La
escena, repetidamente cíclica por estas fechas próximas a la Navidad,
transcurre en un restaurante ubicado en las inmediaciones de la zona portuaria.
Nueve compañeros, que comparten trabajo en una clínica odontológica, celebran el
tradicional almuerzo de amistad en diciembre, grata y divertida reunión que
tanto reconforta. Además de disfrutar y
paladear los suculentos platos y la buena bebida que enriquece la mesa, el
encuentro está presidido por ese ambiente alegre, ocurrente, lúdico y
fotográfico que unos y otros recogen en sus cámaras y móviles.
Ya
en los postres, alguien pregunta acerca de los
proyectos que se tienen en mente para esas minivacaciones, que todos
disfrutarán a partir del día 24. En ese momento aparecen, en la voz de los
comensales, una serie de destinos y previsiones de la más variada naturaleza.
Canarias, Rio, París, Viena, New York, Berlín, Bratislava, Madrid, Salzburgo,
Moscú, Berna, Sidney…… y también la añorada visita tranquila a esa casita del
pueblo que algunos poseen. Lógicamente, la mención de tantas opciones
interesantes obedece al hecho de que, todavía algunos, no han contratado en
firme el lugar exacto donde pasarán la entrada de una nueva anualidad, en el
calendario lúdico de sus vidas.
“Después de todos estos maravillosos planes y proyectos
que habéis comentado, os va a extrañar el destino que tengo previsto para la
transición al nuevo año. Bueno ….. no es ningún secreto deciros que llevo algún
tiempo soportando diversos problemas. Necesito recuperar lo que algunos llaman
señas de identidad. Básicamente, reencontrarme con lo mejor de mí. Y para eso
he contratado, a través de una agencia especializada, una semana de estancia en
un monasterio franciscano, situado en la provincia de Burgos. Es cierto, hay
algunos monasterios que ofertan un servicio de hospedería, a fin de equilibrar
sus necesidades y mantenimiento económico mientras, al tiempo, abren las
puertas a todos aquellos que buscan la paz, la meditación y el disfrute de unos
días en el seno de la más vitalizadora naturaleza.
Va a ser para mí un tiempo de tranquilidad y paz, que me van a venir muy
bien a fin de recuperar sensaciones y valores que se han ido perdiendo en ese
camino tan caprichoso que la vida nos hace recorrer”.
Efectivamente,
algunos comensales sabían que su compañero Lucas
atravesaba una época complicada en su vida. En el ecuador de la treintena,
había sufrido varios varapalos tanto el terreno afectivo, como en el familiar e
incluso económico. En ocasiones, los días de nublado se agolpan en nuestra
suerte, lo que hace preguntarnos acerca del porqué todo se nos tuerce, a pesar
de nuestra voluntad. Pero el azar también interviene y no siempre con fortuna.
Por todo ello, se mostraron comprensivos e interesados en esta curiosa
experiencia, sobre la que el compañero y amigo les dio unos trazos informativos
muy sugerentes.
En una
fría mañana del 25 de diciembre, Lucas Avilés partía muy temprano en su
vehículo desde Málaga, camino de ese destino monacal
en un perdido valle en la zona sur de la provincia castellana de Burgos.
Habría de estar al volante no menos de seis horas, tiempo más que suficiente
para repasar mentalmente los últimos avatares de su vida, que no estaban siendo
afortunados. Hacía tres meses que su unión de pareja con Sonia había
finalizado, tras ocho años de convivencia. Fue ella la que puso rumbo a otra
experiencia afectiva, con el simple pero contundente argumento de que el amor
había desaparecido entre ellos. Tampoco, en lo económico, le había acompañado
la suerte en los últimos tiempos. El señuelo de una jugosa inversión en un
taller de prótesis dentales, le hizo arriesgar unos ahorros que, por una
deficiente gestión en el futuro negocio, se perdieron en la nada. Pero sobre
todo, lo que más le preocupaba era sentirse desvitalizado en su ánimo, él que
siempre se había caracterizado por ser persona valiente, imaginativa y
luchadora. Dándole vueltas a todos estos pensamientos que “bailaban” por su
cabeza, decidió poner un DVD grabado con
esa música romántica que tanto le agradaba, mientras su vehículo “devoraba” kilómetros
y kilómetros camino de ese apacible destino, en donde iba a pasar la transición
vacacional entre las dos anualidades.
Repuso
fuerzas, almorzando en un “ventorrillo” a la salida de Madrid y a eso ya de las
18 horas, tras circular durante más de una hora por carreteras comarcales y locales,
por donde “no pasaba un alma” avistó, allá abajo en el valle, las piedras
históricas de una construcción del románico tardío, que daba cobijo a la
comunidad franciscana. La ayuda del GPS fue fundamental, para no perderse por
los vericuetos naturales de un paisaje que mezclaba el verde oscuro del
arbolado con la blanca pureza de la nieve, lo que daba al conjunto una plástica
navideña, intensamente fría pero espléndida por su motivación anímica.
