viernes, 11 de octubre de 2019

CIELOS DE TORMENTA, EN LA CASTILLA PROFUNDA.


Un joven malagueño licenciado en medicina se está preparando con tenacidad en el estudio, pues quiere presentarse a las exigentes pruebas del M.I.R (médico interno residente) que se desarrollarán en el transcurso del año próximo. Desde hace ya tres meses, viene asistiendo diariamente a las clases teórico-prácticas que dirige un afamado “preparador de oposiciones” en la ciudad asturiana de Oviedo. Dicho especialista, a pesar del elevado coste mensual que supone el intenso entrenamiento que realiza, está avalado por los excelentes resultados que obtienen sus alumnos (hasta un 82 % de aprobados, en la última convocatoria) esfuerzo económico al que hay que unir la propia estancia en una pensión y el mantenimiento alimenticio en una localidad bien alejada de la capital malacitana.

Eran ya inminentes las fechas navideñas, por lo que Ramio Lence Marial decidió volver a su ciudad natal, a fin de celebrar junto a su familia estos entrañables eventos de Pascua. A tal fin preparó su “sufrido” utilitario, un modesto coche Citröen 2 CV de segunda mano, que pudo comprarse con gran esfuerzo para su disponibilidad económica. Se trataba de un vehículo muy bien cuidado y con excelentes servicios en el kilometraje recorrido, durante los 16 años de rodadura que ya acumulaba en su prolongado historial. Aquellos años 70, de la centuria pasada, eran tiempos en que los aparatos GPS apenas estaban comenzando en su difusión, por lo que los conductores tenían que utilizar necesariamente para su desplazamiento los mapas de carreteras, junto a la señalización física vertical  que visualmente podían controlar en las arterias para el tráfico viario. Así lo hizo este joven opositor, partiendo muy de mañana desde el domicilio de la pensión en que residía (habitación con derecho a cocina y aseos) ubicado en la calle de las Tenderinas, con dirección sur peninsular, a la añorada casa de sus padres.

Después de “devorar” muchos kilómetros, durante la mañana del 21 de diciembre, Ramio llegó un tanto cansado a Palencia. Allí hizo un frugal almuerzo en un vetusto, pero no excesivamente caro, restaurante de carretera, reposando después un buen rato durante la sobremesa a fin de no dormirse peligrosamente con las manos al volante. El cielo estaba en su totalidad “encapotado” al norte del territorio español, aunque todavía sus limpiaparabrisas no habían tenido de arrastrar gota alguna de agua sobre el cristal delantero de su coche. Se detuvo unos minutos para echar gasolina, hasta llenar el limitado depósito del utilitario en una estación de servicio de la Campsa. El operario que dispensó el combustible le advirtió que sopesara la posibilidad de no continuar el viaje, pues el servicio meteorológico estaba anunciando una tromba de tormenta y lluvia para el resto de la jornada. Aunque agradeció el buen consejo que le estaban dando, prefirió continuar su camino. El cielo estaba bastante plomizo y oscurecido, aunque todavía no había llovido ni se escuchaban tormentas o aparato eléctrico a una media distancia. Eso sí, había una “calma tensa” en la atmósfera, situación  que suele anteceder a la descarga de intensos aguaceros, con mayor o menor intensidad en el aparato eléctrico subsiguiente. 

No habían transcurrido más de 15 minutos, desde su paso por la gasolinera palentina, cuando desde ese cielo cada vez más ennegrecido comenzó a descargar el previsto y denso aguacero. La tormenta fue aumentando en intensidad y riesgo de manera acelerada, debido a esas inquietantes chispas eléctricas que tronaban y que dejaban el firmamento cromatizado de color blanco por los espectaculares resplandores de rayos y relámpagos. Era de tal calibre la “nube o manta de agua” que caía por la zona, que apenas se podía ver casi nada a unos metros de distancia.  Paradójicamente el continuo relampaguear del cielo “ayudaba” a visionar algo de las líneas blancas trazadas sobre el asfalto de la carretera provincial, por la que circulaba nuestro aguerrido conductor. El voluntarioso utilitario de Ramio no se cruzaba con otros coches, circulando por una carreterita cada vez más estrecha y sinuosa, probablemente porque en algún momento Ramio había tomado alguna dirección errada y la grave inestabilidad de la tarde había aconsejado desistir de la circulación a otros más prudentes conductores.

Ese “diluvio” de agua y granizos que estaba cayendo y el progresivo oscurecer a poco más de las seis de la tarde, hacía verdaderamente inviable distinguir con un mínimo de seguridad la dirección correcta a tomar. Especialmente en los cruces o bifurcaciones de caminos, cuya señalización era además muy deficiente por estas pequeñas y vacías carreteritas locales de la “Castilla profunda” abiertas a la imaginación de los misterios y los porqués.

