Esta insistente realidad, con la que intentamos
recuperar banalmente algunos de los beneficios disfrutados durante la infancia,
podemos observarla con manifiesta frecuencia en muchos de las personas con
quienes nos relacionamos en el día a día. Se trata de aquellos hombres y
mujeres, con cuerpo de adultos pero con la mentalidad y reacciones de los
niños, que se comportan como éstos en no pocos de sus actos y respuestas. Y es
que, como avanza el título de este relato ¡es tan difícil abandonar el
“paraíso” de la infancia!
En alguna ocasión nos sinceramos con reflexiones
que reflejan esa añoranza de nuestros tiempos y vivencias pretéritas: “Cuando era niño, los problemas eran para otros, mis
padres y los familiares mayores. Yo sólo me preocupaba en jugar y en disfrutar
con todo lo que podía. Aquellas dificultades e incómodas experiencias, por
graves o nimias que fuesen, eran asumidas por nuestros padres, cuya obligación
era, por supuesto, afrontarlas y tratar de resolverlas. De manera inexorable,
los años van pasando por nuestras vidas y vemos con irrefrenable nostalgia que
aquel niño, cuya mayor o única obligación eran los juegos y sentirse ajeno a
los problemas, se va haciendo mayor. Y, a su pesar, se convierte en el
protagonista a quien llegan las dificultades y los problemas que, obviamente,
ha de esforzarse en superar.”
Es probable que muchos de los que pacientemente
estén leyendo estas líneas argumenten que ese supuesto “estado de felicidad e
inconsciencia infantil” no es tan universal como a priori pueda parecer, pues
hay miles y miles de niños para los cuales su infancia soporta abundantes
“nublados” de infelicidad y dolor, debido a múltiples motivos y complejas circunstancias.
Por supuesto, esa también triste realidad es cierta, injusta y absurdamente soportada
por los que menos o ninguna culpa tienen en su origen, desarrollo y consecuencias.
Pero, en general, aquella etapa de nuestros primeros años, a pesar de las
carencias y de los comportamientos de
nuestros mayores, se recuerda con gratitud, cariño y una muy indisimulable
nostalgia.
No, no suele olvidarse esa
etapa vital de cuando éramos niños. Incluso tratamos de asumirla o
rememorarle desarrollando comportamientos que práctica y sentimentalmente nos
la recuerda. Por ejemplo, en las festividades de Reyes, Navidad, cumpleaños y
santorales, vemos a muchos de los adultos, padres consolidados de familia,
jugando felizmente con los juguetes de sus hijos, como si la niñez hubiese
vuelto milagrosamente a sus vidas. ”Arrebatan o se apropian literalmente”, casi
sin darse cuenta, esos juguetes que han recibido sus hijos, ante el asombro
sonriente o protestón de los pequeños. Esos mismos papás y mamás disfrutan
sorbiendo los helados y “chupando” los caramelos o comiendo los frutos secos,
incluso con más intensidad y desparpajo que los pequeños. En muchas de las
salas de cines, donde se proyectan cintas de dibujos animados (con añoranza,
también asumimos que el mítico y rancio celuloide hoy ya ha desaparecido)
muchos de los mayores consumen más “palomitas” y exteriorizan más las emociones
ante la trama proyectada en pantalla que sus propios hijos “a los que han
llevado al cine”. Los ejemplos y detalles al respecto serían abundantes y variados
en su peculiar naturaleza de esta “imposible o medio imposible” vuelta a
tiempos lejanos, en la vida de cada cual.
