La
hora de la entrevista había quedado definitivamente fijada para la mañana del
martes, a las once en punto. La tarde anterior, de esa importante reunión en la
vida de Silvia, estuvo presidida por una
confusa mezcla de sentimientos diversos. De una parte, su mente soportaba una
intensa preocupación ante esos minutos que podrían recomponer la penosa etapa
de bloqueo laboral que soportaba, tras el cierre empresarial del laboratorio en
donde había estado trabajando durante más de cinco años. Al mismo al tiempo le
embargaba una esperanzada ilusión ante el hecho de que su curriculum fuera uno
de los que habían superado una primera y decisiva criba, a fin de adjudicar la
ansiada plaza de técnico analista en una conocida empresa local que elaboraba
postres lácteos. A sus treinta y cinco años de edad, un matrimonio frustrado y
una niña de siete años a la que atender, se repetía mentalmente, una y otra
vez, sobre la necesidad de no cometer fallos en un esquema de entrevista que
había estado preparando y ensayando con meticulosidad, durante los días previos
a la decisiva cita.
Aquella
noche, minutos antes de irse a la cama, tomó un par de comprimidos recetados
por su médico de cabecera, a quien había explicado los problemas laborales y
familiares que sufría para descansar. Necesitaba conciliar pronto el sueño y
conseguir unas buenas horas de recuperación en su organismo, especialmente
afectado en estos día por los nervios. Había dejado bien organizada tanto la
ropa, con la que se iba a presentar en la entrevista, así como el pequeño
dossier donde llevaría copias de su historial académico y laboral, con los
certificados correspondientes a fin de acreditarlos en caso de consulta.
El
sonido del despertador le ayudó a levantarse con presteza del lecho, dedicando
un buen rato al aseo y el cuidado personal. Apenas sentía apetito aquella
mañana, pero se esforzó en tomar un buen vaso de zumo de naranja natural así
como una tostada integral con aceite de oliva. A eso de las diez y quince, bajó
a la parada cercana del metro, medio de transporte que la iba a trasladar,
desde su residencia en el moderno barrio de Teatinos, hasta el núcleo
intercambiador de Vialia. A pocos metros de ese punto estratégico, donde
confluyen trenes, autobuses, metros y taxis, se encontraba la oficina de empleo donde tendría lugar la anhelada
reunión. Habría de presentarse en el departamento de psicología laboral, donde
se desarrollaría la prevista entrevista clasificatoria.
Al
entrar en la salita de espera vio que otras tres personas (todas ellas varones)
aguardaban ya su intervención. Los cuatro candidatos al puesto intercambiaron
miradas de soslayo, con un semblante
presidido por una indisimulable tensión anímica. Con intermitencia de entre
veinte a treinta minutos, la secretaria les fue indicando que pasaran al
despacho en donde iban a mantener el diálogo. Quiso la suerte (en realidad el
llamamiento fue realizado manteniendo el ordinal alfabético de sus apellidos)
que Silvia fuese la última en presentarse ante una
psicóloga laboral, encargada de realizar los informes psicotécnicos y
curriculares que señalarían a la persona más adecuada para la plaza ofertada.
Nada
más entrar en la pequeña sala que ofrecía una imagen de frialdad, tanto en lo
térmico como en su vacío decorativo, creyó reconocer a
la persona que estaba sentada detrás de la mesa. Encima de este espacio
descansaban varias carpetas cerradas y un dossier abierto. El rostro de aquella
mujer, con la que tendría que entablar un difícil diálogo analítico, le traía
algún recuerdo en su memoria. Pero, en principio, no lograba ubicar dónde ni
cuándo había existido esa posible relación personal. Tras un brevísimo saludo,
su interlocutora también la observaba con una mezcla de curiosidad y seriedad.
“Puedes
tomar asiento, Silvia. Disculpa que haya utilizado el tuteo. Pero aunque para
ti pueda resultar difícil reconocer a la persona con la que vas a entablar esta
conversación, en mi caso no es así. Observo que el paso del tiempo ha sido generoso
con tus rasgos y apariencia. Ves que no he podido olvidar tu nombre. Tú debes
saber bien el por qué. Cuando has entrado por esa puerta, te he reconocido sin
la menor dificultad. Yo he tenido que esforzarme mucho para ofrecer la imagen
que ahora tienes en tu presencia. Soy Reme, tu
compañera de clase en el Instituto. Con veintitantos kilos de menos y con una
titulación profesional de la que me considero muy orgullosa. No. no ha sido
fácil llegar a ocupar este puesto y la confianza que la empresa consultora ha
depositado en mi persona.
A
poco que hagas memoria, entenderás fácilmente el motivo por el que no guardo
buen recuerdo de aquellos años de nuestra adolescencia en las clases. Todo lo
contrario. Me traen muy dolorosas imágenes de cómo se puede focalizar tanta
crueldad en el trato sobre una chica de quince o dieciséis años, que lo único
que pretendía era ser una más entre las demás, tener amigas y poder estudiar
con un mínimo de tranquilidad y sosiego afectivo. Nada de eso me fue concedido
y tú, Silvia, fuiste la líder de todo ese sufrimiento que, de forma tan
inhumana, tuve que soportar.
