viernes, 15 de noviembre de 2013

LOS OTROS CHICOS DE LA CALLE.


A través de esa maravillosa ventana, casi infinita para la comunicación compartida, que es Internet, tuve conocimiento de un inmediato pre-estreno cinematográfico. Éste  iba a tener lugar en uno de los multicines que pueblan el tejido urbano que sustenta nuestras relaciones y vivencias. Ofertaban sólo veinticinco localidades dobles, para una película que se estrenaría en pantalla unos días más tarde. Me desplacé con la suficiente antelación, a fin de ser uno de esos puntuales afortunados que podrían conseguir las entradas de un film propuesto para competir en los próximos premios Oscar de Hollywood. Es cierto que hacer cola en taquilla puede ser molesto pero, sin embargo, no resulta aburrido por todo aquello que se contempla, desde la espera, en ese lugar. A poco que muestres interés por la observación del entorno, disfrutas con imágenes y escenas que no se representan precisamente en las pantallas interiores del establecimiento, sino ante la ventanilla comercial del mismo.

Cubría los minutos de espera, ojeando un pequeño libro para el aprendizaje. En un momento dado, desde el murmullo de una calle lúdicamente abarrotada para el paseo y el consumo de copas, comidas y meriendas, observé a dos adolescentes, uno de ellos guitarra en mano. Trataban, con dificultad, de entonar algunas canciones populares, insertas en el género de la copla, a fin de recaudar, de entre los viandantes y comensales, esas monedas necesarias para el sustento. Poco caso era el que se les hacía desde las numerosas mesas ubicadas en la vía pública, casi todas ellas abarrotadas por un público relajado, conversador y sediento en la placidez de la tarde. Refrescos, “cañas o pintas” bien apetecibles de cerveza, infusiones y alguna que otra materia suculenta para el picoteo de la merienda, acompañaban a todas esas  personas que gozaban de una temperatura cálidamente primaveral. Tras finalizar su breve actuación, los dos chicos pasaron el platillo recaudador, en este caso transformado en un vasito de plástico blanco, prestado desde alguna alacena amiga. La generosidad de los distraídos consumidores fue más bien parca, aunque algunas monedillas sí se dejaron caer en esa peculiar alcancía para el ahorro.

Tanto el “tocaor” como el cantante, apenas superarían los 15-16 años de edad. Muy morenos, de piel y cabello, apenas les escuché hablar entre ellos comprobé su pertenencia a la etnia gitana. Discutían, delante de los carteles anunciadores, acerca de la película que iban a elegir para pasar el resto de la tarde. Al fin se acercaron a la taquilla indicándo a la señorita, que allí se encontraba para vender las entradas, su deseo de ver BAJARÍ (2012), un documental musical sobre flamenco, ambientado en Barcelona, ciudad cuyo nombre en caló (la lengua de los gitanos) es precisamente la que da el título a la película. Preguntaron cuánto costaban las dos localidades. De inmediato vaciaron las monedas que llevaban en el modesto vasito de plástico, muy fraccionadas en su valor, por entre la amplia rendija de la ventanilla. La encargada de los tickets contó, aplicando la necesaria paciencia, las piezas de la numismática aportada. Pronto, el rostro de los críos se pobló con la desilusión de la realidad. El valor de las monedas aportadas no alcanzaba para su objetivo. Sólo tenían 8,30 euros, cuando cada entrada costaba 6,5 €.

Viendo la cara de desilusión que ambos mostraban, saqué de mi monedero los cuatro euros y pico que les faltaban, poniéndolos junto a sus monedas. Ya con las entradas en la mano, el chico de la guitarra y las zapatillas negras, me regaló un “vale, tío”, mientras que el otro, vestido con un atuendo deportivo (en el que destacaban sus deportivas amarillas, intensamente fosforescentes) me miró con cara de extrañeza, sin pronunciar palabra alguna. Rápidamente se dirigieron a ver su película, portando esa guitarra hermanada al vasito recaudador para su arte.

Unos días más tarde, pasaba por esa misma zona monumental de la historia de Málaga, cuando me volví a encontrar con Pali “el Trinqui” y a Seba “el Chupa”, los nombres reales de ambos chicos. Estaban en un lateral de El Pimpi, entonando algunas estrofas amables que hablaban de amores, besos robados y ojos bonitos. Me reconocieron de inmediato. Nada más acercarme, fue Seba, el guitarrista, quien me dedicó el esfuerzo de su trabajo diciendo “y ésta va por el “míster”. Y en unos minutos cantaron o “destrozaron” una canción, de la que me agradó especialmente el detalle de su voluntad. Eran ya sobre las diez, de una noche húmeda pero de temperatura agradable, cuando reparé en su anémica “alcancía”. Apenas habían recaudado unas escasa monedas, casi todas con el valor de los céntimos, tras una tarde de canto. ¿Habéis cenado? les comenté. “No, míster, pero algo caerá, de aquí a la noche”.

