Mónica tiene veintiocho años. Gracias a la fortuna de
una buena naturaleza, su apariencia física podría aparejarla a una de esas chicas
que acaban de entrar en primero de facultad. A la fragilidad de su cuerpo, con
una carencia extrema de gramos en el peso, suma una mirada dulce e infantil que
facilita la relación social con el entorno social en el que transcurre su vida.
Ciertamente predomina la timidez en su carácter pero, como contraste, este hecho
favorece y potencia la transmisión de encanto y delicadeza.
Esta
joven universitaria hace ya un lustro en
que terminó su grado de Filología hispánica en la UMA. Hasta el momento, ha carecido de suerte en lo laboral, pues las
posibilidades docentes han quedado muy constreñidas a causa de esa oleada de
recortes económicos en tiempos de crisis. Sustituyó a una amiga en la academia donde
ésta imparte docencia, aunque sólo fue por un período de cuatro meses. También
consiguió dar unas clases particulares,
a familias bien y, por supuesto, la preparación de oposiciones. Esas que llevan
años sin convocarse. Su padre ha de asumir una economía ajustada pues trabaja a
comisión, llevando unas representaciones en el sector alimenticio, que apenas
pueden sostener las necesidades de una familia de cuatro miembros (su hermano,
seis años menor y sin titulación académica, hace trabajos de camarero, muy
esporádicos, en cafeterías y restaurantes).
Desde
que finalizó su licenciatura, inundó de solicitudes y currículos un amplio
listado de empresas y organismos, con sede en la ciudad donde nació. También,
algunos situados fuera de la capital malagueña. No sólo pertenecientes al
ámbito educativo, sino también a sectores que nada tienen que ver con su
preparación universitaria. Pero la mayoría de esos
ofrecimientos no tuvieron la respuesta afortunada para sus objetivos
profesionales. Sin embargo, hace una semana, recibió una carta en la que
se le indicaba que su solicitud y perfil había sido seleccionado, junto a otras
opciones, a fin de elegir un puesto de trabajo para cuatro meses (prorrogables
en función de una serie de variables). Se le convocaba
para realizar una entrevista laboral, con el detalle del horario y lugar
al efecto, previa a la decisión final que adoptaría el departamento de personal.
El remite de la misiva correspondía a una empresa especializada en ofertas y
demandas laborales. No se le concretaba el nombre del posible establecimiento,
sólo que correspondía a un importante complejo comercial.
En
este momento Mónica está sin pareja estable. La relación con su novio “de toda
la vida” Valen, al que conoció en las aulas escolares de secundaria, hace ya año
y medio que se fue al traste. Ella (que durante unas semanas mantuvo el doble
engaño) se había encariñado con un vecino del barrio, de físico y locuacidad
sumamente atrayente que, tras unos meses de fogosidad afectiva, buscó otros
destinos para sus intereses y devaneos sentimentales. Ahora, a muy escasos días
para la entrevista, está muy centrada en preparar ese diálogo que puede abrirle
el camino para un puesto de trabajo, años y meses ansiado. Nunca ha realizado
una experiencia de esta naturaleza. Sus amigos le han aconsejado algunas
orientaciones en cuanto a la forma de vestir, a los temas que de forma usual aparecen
en estos diálogos y la mejor manera de afrontarlos y, por supuesto, a los
proyectos y objetivos que deben plantear los aspirantes al puesto laboral. Y,
con la tensión propia del caso, llegó para ella ese
martes en el que iba a “luchar” por ese trabajo diario que pudiera dar
estabilidad económica y anímica a su vida.
Unos
minutos antes de la hora de cita, fijada para las 16,30 de la tarde, entró en una desangelada y
pobremente iluminada sala de espera (sólo había un pequeño ventanuco que
daba a un patio interior) donde ya aguardaban otros
dos aspirantes al puesto, un hombre metido en la treintena y una joven,
con una edad similar a la de Mónica. Tras el saludo cortés, las tres personas
comenzaron el inevitable proceso de análisis visual.
Cruzaron sus miradas y cada uno de ellos hacía cábalas acerca de la
competitividad que iba a encontrar entre sus compañeros de habitación.
Braulio es diplomado en Empresariales. Casado y con dos
hijos pequeños, lleva en el paro desde hace tres años y medio, cuando la
agencia de viajes donde trabajaba entró en un proceso de suspensión de pagos,
con la quiebra contable subsiguiente. Hace ya tiempo que el subsidio de desempleo
se le acabó, siendo su situación actual bastante angustiosa en el plano
económico. A su mujer, cajera de unos grandes almacenes, le llaman de forma
intermitente para su puesto laboral, siempre por días o incluso horas. Este
pequeño oxígeno es compartido con alguna ayuda de su madre, una modesta
pensionista, pero este apoyo es muy limitado. Ha intentado trabajar en “lo que
sea” (incluso de “hombre anuncio”, en la costa) pero los resultados han sido
muy escasos, tanto en retribución como en continuidad.
La
otra chica se llama Ana. Dejó sus estudios en
el bachillerato, uniéndose en pareja a un aventurero de dudosa existencia,
lindando sus actividades siempre en el terreno de lo paralegal. Tras dos años
de convivencia, aquél se cansó de su compañía, dejándola en el abandono con un
niño pequeño que ahora alcanza los cuatro años de edad. Gracias a la influencia materna, es bastante diestra en el
arte de la peluquería, aunque por falta de medios nunca ha podido establecerse
por su cuenta. Ha trabajado, también de forma intermitente, en algunos salones
de estética para el cabello y la manicura. Pero ahora lleva muchos meses sin
nada, viviendo en casa de sus padres, a los que ayuda en un modesto negocio de
chucherías y refrescos, sito en una barriada próxima a la autovía de las
Pedrizas.
