Por ese laberinto
callejero, que vincula la comunicación viaria de las distintas manzanas de
edificios, no sólo circulan a diario miles de peatones y otros muchos tipos de
vehículos, sino que además sirve de soporte sociológico a muchas otras personas
que se esfuerzan en sobrevivir a sus patentes y sufridas carencias. Necesidades
básicamente de carácter material, pero tal vez también de algún otro tipo o
naturaleza sentimental, fraternal o psicológica. El bullicio acústico producido
por los viandantes y los ciudadanos motorizados se ve asimismo incrementado por
el cada vez más agudizado comercio marginal, en
el que se mercantilizan los elementos más insólitos, generalmente artesanales, junto
a las destrezas más originales. Vendiendo sus productos o realizando
públicamente alguna más o menos fácil habilidad, muchos de los desfavorecidos
por la fortuna tratan de ganarse unas “oxigenantes” monedas, dinero que les
permita sobrevivir en el alimento, en la ropa o incluso en la saludable distracción
(que también equilibra la fortaleza de espíritu).
¿Cuáles son
las modalidades de ese comercio atípico existencial? Observamos que son numerosas y variadas en su
originalidad. Sobresalen con sus ofertas melódicas los músicos ambulantes, aquéllos
que modulan el estrés ciudadano con los sonidos de sus guitarras, sus flautas,
sus instrumentos de percusión e incluso los acordeones, las gaitas, los
sintetizadores y los órganos electrónicos. Estos instrumentos musicales, puestos
a trabajar en la calle, sirven en ocasiones de acompañamiento a variadas destrezas físicas y bailes, cuyos
protagonistas lucen unos atuendos acordes con la naturaleza de los ejercicios y
contorsiones que realizan ante la concurrida clientela que observa, goza y
aplaude, respondiendo con variada generosidad cuando pasa delante de ella la
gorra, el sombrero o el bruñido platillo para la dádiva. También aparecen por
la vía publica aquellos que realizan el ejercicio de la venta directa, sean
caramelos, maníes, algodones de azúcar, muñecas o casitas de juguetes. En estas
hábiles artesanías, destacan aquellos otros que exponen sus labores con el
alambre, la cartulina o los objetos construidos con latas de bebidas vacías,
verdaderamente digno del aplauso más esmerado por su paciencia e imaginación
aplicada. A veces nos encontramos a ese señor mayor disfrazado de payaso, que
hace con sus movimientos e historietas, las delicias de los más pequeños que
aplauden formando un gran semicírculo a su alrededor. Últimamente también
abundan para nuestra suerte los hacedores de grandes, transparentes y
espectaculares pompas de jabón, que viajan por los aires sembrado de ilusión e
imaginación muchas mentes necesitadas de lo irreal. Finalmente, sería justo
destacar la estética de su inmóvil esfuerzo protagonizado por esas figuras
perfectamente disfrazadas, que interpretan temáticas para el asombro, ante la
ausencia de cualquier movimiento o un simple pestañeo en sus rostros.
Cuando parecía que ya
casi todo estaba inventado para motivar la generosidad de los ciudadanos, que
pueden ejercer su solidaridad económica o anímica con sus monedas, aplausos y la
toma fotos, apareció en ese abigarrado espacio público para el tránsito o el
sosegado paseo un insólito “maestro”, que pronto despertó el interés y la
motivación de muchos viandantes. Portaba dos pequeñas sillas, junto a un
taburete que hacía las veces de mesa.
Uno de los asientos era ocupado por este señor mayor, con algo de sobrepeso y de
mirada apacible, que conservaba su potente cabellera, algo plateadas por los
laterales temporales de la cabeza. Vestía un ajado jersey a pesar de que,
exceptuando las noches y los amaneceres, el estado del tiempo era templado y
agradable durante el resto de la jornada. Usaba de manera repetitiva pantalones
beige de pana, calzando unos tenis azul marino con muestras de haber recorrido
con ellos muchos kilómetros.
El campechano personaje llegaba
a esa zona de intenso trasiego peatonal en el Parque sur, ofreciendo una
sonrisa cuasi permanente que mostraba confianza y proximidad. Bastante puntual
a su cita diaria, tomaba asiento en una de las dos sillitas de pescador que
traía consigo bajo el brazo y allí permanecía entre las 11 y las 14 horas.
