viernes, 24 de enero de 2020

VIRGINIA Y AQUELLOS MINUTOS IMPORTANTES PARA SU DESTINO.

Ceremonia para el final de curso, desarrollada en las instalaciones de un colegio privado confesional. Son los lejanos años 60 de la anterior centuria. Uno de los puntos de la programación, en ese día gratamente festivo para los alumnos que asistían junto a sus padres (además de los miembros del claustro de profesores) era la imposición de becas o bandas de colores.

Con esta simbología escénica se premiaban y reconocían los méritos de determinados alumnos, que se habían hecho acreedores a tal distinción a juicio de sus tutores y maestros. Cada una de esas bandas eran colocadas, por la religiosa directora del colegio, sobre los hombros y el pecho de los alumnos distinguidos, que mostraban radiantes una gran satisfacción en sus rostros. Estas distinciones de seda o fieltro poseían un determinado color (azul, rojo, verde, violeta, amarillo, naranja…) que aludía simbólicamente a los méritos contraídos por la asistencia a clase, la urbanidad en el comportamiento, el esfuerzo para el estudio, el compromiso religioso, la ayuda a los demás, etc. en cada uno de los casos. Desde luego aquellos méritos eran plausibles y comprensibles en el contexto temporal que ahora estamos recordando, aunque también podrían tenerse en cuenta, por su cualificada naturaleza,  para premiar su cumplimiento en otras épocas más recientes o actuales.

Una de esas bandas tenía una valoración específica que hoy nos puede hacer sonreír, si observamos el modo de comportarse de los niños y los mayores en la actualidad: nos estamos refiriendo al valor inteligente y cívico de la puntualidad.

Efectivamente el hábito temporal de la puntualidad no brilla especialmente, para nuestro pesar, entre aquellos gestos positivos que reflejan nuestras conductas en el tiempo que nos ha tocado protagonizar. Es una realidad manifiesta: a muchas personas no les causa la menor preocupación llegar tarde a las citas previamente comprometidas o a los horarios establecidos de presentación. De esta forma vemos “y soportamos” como numerosas reuniones tienen que retrasarse más de “los cinco minutos de gracia” debido el incivismo de aquellos asistentes impuntuales; hay también dirigentes políticos que llegan sistemáticamente tarde (a veces con treinta minutos o incluso más) a los eventos que por su representatividad y cargo han sido invitados a asistir; ya sabemos que a las ceremonias nupciales, la mujer “debe llegar algo más tarde” que su futuro marido; también resulta del todo punto “normal” que la mayoría de los espectáculos públicos no comiencen a su hora, especialmente cuando su principal protagonista es una figura señera en el campo musical, artístico o interpretativo; esperamos el inicio de una conferencia minutos y minutos, con respecto a la hora programada. Cuando al fin aparece el ponente de la misma, incluso le aplaudimos. La muestra de ejemplos podría ser más extensa. De una u otra forma asumimos con normalidad el mal hábito de la impuntualidad en nuestros actos. Incluso los ingleses tienen dos expresiones que reafirman lo anterior: on time, para la exacta puntualidad; in time, para expresas que, aunque no se ha cumplido con la hora exacta, estás aún a tiempo para “cubrir” el horario establecido.

Aparte de la informalidad y falta de respeto que esta actitud representa para los que esperan, en sí misma puede tener efectos perjudiciales incluso para los que, incívicamente, incurren en la misma. El transporte público tiene que respetar su horario de salida, por lo que puedes perder el viaje en ese tren, bus o avión, sin no llegas a tiempo. Habrá eventos en los que no se te va a permitir la entrada, una vez comenzado el espectáculo. Igual ocurrirá ante una prueba de examen, en la que el profesor no autorizará nuestra entrada, una vez repartidas o dictadas las preguntas o los ejercicios a desarrollar. Acudir tarde a una entrevista de trabajo supone ya un factor (negativo) a considerar, por parte de quien nos ha estado esperando para iniciar el diálogo correspondiente. Piénsese en los maestros integrante de una orquesta. También en este contexto soportamos una falta grave de “puntualidad” cuando los sonidos de algún instrumento “entran tarde” sin acomodarse a la sincronía debida con el resto de los  elementos orquestales. La llegada tardía de un órgano corporal puede ser letalmente definitiva para ese trasplante que intenta salvar la vida del receptor.

