Lleva
ya unos cuantos años alejado de su actividad laboral. Se vio obligado a
solicitar ante un tribunal médico, a consecuencia de sus inestables problemas
anímicos, la anticipación de la jubilación profesional. A pesar de esos
condicionantes, de naturaleza básicamente psicológica, mantiene
una aceptable forma física, lo que le permite subir y bajar, varias veces al
día, los cuatro tramos de escalera sin ascensor del bloque en el que vive.
Al igual que él, sus convecinos
también sufren esta incomodidad constructiva. El edificio, muy bien conservado
en su estilo neoclásico de finales del XIX, observa, piropea y subyuga a una
romántica Plaza que nos recuerda a todo un pasado lleno de historia, arte y
cultura. En los bajos de este bloque, destaca un atractivo restaurante de
comida griega, bien valorado en las guías culinarias. Además de las tres
plantas, con techos elevados hasta los tres metros, existe una cuarta, algo más
baja en altura y encastrada entre las vertientes que conforman el tejado, en
donde se ubican dos atractivas buhardillas. En una de las mismas, allí reside el
protagonista de esta entrañable historia.
Tomás ha ejercido como mecánico ferroviario (también, fue la profesión de su padre)
durante una parte importante de su vida. Contrajo matrimonio ya próximo a la
cincuentena, con Clara, una mujer mucho más
joven que él, la cual trabajaba, como asistenta de compañía, para personas
situadas en la cronología postrera de la ancianidad. Precisamente ella fue la
encargada de atender, hasta su fallecimiento, a la madre de Tomás, hombre de
carácter bondadoso y con una cierta estabilidad económica. Todo ello facilitó
el acercamiento de estas dos personas que decidieron unir sus existencias en el
matrimonio, a pesar de que el fervor amoroso entre ambos era más bien frío. El
deseo de esta joven, por no acelerar su maternidad, fue un primer motivo de
enfrentamiento entre los esposos, a los que se unió ese carácter impulsivamente
abierto a lo novedoso (en lo humano) que, prácticamente, desde los primeros
meses de boda siempre quiso mostrar la chica. Celos,
discusiones, reproches, reconciliación y, de nuevo, lo hiriente de las palabras
y la crueldad de los gestos, iban agriando y enfriando el calor de su
respectiva unión.
Una mañana de abril, Clara salió de su domicilio y ya no
volvió. Con un nuevo romance en puertas, quiso poner distancia a un
matrimonio en el que, probablemente, nunca había creído. Esta situación de
soledad dejó sumido a Tomás en un estado depresivo, agudizado por la soledad y
frustración de sentirse postergado y engañado. Una agenda olvidada de Clara
mostraba el juego casi continuo
que la joven había llevado a cabo en ese año y medio de matrimonio. La
agudización anímica y el hundimiento en su autoestima obligó, a quien había
sido su esposo, a refugiarse en los fármacos y al abandono de ese rutina
laboral que, durante tantos años, sustentó su estabilidad y el sentido de la
existencia.
Desde entonces se ha convertido en un hombre taciturno y
escasamente comunicativo. Su orden del día es bastante regular en lo
repetitivo. Se levanta temprano y, antes de hacer el desayuno, se da un largo
paseo hasta más allá de la Farola. Tras reponer fuerzas, completa la mañana
leyendo la prensa o alguna novela (género literario al que es aficionado) hasta
la hora temprana del almuerzo, que suele hacerlo en un restaurante económico,
pero donde siempre le ofrecen comida caliente y casera. Por la tarde, nuevos
paseos por el laberinto urbano, aunque a veces toma el bus y se aleja a zonas
más apartadas de ese centro antiguo donde reside. Suele ir bastante al mundo de
las pantallas cinematográficas, donde distrae su tiempo en la inmersión de no
pocas escenas que combaten el aburrimiento, aderezado con los contrastes
térmicos estacionales. Sus parentescos familiares son muy reducidos y sólo
contacta con ellos en fechas señaladas, especialmente en los gratos días que
iluminan la Navidad. Eso sí, mantiene una buena amistad con un antiguo
compañero ferroviario, también ya jubilado, con el que sale algunos fines de
semana a caminar por la naturaleza. Como vemos, desarrolla
una vida anónima, silenciosa y presidida por el aislamiento social, estado que
tiene bien asumido.