Volvía por las tardes, entre las 17 y 19 horas, cuando el sol otoñal comenzaba
su cíclica despedida de cada día. Abría un pequeño cartel caligrafiado, a modo
de reclamo publicitario, en el que se podía leer este breve, pero sugerente,
texto:
¿TE ANIMAS A COMPARTIR AQUELLO QUE TE
HACE INFELIZ?
EL MAESTRO
NAZARIO PUEDE AYUDARTE A RECUPERAR TU MEJOR TALANTE.
10 MINUTOS PARA TU ATENCIÓN, A CAMBIO DE
SÓLO LA VOLUNTAD.
En un principio, algunas
personas se detenían delante de la plástica estampa que componía aquel
venerable personaje, sentado en su modesta sillita, leían el texto escrito en
esa pajiza cartulina y continuaban su paseo o trasiego por la zona. Algunos
turistas, por el atuendo y disposición de su indumentaria, tomaban fotos de
este hombre apacible y comentaban en voz baja con mímicas y actitudes
interrogativas acerca de la imagen que representaba. Siempre había algún señor
o señora que se animaba a aproximarse. Pedía permiso y ocupaban la silla vacía,
dialogando un ratito con el peculiar “maestro”, componiendo ambas personas una fotografía
típica de dos amigos (que en nada se conocían, realmente) y que platicaban sin
elevar el tono de sus voces. Tras ese breve espacio de tiempo, el paseante
reanudaba su marcha, con el semblante mucho más sonriente que cuando inició el
intercambio de palabras con el “maestro”
Nazario. Antes de estrecharle mano como despedida, el
“discípulo” había dejado caer algunas monedas en una curiosa alcancía o
recipiente formado por un trozo de tronco arbóreo, vaciado en su interior y
cubierto por un trozo de piel vacuna, en la que se había efectuado una
hendidura que facilitaba la caída de la/las monedas.
Tras un saludo inicial por
parte del maestro, el hombre que ocupaba la silla adjunta (las mujeres eran más
reacias a vivir la “didáctica” experiencia) se presentaba con su nombre de pila
bautismal y manifestaba su edad. La primera pregunta que Nazario efectuaba era “en qué trabajas o cuál es tu profesión” palabras
que rompían la frialdad o el recelo inicial de su interlocutor. De inmediato
escuchaba un sereno y abierto consejo del maestro en el siguiente sentido: “Relájate, buen amigo … Cuéntame, de la manera más
resumida que puedas, aquello que, en tu opinión, está provocándote infelicidad,
haciéndote sentir mal”. Cuando el más o menos atribulado paseante
expresaba el problema básico que le afectaba, tras unos segundos de reflexión, recibía
una respuesta plena de sosiego, inteligencia y
esperanza. En la mayoría de las ocasiones, el receptor de la sugerencia
o consejo añadía algún dato nuevo o aclaración a sus palabras iniciales.
También solía pedir alguna ampliación de lo que había escuchado por del
apacible maestro. Agradecía, finalmente las “luces sensatas” que le habían
regalado, estrechando la mano de Nazario quien añadía, con esa sonrisa amable
que no le abandonaba y tanto confortaba a las personas que con él hablaban, la
previsible invitación a una nueva y pequeña entrevista. “Si necesitas y te hace bien que volvamos a hablar, no dudes en
pasarte por aquí mañana o en otro momento. Así te podré seguir ayudando a que
te sientas un poco más feliz y seguro de ti mismo”. La mayoría de las
personas que vivían esta singular experiencia dejaban caer alguna o varias
monedas, como muestra de gratitud, en esa curiosa alcancía o “bote recaudador”
que reposaba en el suelo.
La escenificación que se
acaba de narrar se repetía básicamente con otros viandantes que también usaban
de esos 10 o más minutos, a fin de compartir algún problema o desazón que les
estaba afectando. Con el paso de los días (y el comentario “boca a boca” que se
realizaba, entre amigos o conocidos) el número de “discípulos” se fue
incrementando de forma tal que, en algunos afortunados momentos, se formaba una
pequeña y heterogénea fila de viandantes, todos esperando pacientemente y con
no disimulada intriga la llegada de su turno, para intercambiar algunas frases
“saludables” con el muy receptivo “enseñante”.
