viernes, 25 de diciembre de 2015

UN FIN DE AÑO DIFERENTE, PARA REENCONTRAR LA ILUSIÓN.

La escena, repetidamente cíclica por estas fechas próximas a la Navidad, transcurre en un restaurante ubicado en las inmediaciones de la zona portuaria. Nueve compañeros, que comparten trabajo en una clínica odontológica, celebran el tradicional almuerzo de amistad en diciembre, grata y divertida reunión que tanto reconforta.  Además de disfrutar y paladear los suculentos platos y la buena bebida que enriquece la mesa, el encuentro está presidido por ese ambiente alegre, ocurrente, lúdico y fotográfico que unos y otros recogen en sus cámaras y móviles.

Ya en los postres, alguien pregunta acerca de los proyectos que se tienen en mente para esas minivacaciones, que todos disfrutarán a partir del día 24. En ese momento aparecen, en la voz de los comensales, una serie de destinos y previsiones de la más variada naturaleza. Canarias, Rio, París, Viena, New York, Berlín, Bratislava, Madrid, Salzburgo, Moscú, Berna, Sidney…… y también la añorada visita tranquila a esa casita del pueblo que algunos poseen. Lógicamente, la mención de tantas opciones interesantes obedece al hecho de que, todavía algunos, no han contratado en firme el lugar exacto donde pasarán la entrada de una nueva anualidad, en el calendario lúdico de sus vidas. 

“Después de todos estos maravillosos planes y proyectos que habéis comentado, os va a extrañar el destino que tengo previsto para la transición al nuevo año. Bueno ….. no es ningún secreto deciros que llevo algún tiempo soportando diversos problemas. Necesito recuperar lo que algunos llaman señas de identidad. Básicamente, reencontrarme con lo mejor de mí. Y para eso he contratado, a través de una agencia especializada, una semana de estancia en un monasterio franciscano, situado en la provincia de Burgos. Es cierto, hay algunos monasterios que ofertan un servicio de hospedería, a fin de equilibrar sus necesidades y mantenimiento económico mientras, al tiempo, abren las puertas a todos aquellos que buscan la paz, la meditación y el disfrute de unos días en el seno de la más vitalizadora   naturaleza.  Va a ser para mí un tiempo de tranquilidad y paz, que me van a venir muy bien a fin de recuperar sensaciones y valores que se han ido perdiendo en ese camino tan caprichoso que la vida nos hace recorrer”.

Efectivamente, algunos comensales sabían que su compañero Lucas atravesaba una época complicada en su vida. En el ecuador de la treintena, había sufrido varios varapalos tanto el terreno afectivo, como en el familiar e incluso económico. En ocasiones, los días de nublado se agolpan en nuestra suerte, lo que hace preguntarnos acerca del porqué todo se nos tuerce, a pesar de nuestra voluntad. Pero el azar también interviene y no siempre con fortuna. Por todo ello, se mostraron comprensivos e interesados en esta curiosa experiencia, sobre la que el compañero y amigo les dio unos trazos informativos muy sugerentes.

En una fría mañana del 25 de diciembre, Lucas Avilés partía muy temprano en su vehículo desde Málaga, camino de ese destino monacal en un perdido valle en la zona sur de la provincia castellana de Burgos. Habría de estar al volante no menos de seis horas, tiempo más que suficiente para repasar mentalmente los últimos avatares de su vida, que no estaban siendo afortunados. Hacía tres meses que su unión de pareja con Sonia había finalizado, tras ocho años de convivencia. Fue ella la que puso rumbo a otra experiencia afectiva, con el simple pero contundente argumento de que el amor había desaparecido entre ellos. Tampoco, en lo económico, le había acompañado la suerte en los últimos tiempos. El señuelo de una jugosa inversión en un taller de prótesis dentales, le hizo arriesgar unos ahorros que, por una deficiente gestión en el futuro negocio, se perdieron en la nada. Pero sobre todo, lo que más le preocupaba era sentirse desvitalizado en su ánimo, él que siempre se había caracterizado por ser persona valiente, imaginativa y luchadora. Dándole vueltas a todos estos pensamientos que “bailaban” por su cabeza, decidió poner un  DVD grabado con esa música romántica que tanto le agradaba, mientras su vehículo “devoraba” kilómetros y kilómetros camino de ese apacible destino, en donde iba a pasar la transición vacacional entre las dos anualidades.

