Pocos
son los que ponen en duda que esa Gran Noche,
a comienzos de otra anualidad, como es la fiesta
mágica de los juguetes, posee el dulce encanto de la ilusión y la
sonrisa. Especialmente diseñada para los que
son más jóvenes en edad. Pero también para todos aquéllos que todavía no
quieren dejar de serlo, a pesar de los números recorridos en el largo calendario
de sus memorias. En los momentos de mayor desconsuelo, miras a la infancia. A
esa etapa en la vida de todos, en la que el juego de la imaginación sabe poner
una sonrisa, haciendo real lo imposible, creyendo en aquello que tildan de
increíble y multiplicando el tiempo del disfrute en aquellas cosas sencillas
que verdaderamente reconfortan. Y bajo un manto azulado, iluminado por las
estrellas, los juguetes se van haciendo presentes en millones de hogares, a la
espera de que la llegada del alba confirme la realidad de esa mágica fiesta Reyes, para todos los niños que
saben y quieren creer, jugar y disfrutar.
La
mayoría de esos pequeños, o aquéllos mayores con alma de niños que aún son
capaces de sentir como ellos, han hecho explícitos sus deseos a través de una carta. Otros, por el contrario, manifiestan
sus anhelos mediante la palabra o esperan confiados en el signo atrayente de la
suerte. Sin embargo es saludable creer que todas esas cartas sin franqueo, viajan
como destino a un gran almacén de infinitas ilusiones. Allí, tres venerables
ancianos atienden con benevolencia esas peticiones fundamentadas en la
inocencia de la fe y que, en la mañana del 6 y en otros muchos amaneceres,
permiten generar sonrisas y compartir el juego para s í y
con los demás. En la proximidad de un nuevo 6 de enero,
vamos a conocer el contenido de una de estas cartas que, entre millones de
misivas, hizo reflexionar a SS MM, hombres sabios que, con sutil inteligencia, poseen
la dulce capacidad de comprender y resolver.
El
contenido del escrito provocó el asombro de Melchor.
Incluso quiso repetir su lectura, antes de pasarla a sus compañeros en
sabiduría y magia, Gaspar y Baltasar. A pesar de las prisas subsiguientes, a fin
de atender todo el inmenso trabajo que se les había acumulado en los días
previos al Gran Viaje, por millones de hogares de los cinco continentes,
hicieron una parada en su labor clasificatoria de juguetes y destinos. Era
necesario hacer una nueva lectura en común del peculiar texto caligráfico que
tenían en sus manos. Las tres orondas personas mostraban en su rostro confusión
y perplejidad, ante una carta diferente de entre todas las que recibían.
“Queridos y añorados RR.MM. Como todos esos niños, que
todavía mantienen viva su creencia en el milagro que llega a sus domicilios
cada seis de enero, yo también he querido practicar su maravillosa inocencia y
escribiros estas expresivas líneas. Al igual que lo hacía cuando, con pocos
años en la vida, los mayores me ayudaban a redactar todas aquellas ilusiones
que bullían en mi cabeza y que, de una u otra forma, habías grabado en tu
visita por los escaparates de las tiendas de juguetes. Yo también deseaba tener
esos objetos para el juego que muchos niños y amigos ya poseían para su alegría
y disfrute. Ahora, ya de mayor, nada puede ser igual como en aquellos años de
la infancia que recuerdo con especial cariño y nostalgia.