Tal vez podría
considerarse esta experiencia como una nueva modalidad de ofrecer tranquilidad,
esperanza y diálogo, a cambio de tan sólo la voluntad generosa de quien lo recibía.
Hay que repetir que el maestro no pedía un coste por el breve tiempo que
dedicaba a quienes a él acudían. El agradecimiento económico quedaba siempre en
manos de la voluntad de esas personas atribuladas, a quienes tanto bien hacían
esas palabras llenas de consuelo, luz, racionalidad y fe
en lo posible. Muchos serían los que apreciarían un paralelismo
escénico, con respecto a lo desarrollado durante tantas mañanas y tardes en
aquel ángulo frondoso del Parque, con aquel otro que tiene lugar en las
consultas médicas de psiquiatras y psicólogos o incluso en el interior de los
templos, en esos severos confesionarios donde los creyentes piden ayuda, a la
vez que manifiestan sus faltas a la doctrina religiosa que profesan.
¿Cuáles eran algunas de
las manifestaciones explicativas o
suplicas planteadas al didáctico y veterano consejero? El contenido y
naturaleza de las mismas era, por lógica, ampliamente variado. Aportemos
algunas de las temáticas sintetizadas, en
aquellos bien aprovechados diez minutos para el diálogo.
“El motivo de mi pesar es
que, cada día más, siento la poca importancia o consideración
que me deparan en casa. Tanto por parte de mi mujer, como también por los dos
hijos adolescentes que tenemos. A veces te sientes como un “cero a la
izquierda”. Y la cosa no es baladí, pues sufro viendo como avanza esa pérdida
de respeto e incluso de estima hacia mi persona”.
“Observo y sufro con
mucho pesar la pérdida de valores que hoy
soporta la sociedad en la que me ha tocado vivir. La verdad es que no sé a
dónde vamos a llegar, si no enmendamos con prontitud esta ruta enloquecida en
la que pienso estamos inmersos. Me refiero, como puede comprender, a esos
valores básicos que son imprescindibles si no queremos perder totalmente la
estabilidad y concordia que mantenemos en nuestras vidas”.
“Me produce una profunda
infelicidad el haber desaprovechado tantos años de mi existencia en cosas
banales y superficiales. Por el contrario ahora me doy cuenta la cantidad del tiempo perdido o malgastado y que podía haberlo
empleado con rentabilidad e inteligencia en aprendizajes y experiencias que me
habrían enriquecido, si hubiera tenido la valentía de intentar afrontarlas y
protagonizarlas”.
“He permanecido soltero
durante toda mi ya larga vivencia. Ahora, en la senectud, sufro con pesar no
tener una descendencia en la que proyectarme.
La carencia de esos hijos o nietos es ahora, precisamente en la etapa final de
mi existencia, cuando más la estoy sufriendo. Y no lo digo solo por el sentido
egoísta de compensar o ayudar a mi soledad. Sino también por no haberles podido
aportar o transmitir mis conocimientos, lo mejor de mi forma de ser, mi ayuda,
mis consejos y, por supuesto el patrimonio material acumulado que Dios sabrá a
quién irá a parar”.
“Pensaba que el paso del
tiempo me ayudaría a superar el amargo trance del fallecimiento de mi esposa.
Pero mis intentos de seguir caminando hacia adelante no se ven coronados por el
éxito. Una y otra vez caigo en la depresión, en el pathos de la soledad, ante la ausencia de una compañera que lo fue
todo en mi vida. Mis circunstancias familiares tampoco ayudan en demasía, a
conseguir ese noble empeño. ¿Qué más puedo hacer?”
“Reconozco que lo hacía
como una chiquillada, que me divertía. Pero la práctica continuada de esa
travesura se ha convertido como en una obsesión para mi, parecida a un reto
enfermizo, por apropiarme de pequeñas tonterías en los grandes almacenes. Esta
tentación a la cleptomanía (lo he leído en
algunos diccionarios) afecta a mucha gente, que se divierte o distrae
llevándose pequeñas cosas de los comercios, sin pagar su coste. Temo que algún
día me pillen con las manos en la masa y la vergüenza que voy a pasar no la
quiero ni imaginar”.
“Mi profesión de agente
comercial exige que tenga que relacionarme con un elevado número de personas.
