Suele
ser frecuente esa comunicativa y plástica costumbre, en la mirada social de los
edificios. Se trata de un alegre hábito decorativo que percibimos asociado a
puntuales acontecimientos de la más variada naturaleza. Son muestras expresivas
que aparecen vinculadas a importantes eventos deportivos, a celebraciones de
signo religioso y que también reflejan cíclicos resultados electorales u otras
manifestaciones de carácter político. En los balcones y terrazas de muchos
edificios, sus inquilinos cuelgan banderas, pancartas, fotos y bombillas de múltiples
colores, muestras solidarias que exaltan la felicidad u opinión de sus
propietarios, ante determinados hechos relacionados con la religión, la
política, el deporte o, incluso también, con protestas reivindicativas que
afectan a colectivos ciudadanos.
La
historia que voy a narrar ocurrió durante las pasadas Navidades. Me sentía
feliz viendo la generosidad de algunos vecinos de los bloques colindantes a mi
apartamento, los cuales habían colgado, desde sus ventanas y terrazas, juegos y
composiciones de luces. Con sus brillantes reflejos e intermitencia cromáticas,
esas composiciones de leds o bombillas clásicas alegraban, durante unas cuantas
horas, la placidez de la noche. Y este sencillo pero reconfortante espectáculo
se mantuvo hasta la gozosa festividad del Día de los Niños, cuando los Reyes
descargan, desde su siempre mágica caravana, miles y miles de juguetes y
regalos que tanto satisfacen a los más pequeños de la casa y, por supuesto también,
para todos aquellos que aún saben mantener el sano espíritu de la infancia.
Tras
ese lúdico día, que representa el 6 de Enero, los ornatos de luces fueron paulatinamente
desapareciendo, siendo previsiblemente guardados para un nuevo uso en esa otra
oportunidad que llegará el próximo diciembre. Sin embargo llamó mi atención una
de esas composiciones de luces, ubicado en la balconada de un bloque cercano,
la cual mostraba un breve pero significativo texto: NAVIDAD
ES AMOR. Ese mensaje emitía sus brillantes e intermitentes destellos en
el discurrir de las noches. Las fiestas habían terminado, pero las bombillitas continuaban
funcionando, un par de horas cada día, hasta el comienzo de la madrugada. Y lo
más curioso del caso es que, desde la atalaya visual de mi apartamento, no
percibía que hubiese personas habitando en la susodicha vivienda. Las persianas
de sus ventanas estaban permanentemente bajadas y en la terracita (donde había algunas
macetas y un pequeño tendedero para la ropa) tampoco se veía a persona alguna. Deduje
(era la conclusión lógica) de que ese piso se encontraba vacío de residentes
aunque, desde alrededor de las diez de la noche hasta las doce de la madrugada,
las luces seguían desarrollando su alegre función de cromatizar ese trocito de la
fachada, con su bondadoso mensaje. Y así, un día tras otro, durante las primeras
semanas del nuevo Año.
He
de reconocer que eran muchas las noches en que, durante algunos minutos, me
quedaba observando el texto a través del ventanal de mi terraza. Pensaba en la
razón de ese alegre misterio que ponía color y sonrisas a esas horas nocturnas,
plenas de humedad, silencios y farolas adormecidas. A poco de que “daban las
doce” en la aritmética armónica del tiempo, las bombillitas también se
marchaban a dormir, apagándose la figura geométrica y el texto que conformaban.
Sin duda, ellas también anhelaban un merecido descanso, tras el esfuerzo diario
por difundir la alternancia rítmica de su luz y color.
