En tiempos de dificultad económica, resulta frecuente
convivir con respuestas imaginativas, insólitas pero, desde luego,
inteligentes, a fin de que sus anónimos autores puedan ir sobrellevando las
carencias básicas en las necesidades de cada día. Tal vez la imagen plástica de
mayor impacto anímico sea la que ofrecen aquellas personas
que vemos rebuscando, una y otra vez, dentro de los contenedores de residuos,
repartidos por entre las calles de nuestras urbes. En algunos casos observamos
que la apariencia externa de estas personas, que llevan a efecto esta
desagradable labor, no corresponde al prototipo clásico del ser desarraigado,
inmerso en la mendicidad. Por el contrario, son hombres y mujeres a los que la
suerte u otro tipo de circunstancias les han abocado a soluciones extremas para
la mera subsistencia en sus vidas.
Bien
es verdad que acabamos preguntándonos el por qué estas mismas personas no
acuden a los comedores sociales o a esos puntos solidarios donde se reparten,
de manera gratuita, una o dos bolsas de comida cada día. Pero el fondo del
problema ya no es sólo tener que buscar ese alimento que nuestro organismo
necesita, sino también poder atender a otras necesidades insoslayables, como el
pago de una habitación donde cobijarse o disponer de ese mínimo económico que
les permita subir a un autobús o vestirse de una manera digna.
Aquella
mañana de marzo, tras haber pasado un par de horas estudiando en una cómoda
biblioteca municipal, ubicada cerca de casa, me dirigí
a un amplio y moderno supermercado de la zona. Tenía que comprar algunos artículos necesarios para
nuestra cocina. La situación urbana de este establecimiento está muy bien
pensada por parte de sus propietarios, pues está situado en el cruce de varias
arterias viarias confluyentes en la afamada plaza de una populosa barriada. El
trasiego de vehículos y personas se veía intensificado por la hora intermedia
de la mañana, entre el mediodía y el tiempo del almuerzo. En estas calles
siempre transitadas, en las horas centrales del día, suelen instalarse pequeños
tenderetes o puntos de venta ambulante, en los que algunas modestas personas
ofrecen, a buen precio, frutas, verduras, dulces o incluso pescados, ante la
inexistencia o comprensión por parte de las fuerzas de seguridad. Antes de
entrar en el supermercado, fui partícipe (como otros viandantes) de la escena
que va a centrar el contenido de este relato.
A un
par de metros de la puerta que preside el establecimiento, un hombre que
lindaba las cuatro décadas de vida, sencillamente vestido y con la mirada
sonriente, pedía ayuda para sus necesidades de una manera un tanto
peculiar. Para mi sorpresa, no
solicitaba, dinero, sino alimentos. Exactamente, comida
a cambio de libros. Tenía entre sus manos varios ejemplares, tamaño
bolsillo, que mostraba a los escasos
viandantes que aceptaban escuchar sus peticiones. Repetía una y otra vez
esa significativa frase, a modo de reclamo en las conciencias, “un libro a cambio de alimentos”. La cruda
realidad es que las personas transitaban con las prisas propias de cada uno,
haciendo en general oídos sordos a lo que este humilde ciudadano planteaba en
su reclamo.
La escena contrastada de una mayoría de transeúntes,
con el caminar forzadamente acelerado (probablemente en busca de un tiempo
banal) y la patética imagen de una persona, con sus cuatro o cinco libros en
las manos, que mercantilizaba algo que comer a cambio de las páginas impresas,
daría que pensar a todo aquél que pudiera reservar algunos de sus minutos a la
reflexión, de entre todos esos segundos y horas perdidas que conforman la
privacidad de “nuestra relojería”.
Como
conozco bastante bien la ubicación de los artículos en el supermercado, rellené
con rapidez el carrito de la compra. Cuando me dirigía a la caja de pago
observé, tras la cristalera, que el peculiar personaje aún allí seguía,
enfrentándose con la desatención de los presurosos viandantes. Entonces miré
hacia uno de los estantes y elegí un paquete de galletas, de esos que las
agrupan en cuatro bloques de forma cilíndrica. Efectué el pago correspondiente
y al pisar de nuevo la calle, me acerqué al señor de
los libros. Con cierta sorpresa recibió el paquete de las galletas, dada
la escasa atención que, a tenor de sus palabras, estaba recibiendo durante gran
parte de la mañana.
“Llevo aquí desde las nueve y, en más de tres horas de
esfuerzo, sólo he recibido un bote de mermelada y una lata de espárragos
blancos. Al menos con las galletas, gesto que le agradezco, podré tomarme algo
de la confitura con lo que tranquilizaré mi estómago vacío. De todas formas
negociaré con la cajera, siempre que el joven de la seguridad no me señale la
puerta (como hizo ayer) si puedo cambiar los espárragos por una barra de pan y
algo de mortadela. Por cierto ¿qué ejemplar
desea elegir Vd.? Tengo uno del académico
Muñoz Molina, otro de su mujer Elvira Lindo y éste que trata sobre los parajes
naturales de la sierra de Cazorla”.
