A
través de esa maravillosa ventana, casi infinita para la comunicación
compartida, que es Internet, tuve conocimiento de un inmediato pre-estreno
cinematográfico. Éste iba a tener lugar
en uno de los multicines que pueblan el tejido urbano que sustenta nuestras relaciones
y vivencias. Ofertaban sólo veinticinco localidades dobles, para una película
que se estrenaría en pantalla unos días más tarde. Me desplacé con la suficiente
antelación, a fin de ser uno de esos puntuales afortunados que podrían
conseguir las entradas de un film propuesto para competir en los próximos
premios Oscar de Hollywood. Es cierto que hacer cola
en taquilla puede ser molesto pero, sin embargo, no resulta aburrido por todo
aquello que se contempla, desde la espera, en ese lugar. A poco que
muestres interés por la observación del entorno, disfrutas con imágenes y
escenas que no se representan precisamente en las pantallas interiores del
establecimiento, sino ante la ventanilla comercial del mismo.
Cubría
los minutos de espera, ojeando un pequeño libro para el aprendizaje. En un
momento dado, desde el murmullo de una calle lúdicamente abarrotada para el
paseo y el consumo de copas, comidas y meriendas, observé
a dos adolescentes, uno de ellos guitarra en mano. Trataban, con
dificultad, de entonar algunas canciones populares, insertas en el género de la
copla, a fin de recaudar, de entre los viandantes y comensales, esas monedas necesarias
para el sustento. Poco caso era el que se les hacía desde las numerosas mesas
ubicadas en la vía pública, casi todas ellas abarrotadas por un público
relajado, conversador y sediento en la placidez de la tarde. Refrescos, “cañas
o pintas” bien apetecibles de cerveza, infusiones y alguna que otra materia suculenta
para el picoteo de la merienda, acompañaban a todas esas personas que gozaban de una temperatura cálidamente
primaveral. Tras finalizar su breve actuación, los dos chicos pasaron el
platillo recaudador, en este caso transformado en un vasito de plástico blanco,
prestado desde alguna alacena amiga. La generosidad de
los distraídos consumidores fue más bien parca, aunque algunas monedillas sí se
dejaron caer en esa peculiar alcancía para el ahorro.
Tanto
el “tocaor” como el cantante, apenas superarían los 15-16 años de edad. Muy
morenos, de piel y cabello, apenas les escuché hablar entre ellos comprobé su
pertenencia a la etnia gitana. Discutían, delante de los carteles anunciadores,
acerca de la película que iban a elegir para pasar el resto de la tarde. Al fin
se acercaron a la taquilla indicándo a la señorita, que allí se encontraba para
vender las entradas, su deseo de ver BAJARÍ (2012), un documental musical sobre
flamenco, ambientado en Barcelona, ciudad cuyo nombre en caló (la lengua de los
gitanos) es precisamente la que da el título a la película. Preguntaron cuánto
costaban las dos localidades. De inmediato vaciaron las monedas que llevaban en
el modesto vasito de plástico, muy fraccionadas en su valor, por entre la amplia
rendija de la ventanilla. La encargada de los tickets contó, aplicando la
necesaria paciencia, las piezas de la numismática aportada. Pronto, el rostro
de los críos se pobló con la desilusión de la realidad. El valor de las monedas
aportadas no alcanzaba para su objetivo. Sólo tenían 8,30 euros, cuando cada
entrada costaba 6,5 €.
Viendo
la cara de desilusión que ambos mostraban, saqué de mi monedero los cuatro
euros y pico que les faltaban, poniéndolos junto a sus monedas. Ya con las
entradas en la mano, el chico de la guitarra y las zapatillas negras, me regaló
un “vale, tío”,
mientras que el otro, vestido con un atuendo deportivo (en el que destacaban
sus deportivas amarillas, intensamente fosforescentes) me miró con cara de
extrañeza, sin pronunciar palabra alguna. Rápidamente se dirigieron a ver su
película, portando esa guitarra hermanada al vasito recaudador para su arte.
Unos
días más tarde, pasaba por esa misma zona monumental de la historia de Málaga,
cuando me volví a encontrar con Pali “el Trinqui”
y a Seba “el Chupa”, los nombres reales de
ambos chicos. Estaban en un lateral de El Pimpi, entonando algunas estrofas
amables que hablaban de amores, besos robados y ojos bonitos. Me reconocieron
de inmediato. Nada más acercarme, fue Seba, el guitarrista, quien me dedicó el
esfuerzo de su trabajo diciendo “y ésta va por el “míster”. Y en unos minutos
cantaron o “destrozaron” una canción, de la que me agradó especialmente el
detalle de su voluntad. Eran ya sobre las diez, de una noche húmeda pero de
temperatura agradable, cuando reparé en su anémica “alcancía”. Apenas habían
recaudado unas escasa monedas, casi todas con el valor de los céntimos, tras
una tarde de canto. ¿Habéis cenado? les comenté. “No, míster, pero algo caerá, de aquí a la
noche”.
Y en
un kebab cercano, de nuevo les
invité. Ambos engulleron, o mejor devoraron
(tal era la necesidad de sus estómagos) una comida rápida con la que poder calmar
sus hambrientas anatomías. Entre bocado y bocado, me contaron algo del abandono
familiar en sus vidas. Son compañeros de clase, en un Instituto al que acuden
por las mañanas. Me confiesan que no les gustan los libros, por lo que a veces
hacen sus “piardas”, “rabonas” o correrías, por el poliedro anónimo de la ciudad.
