Me
encontraba en una sala dedicada a la difusión de actividades culturales, vinculada
a un importante complejo comercial de la localidad. La programación de esa
tarde iba a estar centrada en la video-proyección de una interesante película,
enmarcada en el más puro género clásico: Rain (Lluvia)
1932, dirigida por Lewis Milestone. Como ya es usual en las actividades que
este departamento puntualmente desarrolla, en un plausible esfuerzo de propagación
sociocultural, fueron dedicados unos breves minutos, previos al visionado, para
la correspondiente presentación del film.
En un momento concreto de la explicación, una señora mayor
interrumpe a la joven coordinadora del acto. Le manifiesta, a viva voz,
su intención de marcharse de la sala ya que, en su opinión, considera que
estaba narrando el argumento de la película. En absoluto esa era intención de
la presentadora, pues esta cualificada especialista en arte y cinematografía se
limitaba a trazar unos rasgos generales de la trama, a fin de hacer más
comprensible la estructura conceptual y escénica de la misma. La actitud
imperativa de esta ineducada espectadora provocó unos minutos de cierta tensión
entre los asistentes al acto, situación que la introductora del acto trató de
atajar finalizando de forma acelerada su intervención. De inmediato comenzó la
proyección del DVD. Precisamente esa misma impulsiva señora, durante varios
momento de la trama y, de forma especial, antes de su finalización, no se
recató en hacer comentarios anticipatorios acerca de lo que iba a suceder en
pantalla. Incluso no le importó molestar a sus compañeros de asiento más
cercanos (entre los que yo me encontraba) explicando a una amiga su propia
interpretación sobre aspectos de la historia que estábamos presenciando.
El
ejemplo de esta imprudente señora es uno más de los muchos que tenemos que
soportar por ese ego que tantas veces, y de manera
desacertada, nos domina. Con su insolidaria actitud, impidió que el global
de los espectadores pudiéramos conocer el resto del mensaje de la titulada
especialista en cinematografía . Bien es verdad que la presentadora pudo
responder a la nerviosa asistente al acto con la necesaria firmeza,
aconsejándola que volviese a entrar en la sala cuando ella finalizase de hablar,
si así lo considerase oportuno. Debió continuar con su interesante intervención
explicativa, para la ilustración del resto de los asistentes. Sin embargo, ahí queda la escena de un “yo” que trata de imponer su
voluntad a todo el colectivo en el que, temporalmente, se halla integrado.
Cuando
llegué a mi domicilio, tras una frugal cena, me dispuse a ver uno de los
escasos programas de televisión que motivan mi tiempo, al margen de los
cinematográficos. Se trata de ese interesante espacio social, en la cadena Tele
5, de Mediaset, titulado “Hay una cosa que te quiero
decir”. Destaco el valor de su significación mediática ya que, en el desarrollo
del mismo, pueden analizarse y valorarse no pocos comportamientos y reacciones
entre las personas que acuden al programa. También, por supuesto, distrae. En
este caso, la primera de las siete u ocho historias que suelen presentarse
durante el tiempo de emisión estaba centrada en una madre que había enviudado
hacía ya dieciséis meses. Recientemente había conocido a un hombre, separado
desde hacía varias décadas que, a sus setenta y tres años, había aportado
ilusión y compañía a esta señora de cincuenta y ocho años (muy bien llevados).
A ambos se les veía, a través de sus manifestaciones y gestos, profundamente
enamorados. ¿Dónde estaba entonces el problema que nublaba su necesaria felicidad?
La
dificultad para esta fructífera convivencia se encontraba en la única hija de la
señora protagonista. Esta joven, ya con treinta años, estaba felizmente casada
y en estado de buena esperanza para una fecha perceptiblemente próxima. En la actualidad,
madre e hija residían a muchos kilómetros de distancia (Burgos-Valencia),
durante la mayor parte del año. Pero la hija no aceptaba
ver a su madre con otro hombre, pues consideraba que esos dieciséis meses,
desde el fallecimiento de su padre, es un escaso tiempo para que aquélla rehiciera
la ilusión por la vida. Se negó, con firmeza a ver siquiera la cara de
ese buen hombre que tanto estaba ayudando a su madre. Por supuesto, tampoco a
intercambiar palabra alguna con el mismo. Con un egoísmo, digno de tratamiento
psicológico, pensaba más en sus propias y difícilmente comprensibles razones (según
ella, el escaso tiempo desde la viudez de su madre) que en la recuperación de
la felicidad de quien la había traído al mundo. En un momento concreto del
diálogo manifestó que si ella viviera en la provincia, donde se halla la
residencia familiar de su madre, iría todos los días a la tumba donde reposan
los restos del que fue su padre. Ese detalle o propósito explica bastante
acerca del equilibrio mental de la joven.
Fueron
dos imágenes, escenificadas en el corto espacio de unas horas, que ponen, una
vez más, de manifiesto la pandemia absorbente del ego
que nos domina y aísla. ¡Cuántas son las ocasiones en que tras hablar
largamente con tu interlocutor, nos damos cuenta, para nuestro desasosiego, que
éste ha monopolizado el yo sobre el tú, de una forma descarada, inelegante y
absorbente! Incluso llegas a preguntarte si esos minutos han estado revestidos
más con la categoría del monólogo que con la de un equilibrado diálogo. Por
supuesto que toda generalización es peligrosamente errónea. Y no se me oculta
que nosotros mismos también pecamos de ese defecto. Pero, desde luego, en este
erial de valores, en que hoy día nos movemos por la selva existencial, el sentido de la egolatría, en general, tiene una poderosa
carta de naturaleza sobre las respuestas solidarias, igualitarias y humildes.