Clara,
su ex mujer, en el transcurso de estos últimos cuatro años, ha seguido libando
de flor en flor, con esas parejas cambiantes que le han ido apareciendo, sin
estabilidad relacional, en la ilusión de los días. Su ansiado y alocado intercambio en lo humano se ha visto
condicionado por el nacimiento de una niña, a la que ha inscrito como Lucía, pero cuyo “supuesto” padre nada ha querido
saber de la responsabilidad sociofamiliar que le compete. De manera afortunada,
los abuelos de la recién nacida han sabido estar al frente de ese apoyo tan
necesario, en una situación grata pero, al tiempo, complicada para una madre
soltera y de vida convulsa. La degradación de esta mujer, ya muy próxima a
cumplir las cuatro décadas de vida, no sólo se patentiza en su peculiar
jerarquización de valores, sino también en ese valor material que ella tan bien
ha sabido subastar y vender hasta el momento: su físico. El desorden, en lo
personal, más las leyes ineludibles del calendario, han ido borrando los
mejores trazos de su cuerpo y rostro, mutando aquella su placentera imagen,
hacía el abrupto terreno de la vulgaridad y la decadencia en lo físico.
Y un día, de manera inesperada, ocurrió.
“Tomás, soy Clara. Gracias por no colgarme el teléfono.
Sé que ha pasado mucho tiempo. También sé que debes tener un sentimiento hacia
mí de profundo rechazo. Mi desaparición y silencio, en estos años, te han
debido hacer mucho daño. Puedo asegurarte que mi vida ha sido alocada y
desordenada, desde entonces. Y que he pasado por momentos de abatimiento y
autodestrucción. En este momento me encuentro también muy mal…….. Y te
preguntarás a qué viene esta llamada. En realidad ha sido porque, echando la
mirada hacia atrás, tu has sido lo mejor y más honesto que he tenido en la
vida. Tengo ahora una niña que va a cumplir los dos años. Gracias a mis padres,
esa niña tiene la estabilidad que difícilmente yo podría darle. No, por
supuesto, ni tengo derecho ni te voy a pedir o rogarte nada. Aunque por mi
orgullo me cuesta trabajo, quiero pedirte perdón, por haberte dejado solo y de
aquella manera. Sin unas palabras de justificación, que tu merecías. Cuatro
años ya, de aquella locura en la que me apunté, para esta desesperación que hoy
sufro. Como ves, necesitaba
hablar….”
Nunca
descartó recibir una llamada de esta naturaleza. Pero, a medida que el tiempo
avanzaba, esta posibilidad, en los sentimientos del frustrado Tomás, se había
ido alejando y haciéndose patentemente irreal. Ahora
tenía a Clara, al otro lado del teléfono. Después de unos cuatro años de
silencios para las palabras ¿Qué decirle? ¿Qué responderle? ¿Era el momento de
los reproches, por el intenso dolor causado, o la oportunidad de la
generosidad, para atender el valor del diálogo y la comprensión?
“Has dejado pasar mucho tiempo… para intentar curar
algunas de las heridas del alma. Que son las más dolorosas. Creo que sería un
error, no sólo por mi parte, que continuáramos dándole posibilidad a un diálogo
que murió de inanición. Yo tampoco lo he pasado bien, en todo este periodo.
