El
otoño estaba metido en agua y el frío de aquel día calaba hasta los huesos.
Diversos asuntos en la agencia me habían tenido ocupado toda la mañana. Cuando
el reloj marcaba las tres, sobre el mediodía, al fin pude tomarme un bocadillo
de tortilla, que me supo a gloria, con una copa de Rioja. De postre, café solo
y bien cargado con un muy generoso chorreón de coñac. Y ya, con este
“suculento” menú en el cuerpo, hice de tripas corazón y a las cuatro menos
cuarto me encontraba, dentro de mi viejo y entrañable Ford, ante la puerta de
un bloque con pisos de lujo. Los datos que me habían facilitado en el dossier hablaban
de que, como cada miércoles, sobre las cuatro, saldría puntual de su domicilio
la persona a quien se me había encargado de vigilar. Efectivamente,
a un par de minutos de la hora prevista, la vi aparecer bien enfundada en un
elegante abrigo de tono oscuro, entre gris plomo y morado. Esta señora,
que rondaría los cuarenta y tantos en su calendario, peinaba una cabellera bien
trabajada en peluquería, cubriendo sus ojos con unas gafas de sol de montura
plateada (a pesar de que no teníamos ni un pequeño rastro de sol). Soportábamos
una fina agua nieve, con un nublado que entristecía esa circulación rutinaria y
pesarosa de aquellos que tienen que volver al trabajo, tras el almuerzo tomado en
el domicilio o en ese bar cercano, útil para las prisas.
Adela Santacana es la esposa de un dinámico y
adinerado empresario que controla el importante sector de la restauración, en
tres importantes provincias del sur peninsular. Se trata de una pareja,
vinculada a una muy acomodada burguesía local, sin hijos en su matrimonio. Esta
mujer no ha ejercido profesionalmente su titulación en Historia del Arte, por
lo dispone de mucho tiempo libre, a fin de distraer su rutinaria agenda diaria.
Su marido, Secundino Páez, ha acudido
recientemente a nuestra agencia, ya que se muestra preocupado por algunos
movimientos que realiza su esposa, a fin de cubrir los huecos de cada jornada. Se
confiesa como una persona que sufre de los celos. Especialmente le inquieta esa
salida que su mujer realiza todos los miércoles por la tarde y de la que no
vuelve a casa hasta cerca de las diez de la noche. Ella le ha comentado que es
un día que dedica a estar con unas amigas, conocidas de la familia y que fueron
compañeras de estudio en la facultad. Pero esta aparente normalidad ha quedado
desmontada cuando, hace precisamente un par de semanas, supo que esas dos íntimas
amigas de cafetería y compras, Fina y Dorita, estaban disfrutando con sus maridos de un
crucero por el Mediterráneo. Encargó a nuestro departamento de investigación
privada la mayor información sobre esos movimientos que hacía su pareja, en
esos miércoles tarde.
Seguí,
con una prudente discreción, el taxi que ella tomó (parece ser, según los datos
de su marido, que es una persona condicionada en su equilibrio nervioso, por lo
que dejó de conducir hace ya algunos años) hasta que ella bajó del vehículo,
entrando en un lujoso bloque de apartamentos, edificado en la zona oeste de la
ciudad. Me ubiqué en una cafetería cercana, frente a la puerta de entrada del coqueto
edificio y, en aquella hora de la tarde, con una día tan desapacible, comprobé
el escaso movimiento de personas que cruzaban el umbral de la puerta. Pero
entre esos pocos visitantes o residentes en el edificio, me fijé en uno
determinado. Era un hombre que rondaría los cincuenta, muy bien trajeado y
abrigado, curiosamente también con gafas oscuras y con un elegante sombrero gris
que la calaba su fornida cabeza. Llegó unos quince
minutos después de Adela, caminando con cierta presteza. Sentado ante
otra taza de café, me dispuse a esperar preparando, con especial esmero, la
cámara fotográfica de precisión y alcance en su objetivo que siempre llevo habilitada
para estos menesteres profesionales.