¿Y qué juguete o regalo os puedo pedir cuando, en esta
época de la abundancia para tantos, casi de todo tenemos ya en casa? Repasamos,
hasta el cansancio, toda esa cantidad de ropa que atiborra nuestros armarios y
que apenas tenemos tiempo u oportunidad de usar; gozamos de la abundancia y
versatilidad electrónica, con aparatos que realizan las prestaciones más
sofisticadas e increíbles pero que, de manera acelerada, vamos sustituyendo,
cuando apenas hemos obtenido el rendimiento que prometen en sus prestaciones; multitud
de libros pueblan nuestras bibliotecas particulares, cuando apenas tenemos oportunidad,
por el estrés aplicado a nuestras vidas, para abrir esos apetecibles manuales y
gozar con sus informaciones, historias, cuentos o poemas; para quienes gustan
de su ostentosa materialidad, disponemos de no pocos objetos suntuarios que,
por su repetición, apenas ya nada nos dicen, como no sea para lucirlos ante los
demás, en esas ocasiones de la vida social...
Y así podría continuar esta larga misiva que ejemplifica
(es duro reconocerlo) esa plaga de aburrimiento que atormenta nuestras vidas. Efectivamente,
es éste, uno de los grandes problemas que los mayores no hemos sabido resolver,
precisamente en esta gran época de los adelantos que nos aturden, asombran y,
cada vez más, menos goce nos producen. La humanidad, la gente, a pesar de toda
esa plétora infinita de posibilidades que la civilización y la ciencia han
puesto a nuestra disposición, sufre, con mayor o menos disimulo, el pathos de
esa endemia cruel como es la del aburrimiento, para tantas horas disponibles que
el destino nos confía.
En este momento de reflexión y sinceridad, me gustaría
recuperar a ese niño que fui, volviendo a escenificar aquellos inolvidables
momentos en que, con tan poco, tanto me distraía y disfrutaba. Vienen a mi
mente aquellos Juegos Reunidos, en los que aplicaba la suerte, el ingenio o la
oportunidad; aquellas pequeñas figuritas de goma, disfrazadas de vaqueros y soldados; las creativas acuarelas de colores y
pinturas, con las que tantos dibujos y composiciones realizábamos; aquellas
modestas pelotas
de goma, que templaban nuestra desbordante energía por los rincones más insólitos
para jugar, o aquel mecano de piezas tornillos y tuercas, elementos que permitían
construir pequeñas y grandes obras de ingenio. Y cómo olvidar las bolas de cristal, la
canicas rellenas de colores, con las que
podíamos competir con los amigos del lugar; para mí eran especiales aquellos
artilugios que llamábamos cinedix, con sus cintas enceradas que nos hacían crear nuestra
propia sala de proyección, llevando esas imágenes, con sus pequeños movimientos,
a la paredes de nuestro hogar. Tampoco faltaban los libros de los mil y un
cuentos, para leer cada noche antes de dormir… Juguetes, más o menos simples y
divertidos, que ponían a prueba toda esa imaginación para el disfrute, en las
tardes y mañanas de nuestra infancia. Ese disfrute, inocente y divertido, no lo
he vuelto, lamentablemente, a recuperar.
Pongo fin a esta carta, plena de sentimientos, cuya
extensión os puede cansar. Al redactarla, he podido reflexionar sobre el tiempo
de la abundancia que tantas veces nos aburren, por no saber recuperar y
encontrar esos espacios en nuestras vidas, dedicados al juego en la amistad. Me
gustaría para terminar que, a ser posible, me dejarais un juguete sobre los
zapatos colocados junto al árbol de Navidad. Someto a vuestra mejor sabiduría aquél
que consideréis más apropiado para mi necesidad. Alejandro”.
Los
tres Magos de Oriente, tras conocer el contenido de esta curiosa misiva,
intercambiaron sus respectivas consideraciones y, tras repasar el inmenso
listado de juguetes que mantenían en sus almacenes, dudaban cual de ellos sería
el más apropiado para las necesidades y circunstancias que planteaba el adulto
y peculiar remitente. Reconocían, en base a su sabiduría, que la razón
principal de ese aburrimiento, que tanto afecta y desalienta a los mayores,
obedece precisamente a que han olvidado lo que supone
ser niños. Son tantas las obligaciones, importantes pero superfluas, con
las que agobian el tiempo de sus vidas, que apenas tienen ese espacio para el
juego, actividad que pondría color, ilusión, distracción y alegría, a fin de
poder superar los latidos de la rutina. Como tantos otros, Alejandro había
perdido el sentido de aquellos valores de la infancia. Ese tiempo maravilloso
donde el juego, compartido o en soledad, permite sentir y disfrutar la alegría como
sólo lo pueden hacer los niños. Había que actuar, en consecuencia, buscando ese
regalo que permitiera al remitente volver a sentirse
como aquél niño que fue.