Repuso fuerzas, almorzando en un “ventorrillo” a la salida de Madrid y a eso ya de las 18 horas, tras circular durante más de una hora por carreteras comarcales y locales, por donde “no pasaba un alma” avistó, allá abajo en el valle, las piedras históricas de una construcción del románico tardío, que daba cobijo a la comunidad franciscana. La ayuda del GPS fue fundamental, para no perderse por los vericuetos naturales de un paisaje que mezclaba el verde oscuro del arbolado con la blanca pureza de la nieve, lo que daba al conjunto una plástica navideña, intensamente fría pero espléndida por su motivación anímica.

Le recibió el hermano Pedro, que le condujo al ala oeste del monasterio, donde los monjes habían habilitado unas celdas, que servían de acomodo a los viajeros que deseaban utilizar (previo contrato) los servicios de hospedaje. Ante su vista tenía una habitación sumamente austera, en su decoración y mobiliario. Un tosco camastro, con un par de mantas, mesa y silla, ambas de recia madera, un pequeño hueco que tapaba una cortina, que servía como armario y unas baldas ancladas en la pared para depositar enseres, libros u otras pertenecías de los viajeros. Sólo en la parte aneja a la cama, había una alfombra que cubría un trozo del suelo rojizo de ladrillos con barro cocido. Encima del cabecero, presidía la habitación un crucifijo y una lámina enmarcada con la imagen de San Francisco de Asís.

Para asearse, tenía que salir al pasillo u hacer uso de unos lavabos colectivos, en este caso, con una separación dedicada para las señoras. En ambas zonas había un par de duchas, de las que sólo manaba agua prácticamente a la temperatura ambiente. Realmente fría. El hermano Pedro le indicó el horario del desayuno (comenzaba a las siete de la mañana), el almuerzo (a las trece horas) y la cena (a las 18,30 horas, después del rezo de Vísperas). Le rogaba fuese puntual en la llegada al refectorio, pues los visitantes compartían la toma de alimentos con los doce hermanos que, en ese momento, estaban vinculados al monasterio. Al faltar muy pocos minutos para el horario de cena, apenas pudo lavarse las manos antes de dirigirse al refectorio donde ya estaban sentados los once frailes y un matrimonio mayor, que también iba a pasar estos días viviendo el ambiente de la vida claustral.

La cena de ese día de Navidad consistió en una sopa caliente, para tomar de primero. A continuación un plato con patatas cocida y aliñadas con un poco de manteca, que acompañaban a un trocito de carne guisada. De postre, una manzana. En el gran tablero o mesa, que todos compartían, había unas canastillas con rebanadas de pan integral y unas pequeñas jarritas con vino tinto. La sopa y los platos de patatas era servida por el hermano Isaías, que se ocupaba en las tareas de cocina. A pesar de que ardían en la chimenea unos grandes leños, para templar la baja temperatura del lugar, en las celdas había que dormir bien abrigado, pues el frío era intensísimo. Los copos de nieve siguieron blanqueando el amplísimo el valle durante la gélida noche.

En la mañana siguiente, tras el desayuno, uno de los hermanos franciscanos mostró a Lucas la organización de la bien nutrida biblioteca comunitaria, de la que podía hacer uso. De igual forma, le invitó a compartir con los frailes las horas de rezo y canto que estimase necesarias. Tenía diversas oportunidades donde elegir, en función de las horas del día en que estos rezos se llevaban a efecto (Maitines, Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas). Admiraba esos cantos gregorianos y rezos que sosegaban su espíritu y le ayudaban a reflexionar acerca del significado de muchas objetivos y circunstancias que, hasta el momento, habían dibujado sus treinta y cinco años de existencia.

Algunas días, en las que el tiempo era más benévolo, las ocupaba en recorrer los bellos espacios naturales que rodeaban este aislado monasterio. Esas imágenes de un tibio sol, cuyos rayos reflejaban sobre la masa fría, blanca y pura de la nieve acumulada, los campos teñidos como de un manto de armiño blanco sobre el que contrastaban los mástiles arbóreos con esa “cabellera” verde oscura en sus copas, todo ello sembrado de una acústica plana, donde los únicos sonidos procedían del viento gélido y saludable que soplaba desde ángulos muy diversos. Todo ello permitía que los afortunados para su disfrute gozaran de esa paz, sosiego y alegría que tanto echamos en falta por los entornos estresantes de la densidad urbana.

Lucas pronto hizo amistad con el hermano Isaías, al que visitaba y ayudaba en las tareas de cocina (a las que siempre fue aficionado). Este fraile, de gruesa humanidad en su figura, era una persona muy agradable y abierta para el trato. En general, el resto de los hermanos eran algo más reservados en la relación con los visitantes. Poco a poco, pudo ir conociendo la franqueza del bondadoso fraile, que le explicó algo del proceso de su conversión, hecho que ocurrió en su veintena avanzada, después de una juventud azarosa incluso teñida con los nubarrones de la delincuencia. Entre conversación y conversación, colaboraba en la preparación de la comida, especialmente por las tardes, pelando patatas o incluso fregando platos y cubiertos, ante la complacencia y risas de este hermano, generosamente cordial y comunicativo.