Como también le ocurre a tantos hombres y mujeres en nuestro Planeta, Virginia Laria Niebla no había tenido la suerte u oportunidad necesaria para conocer a esa persona, con la que los seres humanos sueñan y desean compartir, con diverso resultado posterior, el resto de su vida adulta. A sus 46 años de edad, podía presumir de poseer una acomodada estabilidad profesional (era presidenta titular del juzgado número cinco en la capital de Segovia). Había sido una alumna aventajada en los estudios de Derecho realizados en la Universidad Central de Madrid, conformando un brillante expediente académico que, lógicamente, enorgulleció a sus padres, un capitán del cuerpo de infantería, don Helenio, actualmente ya en situación de reserva y de su madre, doña Flora, maestra nacional de profesión, actualmente también jubilada. El matrimonio sólo pudo traer a la vida a ese único descendiente que tantas alegrías les fue proporcionando, tanto por su cariñoso carácter filial de la joven, como por su rendimiento en los estudios y posteriormente en el desempeño de su difícil función profesional como jueza en los tribunales de justicia.

Su permanente y “obsesiva” dedicación al estudio en la carrera jurídica y a las difíciles oposiciones a las que se vio obligada a concurrir, en virtud de su intensa vocación profesional, le apartaron de una vida relacional más al uso, durante esas edades donde se viven y cultivan las amistades que van jalonando las diversas etapas de nuestra evolución. No es que se propusiera desarrollar un aislamiento social programado en seno de su agenda diaria, sino que un exagerado compromiso con sus obligaciones de estudio y preparación le ocasionaron un cierto aislamiento personal con respecto a otros incentivos perfectamente compatibles con su esfuerzo y dedicación cotidiana al mundo de la ley. Ese comportamiento “monotemático” por parte de su única hija era percibido con preocupación por sus padres pero, a pesar de esa razonable inquietud ante el paso de los años que no vuelven, privaba en ellos el comprensible pero discutido egoísmo por tener una hija juez en los tribunales de justicia. Se repetían a sí mismos, en un íntimo auto-convencimiento interesado: “Ya llegará el tiempo y la oportunidad para que Virgi encuentre a esa media naranja con la que formar un hogar, en el que Dios ponga unos nietos que nos colmen de alegría, tal y como debe ser”.

A Virginia, tan centrada como estaba en su compleja labor profesional, parecía no preocuparle el hecho de ir cumpliendo páginas en el calendario personal sin modificar ese ritmo vital por el que marchaba su ordenada existencia. Trabajo exhaustivo de lunes a viernes, con una labor jurídica que llenaba muchas de las horas del día, para que a la llegada del fin de semana pudiera “cultivar” esa gran pasión que le acompañaba desde los ya lejanos tiempos de la adolescencia: los largos paseos por la naturaleza. Dedicaba a ello especialmente los domingos, hiciera buen tiempo o la meteorología fuese algo menos amable para caminar entre colinas, planicies o valles. Para esta saludable actividad había encontrado una eficaz compañera, que también amaba las marchas y paseos senderistas. Esta buena amiga (gran experta en ese tipo de deporte) era Claudia Lorigia, funcionaria de la administración del Estado, con veinticinco años de edad en la actualidad. Su compañera de marcha venía acompañada, en algunas ocasiones, por su pareja afectiva Mauricio, aunque este auxiliar de enfermería no siempre tenía libre esos días en los que terminaba la semana, pues tenía que cumplir horas de guardia en el Gran Hospital de Segovia.

En más de alguna ocasión la muy cualificada jueza estuvo sopesando la posibilidad de buscar una independencia de hábitat. Siempre había convivido con sus padres, que se mostraban felices al tener a su única descendiente junto a ellos. Aunque esta proximidad parental había provocado inevitablemente roces y discusiones en algunos momentos, Helenio y Flora trataban de evitar que esas ocasionales diferencias fuesen a mayores, pues en modo alguno querían provocar un estado de incomodidad en su hija, situación que pudiera derivar en el alejamiento físico de quien era su feliz proyección genética. Ambos cónyuges habían ya sobrepasado ampliamente su sexta década vital y valoraban como un tesoro para su seguridad y sosiego esa proximidad física y familiar que tanto bien podía reportarles.

Un hecho inesperado vino a modificar la rutinaria estabilidad personal que florecía de continuo en la muy ordenada vida de Virginia. Tenía por costumbre, antes de conciliar el sueño cada noche, dedicar unos minutos a la lectura, bien cobijada entre los almohadones de su dormitorio. Aquél martes de abril había sido especialmente intenso en la actividad procesal de su judicatura. Por este motivo eligió para entretenerse la revista semanal que compraba su madre, en lugar de alguna de las obras literarias que solía tener encima de la mesita de noche. Fue recorriendo con los ojos somnolientos las hojas de esa “prensa del corazón” que ayuda a pasar el tiempo y a la vez aturde por la banalidad mayoritaria de sus contenidos. Sin embargo se detuvo en un reportaje que el periodista dedicaba a una popular estrella del cine español. La “escultural” actriz narraba su experiencia viajera en un crucero por las románticas islas Cícladas del mar Egeo en el Mediterráneo, vacaciones con las que deseaba superar un reciente conflicto afectivo muy al uso en ese sector de la jet society. Se sintió profundamente motivada con el contenido del artículo, recreándose en la espectacularidad de unas fotos que mostraban la belleza inigualable de un maravilloso entorno natural.