En
la mañana del seis de Enero. Alejandro se
despertó sobresaltado. Cuando abrió los ojos, tras el descanso nocturno, no
daba crédito a lo que sus ojos veían. No se encontraba en su cuarto y aquella
tampoco era su cama. Junto a él no se hallaba Loreto, su mujer, mientras que al
lado de su pequeño lecho para el descanso había otra camita. Estaba ocupada por
una niña, a la que pronto reconoció. Era su hermana Paula, pero con ese cuerpo
infantil de los seis o siete años. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Era un sueño o una realidad lo que sus ojos percibían?
Lo más impactante fue cuando, a los pocos segundos, se vio a si mismo
transformado o llevado a esos nueve o diez años de su infancia. Caminó unos
pasos, entre el desconcierto y la angustia, por ese cambio que estaba afectando
a su vida, inexplicable para con lo racional. Abandonó esa habitación, que su
memoria le hizo recordar la que había sido casa de sus padres y al llegar al
saloncito de aquella entrañable vivienda, en el barrio alto de la ciudad, la
claridad ya entraba por las ventanas. Observó el gran árbol de Navidad, en el
que todos habían ayudado para con los adornos. Alrededor del mismo había varios
paquetes, envueltos con papeles de brillantes colores. Volvió presuroso a su
cuarto. Paula estaba ya sentada en la cama. Con ojos entreabiertos, su hermana le
preguntó: “Alex ¿han venido ya los Reyes?”
Aquél fue un día inmensamente feliz. Trató de atarse
bien los patines e hizo los primeros recorridos por el pasillo de su casa. A
media mañana bajó con sus padres, a practicar por las aceras de la plaza
cercana a su domicilio. Allí se encontró con su amigos del barrio, que compartían
sus bicis y balones para el juego. A pesar de que mantenía muy bien el
equilibrio, en su nueva patineta, una piedra perdida le hizo caer al albero.
Pero su madre resolvió con presteza el problema, con un poco de mercromina y un
vistoso esparadrapo. Fue un día de Reyes intensamente feliz, para el juego y la
desbordante ilusión que sólo se posee a esa dulce edad de la inocencia.
Cuando
despertó a la mañana siguiente, Alex comprobó que todo
había vuelto a la rutina de la normalidad. Loreto aún reposaba su sueño
y aquella era la habitación de la casa que poseían desde su matrimonio. Precisamente sonó el nuevo radio-despertador
con proyección en el techo, que su mujer le había regalado por la fiesta de
Reyes. Era un artilugio muy sofisticado que además tenía pantalla de plasma,
con la que podría tener conexión a Internet y a las cadenas de televisión. Con
una sonrisa “entristecida” él seguía añorando a sus queridos patines y a esa
patineta, que le provocó aquella aparatosa, pero divertida, caída. Pero ¿cómo
era posible? ¡Su rodilla izquierda tenía un pequeño esparadrapo encima de la
rótula…!
Y
allá lejos, en el apasionante país de la magia, sus tres Majestades, Melchor,
Gaspar y Baltasar, reían y disfrutaban. Habían querido, con su mágica
sabiduría, conceder a Alex el mejor regalo para
su cada vez más aburrida vida. Un día de vuelta a la
infancia. Ahora se preguntaban si este alto ejecutivo sabría aprovechar la
inteligente lección que, con su inmensa bondad y poder, habían querido
ofrecerle.-
José
L. Casado Toro (viernes, 1 Enero 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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