Una
señora viuda, de muy ilustre apellido pero con muy limitados ingresos
económicos en la postrera fase de su existencia, viene alquilando cuatro
habitaciones en el piso de su propiedad a otras tantas personas, bien
seleccionadas previamente por su especial condición y carácter. Efectivamente, Aurea Delcampo pertenece a una prestigiosa genealogía
familiar que, en las últimas generaciones de sus miembros, ha sufrido la dura
prueba de la decadencia y la austeridad monetaria. Su difunto marido, un viejo
aristócrata intensamente aficionado al juego y a la embriaguez de la copa,
abandonó este mundo dejando en herencia, a su relegada esposa, muchas deudas y
sólo un bien material: ese amplio piso en el que residía, ubicado en el
acomodado barrio madrileño de Salamanca. No tuvieron hijos en su matrimonio.
La
vivienda en cuestión se halla ubicada en un gran bloque de pisos de
construcción señorial pero, en la actualidad, con apariencia vetusta y
necesitado de un buen “lavado de cara”. Está
habitado, de forma mayoritaria, por personas de edad avanzada que adoran
mantener la acústica de sus nobles apellidos pero que, algunos de los días en
el mes, apenas tienen liquidez para atender los gastos básicos y la más que ineludible
alimentación. Unas y otras familias, por causas diversas, sufren ahora la
estrechez material y, lo que más les afecta, el olvido o falta de relevancia social.
Sin embargo una de sus propietarias, Aurea, desde hace casi un año supo
enfrentarse, con plausible valentía y decisión, a ese estado carencial que
soportaba, negociando con una empresa especializada el alquiler de algunas habitaciones que ella no necesita. Por esta
razón ha podido sobrevivir con dignidad, en estos últimos tiempos de
dificultades materiales y afectivas.
Uno
de los cuatro inquilinos que, en la
actualidad comparten su vivienda, se llama Irineo
Peñalba. Es persona bien avanzada en la cincuentena de su calendario
vital, de carácter agradable y culto, con una sólida formación universitaria y
que, según informó a doña Aurea, trabaja como apoderado de una entidad bancaria,
cuya sede está ubicada en pleno centro antiguo de la capital madrileña. Hace un
mes ya que negoció, con la propietaria, el alquiler de una habitación con
derecho a servicios comunes, como el baño y la cocina, prestación esta última
de la que no suele hacer uso pues, usualmente, realiza sus desayunos, almuerzos
y cenas en una cafetería restaurante, cercana a su domicilio. Inquilinos y
propietaria suelen coincidir en las horas de la sobremesa, compartiendo la
conversación y algún rato de distracción ante alguna película o programa
emitido por la televisión.
Aurea
se esfuerza en establecer familiaridad y comunicación con las personas que
habitan en su casa, aunque comprende que estos inquilinos necesiten mantener la
intimidad de sus vidas. Sin embargo, con el paso del tiempo, la convivencia
diaria va facilitando que esa privacidad se vaya paulatinamente abriendo, a fin
de compartir entre todos esos datos, anécdotas y experiencias que acercan al
mutuo conocimiento.
Irineo
desarrolla, aparentemente, una agenda diaria bastante regular. Se levanta muy
temprano y tras el aseo correspondiente suele dedicar unos minutos a repasar la
información periodística, en la pantalla de su portátil. Ya arreglado y con su
ajada cartera de piel marrón oscuro en la mano, baja a desayunar a esa
cafetería situada a escasos metros del domicilio. Toma el metro, cuya bocana
tiene en la acerca de enfrente y entra en la sede bancaria con una puntualidad
que, según él, todos conocen y valoran. A eso de las tres y cuarto, realiza el
almuerzo en la cafetería de siempre, dedicando el resto de la tarde a diversas
actividades. Suele dedicar este tiempo vespertino entreteniéndose con el ordenador,
acudiendo al cine o al gimnasio. También, los lunes y jueves, suele reunirse
para merendar y conversar con algunos amigos que atesora desde sus años de
juventud. Tras la cena, le gusta irse a
la cama no muy tarde, ya que ha de madrugar, aunque siempre trata de mantener
un ratito de convivencia en el salón estar, junto a la propietaria y alguno de
los inquilinos residentes en la vivienda.