Tanto es así que esos adultos
con alma de niños, que “se han tenido que hacer y comportarse como
mayores” ya en las décadas más avanzadas de su existencia, durante los años
postreros de sus vidas vuelven psicológicamente a su feliz remota infancia,
generando unos comportamientos y acciones que bien podrían ser firmadas por
aquellos niños que fueron hace cincuenta, sesenta o más años en sus respectivas
biografías. “Se comporta como un niño, a
pesar de sus muchos años”. Es verdad, si
nos detenemos a observar las actitudes de muchas personas mayores, destacamos
en las mismas respuestas de naturaleza caprichosa, egocéntrica, envidiosa,
terca, susceptible, pusilánime, quisquillosa, antojadiza o simplemente
“infantil”. A veces no tenemos que mirar hacia los demás, sino propiamente
hacia nosotros mismos para detectar, con objetividad y equilibrio, esos
comportamientos “inadecuados”, debido a su edad, de quienes neciamente los
protagonizan. Aquéllos que lloraban en su infancia, por motivos nimios, ahora
ya en la “3 edad” de sus vidas, vuelven a hacerlo, mimetizando esos
sentimientos de cuando gemían siendo niños porque algo no salía a tenor de sus
gustos, caprichos o preferencias. Volvemos al punto de origen en el recorrido
circular e inevitable de nuestras existencias.
Son tres antiguas amigas, llamadas ÁGUEDA, BERTA y TATIANA
que ahora, en sus respectivas etapas de jubilación, han recuperado aquella
intensa amistad que mantuvieron cuando eran niñas que iban al mismo colegio y
jugaban cada una de las tardes en la plazuela del barrio donde vivían, junto a
sus padres y hermanos.
La pequeña historia de cada una de estas tres
mujeres, prácticamente coetáneas en su edades, ha sido lógicamente diferente.
Pero ya en esta tercera fase de su prolongada existencia se acercan en su
identificación, con sus todavía pequeños o grandes achaques físicos, los gratos
recuerdos de un pasado fugaz y esa triste coincidencia sentimental por su
situación de viudedad familiar.
Águeda siguió la misma estela profesional y vocacional de su padre: la
arquitectura, aunque no ha ejercido su titulación en el ámbito privado. En su
momento prefirió concurrir a una convocatoria de plazas municipales, en la
concejalía de urbanismo de su ciudad, pruebas que superó con la suficiente
brillantez. Ha permanecido trabajando como arquitecta municipal 36 años
ininterrumpidos, vinculada al macrodepartamento de Obras Públicas y Ordenación
del Territorio en el Ayuntamiento de la capital.
El destino laboral de Berta
ha sido diferente, aunque también tuvo la fortuna de pasar por las aulas
universitarias, precisamente en una época en la que acudir a los campus y
clases de la Universidad era una oportunidad menos frecuente de lo que es hoy para
la mujer. Con ímprobo esfuerzo económico (sus padres eran unos modestos y
honrados trabajadores de panadería) pudo cursar sus estudios de medicina.
Siempre guardará un fervoroso agradecimiento al propietario de la tahona, persona
que ayudó generosamente a sus padres para que la única hija que pudieron traer
a la vida lograra alcanzar la licenciatura de médico pediatra, especialidad que
ha ejercido con eficiencia hasta cumplir los setenta años de edad.
La tercera de las amigas tiene por nombre Tatiana. Incluso desde antes de la adolescencia tenía una muy positiva predisposición al buen
trato con los niños. Cursó sus estudio de magisterio en la Escuela Normal de su
ciudad, ejerciendo la profesión vocacional de maestra en distintos destinos de
la geografía nacional y regional. Esta mujer de carácter dulce y generoso, que
tanto amaba la educación y enseñanza a los más pequeños, nunca pudo tener el
hijo propio que tanto anhelaba. En aquellas ya lejanas década del siglo XX, el sistema
de reproducción asistida estaba en sus orígenes investigativos, no como hoy en
que abundan las clínicas preparadas al efecto.
Las tres amigas, ahora en la madurez avanzada de
sus vidas, han sabido recuperar la amistad relacional que practicaban cuando
jugaban en la plazuela y calles adyacentes de ese barrio entrañable, ubicado en
la parte oeste /norte de la ciudad. A consecuencia de esa fructífera proximidad
que con inteligencia cultivan, cada tres tardes a la semana comparten varias
horas del amplio tiempo libre del que
disponen actualmente en sus sosegadas agendas. A las 18 horas de esas tres
tardes, los lunes, miércoles y viernes, se reúnen para pasear, conversar y, por
supuesto, también para merendar. Martes y jueves son días que suelen dedicar a
sus nietos, en el caso de Berta y Águeda, mientras que Tatiana dedica esas
tardes a la acción social de su parroquia. En ocasiones, también aprovechan
horas del fin de semana para estar juntas en paseos o en asistencias a eventos
culturales.
