Benito ha de atender a muchos clientes cada día,
desde ese espacio que habita detrás del mostrador. Lo hace en una vetusta farmacia de pueblo, donde cumple cada día
la normalidad rutinaria de su buen trabajo. El establecimiento, orientado hacia
una cromática montaña arbolada, está situado en la plaza central de una
localidad castellana, núcleo básico de oportunidades en las palabras, almas sin
prisas, comercios familiares y encuentros colectivos para la festividad
solidaria. Allí, cada mañana, este hombre apacible se encarga de subir las
persianas y organizar el interior de un local de su propiedad. El
establecimiento se halla repleto de estanterías y armarios, todos ellos repletos
de centenares y miles de cajitas, con nombres misteriosos que dicen servir para
curar los males del cuerpo. Heredó este negocio de su padre, también
farmacéutico y, a sus ya largos años en la nobleza social del oficio, le
entristece no tener una descendencia interesada en proseguir ese esfuerzo por
colaborar en la mejor salud de sus convecinos. Su única hija trabaja y reside
en la capital de la provincia, a unos cien kilómetros de distancia. A la niña
siempre le había gustado eso de las leyes y desde sus estudios comprobó que no
le hacía tilín la tradición familiar a las medicinas. Con lógica racionalidad
este farmacéutico, que rezuma bondad, comprende
que algún día, previsiblemente ya bastante cercano en el tiempo, habrá de
vender o traspasar su querida farmacia. Lo hará a otras manos que habrán de
saber llevarla con el cariño y esmero que él siempre ha mantenido en su
dedicación o. mejor dicho, vocación, para el servicio de los demás.
Como
cada uno de los días, a eso de entre diez y media y las once, llega, para compartir
la amistad que sustentan las palabras, su amigo
Jonás. Fueron compañeros de clase en la
infancia y, desde entonces, han cultivado con delicadeza y respeto, una buena
relación que a ambos enriquece. Tras acompañarle casi toda la mañana, cierran
la farmacia a esa hora que supera por unos minutos las dos de la tarde, y se
van a compartir un aperitivo al bar de Paula, cervezas que ambos disfrutan con placer
y moderación. Siempre suele pagar Benito, a pesar de las protestas de Jonás,
pues el farmacéutico conoce bien las dificultades por las que pasa su amigo,
cuya pensión de jubilación, como funcionario de Correos, le permite apenas una
disponibilidad económica en sumo modesta. Ahora todavía más, pues sus dos
hijos, casados y con hijos, se hallan, a causa de complicados avatares
empresariales, en una situación de
desempleo de penosa incomodidad.
Son
muchas las personas que pasan por la farmacia, desde la mañana a la tarde.
También en los días de guardia nocturna, a lo
largo del mes. Para esas noches en vela, con frío o calor, Jonás le acompaña
unas cuantas horas que hacen más llevadera la soledad laboral. Su amigo siempre
aparece con un familiar termo de café con leche, bien caliente y unas galletas
que les tiene preparados la confitería de Felisa, una pastelera muy valorada en
el pueblo. Su obrador, además de elaborar y vender ese recio pan cateto que a
tantos agrada, hace unos dulces especialmente golosos, para deleite de pequeños
y más grandes en edad.
Naturalmente,
son muchos los parroquianos que acuden a la farmacia de Benito Cortés. En el
pueblo sólo hay dos establecimientos que atienden las prescripciones de los
médicos para sus pacientes. Nuestro protagonista es una persona afable,
cariñosa, que no sólo se preocupa de facilitar el medicamento inserto en la
receta, sino que también gusta de aconsejar y dialogar con aquellos que visitan
su importante e imprescindible labor. Aparte de los problemas de salud
convencionales, cada día son más los convecinos que han de comprar fármacos
contra esa lacra, silenciosa, inamistosa y cruel, cual es la depresión anímica. Estos achaques en el equilibrio
psíquico solían ser bastante frecuentes con el paso inevitable de la edad. Sin
embargo, en los tiempos que corren, cada vez más afectan a personas que no
suman muchos calendarios en sus vidas. Incluso hay jóvenes que, hallándose en
la primavera de sus existencias caen en situaciones de tristeza, lágrimas,
abulias y angustias, de las que no les resultan fácil salir, a fin de recuperar
ese equilibrio perdido. Las anécdotas o experiencias al caso son abundantes en
la memoria de este honesto profesional. Y dolorosas, por supuesto, pues afectan
a chicos y chicas, a muchas vidas cercanas, a las que ha visto nacer y crecer,
en el marco entrañable de la vecindad. Mayores y jóvenes suelen atender sus
consejos, palabras y reflexiones que están basadas en la equilibrada experiencia
acumulada en su persona.