Quieren dedicarse al cante, pues el abuelo del Seba se ganaba la vida por esos
tablaos del flamenco y la copla. Hay días en que apenas toman alimento, pues en
sus casas suele predominar el abandono y la ausencia de estabilidad. El Trinqui
vive con su madre y tres hermanos. Me dice que no conoce a su padre pero su
“mare” limpia por las casas, para sacarlos adelante. Por su parte, los padres
del Chupa van de aquí para allá, por los mercadillos ambulantes. Esos puestos,
en los que casi todo se vende que, semanalmente, adornan con modestia el latido
económico de las barriadas.
“¿Y tú eres
misionero, cura o algo así?” me pregunta el Seba.
“No, hombre. Es que durante muchos años he trabajado de
maestro en las aulas. Y he conocido a no pocos jóvenes, como vosotros, con sus
problemas y realidades del cada día. Hay que saber ayudar a los demás, con lo
que cada uno pueda y sepa. Hoy os he invitado a cenar. El otro día pudisteis ir
al cine. Bueno, algo es mejor que nada. Pero son vuestros padres, los que
tienen que ayudaros y educaros a crecer como personas responsables. Aunque no
os guste la obligación del cole, estáis en la edad de formaros, porque mañana
no todo va a ser cantar por calles. Cuando dejáis de ir a clase, os estáis
haciendo daño. Aunque ahora os cueste trabajo aceptarlo. Por cierto ¿os agradó
ese documental de flamenco que visteis en el cine? Muchos de los que allí cantan
y bailan no dejaron de ir al Instituto. Incluso han podido ir a otros coles,
donde enseñan muy bien ese arte que tanto os gusta. Hoy se ganan la vida en los
tablaos y escenarios. Pero cuando eran más jóvenes, asistían a clase a clase. El estudio y la educación les ha ayudado a ser
mejores en sus vidas”.
Pasaron
algunos meses y no volví a toparme con el Trinqui o el Chupa (como ellos
apetecen que se les llame). A veces solía preguntarme si habrían seguido alguno
de mis consejos. La verdad es que cuando les hablaba, en el Doner Kebak, parecían
estar atentos y respetuosos a mis palabras. Con el paso del tiempo, sus
famélicas imágenes se me fueron haciendo cada vez más borrosas y lejanas. Pero
la suerte quiso que otra tarde, ya en el nuevo curso escolar, me encontrara, en
una de las calles del centro, con Pali, el propietario de la guitarra y, a
veces, también cantante. Supo él también reconocerme y con esa franqueza que le
caracterizaba, me confesó que había sentado la cabeza. Al fin puso matricularse
en un ciclo formativo de iniciación musical. Que le gustaba mucho lo que había
aprendido en esos escasos meses de clase, en su nuevo Instituto. “Mister, mi
“hermano” er Chupa va cada día mal. A lo
peor. Se ha juntao con gente de mal vivir y seguro que acaba en chirona o
“rajao”. Si lo viera en este momento, se iba Vd. asustá de la cara a muerto que
se le ha puesto. Se está metiendo “casi de tó”. Me da pena, pero que le puedo
yo hacé”. Cuando nos despedíamos supo prometerme que llamaría al
número que le facilité. No sólo cuando necesitase ayuda, sino en alguna feliz ocasión
cuando estuviera actuando en un escenario con su guitarra.
En
estos momentos para el recuerdo, reflexiono especialmente acerca de esos padres que, por muy diversos avatares en la existencia,
incumplen o no atienden, de forma debida, la educación de sus hijos, que
se pierden, de manera lamentable, en el caos del abandono. Chicos y chicas que
contrastan, en la suerte, con esos otros a los que el destino ha querido
depararles un camino menos turbado para su existencia. Éstos jóvenes poseen el
patrimonio de la abundancia, la seguridad, el cariño y la responsabilidad, frente a esos otros que malviven en medio de
las carencias, la soledad, el abandono y la irresponsabilidad de los mayores,
en una orfandad que discrimina su suerte. Amanece cada
día igual para todos, pero no son pocos los niños y jóvenes para los que la
noche aún les impide ver el sol transparente de la mañana. Seba, el
Chupa, no supo distinguir esa luz que sí orientó a Pali, el Trinqui, para un
más sensato caminar.
“Sí, desde luego has hecho muy bien en llamarme. Entre
otras necesidades, para eso te dejé el número de mi móvil. No pierdas los
nervios. Ahora mismo estoy en una consulta médica. Pero en cuanto finalice, me
llego a comisaría para estar junto a ti y ver lo que podemos hacer.
Analizaremos juntos la situación. Veremos si le podemos echar un cable al
Chupa. Tengo un compañero de trabajo que es abogado. Él nos puede aconsejar el
mejor camino que hemos de tomar, a fin de ayudar a tu amigo y hermano. Por lo
que me cuentas es muy, muy grave el problemón en que se ha metido. Pero como
todavía no es mayor de edad, la cosa irá por la fiscalía de menores. Pali, confieso
nunca te había oído llorar, pero ahora hay que ser fuerte. Y tú estás en un
terreno limpio. Ejemplar. No te muevas de comisaría, que a poco que pueda voy
para allá”.
José L. Casado Toro (viernes, 15 noviembre, 2013)
Profesor
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