En general las tres señoras suelen llevarse
relativamente bien, existiendo entre ellas una positiva y global armonía,
aunque el avance de los años en sus dilatadas biografía hacen que afloren con
intermitencia diversos comportamientos desafortunados
que enturbian la apertura relacional que saben alcanzar en otros más
afortunados momentos. Veamos algunos divertidos y “reflexivos” ejemplos.
Para comenzar, son bastante aficionadas a practicar
ese peligroso e inadecuado “cotilleo o critiqueo” sobre la compañera o amiga que
en ese instante no está presente en la conversación. Les cuesta trabajo evitar
esos enfados nimios y cargados de escenificación “infantil”, por los motivos
más banales, aunque después todo suele volver a la calma de las aguas en
remanso. El tema de la ropa es otro de las cuestiones que hace sobrevenir
rencillas y actitudes envidiosas, como las que adoptan los niños pequeños con
las prendas de vestir y calzar, que sus madres y padres les han aplicado. Cuando
son conscientes de que una de ellas ha encontrado una oportunidad de saldo en
las tiendas de ropa, comienzan los enfados mal disimulados, porque las otras
dos han llegado tarde o no han sabido hacerse con la misma oportunidad. Otro
ejemplo de esas niñerías aparece cuando van al cine a disfrutar de una
película. Las tres quieren el asiento más centralizado y libre que da al
pasillo entre las filas de butacas, discutiendo por aquello de que “hoy no te
toca a ti. Siempre quieres tener el mejor sitio. Pero hoy no te voy a dejar
pasar”. Y qué decir acerca de los gramos y la grasa corporal, con los sofocos y
disimulos subsiguientes. La cuestión de sus respectivas apariencias
original “ridículas” rivalidades, más
propias de chicas adolescentes y en verdadera “edad de merecer”, expresión muy utilizada
en tiempos pretéritos, que de señoras negociando con decoro su saludable
ancianidad.
También esas diferencias “seniles” van generándose cuando
llega el momento de pagar por las meriendas o alguna comida de las que juntas realizan.
“Hoy te toca pagar a ti, que siempre te haces la remolona. Ya te conocemos. Y
no sé por qué te enfadas. Todo porque yo he pedido un trozo de tarta de
zanahoria y tu has preferido un croissant”. El verano pasado hicieron un
pequeño crucero por el mediterráneo en un camarote para tres, pues les salía
más económico. Las discusiones y enfados, acerca de quien tenía que ocupar la
parte alta de la litera para dormir, daba lugar a cómicas situaciones,
especialmente por los peculiares argumentos esgrimidos, acerca de la intensidad
acústica de los ronquidos, los movimiento nerviosos en la cama y también … por
los fétidos aromas ambientales derivados de organismos estomacales ya no bien
controlados.
Sin embargo, a pesar de todos esos roces,
discusiones, y egocentrismos infantiles, saben estar cada una de ellas en su
puesto de responsabilidad personal, cuando la situación así lo demanda. Hubo un
hecho bastante reciente que hizo renacer entre ellas esa vuelta a la infancia,
en el ámbito más positivo y bondadoso del hecho.
Una noche de sábado otoñal Tatiana volvía a su
domicilio, tras haber estado en una reunión parroquial con fines caritativos.
Al llegar al envejecido bloque de pisos donde vivía, ubicado en un barrio hoy
muy degradado en su abandono, pero a dos pasos del centro antiguo de la capital,
observó varios corrillos de personas delante del mismo. También se hallaban
presentes miembros uniformados de la policía nacional y local, además de alguna
ambulancia del 061 y dos vehículos del Real Cuerpo de Bomberos y de Protección
Civil. Preguntó sobresaltada a algunos conocidos qué estaba ocurriendo,
informándole estos convecinos (con lágrimas en los ojos) que hacía unas horas
se habían escuchado ruidos extraños en el pequeño bloque de tres plantas, más
la basal. Algunos de los nueve vecinos que estaban en sus casas comprobaron con
estupor la aparición de una serie de grandes grietas en tabiques y muros de
separación de las viviendas. Alertadas de inmediato las fuerzas de seguridad,
se presentaron en el inmueble y realizaron una exploración visual de urgencia.