No, no es ese el buen camino. Todos, deberíamos estar abiertos y receptivos a
otras respuestas más generosas. Al menos, tratando de hallar el tiempo y lugar
más apropiado para una inexcusable reflexión.
Y ya,
para ir finalizando este grato recorrido comunicativo, por entre la senda de
las palabras y las ideas, recuerdo un sencillo ejercicio que solía proponer a
muchos de los que fueron mis compañeros de aprendizaje (alumnos), por esas
aulas que deben preparar y educar, junto a otros importantes factores, para
caminar por la vida. En esas horas para la tutoría, se convive, se aporta y,
cómo no, también se aprende.
“Profe, me veo
desorientada, sin fuerzas, sin ganas, para casi nada. Creo que todo lo hago
mal. Es la aburrida cantinela que, también, siempre estoy escuchando en casa. Y
me entra una depre de ansiedad y tristeza, que me hace muy infeliz, Y tampoco
me gusta mi cuerpo. Esa es la verdad. Para colmo, mis padres….”.
Cuando
escuchas estas dura confidencias, procedente de una chica que no ha llegado a
los quince años de edad, te replanteas la atmósfera viciada que se respira en
algunos ámbitos familiares o sociales. Y no hay un consejo único para estos
adolescentes en situación de bloqueo. Cada uno puede estar condicionado por unas
circunstancias específicas según el contexto en el que se vive.
“Bueno, para mí tú eres importante. Estoy dispuesto a
quedarme aquí, escuchando y dialogando, todo el tiempo que sea necesario. Y,
desde luego, la decisión que has tomado pienso que está muy bien. Has actuado
con inteligencia y sensatez. Compartiendo los problemas que te afectan. Primero
debes hacerlo con las personas más próximas de tu familia. A pesar de esos
comentarios, en mi opinión muy desafortunados que, tal vez sin querer, te han tenido
que doler. Pero seguro que no faltan compañeras y amigos que, también, van a
estar muy cerca de ti. Suelo aconsejar un buen hábito. Que cada una de las
noches, antes de irte a descansar, dediques unos minutos a resumir, a escribir,
aquello que mejor has hecho durante ese día. Y también, aquello en lo que
consideras te has equivocado o que puedes hacerlo mejor. Proponte en ese
momento algún objetivo, alguna pequeña meta, para el día siguiente. Encerrarte
en ti misma no conduce a ningún sitio. Sobre todo, intenta ayudar a los demás.
Especialmente, a los que están más cerca de ti. Hablándoles, sonriéndoles,
escuchándoles en sus problemas….. Cuando realices algún bien a los demás, puedo
asegúrate que te sentirás algo, mucho mejor. Más feliz. Y mantente ocupada todo
el tiempo que puedas. Sentarte, no hacer nada y darle vueltas a la cabeza, no
te va a hacer mucho bien. En absoluto. Evita la “pobreza” del egoísmo. Es mucho
más inteligente… ser generoso con los demás. Aunque ellos no lo sean contigo,
te sentirás más feliz, porque estás haciendo el bien. Te aseguro que no pensaba
que ibas a ser tan sincera conmigo. Me has dado una grata sorpresa. Eso es una
muestra de que eres valiente. ¿Ves como sí que tienes cualidades y valores?”
Ambos
escuchamos el timbre que nos marcaba el final del recreo. Vanesa me confesó, ante mi insistencia, que no había
desayunado. Tampoco lo había hecho su amiga Charo, que la estaba esperado en la
puerta de la sala de visitas. “Bueno, pues ahora las
dos vais a ser invitadas por vuestro tutor a tomar algo en el bar, ya que
tenéis que trabajar hasta las tres de la tarde. No os preocupéis por la hora.
Cuando hayáis terminado os venís para el aula de clase. Que en pocos minutos os
pongo al día de lo que haya explicado a vuestros compas”.
Efectivamente,
además del yo existe, en la estructura
gramatical, tú y él.
Pero algunos interlocutores, esa segunda y tercera persona la tienen olvidada, aletargada
o dormida en el uso de su lenguaje comunicativo. Y, de manera desacertada, no
sólo en las atalayas o plataformas de la comunicación. Hablo, específicamente,
de esos otros comportamientos presididos por el ego.
Pudo suceder. A tenía una amiga B. Cuando ésta le llamaba, a través del móvil,
el “monólogo” solía durar largos e interminables minutos. En no pocas
ocasiones, A despegaba el oído del auricular. Reposaba algunos segundos
prestando atención a otra cosa. Posteriormente, se acercaba de nuevo a su
teléfono, comprobando que B continuaba con su exposición, en la que
predominaba, de manera absorbente y compulsiva, la primera persona. Es la dura
realidad de este tiempo. Por cierto, no es que “pudo suceder”. Efectivamente,
esa escena se repitió en más de una ocasión.-
José L. Casado Toro (viernes, 22 noviembre, 2013)
Profesor
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