viernes, 25 de abril de 2014

UNA ENTREVISTA LABORAL, PARA TIEMPOS EN CRISIS.


Mónica tiene veintiocho años. Gracias a la fortuna de una buena naturaleza, su apariencia física podría aparejarla a una de esas chicas que acaban de entrar en primero de facultad. A la fragilidad de su cuerpo, con una carencia extrema de gramos en el peso, suma una mirada dulce e infantil que facilita la relación social con el entorno social en el que transcurre su vida. Ciertamente predomina la timidez en su carácter pero, como contraste, este hecho favorece y potencia la transmisión de encanto y delicadeza.

Esta  joven universitaria hace ya un lustro en que terminó su grado de Filología hispánica en la UMA. Hasta el momento, ha carecido de suerte en lo laboral, pues las posibilidades docentes han quedado muy constreñidas a causa de esa oleada de recortes económicos en tiempos de crisis. Sustituyó a una amiga en la academia donde ésta imparte docencia, aunque sólo fue por un período de cuatro meses. También consiguió  dar unas clases particulares, a familias bien y, por supuesto, la preparación de oposiciones. Esas que llevan años sin convocarse. Su padre ha de asumir una economía ajustada pues trabaja a comisión, llevando unas representaciones en el sector alimenticio, que apenas pueden sostener las necesidades de una familia de cuatro miembros (su hermano, seis años menor y sin titulación académica, hace trabajos de camarero, muy esporádicos, en cafeterías y restaurantes).

Desde que finalizó su licenciatura, inundó de solicitudes y currículos un amplio listado de empresas y organismos, con sede en la ciudad donde nació. También, algunos situados fuera de la capital malagueña. No sólo pertenecientes al ámbito educativo, sino también a sectores que nada tienen que ver con su preparación universitaria. Pero la mayoría de esos ofrecimientos no tuvieron la respuesta afortunada para sus objetivos profesionales. Sin embargo, hace una semana, recibió una carta en la que se le indicaba que su solicitud y perfil había sido seleccionado, junto a otras opciones, a fin de elegir un puesto de trabajo para cuatro meses (prorrogables en función de una serie de variables). Se le convocaba para realizar una entrevista laboral, con el detalle del horario y lugar al efecto, previa a la decisión final que adoptaría el departamento de personal. El remite de la misiva correspondía a una empresa especializada en ofertas y demandas laborales. No se le concretaba el nombre del posible establecimiento, sólo que correspondía a un importante complejo comercial.

En este momento Mónica está sin pareja estable. La relación con su novio “de toda la vida” Valen, al que conoció en las aulas escolares de secundaria, hace ya año y medio que se fue al traste. Ella (que durante unas semanas mantuvo el doble engaño) se había encariñado con un vecino del barrio, de físico y locuacidad sumamente atrayente que, tras unos meses de fogosidad afectiva, buscó otros destinos para sus intereses y devaneos sentimentales. Ahora, a muy escasos días para la entrevista, está muy centrada en preparar ese diálogo que puede abrirle el camino para un puesto de trabajo, años y meses ansiado. Nunca ha realizado una experiencia de esta naturaleza. Sus amigos le han aconsejado algunas orientaciones en cuanto a la forma de vestir, a los temas que de forma usual aparecen en estos diálogos y la mejor manera de afrontarlos y, por supuesto, a los proyectos y objetivos que deben plantear los aspirantes al puesto laboral. Y, con la tensión propia del caso, llegó para ella ese martes en el que iba a “luchar” por ese trabajo diario que pudiera dar estabilidad económica y anímica a su vida.

Unos minutos antes de la hora de cita, fijada para las 16,30 de la tarde, entró en una desangelada y pobremente iluminada sala de espera (sólo había un pequeño ventanuco que daba a un patio interior) donde ya aguardaban otros dos aspirantes al puesto, un hombre metido en la treintena y una joven, con una edad similar a la de Mónica. Tras el saludo cortés, las tres personas comenzaron el inevitable proceso de análisis visual. Cruzaron sus miradas y cada uno de ellos hacía cábalas acerca de la competitividad que iba a encontrar entre sus compañeros de habitación.

Braulio es diplomado en Empresariales. Casado y con dos hijos pequeños, lleva en el paro desde hace tres años y medio, cuando la agencia de viajes donde trabajaba entró en un proceso de suspensión de pagos, con la quiebra contable subsiguiente. Hace ya tiempo que el subsidio de desempleo se le acabó, siendo su situación actual bastante angustiosa en el plano económico. A su mujer, cajera de unos grandes almacenes, le llaman de forma intermitente para su puesto laboral, siempre por días o incluso horas. Este pequeño oxígeno es compartido con alguna ayuda de su madre, una modesta pensionista, pero este apoyo es muy limitado. Ha intentado trabajar en “lo que sea” (incluso de “hombre anuncio”, en la costa) pero los resultados han sido muy escasos, tanto en retribución como en continuidad.

La otra chica se llama Ana. Dejó sus estudios en el bachillerato, uniéndose en pareja a un aventurero de dudosa existencia, lindando sus actividades siempre en el terreno de lo paralegal. Tras dos años de convivencia, aquél se cansó de su compañía, dejándola en el abandono con un niño pequeño que ahora alcanza los cuatro años de edad. Gracias a la  influencia materna, es bastante diestra en el arte de la peluquería, aunque por falta de medios nunca ha podido establecerse por su cuenta. Ha trabajado, también de forma intermitente, en algunos salones de estética para el cabello y la manicura. Pero ahora lleva muchos meses sin nada, viviendo en casa de sus padres, a los que ayuda en un modesto negocio de chucherías y refrescos, sito en una barriada próxima a la autovía de las Pedrizas.