Le
recibió el hermano Pedro, que le condujo al ala
oeste del monasterio, donde los monjes habían habilitado unas celdas, que
servían de acomodo a los viajeros que deseaban utilizar (previo contrato) los
servicios de hospedaje. Ante su vista tenía una habitación sumamente austera,
en su decoración y mobiliario. Un tosco camastro, con un par de mantas, mesa y
silla, ambas de recia madera, un pequeño hueco que tapaba una cortina, que servía
como armario y unas baldas ancladas en la pared para depositar enseres, libros
u otras pertenecías de los viajeros. Sólo en la parte aneja a la cama, había
una alfombra que cubría un trozo del suelo rojizo de ladrillos con barro cocido.
Encima del cabecero, presidía la habitación un crucifijo y una lámina enmarcada
con la imagen de San Francisco de Asís.
Para
asearse, tenía que salir al pasillo u hacer uso de unos lavabos colectivos, en
este caso, con una separación dedicada para las señoras. En ambas zonas había
un par de duchas, de las que sólo manaba agua prácticamente a la temperatura ambiente. Realmente fría. El
hermano Pedro le indicó el horario del desayuno (comenzaba a las siete de la
mañana), el almuerzo (a las trece horas) y la cena (a las 18,30 horas, después
del rezo de Vísperas). Le rogaba fuese puntual en la llegada al refectorio,
pues los visitantes compartían la toma de alimentos con los doce hermanos que,
en ese momento, estaban vinculados al monasterio. Al faltar muy pocos minutos
para el horario de cena, apenas pudo lavarse las manos antes de dirigirse al
refectorio donde ya estaban sentados los once frailes
y un matrimonio mayor, que también iba a pasar estos días viviendo el
ambiente de la vida claustral.
La
cena de ese día de Navidad consistió en una sopa caliente, para tomar de primero. A
continuación un plato con patatas cocida y aliñadas con un poco de manteca, que
acompañaban a un trocito de carne guisada. De postre, una manzana. En el gran
tablero o mesa, que todos compartían, había unas canastillas con rebanadas de
pan integral y unas pequeñas jarritas con vino tinto. La sopa y los platos de
patatas era servida por el hermano Isaías, que
se ocupaba en las tareas de cocina. A pesar de que ardían en la chimenea unos
grandes leños, para templar la baja temperatura del lugar, en las celdas había
que dormir bien abrigado, pues el frío era intensísimo. Los copos de nieve
siguieron blanqueando el amplísimo el valle durante la gélida noche.
En
la mañana siguiente, tras el desayuno, uno de los hermanos franciscanos mostró
a Lucas la organización de la bien nutrida biblioteca
comunitaria, de la que podía hacer uso. De igual forma, le invitó a
compartir con los frailes las horas de rezo y canto que estimase necesarias.
Tenía diversas oportunidades donde elegir, en función de las horas del día en
que estos rezos se llevaban a efecto (Maitines,
Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas). Admiraba esos
cantos gregorianos y rezos que sosegaban su espíritu y le ayudaban a
reflexionar acerca del significado de muchas objetivos y circunstancias que,
hasta el momento, habían dibujado sus treinta y cinco años de existencia.
Algunas
días, en las que el tiempo era más benévolo, las ocupaba en recorrer los bellos espacios naturales que rodeaban este aislado
monasterio. Esas imágenes de un tibio sol, cuyos rayos reflejaban sobre
la masa fría, blanca y pura de la nieve acumulada, los campos teñidos como de un
manto de armiño blanco sobre el que contrastaban los mástiles arbóreos con esa
“cabellera” verde oscura en sus copas, todo ello sembrado de una acústica
plana, donde los únicos sonidos procedían del viento gélido y saludable que soplaba
desde ángulos muy diversos. Todo ello permitía que los afortunados para su
disfrute gozaran de esa paz, sosiego y alegría que tanto echamos en falta por
los entornos estresantes de la densidad urbana.
Lucas pronto hizo amistad con el hermano Isaías, al
que visitaba y ayudaba en las tareas de cocina (a las que siempre fue
aficionado). Este fraile, de gruesa humanidad en su figura, era una persona muy
agradable y abierta para el trato. En general, el resto de los hermanos eran algo
más reservados en la relación con los visitantes. Poco a poco, pudo ir
conociendo la franqueza del bondadoso fraile, que le explicó algo del proceso
de su conversión, hecho que ocurrió en su veintena avanzada, después de una
juventud azarosa incluso teñida con los nubarrones de la delincuencia. Entre
conversación y conversación, colaboraba en la preparación de la comida,
especialmente por las tardes, pelando patatas o incluso fregando platos y
cubiertos, ante la complacencia y risas de este hermano, generosamente cordial
y comunicativo.