“Muchas veces, me he preguntado Isaías, cómo vosotros podéis sentiros tan felices, pasando en este aislamiento los meses, los años, la vida. Entiendo que esa falta de calor familiar lo encontráis en la ayuda fraterna que aporta la vida comunitaria. La fe, el trabajo, la oración, son elementos que sustentan esa paz que transmitís a todo aquel que se acerca a vuestra intimidad y puede conocer la sencillez de vuestra vida. Pero, en verdad… ¿no echáis en falta esos otros incentivos con los que el mundo se dota en la época actual?”

Isaías, que en ese instante limpiaba dos grandes peroles que iban a ser utilizados para amasar la harina con  la que prepararía el pan que en los próximos días a todos alimentaria, esbozó una profunda sonrisa, mirando con respeto y comprensión al joven Lucas.

“Mi buen hermano Lucas. Por encima de creencias, liturgias y religiones, te voy a explicar ese misterio que mueve tu interés e inquieta tu curiosidad. Efectivamente no hemos nacido aquí, en el cenáculo o en la sala capitular de este venerable monumento. Muchos incluso hemos recorrido y participado en los supuestos beneficios e incentivos del mundo material. Y, mientras más teníamos, mientras más objetos y riquezas conseguíamos…. más infelices quedaba nuestro corazón, nuestro espíritu y, por supuesto nuestra alma. Aquí, todo lo poco que poseemos, no es nuestro. Es de todos. Y no me refiero a los que profesamos y vestimos el hábito de la orden. Ese “todos” se refiere a la Humanidad. Esa falta de ambición por lo material, nos hace sentirnos felices, en la entrega, día tras día, a los demás. Esos hermanos en Cristo que, por su voluntad, han decidido un caminar diferente por esta corta vida. Los que aquí nos encontramos, hemos elegido la absoluta renuncia a las apetencias del mundo material. Con humildad y sencillez, no echamos en falta lo que otros tanto apetecen. Y que al no conseguirlo, se sienten insatisfechos. Siempre querrán más de lo que ya poseen. ¿Hay algo más valioso que una flor? ¿Hay algo más bello que ver amanecer o atardecer en la naturaleza? ¿Existe algo más sublime que el poder “hablar” con Dios, a través de la oración y el trabajo?”

La cena de fin de Año resultó prácticamente igual que las demás. Sencilla, frugal y, por supuesto, emocionalmente fraterna. Un joven matrimonio se había incorporado a las tres personas que habían sido admitidos estas Navidades como huéspedes en la vida monacal. La única diferencia fue que tras la cena, la comunidad celebró una misa para pedir por todos los que en el mundo sufrían. Por la enfermedad, por las guerras, por el egoísmo y por el desamor. Cuando finalizó la celebración eucarística, los cinco huéspedes se reunieron en torno al fuego del hogar y, a las doce en punto de la medianoche, tomaron, entre sonrisas, las doce uvas que el hermano cocinero les había preparado al efecto en sendos cartuchos individuales. Los miembros de la comunidad religiosa descansaban ya en sus austeras celdas. Antes del amanecer, realizarían los primeros rezos para la entrada del nuevo día.
En la mañana del día dos de Enero, después de tomar el desayuno, Lucas se disponía a iniciar su viaje de vuelta. Le esperaban esos muchos caminos (muchos de ellos estarían cubiertos por la nieve) que le llevarían en dirección al sur peninsular. Ya con el coche preparado para la marcha, acudió a la cocina para despedirse, de manera expresa y afectiva, del buen amigo Isaías.

“Gracias, hermano, por todo lo que me has enseñando en estos días de paz y sosiego. Sé que me vas a tener en tus oraciones. Yo también, a mi manera, rezaré a la divinidad por haberme permitido conoceros y compartir vuestro admirable y ejemplar estilo de vida. Te escribiré. Te aseguro que me gustará volver a este lugar, para reencontrar esa sencilla y profunda alegría que en tantas ocasiones he echado en falta. Pero, sobre todo, voy a luchar por intentar darle un sentido más inteligente y espiritual a todos esos días que nos son regalados, desde el misterio de la naturaleza y la divinidad, cuando despierta esperanzada la luz del amanecer.-

José L. Casado Toro (viernes, 25 Diciembre 2015)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

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