Las
horas se me hicieron muy largas, pero no olvido que uno de los valores
inexcusables de mi trabajo es el de la paciencia. Tuve tiempo para pensar y
trabajar con un sudoku, calmando también mi necesidad estomacal con un sándwich
completo de queso con sabor a plástico, regado con otra confortable (por la
incómoda temperatura del local) copa de tinto. Por supuesto, no le quitaba ojo
a la puerta del edificio aunque, según la información de mi jefe, la elegante dama
no lo abandonaría hasta pasadas las nueve de la noche. Efectivamente, tras esas
interminables horas de espera, Adela salió a la calle, bien abrigada,
acompañada esta vez por el misterioso Sr. del abrigo marrón oscuro con su
sombrero gris. Continuaban llevando sus gafas oscuras. Se
despidieron con un lento y cariñoso beso, tierna escena que quedó inmortalizada
y bien grabada en mi versátil cámara de vídeo y fotos.
Toda
esta escenografía se repitió milimétricamente el miércoles siguiente, también
lluvioso por un otoño o “fall” que seguía regalándonos ese agua tan necesaria
para la vida. En esta ocasión supe aprovechar el tiempo que sabía iba a
disponer. Con decisión, me acerqué a “negociar” con el
portero de la finca. Entre mi necesidad y su afán por conseguir algún
dinerillo extra, me informó que el piso al que subía la señora y el caballero
era el 5º D. Se trataba de una lujosa vivienda amueblada, que había sido
alquilada hacía dos meses. Su coste rondaba los 1800 euros mensuales. Efectivamente,
el nombre de la inquilina (que sólo acudía a ella los miércoles por la tarde y
algún que otro día perdido en la semana) correspondía al de la Sra. Santacana. Mi
fuente de información se prestó a comentar que eran dos personas muy reservadas
pero generosas con las propinas. Para el día de la semana, en el que habitaban
la vivienda, solían hacerse traer una buena merienda/cena desde un afamado
cátering. Y que poco más podía ampliarme, en este mes y medio en el que allí
pasaban la tarde los nuevos residentes. Generalmente llegaban separados, aunque
abandonaban juntos el edificio.
Adela
había dejado una llave a Cleofás, por si en su
ausencia se producía algún problema en el acomodado apartamento. Una vez más el
interés del dinero venció los escrúpulos de este solícito, pícaro y ambicioso
portero. Una importante cantidad en su mano me
permitió visitar el interior de la vivienda, travieso escondrijo donde se
reunía esta mujer con su enigmático amante. Y este calificativo lo aporto,
tras poder visualizar y fotografiar el dormitorio que había acogido, en uno de
esos miércoles, a los dos acurrucados tórtolos para el amor. Allí, en medio de
todo el desorden, se había escenificado algo más que un sencillo o agradable
diálogo. Fue suculento, artísticamente hablando, el reportaje que pude
realizar, ante la mirada asombrada de Cleo, al que le brillaban los ojos junto
a una malévola sonrisa por el divertido espectáculo.
Todo
este esfuerzo investigador iba haciendo posible la formación de un documentado
dossier informativo que, cíclicamente, mi jefe, iba entregando al cliente que
lo había encargado: el frustrado y engañado marido de Adela. Mi gran problema
es que al galante compañero (eran preciosas las flores que algunas semanas
traía junto a sí) en los adúlteros devaneos de esta mujer no era fácil
identificarle pues, ayudándose de este otoño tan crispado en la temperatura
ambiente, iba prácticamente embozado para hacer muy complicado su
reconocimiento. Era la pieza que me faltaba para poner fin a mi bien
documentado trabajo. Desde luego sí me extrañó que, en el tercer miércoles de
las citas, apareciera aquella tarde sin el usual bigote, muy poblado y
entrecano, que solía llevar desde mi primer conocimiento. Tomé la decisión de
seguirle y averiguar algo más de su persona pues, al engañado y cornudo D. Secundino,
ese concluyente dato le sería de suma utilidad en la dolorosa decisión
que, sin duda, se vería obligado adoptar.