Aurea
carecía de motivo o queja con respecto a este educado inquilino, cuyo
comportamiento era en todo momento “la mar” de correcto. Sin embargo mostraba
su extrañeza acerca de un hábito que Irineo llevaba a
cabo durante los fines de semana. Efectivamente, en la mañana del sábado
este buen hombre salía temprano de la casa, no volviendo a ella hasta la tarde/noche
del domingo. Y así una semana tras otra. Se preguntaba dónde pasaría esas
noches del sábado, pues no lo escuchaba entrar en el piso ni tampoco deshacía
la cama que ella misma cada mañana le dejaba bien ordenada. Cuando volvía el
domingo, traía en su mano el mismo voluminoso trolley con el que partía en la mañana del día anterior.
Tal vez realizaría algún viaje para el fin de semana, se respondía mentalmente
la curiosa señora.
Una
noche, en la que sólo ellos dos se encontraban sentados en torno a la mesa
camilla, frente al monitor de televisión, fue aprovechada por Aurea para hacer
explícita su curiosidad y necesidad de comunicación con Irineo. Aplicando
habilidad y delicadeza en su exposición, acabó preguntando a su interlocutor
acerca de las causas que le habían motivado para residir en una habitación de
alquiler, no sin antes ofrecerle una taza de café. Tras agradecer esa aromática
infusión, que su interlocutora le había traído con gentileza desde la cocina,
Irineo se sintió motivado en desvelar y compartir con la dueña de la casa
acerca de los motivos por los que había elegido residir en la misma.
“No te preocupes, en modo alguno considero improcedente o
molesta tu pregunta. Ante todo, Aurea, aprecio la ubicación, orden y tranquilidad
que se respira en tu domicilio. Pero, obviamente, hay otras razones que me han
impulsado a desarrollar esta experiencia, muy novedosa y difícil a estas
alturas de mi existencia. He de aclararte que estoy casado. Mi matrimonio dura
ya tres décadas. Por razones de la genética, nosotros tampoco pudimos tener
descendencia en esta unión matrimonial. Al paso de los años, la relación entre
mi mujer y yo se ha ido progresivamente deteriorando. Lo que antes eran
pequeños roces o discusiones, en los últimos tiempos se convirtieron en agrias
relaciones, problemas a los que uno y otro no hemos sabido aportar diálogo,
comprensión y tolerancia. De manera especial estas tensiones entre ambos se
agudizaban en los períodos vacacionales, en los cuales yo pasaba más tiempo en
casa (he de aclararte que mi mujer nunca ha desarrollado la titulación en
puericultura, que obtuvo en su juventud). Durante esos días o semanas de mayor
relación personal, los choques expresivos y afectivos entre ella y yo se
potenciaban hasta la preocupación.
Uno y otro, en determinados momentos, barajamos la
posibilidad de una ruptura civilizada, ya que la situación relacional no
mejoraba, sino todo lo contrario. Pero ambos considerábamos que llegar a esa
ruptura jurídica era una patente muestra de nuestro fracaso. Teníamos que tratar
de mantener, al menos, la amistad y el respeto mutuo. Por esa razón, decidimos
acudir a un especialista en conflictos familiares, a fin de que una persona
experta nos aconsejara el mejor camino a seguir para evitar una crisis de
imprevisibles resultados. Un amigo común nos sugirió la visita a un gabinete
para los problemas entre parejas, que estuvo trabajando con nosotros durante
varias sesiones.
El psicólogo, junto al equipo que con él colabora,
analizaron nuestro caso y nos aconsejaron darle una nueva oportunidad a esa
inestable relación, aplicando una valiente estrategia. Consistía ésta en llevar
a cabo una separación física de carácter temporal, pero con un matiz novedoso.