Un
tema, bastante recurrente entre terapia, medicamento y recetas, es el de la
ilusión o confianza para su pronta eficacia. “Cuántas me he de tomar cada día? ¿Lo hago
antes o después de comer? ¿Mejor en comprimidos o en efervescentes? Oye Benito
¿serán buenas para mi tensión? Porque últimamente la tengo bastante subidilla. ¿Entiendes,
de verdad, lo que ha puesto ahí el médico? Otra vez me ha mandao lo mismo y a
mi eso no me hace ná. ¿Qué me tomo para el resfriado? Pues resulta que la niña
no quiere comer, y no sé qué darle. A mí, desde luego, esas gotas me ponen el
estómago hecho una tortilla. Pero el médico, erre que erre. Y mira que se lo tengo
dicho……” Y así numerosos comentarios intercambiados con el amigo y
convecino farmacéutico que, a buen seguro, siempre va a ofrecer el consejo más
adecuado. Pero sobre todo, ese bien saber escuchar que tanto se agradece en los
momentos de pena o inseguridad. Veamos alguna de estas reflexiones que se visten
con el atuendo esperanzador de la ilusión.
“Atiende lo que
te voy a decir, Clara. Lo que estás tomando te va a ayudar, no lo dudes. Pero
la mejor medicina, para tu problema, bien sabes que no lo tengo en las
estanterías. No lo fabrica industria química alguna. Ese medicamento se halla,
principalmente, en ti. Y es el que mejor te puede curar, de tanto lamento,
lágrimas y tristezas. Te tienes que distraer. Tienes que buscar una cosa para
cada momento. El ponerse a pensar, para mortificarte en los recuerdos, no
conduce a solución eficaz. Y esto te lo está diciendo quien mejor te conoce.
Llevamos treinta y cinco años juntos y eso hace que entre nosotros no haya
secretos para comprendernos. La niña se ha juntado con ese hombre separado y
con dos niños chicos a su cargo. Pero es lo que ella quería. A mi, las dos
veces que he hablado con él, me ha dado la impresión que es una persona de no
mucho fiar. Pero ¿qué podemos hacer? Lourdes sabe que nosotros no le vamos a
fallar para cuando nos necesite. Tienes que centrarte en una ilusión que ocupe
gran parte de ese tiempo que sobra en el día a día”.
Efectivamente,
no sólo los clientes reciben las palabras sensatas de Benito. También, aquella
persona con la que sigue compartiendo tantos años de vida en común, su
compañera de toda la vida. Y aquella noche de sábado,
le correspondía guardia nocturna. Le extrañó que Jonás no apareciera, como era
usual en él, a eso de las once y pico, con su termo y las galletas. Igual no se
encuentra bien, se dijo. Encendió la estufa de aceite y se dispuso a resolver
esos Sudokus que tanto le distraían. Ya un tanto adormilado, serían más de las
dos, se echó un ratito en el camastro que tiene acomodado en la trastienda. Un
timbre, con sonido imperativo, junto a una potente luz avisadora, le reclamaba para
alguna persona necesitaba de medicina con carácter de urgencia, tras esa
ventanilla de seguridad. Por término medio, en estas noches de guardia, son
entre cinco o seis las personas que pulsan en el timbre para el aviso. El
número se incrementa con los fríos del otoño y, curiosamente también, con los
calores del tórrido verano en Castilla.
