce que sabes tanto me gusta. Me ayudará a ser
más expresivo”.
“Tu abuela Marcela era una buena
mujer. Te lo aseguro. Pero como tantas veces ocurre en la vida, nuestra
perfección es limitada. Se sentía infeliz, aunque lo disimulaba (según me han
contado) ante el hecho penoso para ella de no poder quedarse embarazada, impidiéndole
tener descendencia. El abuelo Efrenio, su marido, era impotente. Entiéndeme,
desde un punto de vista químico. Eran años de escasez y sin los adelantos con
los que tu convives en la actualidad. El abuelo, que era un hombre de pueblo,
tozudo, sin apenas cultura, pero muy cumplidor de su trabajo en el campo y con
el ganado, a su manera también sufría, a ver que su Marcela era desgraciada …
“por su culpa”. El buen hombre se sentía responsable de esa pena que afligía a
“su hembra”. Así que un buen día, la cabeza y el corazón de Efrenio le llevaron
a cometer la “locura” de negociar un amor prohibido con Ventura, un ex
legionario que al abandonar el Tercio se había dedicado a la crianza de ovejas,
vacas y caballos. Este libertino personaje había procreado muchos hijos y no
dudaba en liarse con toda la que se le pusiera a “tiro”. Era compañero en la
tasca del abuelo, quien le entregó un buen dinero y algunas yeguas por el
servicio que le iba a prestar, que no era otro que “rondar “ a la Marcela en
secreto, por supuesto, y dejarla preñada lo antes que fuera posible (no era
preciso esperar en demasía, dada la probada potencia sexual de este verdadero
macho ibérico”.
Mariela escuchaba a su padre con toda la atención
del mundo. Poco a poco iba vislumbrado esa entramada historia, que difícilmente
se le había podido pasar por la cabeza. En cuanto a Casimiro, aunque trataba de
mostrar entereza, la procesión le iba por dentro. Confesaba a su hija que
Efrenio no era su padre genético. Que él era producto a la desesperada de un
marido impotente, que contrató a “un vivales” del sexo para que su mujer tuviera
un hijo, ya que la química de su organismo no se lo iba a permitir nunca, con
los conocimientos de aquella ya muy lejana época.
“De hecho, Mariela, yo conocí la
verdadera historia de mi procreación cuando con 19 años, tu abuela se puso muy
malita, con unas fiebres que pensábamos que se iba a marchar a la otra vida.
Sintiéndose tan mal, me confesó que yo era hijo de un hombre que la rondó
durante unos meses y que al cabo del tiempo desapareció del pueblo. Algunas
personas han comentado que se fue al África. No lo sé … de él nunca más se supo.
Corría una leyenda o chascarrillo en el pueblo (ha llegado a mis oídos) que situaba
al Ventura de portero y jardinero en un convento de monjas teresianas ¡Pobres
hermanas sucesoras de la Santa de Ávila, en caso de ser cierto este comentario
popular!”
Con el bagaje temático de aquellas doce cartas de
amor, Mariela escribió su primer libro, como joven y prometedora autora
literaria. Hoy, además de impartir clases en un instituto público de enseñanza
secundaria, ejerce también como escritora profesional, llevando publicados
hasta el momento tres novelas, creaciones con las que han tenido un apreciable
éxito de ventas en las librerías. Por cierto, ese su primer libro lleva en la
tercera página una especial dedicatoria. Con gratitud, cariño y admiración para Marcela, una mujer
valiente en tiempos difíciles. Gracias, por la vida”.-
UN REVELADOR
HALLAZGO, EN
UNA TARDE DE VIENTO
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
28 Febrero 2020