Conviviríamos sólo durante un día a la semana. El resto del tiempo, cada uno de
nosotros tendría su propia autonomía personal. El problema de nuestra
incompatibilidad relacional estaba en esa continua unión que manteníamos, desde
hacía ya casi tres décadas. Necesitábamos un poco de cambio y libertad personal
a fin de oxigenar y recrear una relación que hacía crisis, por motivos más que
nimios. El problema, insisto, radicaba en la continua permanencia relacional
entre las dos mismas personas. Por eso fui yo quien decidió abandonar el hogar familiar,
de lunes a sábado, siendo éste el único día en el volvemos a reencontrarnos.
Ese único día, que acordamos fuese el sábado de cada semana, yo vuelvo a mi
hogar de toda la vida y puedo asegurarte que esas horas de convivencia están
resultando muy positivas. Ciertamente ambos ponemos lo mejor de nuestra parte
para que esas veinticuatro horas sean enriquecedoras y bien llevadas entre
nosotros.
El problema básico es que estábamos cansados de una
convivencia continua que había ido desvitalizándose por una unión que se hacía
insoportable para los dos. Así llevamos un mes ya. No sabemos si en nosotros surgirá
la necesidad de ampliar, de manera paulatina, ese único día relacional que estamos
manteniendo durante el fin de semana. Tenemos esperanza de que esa posibilidad
mejore nuestra vida en común”.
Aurea
quedó maravillada acerca de la convincente explicación que había recibido. Y,
al tiempo, asombrada al conocer los remedios psicológicos y relacionales que
hoy se aplican a los matrimonios cuyas relaciones no son buenas. En su mejor
época todo lo más que podía hacer era aguantar y aguantar, a un marido manirroto
y “pegado” a la barra del bar. Ese había sido su triste caso.
El
inquilino preferido de la casa aún permaneció un mes más residiendo en el piso
de esta señora. Ya en la Primavera, Irineo le comentó una tarde que él y su mujer, dadas las buenas perspectivas, habían decido
reiniciar su vida en común, pues ambos se necesitaban cada día más y se
hallaban ilusionados de que su unión, tras esta etapa de separación, pudiese
retomar el mejor camino para el cariño y la tolerancia recíproca.
El día de la despedida, Aurea no pudo ocultar unas
lágrimas ante la marcha de esta buena persona con la que había entablado
amistad y afecto, muy por encima de los intereses puramente económicos que
habían posibilitado ese conocimiento. Irineo le prometió que, más adelante, él
junto a Elena, su mujer, tendrían el gusto de visitarla y pasarían juntos una
buena tarde de conversación y merienda.
Transcurrieron
las semanas. Cierta mañana, Aurea se encontraba en la sala de ordenadores de
una biblioteca pública, ubicada en los bajos de un edificio a dos manzanas de
distancia. Se había apuntado a un interesante cursillo de iniciación
informática para personas mayores, organizado por la Junta Municipal. Era una
materia pendiente en la vida, para ella que nunca había puesto un dedo en el
teclado de algún ordenador.
Tras
dos semanas de cursillo, su destreza informática había avanzado bastante bien.
Y esa mañana jugaba con el ratón y la pantalla, entrando ya en diversas páginas
de la Web. En una de esas páginas, leyó una entrada o título que decía: Comienzan unas Jornadas en la Facultad de Psicología,
acerca de las estrategias innovadoras para superar los enfrentamientos
relacionales en los matrimonios. Ese tema le recordó su experiencia con
el apreciado Irineo. Observó la imagen que completaba la información on-line y
quedó estupefacta ante la sorpresa que le produjo la fotografía que acompañaba
al texto. En ella se veía al director de esas Jornadas para la investigación.
Reconoció, sin ningún género de dudas, a la persona que allí aparecía. ¡Era
Irineo! Debajo de la foto se explicaba que el Catedrático de Psicología Familiar
y Relacional de la Facultad, el Profesor Dr. D. Irineo Peñalba, estaba
realizando la presentación de las aludidas sesiones académicas.-
José
L. Casado Toro (viernes, 22 Enero 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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