Y en un  kebab cercano, de nuevo les invité.  Ambos engulleron, o mejor devoraron (tal era la necesidad de sus estómagos) una comida rápida con la que poder calmar sus hambrientas anatomías. Entre bocado y bocado, me contaron algo del abandono familiar en sus vidas. Son compañeros de clase, en un Instituto al que acuden por las mañanas. Me confiesan que no les gustan los libros, por lo que a veces hacen sus “piardas”, “rabonas” o correrías, por el poliedro anónimo de la ciudad. Quieren dedicarse al cante, pues el abuelo del Seba se ganaba la vida por esos tablaos del flamenco y la copla. Hay días en que apenas toman alimento, pues en sus casas suele predominar el abandono y la ausencia de estabilidad. El Trinqui vive con su madre y tres hermanos. Me dice que no conoce a su padre pero su “mare” limpia por las casas, para sacarlos adelante. Por su parte, los padres del Chupa van de aquí para allá, por los mercadillos ambulantes. Esos puestos, en los que casi todo se vende que, semanalmente, adornan con modestia el latido económico de las barriadas.

“¿Y tú eres misionero, cura o algo así?” me pregunta el Seba.

“No, hombre. Es que durante muchos años he trabajado de maestro en las aulas. Y he conocido a no pocos jóvenes, como vosotros, con sus problemas y realidades del cada día. Hay que saber ayudar a los demás, con lo que cada uno pueda y sepa. Hoy os he invitado a cenar. El otro día pudisteis ir al cine. Bueno, algo es mejor que nada. Pero son vuestros padres, los que tienen que ayudaros y educaros a crecer como personas responsables. Aunque no os guste la obligación del cole, estáis en la edad de formaros, porque mañana no todo va a ser cantar por calles. Cuando dejáis de ir a clase, os estáis haciendo daño. Aunque ahora os cueste trabajo aceptarlo. Por cierto ¿os agradó ese documental de flamenco que visteis en el cine? Muchos de los que allí cantan y bailan no dejaron de ir al Instituto. Incluso han podido ir a otros coles, donde enseñan muy bien ese arte que tanto os gusta. Hoy se ganan la vida en los tablaos y escenarios. Pero cuando eran más jóvenes, asistían a clase a clase. El estudio y la educación les ha ayudado a ser mejores en sus vidas”.

Pasaron algunos meses y no volví a toparme con el Trinqui o el Chupa (como ellos apetecen que se les llame). A veces solía preguntarme si habrían seguido alguno de mis consejos. La verdad es que cuando les hablaba, en el Doner Kebak, parecían estar atentos y respetuosos a mis palabras. Con el paso del tiempo, sus famélicas imágenes se me fueron haciendo cada vez más borrosas y lejanas. Pero la suerte quiso que otra tarde, ya en el nuevo curso escolar, me encontrara, en una de las calles del centro, con Pali, el propietario de la guitarra y, a veces, también cantante. Supo él también reconocerme y con esa franqueza que le caracterizaba, me confesó que había sentado la cabeza. Al fin puso matricularse en un ciclo formativo de iniciación musical. Que le gustaba mucho lo que había aprendido en esos escasos meses de clase, en su nuevo Instituto. “Mister, mi “hermano”  er Chupa va cada día mal. A lo peor. Se ha juntao con gente de mal vivir y seguro que acaba en chirona o “rajao”. Si lo viera en este momento, se iba Vd. asustá de la cara a muerto que se le ha puesto. Se está metiendo “casi de tó”. Me da pena, pero que le puedo yo hacé”. Cuando nos despedíamos supo prometerme que llamaría al número que le facilité. No sólo cuando necesitase ayuda, sino en alguna feliz ocasión cuando estuviera actuando en un escenario con su guitarra.

En estos momentos para el recuerdo, reflexiono especialmente acerca de esos padres que, por muy diversos avatares en la existencia, incumplen o no atienden, de forma debida, la educación de sus hijos, que se pierden, de manera lamentable, en el caos del abandono. Chicos y chicas que contrastan, en la suerte, con esos otros a los que el destino ha querido depararles un camino menos turbado para su existencia. Éstos jóvenes poseen el patrimonio de la abundancia, la seguridad, el cariño y la responsabilidad,  frente a esos otros que malviven en medio de las carencias, la soledad, el abandono y la irresponsabilidad de los mayores, en una orfandad que discrimina su suerte. Amanece cada día igual para todos, pero no son pocos los niños y jóvenes para los que la noche aún les impide ver el sol transparente de la mañana. Seba, el Chupa, no supo distinguir esa luz que sí orientó a Pali, el Trinqui, para un más sensato caminar. 

“Sí, desde luego has hecho muy bien en llamarme. Entre otras necesidades, para eso te dejé el número de mi móvil. No pierdas los nervios. Ahora mismo estoy en una consulta médica. Pero en cuanto finalice, me llego a comisaría para estar junto a ti y ver lo que podemos hacer. Analizaremos juntos la situación. Veremos si le podemos echar un cable al Chupa. Tengo un compañero de trabajo que es abogado. Él nos puede aconsejar el mejor camino que hemos de tomar, a fin de ayudar a tu amigo y hermano. Por lo que me cuentas es muy, muy grave el problemón en que se ha metido. Pero como todavía no es mayor de edad, la cosa irá por la fiscalía de menores. Pali, confieso nunca te había oído llorar, pero ahora hay que ser fuerte. Y tú estás en un terreno limpio. Ejemplar. No te muevas de comisaría, que a poco que pueda voy para allá”.



José L. Casado Toro (viernes, 15 noviembre, 2013)
Profesor

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