El
bloque en cuestión, de siete niveles sobre la planta basal, estaba situado a
poco más de unos ciento cincuenta metros desde mi domicilio. Conocía de vista a
muchos de los propietarios de esas treinta viviendas que constituían el
inmueble, más dos espaciosos locales comerciales. Uno de los mismos estaba
ocupado por una asociación de seglares, cuyo nombre era “Camino de la Verdad” la
cual, entre otras finalidades tenía como misión básica la orientación y ayuda
material a todas esas mujeres cuyo destino y circunstancias les había abocado a
“realizar o trabajar la calle”. El otro local estaba regentado por un
supermercado de barrio, al que yo periódicamente acudía a fin de completar la gran
compra semanal que efectuaba en un importante centro comercial, bastante más
alejado de casa. Aunque no tenía amistad directa con ninguno de los
propietarios e inquilinos de ese bloque, salvo los saludos ocasionales del
“buenos días” y “buenas noches”, los percibía en su mayoría como familias de
una avanzada edad, aunque había también algunos matrimonios jóvenes, con hijos
aún en la edad que marca la adolescencia.
Es
el caso que cierto día, mientras había bajado por unas cervezas al súper, al
guardar cola ante una de las cajas para el pago, vi que me precedían dos señoras
mayores a las que reconocí como residentes en el bloque de las luces (como así
lo denominaba). Me atreví a hacerles el siguiente comentario.
“Discúlpenme, Sras. Soy vecino de un bloque cercano al
que creo Vds, residen. Me ha llamado la atención que, tras la finalización de
las fiestas navideñas (estamos casi llegando a finales de Enero) uno de los
pisos que hay en su edificio, mantiene encendidas, durante un par de horas cada
noche, un motivo de ornamentación navideña, que fue colocado en los primeros días
de diciembre. Y sin embargo me extraña que, desde hace unas semanas, no veo luz
alguna dentro de sus ventanas, las cuales permanecen con sus persianas bajadas,
ni otras señales de residentes en dicha vivienda…”
Las
dos señoras, muy bien trajeadas, se miraron una a la otra, con sendos gestos en
sus respectivos rostros que denotaban desaprobación y un cierto contenido
nervioso. A poco una de ellas, con palabras entrecortadas ante la sorpresa que
le había producido mi pregunta, respondió que efectivamente esa vivienda se
encontraba ahora vacía, sin residentes. Y que su propietario había dejado esa
ornamentación en la terraza. La otra señora, sin poder disimular la incomodidad
que le había producido mi observación, comentó que preferían no seguir hablando
del tema, dando por finalizado nuestro brevísimo diálogo.
Pero
mi atrevimiento explicativo con las dos inquilinas del inmueble, con su
inconcreta y nerviosa respuesta, no había hecho sino incrementar ese deseo de
conocer, con más detalles, el trasfondo de una historia que, a buen seguro,
ellas bien conocían. Y quiso la suerte que, unos días después, alrededor del
medio día, yo me encontrase almorzando en mi terraza, dada la templanza del
tiempo a pesar del invierno. En un momento concreto, divisé a una mujer en el
piso de las luces nocturnas, que estaba retirando las macetas que aún
permanecían sobre el suelo. Al rato, esa misma mujer salió desde la puerta de
su edificio llevando unos paquetes que
trasladó a un coche que había aparcado en la acera opuesta a su puerta.
La misma operación fue repetida en un par de ocasiones. Era evidente que se
estaba llevando algunos enseres que habían sido dejados en la que debía ser su
vivienda (entre ellos, las susodichas macetas). Al terminar de comer, me
desplacé con presteza a la calle dispuesto a hablar con esa señora.
Ante
mí tenía a una esbelta mujer, probablemente de cuarenta y tantos años, cuyo
rostro algo inconcreto me recordaba. Con las disculpas subsiguientes, le expuse
prácticamente el mismo interrogante que a las dos señoras del súper. Esbozó una
forzada sonrisa, no exenta de curiosidad ante el atrevimiento alocado de mi
pregunta.
“No se preocupe. Aunque Vd. a mi no me reconozca, hemos
sido vecinos durante un cierto tiempo. Nos hemos cruzado, en numerosas ocasiones,
por estas calles del barrio. En este momento tengo mucha prisa, porque me están
esperando. Pero, si le parece, concretamos una hora y día, en donde le podré
explicar, con más sosiego, el motivo de esos ornatos nocturnos que tanto han
movido su curiosidad.”
Una
semana más tarde, alrededor de las siete (ambos fuimos puntuales) nos saludamos
en la puerta de una tranquila tetería, muy próxima al Museo Picasso malacitano.