A los pocos minutos se habían presentado en el lugar técnicos de los servicios
municipales de urbanismo y de los bomberos. Las primeras impresiones habían
sido desgraciadamente pesimistas. Coincidían en que el inmueble se hallaba en
inminente estado de ruina. Probablemente, algunas capas freáticas que
circulaban bajo el subsuelo de la zona y los no muy contundentes materiales que
conformaban la antigua edificación estaban cediendo, fallando la sustentación
del rancio y entrañable bloque de vecinos, todos ellos personas de avanzada
edad.
En opinión de los técnicos municipales, el riesgo
de derrumbe de todo el inmueble, bloque exento pues sus laterales daban a dos
estrechos pasajes o callejones, era fundado y desgraciadamente previsible. De
las nueve familias que lo habitaban, seis habían sido ya desalojadas. Otra
familia estaba de viaje. Las dos restantes (una de ellas era la propia maestra
jubilada) habían vuelto a casa,
encontrándose con la tan desagradable e inesperada situación. Pasaban unos
minutos de las 22 horas y Tatiana estaba literalmente en la calle, con su bolso
y la ropa ya de abrigo sobre su cuerpo, pues hacía un par de días que el tiempo
cálido había sido sustituido por una apreciable bajada de la temperatura. No se
les autorizaba el acceso a los domicilios, por su propia seguridad personal. Por
lo tanto no podía subir a su 3º A (para recoger lo imprescindible) lugar en
donde había nacido y vivido junto a sus padres y posteriormente con su
fallecido marido, Adriano, que había fallecido hacía un lustro. Los Servicios
Sociales del Ayuntamiento habilitaron rápidamente contratos en un hostal
relativamente cercano a la zona del inmueble siniestrado, para que los vecinos
que así lo deseasen pudieran pasar, en principio, las siete próximas noches.
En estas circunstancias de crisis y desconcierto, Tatiana realizó sendas
llamadas telefónicas a sus dos íntimas amigas, es un estado de crisis nerviosa
y sumida en un “mar de lágrimas”. Con la mayor fortuna, tanto Berta como Águeda
supieron estar a la altura de las penosas circunstancias que incidían en su
desafortunada amiga y no la dejaron abandonada, en la crítica situación que tan
sorprendente se había visto sumida.
Ha pasado ya casi un mes y medio de esa noche
luctuosa en la vida de Tatiana. Águeda y Berta habilitaron de inmediato sendas
habitaciones en sus respectivas viviendas, para que cada quince días Tatiana
conviviera con una de sus dos amigas. La maestra jubilada se siente acogida y
apoyada en todo lo necesario, para esta fase de imperiosa necesidad en su vida.
El viejo inmueble ya ha sido derribado por los servicios operativos del
Ayuntamiento, a fin de evitar riesgos personales por el estado precario en que
se encontraba su debilitada estructura constructiva. De los nueve propietarios
e inquilinos, más el comerciante de una carnicería en la planta baja, seis tenían
firmado diversos seguros multirriesgos del hogar. Pero el proceso de
compensación económica es lento, pues aún están en la fase de peritos y
responsables técnicos de las empresas aseguradoras. El caso es que la póliza
suscrita por los padres de Fernanda no estaba suficiente valorada (o bien
contratada) por lo que respecta a los daños al continente y al contenido del
inmueble. En consecuencia la indemnización para la antigua maestra no va a ser
especialmente elevada. Eso sí, con los ahorros bancarios de que dispone y con
la previsible compensación que habrá de recibir de la compañía aseguradora,
está buscando un pequeño apartamento, incluso de segunda mano, que no esté
excesivamente alejado de la zona en la que siempre ha residido.