Habían pasado ya unos diez minutos de la hora prevista, cuando entró Braulio al despacho ocupado por una especialista en psicología del trabajo. Casi media hora más tarde, este hombre abandonó la oficina. Aparentaba facialmente un sentimiento de satisfacción. Resultaba obvio que su intervención le había dejado esperanzado, en orden a la posibilidad de conseguir el preciado puesto laboral. A continuación fue Ana quien entró en ese habitáculo que, a través de la puerta, se percibía mejor iluminado que la sala de espera. No mucho más de quince minutos fue el tiempo en que esta chica estuvo entrevistándose con la especialista. Cuando salió de la habitación, se la veía visiblemente nerviosa y con el tono de tensión subido a la blancura de su rostro.

Mónica se repetía, entretanto, numerosos detalles y sugerencias que, de aquí y de allá, había ido recopilando para conseguir una buena presentación e intervención. Antes de salir de casa, tomó un relajante muscular, a fin de evitar esos errores que los nervios y la tensión provocan en momentos clave de nuestro comportamiento. Su vestimenta estaba a medio camino entre lo informal y el gusto por la elegancia. El calor de un junio pre-veraniego le aconsejó llevar un look deportivo para la ocasión. Se decía a sí misma que tendría que dejar los nervios en el bolsillo; que debía hablar despacio, haciendo bien las inflexiones; que era necesario mirar a los ojos del entrevistador, pero con una cierta delicadeza; que, ante cuestiones ideológicas, tendría que extremar la prudencia; que podrían preguntarle algo en inglés……

“Srta. Mabela, tenga la bondad de pasar” le dijo el administrativo. Nuestra protagonista cubría la agilidad de su cuerpo con una camisa blanca, de manga corta, más una rebeca celeste. Sus vaqueros, de marca, eran color azul oscuro. La misma tonalidad que sus sandalias de vestir. Aparte de un pequeño bolso, llevaba consigo un portafolios oscuro, a fin de anotar los datos que fuesen necesarios. Nada más atravesar el quicio de la puerta, y ver la imagen de la persona que permanecía sentada detrás de la mesa, las palpitaciones en el corazón de Mónica se dispararon sin control. Y no sólo fue ella quien sufrió el impacto. Esa misma tarde, la psicóloga encargada de llevar la entrevista analizó brevemente los nombres de las tres personas que habían sido seleccionadas por otro departamento. Reconoció de inmediato el nombre de quien había sido, durante un largo tiempo, la novia de su hermano, el cual había sufrido la postergación afectiva a causa de un capricho puntual de la persona en quien confiaba. Sara Fernández quiso en un primer momento renunciar a ser la entrevistadora para el puesto de trabajo. Pero un superior, en el gabinete al que pertenece, conociendo sus argumentos, al fin la convenció  que debía priorizar  su responsabilidad profesional por encima de otros hechos que pertenecían a la privacidad de su vida.

“Le ruego tome asiento, Srta. Mabela. Obviamente Vd. y yo nos conocemos. Pero en este momento debe quedar por delante la seriedad, la equidad y la responsabilidad profesional, superando otras consideraciones que pertenecen al marco de nuestras respectivas privacidades. Pero si lo considera más justo, no tengo el menor reparo en ceder este lugar a otro compañero, a fin de que sea éste quien emita el correspondiente informe. Por el contrario si entiende que debemos continuar pasaré a plantearle el cuestionario que tengo preparado al efecto. El mismo que ha sido atendido por  las dos personas que le han precedido en el lugar que ahora Vd. ocupa”.

Estas casualidades no son frecuentes pero alguna vez, y de forma generalmente inesperada, pueden tomar protagonismo en el discurrir cotidiano de nuestras biografías. Mónica respondió puntualmente a todo el cuestionario,  aunque estuvo durante esos veinte minutos sometida a un estado cercano al shock emocional. Supo sacer fuerzas de flaqueza para defender con dignidad sus argumentos y aportaciones frente a los interrogantes que le planteaba la persona diplomada en psicología.

“¿Desea añadir algo más, señorita?. Por lo que mi respecta hemos finalizado. Cuando lo desee puede abandonar este despacho. Que tenga una buena tarde”. Mónica solo respondió con el agradecimiento educado y el adiós. No hubo otro saludo entre ambas mujeres. Cuando salió del portal de la agencia, el reloj marcaba las 18,25 horas. El cielo se había nublado La típica borrasca de un junio agudizado en lo térmico dejó caer, de inmediato, un fino aguacero. No quiso ir directamente a casa. Prefería caminar y sentir el frescor de las gotas de agua, resbalando sobre la tensión anímica que mostraba su cuerpo.

Pasados cinco días, recibió una carta en el buzón de su domicilio. La agencia le comunicaba que para el puesto de controlador de existencias, en el hipermercado, había sido elegida otra persona. Que su expediente sería tenido en cuenta para futuras vacantes. Y que se le agradecía su generosa disposición. Otra carta, que se recibió en el domicilio de Braulio, llevó la alegría y la esperanza a una familia profundamente necesitada.-



Profesor
jlcasadot@yahoo.es


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