Habían
pasado ya unos diez minutos de la hora prevista, cuando entró Braulio al
despacho ocupado por una especialista en psicología del trabajo. Casi media
hora más tarde, este hombre abandonó la oficina. Aparentaba facialmente un
sentimiento de satisfacción. Resultaba obvio que su intervención le había
dejado esperanzado, en orden a la posibilidad de conseguir el preciado puesto
laboral. A continuación fue Ana quien entró en ese habitáculo que, a través de
la puerta, se percibía mejor iluminado que la sala de espera. No mucho más de
quince minutos fue el tiempo en que esta chica estuvo entrevistándose con la
especialista. Cuando salió de la habitación, se la veía visiblemente nerviosa y
con el tono de tensión subido a la blancura de su rostro.
Mónica
se repetía, entretanto, numerosos detalles y sugerencias que, de aquí y de
allá, había ido recopilando para conseguir una buena presentación e
intervención. Antes de salir de casa, tomó un relajante muscular, a fin de
evitar esos errores que los nervios y la tensión provocan en momentos clave de
nuestro comportamiento. Su vestimenta estaba a medio camino entre lo informal y
el gusto por la elegancia. El calor de un junio pre-veraniego le aconsejó
llevar un look deportivo para la ocasión. Se decía a sí misma que tendría que
dejar los nervios en el bolsillo; que debía hablar despacio, haciendo bien las
inflexiones; que era necesario mirar a los ojos del entrevistador, pero con una
cierta delicadeza; que, ante cuestiones ideológicas, tendría que extremar la
prudencia; que podrían preguntarle algo en inglés……
“Srta. Mabela, tenga la bondad de pasar”
le dijo el administrativo. Nuestra protagonista cubría la agilidad de su cuerpo
con una camisa blanca, de manga corta, más una rebeca celeste. Sus vaqueros, de
marca, eran color azul oscuro. La misma tonalidad que sus sandalias de vestir. Aparte
de un pequeño bolso, llevaba consigo un portafolios oscuro, a fin de anotar los
datos que fuesen necesarios. Nada más atravesar el quicio de la puerta, y ver
la imagen de la persona que permanecía sentada detrás de la mesa, las palpitaciones en el corazón de Mónica se dispararon sin
control. Y no sólo fue ella quien sufrió el impacto. Esa misma tarde, la
psicóloga encargada de llevar la entrevista analizó brevemente los nombres de
las tres personas que habían sido seleccionadas por otro departamento. Reconoció de inmediato el nombre de quien había sido,
durante un largo tiempo, la novia de su hermano, el cual había sufrido
la postergación afectiva a causa de un capricho puntual de la persona en quien
confiaba. Sara Fernández quiso en un primer
momento renunciar a ser la entrevistadora para el puesto de trabajo. Pero un
superior, en el gabinete al que pertenece, conociendo sus argumentos, al fin la
convenció que debía priorizar su responsabilidad profesional por encima de
otros hechos que pertenecían a la privacidad de su vida.
“Le ruego tome asiento, Srta. Mabela. Obviamente Vd. y yo
nos conocemos. Pero en este momento debe quedar por delante la seriedad, la
equidad y la responsabilidad profesional, superando otras consideraciones que
pertenecen al marco de nuestras respectivas privacidades. Pero si lo considera
más justo, no tengo el menor reparo en ceder este lugar a otro compañero, a fin
de que sea éste quien emita el correspondiente informe. Por el contrario si
entiende que debemos continuar pasaré a plantearle el cuestionario que tengo
preparado al efecto. El mismo que ha sido atendido por las dos personas que le han precedido en el
lugar que ahora Vd. ocupa”.
Estas
casualidades no son frecuentes pero alguna vez,
y de forma generalmente inesperada, pueden tomar protagonismo en el discurrir
cotidiano de nuestras biografías. Mónica respondió puntualmente a todo el
cuestionario, aunque estuvo durante esos
veinte minutos sometida a un estado cercano al shock emocional. Supo sacer
fuerzas de flaqueza para defender con dignidad sus argumentos y aportaciones
frente a los interrogantes que le planteaba la persona diplomada en psicología.
“¿Desea añadir
algo más, señorita?. Por lo que mi respecta hemos finalizado. Cuando lo desee
puede abandonar este despacho. Que tenga una buena tarde”. Mónica
solo respondió con el agradecimiento educado y el adiós. No hubo otro saludo
entre ambas mujeres. Cuando salió del portal de la agencia, el reloj marcaba
las 18,25 horas. El cielo se había nublado La típica borrasca de un junio
agudizado en lo térmico dejó caer, de inmediato, un fino aguacero. No quiso ir
directamente a casa. Prefería caminar y sentir el frescor de las gotas de agua,
resbalando sobre la tensión anímica que mostraba su cuerpo.
Pasados
cinco días, recibió una carta en el buzón de su
domicilio. La agencia le comunicaba que para el puesto de controlador de
existencias, en el hipermercado, había sido elegida otra persona. Que su
expediente sería tenido en cuenta para futuras vacantes. Y que se le agradecía
su generosa disposición. Otra carta, que se recibió en
el domicilio de Braulio, llevó la alegría y la esperanza a una familia
profundamente necesitada.-
Profesor
jlcasadot@yahoo.es
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