En repetidas ocasiones me veo obligado a compartir con otros profesionales esos
minutos de cafés o restaurantes, en lo que se abusa de las copas. Una detrás de
otra … por necesidades sociales. Casi sin darme cuenta, reconozco que estoy
enganchado al alcohol. Me preocupa que la
primera copa del día la he llegado a tomar antes de las 11 de la mañana. Me
entristece el sentirme atrapado por una dependencia de la que no me veo con
fuerzas para abandonar”.
Nazario, que escuchaba
con suma atención las confidencias que le hacían sus interlocutores, tras
reposar reflexivamente la mejor respuesta,
sabía transmitirla con eficacia magistral a la persona atribulada que tenía
ante sí. Se esforzaba en ser tremendamente sintético con cada uno de ellos,
tanto por la escasa disponibilidad de tiempo que podía dedicarles, como también
porque consideraba que las sugerencias, caminos, alternativas y consejos, se
graban y asumen mejor cuando éstos van envueltos en un ropaje verbal y
conceptual escueto, concreto y tremendamente operativo. En algunas ocasiones
les decía: “comienza aplicando esta estrategia que
te he resumido y haz el esfuerzo de volver la semana que viene, para que juntos
analicemos los primeros resultados y deduzcamos
lo que hay que variar o modificar para que consigas frutos que te hagan
sentir mejor”.
Pero … ¿qué se sabía de la biografía de Nazario Cástulo Villaflora?
Sólo lo poco que algunos de sus “alumnos” pudieron conocer, tras repetir en distintas
oportunidades esos diez minutos de entrevista que concedía el didáctico e
inteligente maestro. Debía de alcanzar una edad avanzada (era muy celoso en
concretarla). Probablemente estaría viviendo su séptima década existencial.
Solía emocionarse cuando hacía mención a las tierras extremeñas, dato que nos
acercaba a su posible región natal. Había ejercido el magisterio filosófico,
tal vez en ámbitos universitarios españoles, pero también extranjeros, pues en
más de alguna ocasión dejaba escapar diversas frases o conceptos en italiano,
inglés y francés. En un momento de su existencia sufrió un duro golpe
sentimental, que le afectó con extraordinaria intensidad. Por consiguiente,
decidió romper con la estabilidad de su recorrido profesional y familiar,
entregándose a practicar un comportamiento bohemio, en las formas, pero
caritativo y magistral hacia las personas que necesitaban la ayuda de su
poderosa y cualificada mente. Evitaba el afincamiento en un determinado lugar,
por lo que tras unas semanas desarrollando su labor en la ciudad elegida, la
abandonaba a fin de dirigirse a otros espacios, en donde continuar con sus transeúntes
enseñanzas y su eficaz didáctica contra los problemas que provocan la
infelicidad en las personas de menor formación o con desequilibrios anímicos. Se
resguardaba en centros públicos de acogida, abiertos a las personas necesitadas
en tránsito geográfico. En este sentido, un día dejó de acudir a su cita diaria
en el Parque sur y nunca más se le volvió a ver por estos lares malacitanos.
Son muchas las personas
que tratan de ganarse el pan de cada día,
ofreciendo a los transeúntes aquellas destrezas, conocimientos, habilidades o
artesanías de que disponen. Esta marginalidad social y económica aplica los
protocolos de actuación que considera más oportuno, a fin de conseguir la
difícil ayuda que los ciudadanos se avienen a entregarles. Desde luego que no
desfallecen en su férrea voluntad, pues no les desanima el no o la indiferencia
social. Es innegable que dotan de colorido, aroma y sabor a esas calles
céntricas o del barrio por las que mucha gente pasa, caminando o circulando con
distintos modalidades de locomoción. Entre todas las habilidades ofertadas,
sobresale la imagen simbólica y real del buen Nazario, ejerciendo de persona
clarividente que hace posible la eficaz recuperación de alguna parcela de
felicidad por parte de transeúntes anónimos que viven sumidos en sus problemas,
miserias y trivialidades. Muchos como él
serían necesarios en esta “selva infinita” en
que vamos convirtiendo nuestra atribulada existencia, cada vez más carente de
valores que propicien el comportamiento ético y la ineludible y saludable racionalidad.-
CAMINANDO
POR ENTRE LA SELVA INFINITA
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del
I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
01 Noviembre 2019
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