Un
inesperado y fuerte catarro con fiebre, que me hizo guardar cama durante un par
de días, impidió que el siguiente miércoles pudiera completar el ya voluminoso e
ilustrado informe. Pero a la semana siguiente me dispuse a seguir al misterioso
amante de la aburguesada señora. Tenía su vehículo aparcado en una calle
colateral a esa gran avenida arbolada, junto al río. Como mi Ford lo había
dejado en el otro paseo paralelo a la
arteria fluvial, aproveché el paso de un taxi y, como en las buenas películas
del mejor cine clásico, ordené al profesional del volante esas emblemáticas
palabras que podían haber sido pronunciadas por Grant, Douglas o el mismísimo
Connery. ¡Siga a ese BMW azul. No lo pierda de vista.
Habrá una buena propina!
El taxista, sintiéndose divertido protagonista
de una movida película de acción, metió todo el gas que pudo a su envejecida
berlina. El coche al que seguíamos llegó a una zona residencial de bellos chalets
individuales, deteniéndose ante uno de ellos, mientras se abría el portón del
garaje. Pagué la carrera al hábil taxista, con una generosa sobretasa, por su
demostrada eficacia conductora, y me bajé del vehículo. “No se preocupe, que lo voy a esperar. Vd tiene que ser detective o
policía”. Este operario del taxi se sentía divertidamente protagonista
de una película de espionaje. Tomé mis fotos, fijándome especialmente en el
nombre de esta lujosa residencia enclavada, junto a otras, en medio de la
naturaleza: “Villa sonrisa”. Mientras hacía mis tomas fotográficas, sentí
abrirse la puerta principal. Mi enigmático personaje abandonaba la residencia,
con un maletín en la mano. Sacó su vehículo del garaje, disponiéndose de nuevo
a continuar su viaje.
Pedro, el conductor, y yo le seguimos, intrigados a
fin de conocer el siguiente destino de su desplazamiento. Mi sorpresa fue de campeonato. Llegamos al bloque de pisos,
en el que precisamente residía Adela. Entró con su vehículo en el garaje
comunitario y ya no volvió a salir. ¿Qué estaba pasando? ¿Era todo una
desafortunada broma? El taxista me llevó a mi domicilio. Le facilité el número
de mi móvil, pues el buen hombre quería conocer el final de esta historia. Cené
algo que encontré en mi huérfano y anticuado frigorífico. Y estuve hasta altas
horas de la madrugada completando un nuevo informe que, bien temprano, dejé en
la mesa de Marco Fargón, el director de la
agencia.
Dos
días más tarde me llamó a su despacho. Tras pedirme que me sentara, comenzó su
exposición, manteniendo una burlona mirada:
“Quiero felicitarte por todo el esfuerzo y eficacia que
has estado demostrando en este caso. Todo está aclarado y… bien pagado. Como
sospechabas, el misterioso amante de la Sra. Adela es su propio marido, el tal Secundino.
Gente con mucho dinero y aburrimiento, que trata de distraerse con gestos
insospechados por lo extraño de su naturaleza. Han querido escenificar un engaño de amor, cada
uno de los miércoles. Incluso se han alquilado un nidito, para potenciar sus
aventuras eróticas, ya que dinero no les falta precisamente. Parece ser que eso
de tener un detective vigilándolos, le
daba más morbo y emoción a sus aventuras y exploraciones íntimas. En el mundo
de las emociones, dentro del sexo, hay muchas páginas curiosas e increíbles,
hasta que llegan directamente a nuestro conocimiento. Cuando te sobra el dinero
y no sabes ya en qué emplearlo, llegas a estos extremos. Haces, al tiempo, de
amante ilícito y marido legal de tu propia mujer. Un doble juego para esta
ralea de burgueses decadentes y pacientes necesarios de una clínica psiquiátrica
¡Menuda gentuza! Pero bueno, siempre que paguen y lo han hecho bastante bien,
allá ellos. Tendrás este mes una gratificación por todas las horas extras que has
dedicado a esta peculiar investigación. Por supuesto ya conoces que la
discreción en éste y en todos los temas investigados, la mantenemos a hierro
ardiente”.
Pedro,
el intrigado taxista, me llamó a los pocos días. Le prometí hacer una buena
comida juntos. Pero que se olvidara completamente de este incómodo asunto.
Camino de casa, entre siluetas autómatas y luces aburridas, iba recordando a la
“traviesa Adela” y a su misterioso “caballero amante”, con el gabán azulado y
el sombrero gris.-
José L. Casado Toro (viernes, 29 noviembre, 2013)
Profesor
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