Pero,
afortunadamente, no soy como tú. Y, en este momento del reencuentro, sabré
actuar con la responsabilidad y profesionalidad que me es exigida. Aunque fue
durísima esa crueldad, que permanece en mi memoria, no debe ser éste tiempo
para el rencor. Vamos a comenzar nuestro diálogo, a fin de objetivar los datos
necesarios que permitan elegir a la persona adecuada para ese puesto de trabajo
al que aspiráis los cuatro candidatos finalistas”.
La
sorpresa anímica en el rostro de Silvia era bien manifiesta tras el inesperado
reencuentro, teñido de esa tensa y larga introducción. Se
vio trasladada, en su memoria, a un par de décadas atrás. Efectivamente
eran tiempos de adolescencia para las dos mujeres que, en este crucial momento,
estaban sentadas frente a sí. Ahora ya reconocía, a pesar del radical y
positivo cambio en su apariencia, a su compañera de bachillerato Reme, a quien
ella precisamente había puesto el nombre de “la foca”, apelativo que se
difundió fácilmente entre la muchachada, debido al sobrepeso manifiesto que el
orondo cuerpo de la joven ofrecía. Pero si fue cruel tener que soportar ese
mote, para una chica de quince años, más dolorosas fueron las burlas, la
exclusión relacional y el desprecio afectivo que precisamente ella, Silvia, se
encargó de tejer con esa maldad vergonzante del fuerte sobre el débil, en la
pobre e infantil búsqueda del liderazgo social. En realidad todo era una banal
forma de compensar otras carencias afectivas que ella tenía que vivir en el
seno de su propia familia, ante el profundo desamor entre sus padres.
La
entrevista profesional entre, psicóloga y aspirante, duró apenas unos quince
minutos. Fue la más breve de las cuatro que tuvieron lugar aquella mañana de
marzo, en el centro de cualificación laboral. A la finalización de la misma,
Silvia, aún con un cierto shock por ese reencuentro caprichoso que el destino
le había deparado, hizo un último esfuerzo de disculpa, que resultó forzado,
escasamente creíble y desde luego patéticamente impudoroso.
“Sé que te debo una disculpa, Reme. Pero has de entender
que son comportamientos que se tienen en la adolescencia. A los quince años se
hacen muchas tonterías. Y que, por supuesto, pueden ser dolorosas para quien
las recibe. En aquella fase de nuestras vidas, yo era la fuerte y tú una
persona muy tímida y débil. Siempre percibí tu cobardía para responder a mis
ataques. Pero han pasado ya unos veinte años. Ahora yo necesito y tengo que
luchar por conseguir este puesto de trabajo. He de cuidar de una hija pequeña y
mi vida afectiva continúa siendo, como en aquellos tiempos del Instituto, no
muy afortunada. Confío que en este momento puedas superar aquellas niñadas
escolares. Al menos, en lo físico y en lo profesional, son evidentes los
positivos avances que has conseguido”.
Aquella
misma tarde/noche de marzo, Reme finalizó la calificación argumentada de los
cuatro aspirantes al puesto de técnico analista para una afamada empresa de
yogures, que necesitaba cubrir esa preciada plaza laboral. Tras la cena, ayudó
a su madre a quitar la mesa y ordenar la cocina. Aunque daban una buena
película por la segunda cadena, se sentía cansada por los avatares que había
tenido que afrontar en el día. Se fue pronto a la cama pues, a primera hora de
la mañana, habría de entregar a Delio, su jefe, los respectivos informes que
había elaborado.
Antes
de conciliar el sueño, su mente viajó una vez más a los convulsos tiempos
escolares del Instituto. Se hacía esa pregunta, tantas veces repetida en las
brumas de su memoria ¿Por qué los profesores no
tuvieron el acierto de intervenir, cuando ella tanto sufría la sinrazón de sus
compañeras? Nunca olvidaría aquella respuesta que recibió de su tutor, cuando
al fin un día se decidió a pedirle ayuda. “Son
cosas de crías, Reme. Tú también eres responsable de ese circulo en el que
dices te sientes atrapada. No culpes sólo a las demás. Debes examinar también
tu propia responsabilidad en esos hechos, que me parecen exagerados según la
descripción que me estás haciendo”.
¿Sabría
este muy desafortunado profesional el acre significado que tiene el concepto de
BULLYING (acoso escolar) para una chica en el
alba de su adolescencia? La acción tutorial es una función decisivamente
importante, para ser ejercida por personas carentes de una cualificada
formación y profesionalidad en la práctica educativa. Y estos lamentables
errores, tanto en la infancia como en la adolescencia, son muy difíciles de
superar para quien ha tenido la desgracia de soportarlos.
Silvia
no consiguió la plaza laboral a la que aspiraba. Su puntuación quedó en tercera
posición, entre los cuatro candidatos participantes al puesto. Ella y Reme no han
tenido, hasta el momento, una nueva oportunidad de contacto.-
José
L. Casado Toro (viernes, 1 Abril 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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