“Muchas veces, me he preguntado Isaías, cómo vosotros podéis
sentiros tan felices, pasando en este aislamiento los meses, los años, la vida.
Entiendo que esa falta de calor familiar lo encontráis en la ayuda fraterna que
aporta la vida comunitaria. La fe, el trabajo, la oración, son elementos que
sustentan esa paz que transmitís a todo aquel que se acerca a vuestra intimidad
y puede conocer la sencillez de vuestra vida. Pero, en verdad… ¿no echáis en
falta esos otros incentivos con los que el mundo se dota en la época actual?”
Isaías,
que en ese instante limpiaba dos grandes peroles que iban a ser utilizados para
amasar la harina con la que prepararía
el pan que en los próximos días a todos alimentaria, esbozó una profunda
sonrisa, mirando con respeto y comprensión al joven Lucas.
“Mi buen
hermano Lucas. Por encima de creencias, liturgias y religiones, te voy a
explicar ese misterio que mueve tu interés e inquieta tu curiosidad. Efectivamente
no hemos nacido aquí, en el cenáculo o en la sala capitular de este venerable
monumento. Muchos incluso hemos recorrido y participado en los supuestos
beneficios e incentivos del mundo material. Y, mientras más teníamos, mientras
más objetos y riquezas conseguíamos…. más infelices quedaba nuestro corazón,
nuestro espíritu y, por supuesto nuestra alma. Aquí, todo lo poco que poseemos,
no es nuestro. Es de todos. Y no me refiero a los que profesamos y vestimos el
hábito de la orden. Ese “todos” se refiere a la Humanidad. Esa falta de
ambición por lo material, nos hace sentirnos felices, en la entrega, día tras
día, a los demás. Esos hermanos en Cristo que, por su voluntad, han decidido un
caminar diferente por esta corta vida. Los que aquí nos encontramos, hemos elegido
la absoluta renuncia a las apetencias del mundo material. Con humildad y
sencillez, no echamos en falta lo que otros tanto apetecen. Y que al no
conseguirlo, se sienten insatisfechos. Siempre querrán más de lo que ya poseen.
¿Hay algo más valioso que una flor? ¿Hay algo más bello que ver amanecer o
atardecer en la naturaleza? ¿Existe algo más sublime que el poder “hablar” con
Dios, a través de la oración y el trabajo?”
La cena de fin de Año resultó prácticamente igual que
las demás. Sencilla, frugal y, por supuesto, emocionalmente fraterna. Un joven
matrimonio se había incorporado a las tres personas que habían sido admitidos estas
Navidades como huéspedes en la vida monacal. La única diferencia fue que tras
la cena, la comunidad celebró una misa para pedir por todos los que en el mundo
sufrían. Por la enfermedad, por las guerras, por el egoísmo y por el desamor. Cuando
finalizó la celebración eucarística, los cinco huéspedes se reunieron en torno
al fuego del hogar y, a las doce en punto de la medianoche, tomaron, entre
sonrisas, las doce uvas que el hermano cocinero
les había preparado al efecto en sendos cartuchos individuales. Los miembros de
la comunidad religiosa descansaban ya en sus austeras celdas. Antes del
amanecer, realizarían los primeros rezos para la entrada del nuevo día.
En
la mañana del día dos de Enero, después de tomar el desayuno, Lucas se disponía
a iniciar su viaje de vuelta. Le esperaban esos muchos caminos (muchos de ellos
estarían cubiertos por la nieve) que le llevarían en dirección al sur
peninsular. Ya con el coche preparado para la marcha, acudió a la cocina para
despedirse, de manera expresa y afectiva, del buen amigo Isaías.
“Gracias, hermano, por todo lo que me has enseñando en
estos días de paz y sosiego. Sé que me vas a tener en tus oraciones. Yo
también, a mi manera, rezaré a la divinidad por haberme permitido conoceros y
compartir vuestro admirable y ejemplar estilo de vida. Te escribiré. Te aseguro
que me gustará volver a este lugar, para reencontrar esa sencilla y profunda
alegría que en tantas ocasiones he echado en falta. Pero, sobre todo, voy a
luchar por intentar darle un sentido más inteligente y espiritual a todos esos
días que nos son regalados, desde el misterio de la naturaleza y la divinidad,
cuando despierta esperanzada la luz del amanecer.-
José
L. Casado Toro (viernes, 25 Diciembre 2015)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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