En
esta traviesa atmósfera que nos envuelve, a veces crispada hasta la tensión, en
otras ocasiones sosegada con su placidez, existen imágenes que motivan y ponen
a funcionar la potencia de nuestra imaginación. En esa proximidad contrastada de
la distancia, nos encontramos con anónimos
personajes, caracterizados por un atuendo y comportamiento especial, que
obviamente tienen en su privacidad biográfica, una historia con páginas
imprevisibles, tal vez insólitas y de contenidos siempre atrayentes para su
conocimiento. Nos vamos cruzando plástica y reflexivamente con ellos, dibujando
el quehacer laboral o lúdico de cada jornada. Así que, día tras día, se nos va
haciendo familiar su presencia, aunque desconozcamos datos concretos de la
personalidad real que tras su imagen, en general silenciosa, ocultan.
Podemos encontrarlos bajo el dintel de una puerta eclesiástica,
en aquella confluencia semafórica en la que se detienen los vehículos unos
preciados segundos, en la cercanía del súper o del complejo comercial o en ese
jardín que acoge sin requisitos previos a todos los que se guarnecen de su barata
hospitalidad. Suelen representar edades avanzadas, aunque esta suposición se
vea acrecentada por una descuidada apariencia, tanto en el esmero del aseo como
en la naturaleza de la ropa con la que cubren sus cuerpos. Sus siluetas parecen cansadas y vapuleadas por la
continuidad de largos calendarios, protagonizados en la modestia aparente de
sus respectivas trayectorias. Algunos ejercen y
practican explícitamente la mendicidad, con las distintas modalidades aplicadas
para el ansiado sustento. Sea indicando un hueco donde aparcar al automovilista
nervioso, sea pidiéndote alguna ayuda con ese platillo que frente a ellos
descansa en el suelo, sea ofreciéndote unos clínex para la urgencia. O,
simplemente, reposando en aquella esquina, a la espera de esa hora temprana y
gratuita en la que se reparte el bocadillo, con el zumo o yogurt, tras esperar
el turno correspondiente en una alargada cola de personas, donde se encadenan
carencias, frustraciones y necesidades básicas para lo vital.
Cierto
día me sentí animado a desvelar alguno de esos interrogantes que navegan de
forma incontrolada en los surcos productivos de nuestra suposición. La escenografía del personaje se me había hecho
entrañablemente familiar. Desde por la mañana, hasta el final de la tarde, lo
veía ocupando el mismo espacio ajardinado, en el que gozaba de ese sol generoso
que gratifica la frialdad y soledad de los cuerpos. Solía estar casi siempre
sentado en una sillita de ruedas, pero en ocasiones abandonaba ese pequeño
aposento, caminando muy despacio aunque con autonomía. Permanentemente le
acompañaba y ayudaba una chica joven, de indudable fisonomía africana por el
color de su piel, que se ocupaba en vigilar a tres grandes perros que
dormitaban, bien atados, en su proximidad. La cercanía de unas maletas, que
siempre llevaban junto a la sillita de invalidez, me hacía pensar que ese era el
único y modesto patrimonio de esta pareja que bien podría representar a…. ¿un padre y una hija?
Este
hombre, cuya edad rondaría las siete décadas de vida, pasaba las horas como
dormitando con la mirada centrada en el suelo. A veces encendía un cigarrillo
y, en alguna otra ocasión, le veía escribir líneas y frases en una manoseada
libreta que extraía de una cartera colgada en el lateral de su silla. Sólo
intercambiaba algunos minutos de conversación, además de con la joven, con un
espontáneo “gorrilla” que controlaba los escasos huecos libres de una larga
calle densificada en el aparcamiento. Me preguntaba dónde descansarían por las
noches, dónde harían su limpieza corporal (aparentemente, mostraban un cuerpo
básicamente aseado) y, también, donde tomarían ese alimento necesario para
sustentar ambas naturalezas. Y estas dudas provenían de haberles visto, en
horas nocturnas, ocupando los soportales de un edificio dedicado a oficinas,
junto a otros indigentes sin techo.
Como
líneas atrás comentaba, me animé a desvelar algunas de estas incógnitas que
bullían por los surcos de la curiosidad. A este fin, traté
de intercambiar un tiempo precioso de conversación, con esa persona a la
que veía, día tras día, cuando pasaba por la zona camino del centro urbano. De
manera afortunada, encontré receptividad en este hombre, agradable y sereno, iniciando
ambos un denso diálogo que, con franqueza, creo que agradeció.