Había sido ella quien eligió este lugar de encuentro, comentándome que le cogía
muy cerca del que era su nuevo domicilio, en la zona antigua de la ciudad. Una
vez más, intentaba rastrear en mi memoria quién era la mujer que tenía ante mí,
cuyos rasgos faciales me recordaban la imagen de alguna persona conocida, pero
sin saber dónde ni cuando. Desde antes que nos sirvieran las consumiciones,
ella mostró su clara disposición a explicarme la que iba a ser para mi
conocimiento una curiosa y sorprendente historia.
“Mi nombre es Loreto. Desde el otro día, cuando guardaba los paquetes en el coche
y te presentaste ante mí, noté en tu mirada que algo recordabas en mi persona,
al igual que estás haciendo en este momento. Pero hay una tiniebla que te nubla
la visión y te impide clarificar o identificar esa imagen ¿verdad?”
En
ese preciso instante, mi interlocutora extrajo una fotografía de su bolso,
poniéndola en mis manos. Reconocí, sin lugar a duda, la imagen de un hombre
cuyo rostro me era familiar por haberme cruzado en repetidas ocasiones con él
por las calles y comercios del barrio. Entonces miré fijamente a Loreto y me
quedé prácticamente sin voz.
“Pero… pero si… pero si es un hombre…”
“Sí, efectivamente la persona que aparece en esa foto…
soy yo. He luchado mucho por ser lo que realmente me ha dado la naturaleza. Yo
sentía como una mujer, pero encerrada, aprisionada en un cuerpo de hombre.
Quirófanos, inversiones costosísimas, muchos sacrificios, pero al fin soy quien
debo ser. Unos le llaman, en lo científico, reasignación de sexo. Otros, más
coloquialmente, cambio de sexo e incluso
“transformismo”. Antes, yo era Delfín. Ahora mi cuerpo se ha reacomodado a mis
sentimientos, a mi cerebro y fisiología y soy Loreto”.
“Todo este proceso de cambio lo he vivido durante los dos
últimos años. Pero sufriendo, calladamente, la incomprensión de una serie de
vecinos de mentalidad trasnochada, ultraconservadora y cínica. No aceptaban
convivir con un Delfín que había dejado en libertad a Loreto. Lo peor fue
cuando mi nueva pareja se vino a casa a convivir conmigo. También, cuando conseguimos, mediante la ingeniería
genética, tener una descendencia. En la junta de propietarios, alguna gente
farisea de comunión y golpes en el pecho, consiguió que se votara mi abandono
de la vivienda, por el lamentable ejemplo que estaban recibiendo sus hijos. He
pasado, hemos vivido, unos meses muy amargos.
Al final, ya no pudimos más, con todos los comentarios,
miradas, silencios e incluso insultos y nos hemos mudado a una vivienda de
alquiler, por la zona histórica de la Merced. Precisamente, la empresa
inmobiliaria ya ha puesto, en el día de hoy, un cartel con el SE VENDE en mi
antigua vivienda. Pero mientras que el piso sea de mi propiedad, no quitaré
esas luces, ni ese texto de NAVIDAD ES AMOR, colocado en la terraza y que todas
las noches se enciende durante un par de horas. Con ello les hago ver, a mis
intolerantes convecinos, su incomprensión, su hipocresía y la ausencia de amor,
con letras mayúsculas, en la teatralización de eso que llaman religión”.
Verdaderamente
la cirugía había obrado milagros en la imagen de una mujer que antes sufría en el
cuerpo de un hombre. Ahora era ella misma. Había sabido luchar frente a la cerrazón
y la deleznable hipocresía social. Al despedirnos, le expresé mi admiración y
respeto. Por supuesto, le ofrecí la ayuda que en algún momento pudiera
necesitar. Y aquella noche, a eso de las 10 y algún minuto, las luces de ese
balcón volvieron a pestañear. El AMOR, una vez más, había sabido vencer a la ausencia
de verdad.-
José
L. Casado Toro (viernes, 8 Enero 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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