En un “hueco” de su trabajo, durante la tarde del día siguiente, acudió a una agencia de viajes que tenía dos calles más abajo de su domicilio. En el establecimiento turístico le ofrecieron una completa información acerca de varias posibilidades para visitar la insularidad griega. Optó por un sugestivo crucero de 8 días 7 noches, eligiendo la fecha de la primera semana de julio, mes en el que podría hacer uso de sus vacaciones anuales. Se sentía muy ilusionada ante el denso programa a desarrollar por el tour viajero, programado y realizado en un prestigioso navío de la Royal Caribbean. Era tal el incentivo emocional que sentía que los dos meses que había que esperar para el inicio del viaje pasaron para ella con una especial presteza. Tuvo el gesto generoso de sugerirles a sus padres que la acompañaran, pero éstos (con un calculado y responsable criterio) declinaron el ofrecimiento. Entendían que su casi siempre abrumada hija necesitaba disfrutar sola esos gratos días y sobre todo entablar nuevas amistades que le harían bastante bien.

El crucero por las paradisiacas islas del Egeo transcurrió con la normalidad prevista en los proyectos bien programados. Visitas explicativas, actividades de animación y deporte, servicios en el navío de alto nivel, tiempo suficiente para los paseos y las compras de regalos y otros caprichos de los siempre bien atendidos pasajeros, una restauración a la que había que poner el tope de la sensatez para no volver del viaje con varios kilos de más en el cuerpo etc. Todo ello confortaba mucho a la “rejuvenecida” jueza, que se sentía como una chica adolescente estrenando sus nuevos zapatos.



En la quinta noche, cuando habían abandonado el interesante recorrido por la isla de Naxos, Virginia se sintió algo indispuesta. Probablemente había tomado una cena algo copiosa para lo que en ella era habitual (era difícil sustraerse a los incentivos de un muy cualificado buffet) por lo que a eso de las once de la noche se dirigió a una de las cafeterías que había en la cubierta del buque. Solicitó una infusión relajante que le pudiera aliviar de su incómoda pesadez estomacal.  La grata temperatura ambiental que el estrellado cielo helénico concedía, sobre las tranquilas aguas del mar Egeo, animaba a permanecer muchos minutos en la cubierta para soñar en silencio con el suave y delicado vaivén del poderoso navío. No había muchos pasajeros en la cafetería Nalia aquella noche, ya que el día había sido densamente ajetreado con las visitas y desplazamientos contenidos en la programación, lo que invitaba a descansar para el siguiente día. Mientras tomaba su infusión de menta poleo percibió que una joven, en la que apenas había reparado hasta el momento, le estaba mirando con fijeza, aunque trataba educadamente de disimular su interés. Pero en un determinado momento la chica se levantó de su cómodo asiento y se dirigió hacia su mesa, mostrando una serena sonrisa.

“Hola, buenas noches disculpa que te moleste. Tenemos un tiempo estupendo para gozar esta noche. ¿Te importa que me siente junto a ti? Es que no me agrada tomar el café sola, sin compartir las palabras con alguna persona. He visto que viajas sola, como a mi también me ocurre. Como consecuencia a veces tienes la necesidad de comunicar y no encuentras al interlocutor adecuado para ello. Hemos coincidido en algunas de las visitas y actividades, pero entiendo que somos un grupo numeroso de viajeros y apenas nos damos cuenta de los otros pasajeros que comparten la misma actividad…”

Un tanto divertida, Virginia le hizo una amable señal a la joven para que tomara asiento en su mesa. Las dos mujeres comenzaron a dialogar sobre temas más o menos intrascendentes. Si en principio parecía que la inesperada conversación iba a durar unos pocos minutos, la agradable charla, mezclada con silencios y fijeza en las miradas, se prolongó hasta más allá de la 1.30 de la madrugada. La intrigada jueza se dio cuenta desde el primer instante que su interlocutora deseaba “jugar” a los misterios, ocultando en lo posible aquellos detalles personales que más la podían identificar. Solo “logró” averiguar que la chica tenía por nombre Claudine y  aunque francesa de origen, dominaba a la perfección la comprensión y expresión del castellano. Durante esa noche y en los cuatro últimos días de viaje, ambas viajeras apenas se separaron. Se las veía juntas y alegres, tanto en el desarrollo actividades comunes, como en la sensual intimidad con la que ambas indudablemente gozaban,  practicando hasta el cansancio ese lúdico e infantil juego de los profundos silencios y las intensas miradas, mezclando gestos de profunda afectividad. Una y otra mujer mostraban su recíproca y ansiada atracción, practicando esa divertida y enigmática relación de vivir con intensidad los momentos del presente,  postergando hasta lo innecesario cualquier otro conocimiento que profundizara en sus respectivos pasados o en ese mañana que ahora simplemente era superfluo o incluso estorbaba.

