Aquél
era un gran día festivo, marcado por la diferencia. En realidad son dos los domingos
emblemáticos, Ramos y Resurrección,
que encuadran una Semana litúrgica que ofrece luz propia a la Primavera. Pero mientras
el último señalaba la inmediata vuelta a las obligaciones escolares, el de
Ramos era el punto de partida a una semana vacacional que se esperaba con
agrado, tras un largo trimestre invernal que marcaba el tercio central del
aprendizaje en las aulas.
Desde
horas tempranas de la mañana, y sin diferencia de edad, se cumplía con el rito
católico de la bendición y procesión de las palmas. También los ramos de hojas
de olivo simbolizaban esa semana especial,
que ponía fin a la Cuaresma, hasta llegar a la Pascua de la Fe católica.
Las palmas amarillas y verdes, eran colocadas entre los barrotes de los
balcones mientras, desde las primeras horas de la tarde, ya recorría nuestras calles
la primera y anhelada procesión,
resaltada con una mayoritaria participación infantil. Era la Pollinica, en ese argot popular que traducía el
paso o trono de Jesús entrando en Jerusalén, a lomos de una burra acompañado de
sus apóstoles. Posteriormente, otras cofradías desfilaban por los itinerarios
de pueblos y ciudades, paseando esa iconografía sacra en medio del fervor, la
admiración, el respeto o/y la diversión de miles de personas, en las aceras,
cruces y tribunas, tanto en el recorrido oficial como por otras arterias y
barriadas de la planimetría urbana.
En
ese primer domingo de la Semana de Pasión, con el que finaliza el período de la
Cuaresma, existía la simpática tradición (aún
hoy muchas personas lo llevan a efecto) de estrenar
ropa de vestir o un calzado para el verano, hábito señalado de manera
especial para los más jóvenes de la casa. Las distintas familias se esforzaban
en mantener esa costumbre, reflejada en el atuendo que los niños y niñas
lucían, tanto en la celebraciones de la misa de palmas, como por la tarde, en
su principal procesión. Todo ello bajo la templanza térmica de un sol de
justicia, que favorecía la presencia de miles de familias protegidas por la generosa
bondad de la meteorología.
Años sesenta, de la anterior centuria. José Ángel (conocido como “el Tato”, entre la
chiquillería del barrio) vive con su abuela Engracia,
Esta buena mujer, enviudada hace unos años y curtida en los mil y un avatares
de toda existencia, regenta la portería de un gran bloque de vecinos de treinta
y seis viviendas, pudiendo utilizar, para ella y su nieto, una habitación con
cocina y cuarto de aseo, en la terraza que cubre el edificio, espacio también
dedicado a tendedero por algunos miembros de la comunidad. La mayoría de estas
familias tienen su vivienda en régimen de alquiler, pagando una renta mensual
al propietario con un coste relativamente bajo.
Ana,
la madre de este niño que acaba de cumplir los diez años, lo dejó al cuidado de
su abuela cuando apenas llevaba dos en la vida. La chica, una inestable y joven
madre soltera, se encariñó con un feriante de fácil palabra y apuesta figura,
yéndose con él como compañera de aventura, por todos esos pueblos y ferias de
la geografía peninsular. Muy espaciadamente envía cartas a su madre,
preguntando cómo sigue su hijo. Conociendo los valores de esta mujer, sabe que
está bien cuidado y con una existencia más equilibrada que la que ella difícilmente
podría ofrecerle.
El
niño es muy inquieto, habiendo sacado el temperamento nervioso de su alocada
mamá. Pero su abuela se ocupa de que vaya todos los días al colegio y sabe
corregir sus travesuras, tratando de evitar que siga el camino erróneo que su
hija ha emprendido en esa década complicada de la post-adolescencia. Sus medios
económicos son muy limitados pues su difunto Rafael, autónomo de la venta
ambulante, no tuvo la previsión de cotizar para el futuro, y a ella sólo le ha
quedado una modestísima pensión asistencial. Sin embargo, tanto a ella como a
su nieto, no les falta cada día un plato caliente en la mesa y una ropa aseada,
aunque humilde, con la que vestir. Deja que, un rato en la tarde, el Tato juegue en la calle con los otros niños y
niñas de la barriada. Pero, siempre que haya hecho los deberes que el maestro
le ha puesto en la escuela pública a la que asiste. Para ella, la radio es su
principal distracción, cuando abandona el cuarto de la portería, a eso de las
ocho, una vez que ha bajado las bolsas de basura que los vecinos le han dejado
en las puertas de sus pisos. Tras preparar la cena y el lavado de los platos, suele
descansar con un ratito de croché escuchando algún programa distraído, como
novelas o concursos, en Radio Nacional o
la cadena SER.
Cuando
el Tato juega en el patio del Colegio y también en la plaza por la tarde con
los amigos, algunos de éstos comentan acerca de lo que
sus padres les van a comprar para estreno en la procesión del Domingo de Ramos. Generalmente
algún pantalón o camisa, aunque también alguna zapatilla deportiva o sandalias
para el próximo verano. Este tema de conversación despertaba, en chicos de
familias modestas, una cierta competitividad, recelo o enfados, por parte de
aquéllos que presumían no iban a ser beneficiados para recibir y lucir esa prenda simbólica, en
el inicio de la Semana Santa. El chico también se veía afectado por estas
diferencias que sus amigos mostraban. Veía que su abuela no podía acceder a lo
que él le pidiera, pues en su casa apenas había para una alimentación básica.