Los
tres libritos, que este hombre mantenía entre sus manos, mostraban, a primera
vista, un buen estado de conservación. Junto a las piernas de mi interlocutor
descansaba una raída mochila deportiva donde. a buen seguro, aguardaban otros
libritos de bolsillo y ese par de latas conseguidas en el insólito intercambio comida/lectura.
“No, gracias, no se preocupe. Por la profesión que he
desempeñado durante largos años, lo que me sobran son precisamente libros en
casa. Incluso los dono a una biblioteca pública municipal, que está situada a
pocos metros de donde nos encontramos. Estos ejemplares, que me ofrece para
elegir, puede seguir utilizándolos con otras personas que accedan a entregarle
algún alimento a cambio. Por cierto ¿conoce que en la zona de la Iglesia de
Santo Domingo, junto al cauce del río, facilitan cada día bolsas de comidas, de
manera totalmente gratuita, a las personas necesitadas?”.
Hubiera
sido interesante haber seguido hablando con Herminio
(su nombre lo conocí semanas después de este nuestro primer encuentro) a fin de
conocer, de manera más precisa, las circunstancias concretas que le habían
conducido a ese significativo mercadeo entre alimento y cultura. Ya en casa,
reparé en dos detalles que me hicieron pensar al respecto sobre la posible
realidad que ocultaba el intercambiador de bienes. Una persona que conoce el
parentesco familiar entre dos afamados escritores hispanos e incluso la
pertenencia de uno de ellos a la Real Academia de la Lengua Española, no se
identifica con el perfil del típico mendigo que malvende cualquier objeto
hallado en los contenedores de basura, a cambio de unos pocos euros para
atender sus necesidades. No tuvo que
pasar excesivo tiempo para que la suerte me ofreciera respuestas a estos
interrogantes.
Una
hermosa tarde de abril, que nos gratificaba con ese saludable tiempo primaveral
que tonifica nuestras vidas, me encontraba trabajando con mis apuntes, en la ya
aludida biblioteca pública. A ratos suelo hacer
algún descanso, paseando y distrayéndome mientras observo las diversas estanterías
repletas de manuales y conocimientos.
Desde
el piso superior en que me hallaba, podía divisar la planta inferior del centro
difusor de la cultura. En esta parte del recinto están habilitadas unas mesas
para la lectura de la prensa diaria, además de varias estanterías conteniendo
carátulas de películas ofertadas al préstamo. Delante del mostrador donde el
encargado de la biblioteca atiende las peticiones del público, hay un par de mesas expositoras donde se muestran
algunos libros que pueden ser tomados por los lectores interesados, sin que
éstos tengan la obligación de su devolución. Pertenecen estos ejemplares a
títulos que el fondo bibliográfico de la institución tiene repetidos o también
porque las dependencias del edificio carecen del necesario espacio para poder
albergarlos. Por estas razones, deciden donarlos con el admirable objetivo de
fomentar la lectura. Debo precisar que esta biblioteca posee una bien dotada
sala de ordenadores y dos espacios, preparados para atender a un público
específicamente infantil, junto a dos amplias salas para la lectura y estudio.
Junto
a la mesa donde se ofertaban libros y películas en DVD se encontraba Herminio,
a quien reconocí sin dificultad. Vestía la misma camisa de cuadros, los
vaqueros muy desteñidos y esas botas deportivas blancas, un tanto ennegrecidas
por la falta de limpieza, prendas que también llevaba el día de nuestro primer
encuentro ante el súper. Se afanaba en recoger unos cuantos volúmenes, tamaño
bolsillo, además de varias películas de entre las ofertadas a los interesados. Me acerqué a él con ánimo de saludarle e invitarle a un café.
A los pocos minutos, estábamos sentados en un bar cercano, compartiendo sendas
tazas de té. Nos acompañaba su vieja mochila de color verde militar, bien
repleta de material literario y cinematográfico.
¿Fue
literatura o realidad lo que este interesante
personaje se prestó a narrarme, durante los más de sesenta minutos de reunión
que mantuvimos? Su afición a la cultura, desde los años de la adolescencia; su
residencia en diversos destinos de nuestra geografía, a partir de su origen
natal en un pueblecito de Extremadura; su inestabilidad laboral continuada (la
última como tramoyista en una compañía teatral) a lo largo de sus cuarenta y
nueve años de vida; sus controvertidas y azarosas vivencias afectivas, que le
han deparado, hasta la fecha, cuatro hijos a los que mantener… Me dice que en la actualidad, lleva ya casi
un año viviendo en Málaga, unido a Esperanza, una colombiana madre de su hija
Thais, mujer de fuerte carácter que trae unos pocos euros para la casa
limpiando en una comunidad de vecinos.
Me
pidió finalmente esfuerzo inversor, para un proyecto que albergaba desde hacía
tiempo en su mente: pretendía abrir un taller de reparación de bicicletas, en
un pequeño local ubicado por la zona del barrio de las Delicias. La enérgica
convicción con que defendía su objetivo era verdaderamente admirable, aunque
siempre entendí que sobreactuaba con sus teatrales
gestos y palabras. Finalmente decidí, a fin de que llevara algún sustento a
casa, comprarle algo de pan, fruta y
leche, en ese súper cercano donde le conocí, ejerciendo su inteligente
habilidad de intercambio.-
José
L. Casado Toro (viernes, 15 Abril 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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