“Os agradezco en el alma la inmensa
generosidad que habéis tenido con mi persona. Me habéis abierto vuestras casas,
a fin de ofrecerme compartir todo lo que tenéis. Estoy emocionada y
profundamente agradecida. Pero llevo conviviendo con vosotras casi mes y medio
y como bien conocéis, estoy en negociación con una inmobiliaria para la
adquisición de un pequeño apartamento que, para una sola persona sola como yo,
es más que suficiente. Repito que vuestra generosidad ha quedado bien
demostrada, pero debo dar este paso, pues ambas tenéis derecho a vuestra
privacidad e intimidad. Difícilmente tengo palabras para expresar el
agradecimiento que me embarga ante vuestro buen corazón”.
Fue Águeda la que primero respondió a la intención
de su amiga de buscar un alquiler, hasta el momento de que pudiera disponer de
ese nuevo apartamento, con las reformas imprescindibles que habría que
aportarle.
“Querida Tatia. Hay detalles y
respuestas que no se olvidan, pese al paso de los años. Cuando éramos niñas nos
enfadábamos neciamente por chiquilladas y tonterías. Cosas de la niñez. Pero
hubo momentos en que la amistad florecía entre nosotras, con todo su admirable
esplendor. Recuerdo que una vez, cuando tenía 13 años, sufrí una grave
varicela, ciertamente bastante agresiva. Me vi obligada a quedarme encerrada en
casa, por ineludible prescripción médica casi un mes completo (tuve alguna
recaída). Además, con esa edad, no podía soportar que las demás amigas y amigos
me vieran el rostro, los brazos y resto del cuerpo, con tantas cicatrices y
“pupas” desagradables. Fue una experiencia muy dura, sólo endulzada y aliviada
por un ángel que todas las tardes, después del cole, venía a mi casa, para
hacerme compañía y jugar en lo posible. Me traías tebeos, libros, y algunas que
otras chuches. Así se comportó mi buena amiga Tatia, que aun habiendo ya pasado
la varicela, no le importaba estar conmigo a pesar de la penosa imagen que
ofrecía mi cuerpo. Esos detalles, en una niña de doce años, nunca se olvidan,
para saber agradecerlos”.
En cuanto a Berta, también tenía un precioso
recuerdo que narrar.
“Tati, tu hiciste la primera comunión
un año antes que yo, lo recordarás. Tus padres afrontaron un gran esfuerzo para
comprarte un maravilloso traje, con el que ese feliz día parecías una princesa
con rostro de ángel. He de confesarte que al verte tan linda, no podía reprimir
mi envidia de niña. Cuando al año siguiente me correspondió hacer la primera
comunión, yo quería un traje igual o parecido al que tu luciste un año antes.
Pero mis padres no estaban pasando por un buen momento en aquella época, pues
el obrador en el que estaban trabajando tuvo que cerrar por dificultades
económicas. Ello nos afectaba, pues con dos varones y una hembra y sin trabajo,
lo prioritario era el alimento y la ropa imprescindible, aparta de pagar el
alquiler de la casa. No podían hacer grandes dispendios para ese día de la
comunión de su hija. Tú hablaste con tu madre, para que se pusiera en contacto
con la mía. Así que gracias a ti pude lucir, con algunos "arreglillos", aquel
precioso traje, que generosamente tu madre nos cedió. Aquel día de mi Primera
Comunión , con el traje de “princesa” que me había prestado mi amiguita, fue un
día inmensamente feliz, para una niña de tan solo 10 años de edad. ¿Recuerdas
cómo nos pusimos el estómago, tomando hasta tres tazas de chocolate con las
pastas y los sabrosos churros? Tuvimos que estar a dieta algunos días, hasta
que superamos el atracón. Aquel bonito gesto que me regalaste, nunca lo he
olvidado”.
Son tres mujeres adultas, muy veteranas en la edad
y en la intensa amistad que las vincula. A veces se comportan como niñas
“traviesas” en sus nimiedades y rencillas. Pero también saben volver a esa
infancia generosa, cuando el cariño y la necesidad les exige dar lo mejor, en
los valores atesorados en sus respectivos corazones. También en ellas florece esa
lejana y “cercana” infancia que, con fortuna, nunca nos abandona.-
ESA LEJANA INFANCIA,
QUE NUNCA NOS ABANDONA
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
18 Octubre 2019
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