Por primera vez, después de tantas vivencias protagonizadas en su ejemplar y “metódica” existencia, Virginia se sentía plenamente feliz. Con esas inesperadas vivencias, parecía que flotaba en una nube que sobrevolaba el mar de las ansiedades y los deseos. Compartía los minutos y los segundos con una joven, probablemente dos décadas menor que ella, gozando de esos latidos misteriosos que son incapaces de ser medidos por cualquier artilugio mecánico, sólo comprendidos y justificados por esas cripticas necesidades insertas en el corazón y en los sentimientos insaciados.


Y llegó el hostil día de la vuelta a los orígenes. La noche de la despedida fue dulce en la ternura y triste en la permanencia del tiempo. Habían disfrutado juntas cuatro días, desde que descubrieron su perentoria y gozosa necesidad y no se habían ocupado en buscar otras causas o porqués. Al fin Claudine intentó poner un poco de orden, con inusitada firmeza, en el siempre estructurado y racional comportamiento de Virginia, ahora sumida en la rebeldía ácrata de la despertada sensualidad.

“Ahora tampoco es el momento de las respuestas ni de las preguntas, mi querida “Virgi”. Aunque estas palabras tendrían que venir de tu racional inteligencia, soy yo la que debo decirte que debemos dejar pasar un tiempo para la prudencia. Con este período de separación comprobaremos si ese nuestro torrente impetuoso aun sigue trayendo agua en su caudal. Y si recuperará de nuevo el viejo cauce para unos sentimientos ocultos pero felizmente despertados en nuestra enriquecida sensualidad. Como carecemos prácticamente de datos al respecto, no hay peligro de incumplir nuestra separación. Pero te propongo que fijemos un lugar, un día y una hora, a fin de comprobar si ese torrente afectivo desecha definitivamente el viejo cauce y busca la aventura de un nuevo camino para la vida. ¿Por qué no París, en la entrada principal de la torre Eiffel? Un quince de septiembre, a las cinco de la tarde. Si estás allí, yo pondré luz a todas tus dudas. Entonces veré si estos dos meses exactos de separación no te han hecho volver a tu antiguo y árido cauce. Si compruebo tu valentía presencial, juntas reiniciaremos para siempre el camino y la vida”.

Para Virginia esos dos meses de espera para el reencuentro estuvieron teñidos de tristeza e ilusionada esperanza. Sus padres y los compañeros de judicatura percibieron en ella un nuevo talante y comportamiento, como algo más relajado con respecto al ritmo estresado y aritmético que era habitual en su profesionalidad. Durante ese período de dolorosa  separación no tuvo, con la extraña y atractiva Claudine, el menor contacto epistolar, informático o telefónico. Pero al fin llegó ese mes renovador de Septiembre, en la antesala otoñal de la anualidad.

Siempre puntual en el cumplimiento de sus compromisos, en este ocasión quiso el travieso azar que una revisión aérea retrasara la llegada de su vuelo Air Europa, Madrid-París, dos horas y media con respecto al horario programado. El reloj de Notre Dame marcaba ya las 19:40, cuando Virginia accedió a la entrada de la emblemática Torre Eiffel. Esperó y esperó, pero inútilmente, la visión ansiada de su deseo. A eso de las 22 horas, otro taxi la condujo de nuevo a su hotel. Durante el siguiente día volvió al punto frustrado de reencuentro, pero Claudine no apareció. Nunca más ha vuelto a tener información de aquella extraña y atractiva joven, que en unos afortunados días de crucero supo despertar en ella sus aletargados e insospechados sentimientos. En la actualidad continúa desarrollando su austera y estricta función judicial, tratando inútilmente de olvidar esa luz, llena de encanto y misterio, que apareció en su vida durante unas vacaciones navegando por las serenas aguas del Egeo. El interrogante de esos minutos perdidos en su cita, permanecerá con firmeza entre sus dudas, sentimientos y recuerdos-



VIRGINIA Y AQUELLOS MINUTOS IMPORTANTES 
PARA SU DESTINO



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
24 ENERO 2020

Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           


1 comentario:

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