Era natural que Ramio sintiera una mezcla de preocupación, dudas e incluso miedo, ante la experiencia que estaba protagonizando. Su primer objetivo, en estos no fáciles momentos, era llegar a algún núcleo poblacional o vivienda diseminada, en donde dejar pasar la tormenta y descansar durante la inminente noche, hasta que en la mañana siguiente pudiera reemprender el camino (siempre que el estado del tiempo mejorase). En esas peligrosas circunstancias la seguridad personal era perentoria, pues el modesto 2CV hacía lo que podía pero desde luego no era el vehículo más idóneo para realizar un desplazamiento con el complicado estado que ofrecía la atmósfera. El techo de su Citröen beige era una muy gastada capota de lona plastificada que por algunas rendijas dejaba pasar gruesos goterones que añadían más frío, humedad y suspense al “peligroso” viaje de vuelta a casa.

Ya sobre las 20 horas la plomiza y tormentosa oscuridad se había enseñoreado totalmente del paisaje, haciendo muy patético el avance del “bien intencionado” pero “débil” vehículo utilizado para el trayecto. Miraba y buscaba, pero no encontraba, núcleo habitado alguno donde poder detenerse y cobijarse. Sólo arbolado, grandes masas vegetales y algunas pequeñas colinas eran semivisibles y eso gracias a los dos faros delanteros del coche que aportaban algo de luz a la pantalla vegetal circundante. El “telón hídrico” por supuesto provocaba una peculiar percusión sobre la capota y el capot delantero del utilitario. Pensaba su ansiado conductor que la humedad relativa exterior no se alejara﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ 40 kms por hora.  de "crucero" que no superarconductor que la humedad relativa exterior no se alejars del coche que aía en mucho del 100% mientras avanzaba a una velocidad de "crucero" que no superaría los 30 o 40 km. por hora.

Al salir de una curva bastante cerrada, las ruedas derraparon por el barro acumulado en la zona y el agua-planing que se había formado sobre un firme muy deteriorado. Cada vez estaba más convencido de que se había equivocado de camino, pues la carreterita por la que con dificultad circulaba (a tenor de su cada vez más reducida anchura) se había convertido en un camino o vía local. Sin embargo esa parada o frenada tuvo sus frutos, pues permitió que Ramio avistara a lo lejos algo de luz. Sin dudarlo un momento se dirigió con la mayor presteza que podía hacia ese foco “mortecinamente” luminoso, con el ansiado ánimo de encontrar alguna vivienda habitada en donde poder detenerse, pues las condiciones de marcha eran, de forma evidente, peligrosamente arriesgadas. Tomando una línea vertical hacia la zona desde donde provenía esa pálida luz, tardó unos 10-12 minutos en acercarse a la misma circulando por un suelo enfangado y horadado de baches.

La luz “somnolienta” provenía de un farol colgado encima de la puerta de un gran caserón, construido en madera y piedra, que sobre la planta basal sumaba otra, cubierta por una enlazado de tejas a dos aguas que dejaba bajo la zona más triangular de la techumbre una buhardilla, todo ello en función de las ventanas que aparecían en la muy descuidada fachada. Tras detener la conducción, Ramio dio una rápida carrera hasta llegar al zaguán de la entrada, porque la lluvia seguía cayendo con intensidad y en esos escasos segundos no pudo evitar de empapar su cuerpo y abrigo. Golpeó con los nudillos de la mano sobre la recia puerta de madera, pero nadie respondía.  Al fin escuchó algún movimiento desde el interior, lentas pisadas que se aproximaban a la puerta. Una vez abierta, ante él apareció un hombre de robusta fortaleza, que rondaría el medio siglo de vida. Su denso cabello (le cubría incluso parte de la frente) era de color negro, al igual que el iris de sus ojos resguardados por dos poderosas cejas, nariz algo aguileña y un muy descuidado bigote. Dos grandes orejas completaban la arquitectura facial. A esas avanzadas horas del día, su rostro mostraba una incipiente barba, como de no haberse rasurado la cara en el espacio de un día o más.