“Hola, Natalia,
buenas noches. ¿Qué necesitas? La verdad es que no te veo con buena cara… A
estas horas, seguro que es algo importante”
“Benito, con
este calor no puedo dormir. Pero no es eso lo peor. Es que no tengo ilusión
para nada. Me siento como vacía, desanimada, sin fuerzas para seguir adelante.
Me pongo aún más nerviosa cuando llega la noche y repaso el panorama que me
afecta durante el día. ¿Tienes por ahí algún tranquilizante, algo me ayude para
este angustia que tanto daño me está haciendo?”
Benito
conocía algo de esa historia. Una madre soltera, que aún no había cumplido los
veintiuno. Era hija de unos padres muy conservadores y estrictos que no se
recataban en recriminar y enjuiciar, sin generosidad o tacto, los errores que Natalia había tenido, juntándose con la persona que
la dejó embarazada. Ella nunca quiso señalar a nadie, tal vez por algún temor
que sólo ella guardaba. Solícito, el farmacéutico abrió la puerta enrejada y la
invitó a pasar.
“Voy a prepararte una manzanilla relajante y si te parece charlamos un poquito.
Seguro que te puedes tranquilizar. Voy a a decirte algunas cosillas que tal vez
mejoren el estado de ánimo. Tomar tranquilizantes es una solución….. pero sin
solución. Te vas a refugiar en unas pastillas que no van al fondo del problema.
Mira, yo veo que aunque tus padres viven desahogados en lo económico, tu
necesitas un trabajo, por humilde que sea, para salir de ese ambiente
desafortunado que tanto te atosiga. Tendrías que ser más independiente. Tu niña
va a estar bien atendida en esas horas en las que tienes que cumplir un horario
de trabajo. La mayor ilusión de tu vida, sin duda, es esa pequeña que el
destino ha querido concederte. Pero has de buscar otros incentivos, que también
enriquezcan los objetivos de cada uno de los días. Una buena amiga. Salir con
otros chicos y chicas al campo….. La práctica regular de algún deporte. La
lectura también es muy sana. Aprender algo que te ayude en el futuro. ¿Por qué
no un idioma? Tus padres tienen mucho espacio en la finca. ¿No te
gustan las flores y el cuidado de la jardinería?”
Natalia
atendía con respeto casi filial las pausadas palabras de Benito, pronunciadas
ante una linda joven desorientada que necesitaba el calor de un buen consejo.
“Te voy a
proponer una opción que igual puede ayudarte a reencontrarte contigo misma. ¿Querrías
ayudarme un poquito en la farmacia? Yo te enseñaría lo básico acerca de cómo
funciona este trabajo y te pagaría, lógicamente, las horas que pudieras dedicar
a estar aquí atendiendo a los posibles clientes. En caso afirmativo, me harías
un gran bien, pues necesito liberarme un poco de tantas horas como paso en mi
vida detrás de este mostrador. No necesitarías alejarte de tu pequeña. Por
supuesto, puedes traerla aquí, junto a ti. La pones a jugar, a dibujar, a hacer
sus deberes. En realidad todavía es muy pequeñita, pero me dices que ya
la llevas a una escuela infantil”.
Y aquella
templada noche de agosto, una buena persona continuó ejerciendo el mejor
quehacer para la solidaridad. Este hombre
entendía, con el más inteligente de los criterios, que existen eficaces
medicinas, fuera de los estantes atiborrados que dormitan en las farmacias. Son
esos fármacos que hablan de ilusión, generosidad y sentido
positivo ante el quehacer vital de cada uno de los días. Hoy Natalia es
una excelente profesional, al frente de un establecimiento al que tantos acuden
a fin de mejorar sus dolencias. Ha dejado de tomar antidepresivos. Mientras
atiende a un cliente, su hijita juguetea correteando por los espacios del
establecimiento. Y no lejos de este punto de encuentro, Benito y Jonás disfrutan,
ahora mucho más, los amaneceres y las cromáticas puestas del Sol. Son dos viejos
amigos que saben gozar de la naturaleza, recorriendo en libertad los preciosos
senderos de la montaña.-
José L. Casado Toro (viernes, 10 mayo, 2013)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es
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