Su tata o abuela le decía que había que aprovechar la ropa disponible, aquella
estaba de buen uso todavía. Pero el mimetismo y la arrogancia infantil de
algunos amigos calentaba la cabeza de este niño que sólo tenía diez años y el
cariño y la dedicación de su abuela. El chico apenas se acordaba de su madre.
En cuanto a su padre, no llegó a conocerlo. Si no hubiera sido por esta buena
mujer, su orfandad hubiera sido de lo más absoluta.
Pudo
más la tentación y esas comparaciones en lo humano que nos desequilibran.
Especialmente en personas muy jóvenes y carentes aún de la suficiente madurez
formativa. Aquella infausta tarde del miércoles, El Tato no fue a jugar con sus
amigos. Se llegó a un gran almacén de ropa y material deportivo, sito en la
avenida principal de la ciudad y estuvo mirando, una y otra vez, el material
expuesto para la venta. Especialmente se detuvo en la sección de zapatería deportiva. Quedó prendado en unas zapatillas
de marca, con el elevado valor de veinticinco pesetas. Eran de piel y goma,
predominando el color blanco con unas rallas diagonales azules y rojas. Entre
las cajas del expositor vio rápidamente el número que él solía calzar: el 37.
Aprovechando que había muchos clientes en esa sección del comercio, tomó la
caja y se fue al probador. Allí se puso las deportivas, dejando en el interior
de la caja sus viejos zapatos gorila, ya muy desgastados por el uso.
Alegre
e inconsciente se dirigió a la puerta de salida, pensando que cuatro días más
tarde iba a poder lucir también algo de estreno, en un momento tan importante
como era esa procesión de los niños. Un policía de seguridad le retuvo en la
misma puerta, ante la ingenua sorpresa del chico. Le condujo a un apartado
interior donde estaban aguardando dos personas, un hombre de mediana edad y una
mujer joven, ambos con el semblante muy serio. El proceso es fácil de suponer.
Tras recabar los datos de su familia, los dos encargados del negocio acudieron
al domicilio del Tato ya que en su casa no había teléfono. Tras informar a
Engracia de lo sucedido, las tres personas se desplazaron con urgencia a los
almacenes. Allí le explicaron a esta señora que tenían que llamar a la policía,
para que un juez de menores se hiciera cargo del caso.
Engracia
rogó repetidas veces, entre lágrimas, que ella afrontaría el coste de lo robado
y que el chico recibiría el correspondiente castigo. Y que incluso pagaría el
precio de las zapatillas, aunque éstas se quedasen en la tienda. Ver a su nieto
ante un juez de menores era una
situación terrible que, en modo alguno, quería experimentar. En un momento
concreto, se incorporó al grupo de seguridad un hombre, de unos treinta y pocos
años, que pidió información exacta acerca de lo que estaba ocurriendo. Parece ser que era
hijo de alguno de los dueños del establecimiento. Preguntó al Tato los
motivos exactos por los que había querido hurtar esas zapatillas. Tras ojear
los documentos que manejaba seguridad (datos correspondientes al chico y a su
abuela) se quedó muy pensativo, cambiándosele el color de su rostro. Pidió a
los policías hablar con ellos a solas, saliendo las tres personas de esa
pequeña habitación.
Al
cabo de unos diez minutos, el oficial encargado de seguridad comunicó a la abuela del Tato que ambos
podían marcharse. Que el establecimiento no iba a presentar denuncia alguna a
la policía, con respecto a lo que había sucedido. Y animaba a Engracia a educar
y controlar mejor el comportamiento de su
nieto.
¿Qué había podido suceder, para este cambio tan profundo en
la actitud de los servicios de seguridad?
Tres
días más tarde, en la víspera del Domingo de Ramos, un mensajero del
establecimiento de material deportivo se presentó en el domicilio de Engracia.
Ella aún permanecía en la portería, pues aún tenía que llevar las bolsas de
basura al contenedor de la calle. El empleado de la tienda le entregó una bolsa
en cuyo interior iban las zapatillas de deporte y una nota personal.
“Estimada Sra. Entiendo y valoro el esfuerzo que realiza
por educar a su nieto, ante la ausencia de unos padres que tendrían que llevar
a cabo esa importante responsabilidad. Sra, cuando conocí los datos y alguna
circunstancia de su persona y la de su nieto, me vino a la mente una historia
ya lejana en la que estuvo implicado mi hermano mayor, José Ángel. Me he
documentado y creo no tener dudas acerca de la vinculación de ese niño, con
este familiar del que le hablo. Sí, son casualidades de la vida pero…. a veces ocurren.
Le ruego acepte estas deportivas, para que su nieto pueda estrenarlas mañana y
sin tener que desviarse de una buena conducta. Cada mes VD. recibirá una
pequeña cantidad como ayuda, ya que conozco perfectamente las carencias
económicas que ha de afrontar en el día a día. No me cabe la menor duda que
está Vd. esforzándose por hacer lo mejor en orden a la formación de su nieto.
Seguiremos en contacto y le agradeceré me comente acerca de la evolución que
José Ángel desarrolla en su vida. Atte. Vidal Páez”.
Tambores
y cera, túnicas y estandartes, saetas y flores, piropos y promesas, chucherías
y rezos, capirotes y fiestas, lujo y cornetas, fervor y negocio, gula y jolgorio,
sentimiento y milicia, fanatismo e inteligencia, ocio y cultura, arte y
liturgia, espectáculo y creencia, fe y falacia, ostentación y pobreza.
El Cautivo
y la Sangre. El Rocío y la Esperanza.-
José L. Casado Toro (viernes, 11 abril, 2014)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es
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