“Buenas noches. Mi nombre es Ramio y le ruego me perdone por molestarle en estas horas de descanso. Sé que por estas tierras castellanas, los vecinos suelen irse pronto a la cama. Llevo conduciendo ya varias horas, dirigiéndome hacia el sur, exactamente a Málaga, en donde viven mis padres. Pero me temo que he perdido la ruta, con estas extremas condiciones atmosféricas que estamos soportando. Ir por la carretera, con lo que está cayendo, es verdaderamente peligroso y asusta. Le confieso que no sé exactamente donde me hallo. No me atrevo a seguir al volante, pues se me ha echado la noche encima y la tormenta arrecia. Si me permitiera descansar aquí algunas horas, se lo agradecería en el alma. Por supuesto, me indica lo que tengo que pagarle por esta hospitalidad. O en todo caso, le rogaría me indicara por favor si por aquí cerca hay algún hostal o motel en donde me pueda resguardar”.

El fornido propietario del caserón, parecía ser un agricultor, leñador o criador de animales. Tras un rictus de duda inicial, hizo una señal al joven para que entrara en la vivienda. Desde luego era persona de no muy abundantes palabras, de arraigada austeridad comunicativa y que en ocasiones utilizaba la mímica de sus manos.

“Joven, en varios km. a la redonda no vas a encontrar vivienda alguna. Has tenido mucha suerte. Moverse con ese “buen trasto” en medio de la tormenta supone jugarse el pellejo. La carretera comarcal está a una hora de carro. Bueno, no te vamos a dejar en la estacada, aunque estábamos acostados desde hacía un rato. Tendrás hambre y estás empapado. Mi mujer Alfonsa te calentará unas gachas que sobraron anoche. No te faltará una hogaza de pan con cecina de vaca. Y un buen vaso de vino te quitará ese frio que te está haciendo temblar el esqueleto. Acércate al fuego, que aún quedan rescoldos para templar la casa. Pondré algún leño más”.

Clamio mostraba ser buena gente, con la austeridad propia del castellano, pero ofreciendo una generosa hospitalidad al inesperado viajero que había llamado a su puerta. A los pocos segundos entró su mujer en la gran habitación de la chimenea, acomodándose la toquilla gris perla que llevaba sobre los hombros, acompañada de una chica joven, que no llegaría a los treinta años y que tenía por nombre Lena. Sin duda era la hija del matrimonio. Era también morena, pero con los ojos celestes. Ramio se fijó de inmediato en las manos tan desarrolladas y mal cuidadas de esta chica. Dedujo que estaría habituada a desarrollar un exigente trabajo agropecuario, desde su adolescencia o incluso desde la niñez. Mientras Alfonsa le calentaba algo de alimento, Lena ponía un tapete sobre la mesa, sin quitarle los ojos de encima a ese apuesto y mojado muchacho que había llegado a su casa. Parecía que esta familia de campesinos estaba compuesta por tres personas, pero había un cuarto miembro. Era un niño pequeño, que aún no llegaría a los cinco o seis años de edad y que se ocultaba con cara asustada tras los barrotes de la escalera que subía al piso de los dormitorios. Cuando al fin superó su vergüenza inicial y entró en el salón juntando su mano a la de su madre Lena, Clamio lo presentó como Defín, su único nieto.

Pasaban algunos minutos de las 22 horas cuando el opositor Ramio, una vez que templó su cuerpo y secó junto al fuego del hogar las prendas mojadas que llevaba, comenzó a dar buena cuenta de las gachas y otros alimentos que le había servido Alfonsa, ante la mirada seria pero tranquila de Clamio, que había encendido su pipa de tabaco y pacientemente “disfrutaba” de la misma. Lena había vuelto a acostar al pequeño Delfín y se sentó junto a los leños ardientes, observando todos los movimientos que hacía el hambriento invitado. Un vaso de leche caliente fue el postre que puso colofón a una estupenda cena, en palabras agradecidas del satisfecho comensal. De inmediato, Alfonsa dispuso unas mantas y cojines, habilitando un destartalado sofá como lecho, en el que iba a pasar la noche un cada vez más cansado Ramio. En pocos minutos, el matrimonio y su hija dieron las buenas noches y el joven, cada vez más adormilado por la cena y el calor de los leños, alcanzó ese sueño reparador que tanto necesitaba.

No sabría concretar la hora de la madrugada en que se despertó sobresaltado. Dudaba, totalmente somnoliento si era un sueño o realidad. Lo cierto es que una mano le había movido su hombro, rompiendo la continuidad onírica de su descanso. Fuera del caserón continuaba el tronar y los juegos de luces de una noche tempestuosa, pero al lado de su improvisado camastro estaba la figura de Lena, sentada en un taburete y abrigada con una bata de franela a cuadros. Quien le había despertado, moviéndole su hombro, ahora le hacía una señal, llevándose el dedo índice a su boca para pedirle que no hablara en voz alta y despertara a los otros miembros de la familia.