Mark, como le gusta que le llamen, nació en
Alemania. Hijo único de una familia acomodada, aunque venida a menos por dificultades
empresariales, estudió literatura en la Universidad de Munich. Aunque ejerció
la docencia durante unos años en ciudades próximas a la capital del Estado
federal de Baviera, en el sur alemán, el amor a una española le hizo
trasladarse a nuestro país, cuando en poco superaba la treintena de años (el
año pasado cumplió ya las siete décadas en su vida). Dominó rápidamente la comprensión
y expresión lingüística castellana, integrándose perfectamente en la forma de
vida hispana, aun manteniendo sus raíces germánicas tanto en su carácter como
en la organización de sus días. Su capacidad bilingüe le abrió el espacio de algunos
interesantes ámbitos laborales, especialmente en el ámbito editorial. No tuvo
hijos en su matrimonio (tema sobre que prefiere no incidir). Resume esta parte
afectiva de su existencia comentando que la fuerza del cariño entre ambos fue
desapareciendo, con responsabilidades e infidelidades recíprocas.
Sin
duda, lo más grave llegó cuando invirtió prácticamente todo su patrimonio en un
proyecto editorial y cinematográfico. Amistades que parecían sensatas y
responsables descubrieron, con el paso de los meses, lo desafortunado de su
actuación derrumbándose, cual castillo de naipes, unos fundamentos financieros
de los que él era su principal protagonista. Resumiendo con dos palabras la crítica situación en la que se vio
inmerso, Mark quedó “atrapado” en la soledad y en
la pobreza. Abandonó los cantos de sirena que modulaban por la capital
madrileña, trasladándose al sur en la búsqueda de la subsistencia y un mejor
clima para los problemas articulares de su deteriorado organismo.
Tal
vez, el ego que caracteriza su temperamento le impidió volver a sus raíces de
origen, donde podría haber empezado de nuevo, aunque ya con muchos años
acumulados en su calendario. En Málaga, hizo algunos pequeños trabajos en
academias de idiomas que apenas le permitían subsistir con la mayor modestia.
Pero los finales de mes eran imposibles para afrontar la ineludible atención de
los gastos básicos de alquiler, energía y, por supuesto, alimentación. Fue hace
unos diez años cuando abandonó su último puesto laboral, como guarda nocturno
en una obra que se construía en la Axarquía.
En
esa caída libre para el fracaso, hubo un día en que la luz quiso sonreír lo
nublado de su existencia. En la vida de este hombre aparece la figura, también
desvalida, de Maysa, una chica de color
angoleña cuya llegada a la estación de Autobuses malacitana tuvo los hitos
propios de un relato cinematográfico. Sola y con un desconocimiento profundo de
esta ciudad, esta joven encontró en Mark
a ese amigo que también sabe ejercer como padre.
Este veterano aventurero quiso proteger su inocencia, por lo que se esforzó en
enseñarle la lengua española (hablada hoy por ella con gran fluidez) uniéndola
a su indigente esquema de vida. En la actualidad, forman parte de esa legión urbana de los “sin techo”. Unos
carritos de la compra, unas maletas y tres perros. Todo ello, un muy escaso
bagaje para definir el concepto patrimonial de la
pobreza. Por las noches descansan arropados en una raídas mantas sobre
el suelo cubierto del soportal, mientras que durante el día queman las horas
gratificados por la tibieza del sol en
estas latitudes del sur. El aseo básico suelen hacerlo en los servicios
públicos de las empresas de transporte que nuclean por la zona y en la
tolerancia de un amigo que tiene alquilada una habitación, con uso colectivo de
cocina y baño.
Mark
ocupa la longitud de los dcomedor social de Santo
Domingo, donde suele conseguir ese par de bocadillos y algo de postre,
que atiende y distrae el hambre tanto en ella como en su amigo y protector
Mark.
ías sentado sobre su carrito con
ruedas, escribiendo en su libreta reflexiones y comentarios varios para la
memoria. La joven Maysa le acompaña y cuida, hallando en la imaginación y
bondad de este hombre una afectiva paternidad que ella nunca conoció en su
patria de origen. La chica a veces obtiene algunas monedas como aparcacoches. Y
todas las tardes acude al
Este
es uno de los numerosos ejemplos de indigencia que
asolan y contrastan en las urbes teatralizadas para el desarrollo. En
este caso, un diplomado universitario, con una vida azarosa que le ha llevado
desde los claustros académicos al letargo de una vida abandonada, en la pobreza
más absoluta. Me comenta Mark que la compañía de Maysa le aporta fuerzas y
sentido para abrir los ojos cada mañana. El cielo es su techo y el suelo
ajardinado, junto al de la galería administrativa, su residencia. Y en aquella
fuente para el riego, hay agua para la sed y el refresco. Lo más duro son las
noches teñidas de humedad y frio. Cuando ve pasar las bolsas repletas del voraz
consumismo, sonríe y entorna sus ojos. Él también lo hace, a su manera. Tiene
todo el sol necesario, que da tibieza a un cuerpo ajado en la decrepitud. Una
fuente cercana y la amistad de una joven sin raíces, que le acompaña en su
soledad. Confía en que, cuando él ya no esté, esta mujer encuentre un lugar más
acomodado en esta sociedad de contrastes y realidades para lo absurdo.-
José L. Casado Toro (viernes, 4 abril, 2014)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es
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