Incluso he tenido que dejar de hacer aquello que más me gustaba. Mi trabajo en
los trenes. Y he tenido que someterme a la servidumbre de los fármacos,
posiblemente al igual que tú. Sin embargo ahora llevo una vida más sosegada,
muy sencilla, en las aspiraciones del cada uno de los días. Y, en modo alguno
quiero alterarla. Soy uno más de tantos seres solitarios que, día tras día,
vagan por las calles y las plazas de nuestras ciudades. De ti no quiero, no
deseo nada. Sin embargo, sí me gustaría conocer a esa niña pequeña, que sin
duda, ha de aportarte luz y sensatez en tu vida. Falta un mes y medio para la
Navidad. Si te parece, ese día de paz y alegría, nos vemos unos minutos, en ese
lugar donde nos presentaron. Recuerdo que fue sobre las seis de la tarde. Lleva
a tu hija. Tú, que no querías tener descendencia conmigo, ahora tienes el mejor
tesoro que la vida te ha regalado”.
Tras
este largo monólogo, sólo quedó en la comunicación telefónica la triste
acústica del silencio o la ausencia afectiva de las palabras. Los ojos de ambas personas estaban inundados de lágrimas.
Para ambos, pero especialmente en Tomás, el impacto de aquella tarde fue muy
intenso y revelador de un tiempo desafortunado. Esos años habían sido
neciamente perdidos para dos seres a los que el destino había tratado con
limitada generosidad.
25 de diciembre, 18 horas. Terraza exterior del Parador
Nacional, Málaga-Gibralfaro. La tarde se ha presentado agradable, con
ese sol de diciembre tan acogedor en nuestra ciudad. Desde media hora antes,
Tomás se halla sentado en un ángulo de ese espacio maravilloso, desde donde se
divisa toda la bahía malagueña y gran parte del la rica flora del Parque.
Ahora, con la renovación del Puerto, el espectáculo visual ha ganado en
intensidad. El azul del mar se confunde con el del cielo. En un hermanamiento
apto sólo para espíritus sensibles hacia la belleza. Transcurren los minutos y
una segunda taza de té ayuda para una espera que se prolonga en el tiempo. La
soledad continúa haciendo acto de presencia en esta persona, ilusionada en
conocer a esa cría pequeña, hija de Clara. Para ella ha comprado un lindo
peluche blanco. Cerca de las siete, el sol ha viajado ya lejos, a fin de
realizar ese periplo diario a otros lugares donde también, de manera ansiada,
lo necesitan. Con profunda tristeza, Tomás espera el bus que ha de bajarle
desde esa pequeña colina Penibética que guarnece a los malagueños. Hace tiempo
ya que dejó de conducir, por consejo de su médico neurólogo. Vuelve a su entrañable buhardilla. A su constante, asumida y
cruel soledad.
A mediados de febrero, un sábado infortunado, Tomás recibe
una emocionada llamada telefónica. Es del padre de Clara, con el que no
ha tenido relación alguna, desde que su hija lo abandonó. Este hombre, con la
voz temblorosa le comunica algo que nunca querría escuchar, aunque siempre lo
había temido como posible. Hacía 24 horas que Clara había viajado al reino de
las estrellas. Le explicó que su hija se encontraba ya muy enferma, cuando le
llamó para pedirle perdón por sus errores.
Ahora,
cada uno de los sábados tarde, Tomás recoge a Lucía,
en la casa de sus abuelos, admirables personas con los que vive y que tan bien
saben cuidarla. Van juntos a merendar, al cine o a ese parque infantil
que tanto hace disfrutar a la pequeña. Algún día, contemplan la gran Plaza
cuadrangular, desde la lúdica ventana de la buhardilla. Desde ese mágico y
romático lugar observan a otros niños jugando con sus bicicletas y el paseo de
las personas hacia destinos insospechados. Observan los árboles que ofrecen su
sombra y el ruido de la vida que florece a través de nuestros sentidos. Para la
pequeña, él es el tito Tomás. Le explica y cuenta historias que Lucía, con
juguetona atención, agradece. A
eso de las nueve, la devuelve a casa de sus abuelos, siempre con algún regalo o
detalle que despierta la ilusión de una niña encantadora. Tal vez….. seguro que
entre las nubes o el cosmos infinito, el alma de una mujer también se muestra
sonriente y sosegada para la esperanza.-
José L. Casado Toro (viernes, 6 diciembre,
2013)
Profesor
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