“¿Ocurre algo, Lena? Me has despertado en pleno sueño. Debes de tener una motivación importante para hacerlo ¿Qué es lo que me quieres decir, chiquilla?”

En voz baja y recuperándose del susto inicial, Ramio trataba de razonar qué estaba haciendo junto a él aquella joven, para despertarle a las 4:25 de la madrugada (ahora ya había mirado su reloj de pulsera, a fin de concretar la hora que marcaba). Los leños aún estaban incandescentes y ello le permitía ver los cambios de rostro que hacía Lena, en los que mezclaba las sonrisas con los rictus de seriedad y un perceptible temor. Al fin y en voz baja, para evitar despertar a sus familiares que estarían sumidos en un profundo sueño, se atrevió a explicar el motivo de su extraña o insólita actitud.

“Sr. Ramiro, por estos parajes no pasa casi nadie. Vivimos como aislados, en medio de esta zona boscosa. Nos autoabastecemos con lo que podemos criar y plantar. Yo quiero salir de esta forma de prisión, a que nos tiene sometidos Clamio. Necesito huir de aquí, llevándome a mi hijo. Antes de que amanezca y se despierten, podemos alejarnos en tu coche. Yo te enseñaría caminos para poder llegar pronto a la carretera. Una vez a salvos, mi padre no nos perseguirá, pues él bien sabe que tengo pruebas de su acción continuamente vergonzosa sobre mi persona. Es un depravado. Eso no se le hace a una hija. Delfín es mi hijo y quiero alejarlo de una malvada persona que no es su abuelo, sino su padre”.

En ese preciso momento rompió a llorar, poniendo su descuidada cabeza entre sus rudas y grandes manos.

Profundamente confundido en un mar de desconcierto, por todas las revelaciones que le estaba transmitiendo la desgraciada muchacha, Ramio trató de poner un poco en orden sus ideas.

“Lena, aunque eres mayor de edad, por lo que me estás contando, cuya gravedad es indudable, no me atrevo a pensar cuál sería la reacción de tu padre si decidieras venirte conmigo y huir de esta prisión a la que me dices te tiene sometida. La prudencia aconseja que cuando amanezca, confiemos en que el tiempo ya haya mejorado, prosiga yo mi camino y en el primer pueblo o localidad que encuentre, ponga en conocimiento de la Guardia Civil la dura confidencia que acabas de hacerme y tu firme propósito de alejarte con tu hijo de la persona que te esclaviza y ensucia de una forma tan repugnante tu intimidad. Le daré a la guardia civil todos los datos que poseo y ellos actuarán en consecuencia. No debes tener miedo en declarar contra el hombre, por muy padre que sea, que se comporta de una forma tan deleznable e incestuosa contra su propia hija de sangre”.  

Ya en la mañana siguiente el cielo, aún densamente nublado, había frenado la lluvia y el aparato eléctrico que le acompañaba la tempestuosa tarde-noche anterior. Aunque no tenía mucho apetito, Ramio aceptó tomar como desayuno un vaso de leche y una loncha de pan con aceite que le ofreció Alfonsa. Repasó a su 2CV comprobó que no tenía daños importantes. Entonces se despidió del matrimonio, agradeciendo la hospitalidad recibida, poniendo en las manos de Clamio una pequeña compensación económica que éste no rehusó. Ni Lena ni Delfín estuvieron presentes en su “fría” despedida de unos seres tan extraños y misteriosos en su aislamiento.

Tras conducir durante casi cincuenta minutos, por una abigarrada zona de árboles que le había señalado el propietario del caserón, accedió al fin a la carretera nacional, por la que siguió su camino hacia el sur. Pocos minutos más tarde, atravesaba la vía principal de un pueblo calle denominado Gamonal de la Yegua. En una placita, para su suerte, vio un puesto de la Benemérita, en donde explicó a un miembro con uniforme de la misma la experiencia que había tenido durante la noche anterior. El cabo de la guardia civil, llamado Pitán, tomó todos los datos que le transmitía el joven licenciado en medicina, detalles necesarias para la mejor localización e investigación de ese caserón perdido y aislado en la Castilla profunda. Firmó la denuncia o declaración que había realizado y prosiguió su azaroso desplazamiento. Precisamente ese día era 22 de diciembre, sábado: la fecha del sorteo de la lotería anual de Navidad. ¿Habría en el futuro un poco de suerte, en el sorteo de la vida, para la tan desgraciada Lena?





CIELOS DE TORMENTA,
EN LA CASTILLA PROFUNDA



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
11 Octubre 2019



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