Adrián, cuarenta y tres años, auxiliar administrativo
en un centro educativo público, dependiente de la Consejería de Educación de la
Junta de Andalucía, se encontraba especialmente nervioso, pero también ilusionado,
en aquella mañana de sábado. Tras unas semanas de contactos epistolares, a
través de la red, Claudia y él iban, por fin, a
conocerse de una forma directa. Bien es verdad que habían intercambiado, vía
Internet, sendas fotografías aunque, en ambos casos, tanto el uno como el otro,
sólo aparecían en primer plano y, eso sí, especialmente sonrientes. Pero, en
esta tarde de principios de junio, concretamente a las 9.00, habían quedado
citados en la esquina del Parque malacitano. Tras conocerse, en la proximidad,
iban a disfrutar de una primera cena juntos en un restaurante del Puerto, cercano
a nuestra coqueta y blanca Farola.
Dado
que el día estaba metido en calor, Adri pensó que una buena idea sería sosegar
los nervios previos al encuentro, pasando unas horas en la playa. Además de esa tranquilidad necesaria para su inquieto temperamento,
conseguiría aparecer ante su nueva amiga “on line” con la piel algo más
bronceada para su mejor apariencia. Dicho y hecho. Hizo una muy frugal comida
en casa y, a poco que dieran las 3.30 de la tarde, ya estaba tendido en la
arena de la playa. Eligió esa zona de la Misericordia que había sido siempre su
preferida, desde aquellos años infantiles que con tanto afecto fluyen a
nuestros recuerdos.
Un
tanto somnoliento, bajo un sol que todavía calentaba con vigor su piel
blanquecina, pensaba e imaginaba las posibilidades de esta reciente amistad que
podría, al fin, estabilizar y alegrar la soledad de tantos momentos vacíos en
su vida. Aunque había iniciado algunas relaciones,
desde su juventud, ninguna de ellas había logrado cuajar en la permanencia. En
la mayoría de los casos, casi siempre habían sido ellas las que, con mejor o
peor forma, habían puesto fin a un conocimiento que había comenzado, como
tantas veces, esperanzado para el destino recíproco. Sin embargo tenía la
corazonada de que, la de esta tarde, podría y debería ser esa oportunidad,
tantas veces esperada y otras tantas eclipsada, para la mejor realidad. El
conocimiento acerca de la persona Claudia, cuatro años mayor que él, no era muy
amplio, pero ella le había mostrado unos gestos y criterios que prometían mucho
para su necesidad.
A
eso ya de las siete, recogió los bártulos de playa, a fin de dirigirse a su
domicilio e irse arreglando para su gran cita del sábado. Hizo el
desplazamiento a pie, pues reside precisamente en esta zona de Huelin, en un
pisito bien orientado a ese mar azulado y, generalmente tranquilo, dibujado con
la magia romántica del Mediterráneo. Pensando en las frases, en las palabras y
en los proyectos, se fue de lleno a la ducha, a fin de limpiar y tonificar su cuerpo, aún
con restos de arena y sal. Pero la sorpresa suele aparecer, sin ser invitada,
en los momentos más inoportunos. Apenas
enjabonado, observa como el grifo de la bañera comienza a languidecer. Y, a
poco, el agua deja de fluir, para su enfado y
desesperación. Con paciencia logra quitarse algo del gel dermatológico (olor a tuti
frutti) que solía utilizar y, envuelto en su albornoz, pulsa en los timbres de
sus vecinos de planta. En ninguna de ambas viviendas obtiene respuesta para sus
llamadas. No recuerda quién es el Presidente de la Comunidad, en estos
momentos. Tampoco suele asistir a las reuniones anuales de propietarios, a las
que se le cita, porque se aburre soberanamente en las mismas. Con una pinta
para la emergencia, baja las escaleras. Al fin, una señora viuda, del tercero
B, doña Engracia, le confirma que tampoco ella
tiene agua. Debe ser cosa de los motores bomba, que últimamente están fallando
más de la cuenta. Pero ya se sabe que, en un sábado por la tarde, no suele
haber mucha gente en el bloque y según le informan el Presidente
de la Comunidad de Propietarios está de viaje.
Hecho
un manojo de nervios, pues eran ya las ocho menos cinco, en camiseta y con un
pantalón de deporte, acude a un súper cercano. Se encuentra con que ese sábado el
establecimiento sólo ha abierto hasta las tres, porque están de reformas. Su
epidermis, algo enrojecida por las horas de insolación recibida, continúa
sembrada de sal, restos de arena y gel aromatizado a frutos del bosque, sobre
un fondo de recio sudor veraniego. ¿Qué hacer? Como es un tanto dejado para las
previsiones, no suele tener acumulada algo de agua para una carencia necesaria
e inesperada. Y, para colmo, sólo bebe cerveza en las comidas. Total que, al
paso “legionario” que permiten sus chanclas, encuentra un comercio de “todo a cien” regentado por una populosa familia
china, todos ellos muy agradables. Las travesuras del destino provocan que, en
aquella, complicada tarde para sus deseos, sólo tengan bebidas carbónicas de tónica,
cola, naranja y manzana y sólo una botella de agua mineral con gas.
Son
las 8.25 cuando Adrián completa un chapucero lavado en su bañera, afeitándose
con un agua que sabe a tónica edulcorada. A
pesar de la buena temperatura que regala la tarde, se viste de una forma
elegante, con una chaqueta azulada y unos pantalones de color beige que
contrastan con el azul marino de sus zapatos cerrados de piel. Se echa
abundante colonia y mira la esfera de su reloj. Son las nueve menos diez,
cuando llega la puerta del bloque, un tanto agotado y presa de los nervios. Su
piel es un ilustrativo catálogo de olores y sabores, todos ellos suculentos. Pero
no todo va a salir mal, pues en aquellos momentos acierta a pasar un taxi por la calle
paralela al paseo, con la esperanzada, para sus prisas, lucecita verde que
indica su disponibilidad. Le indica al solícito taxista que llega tarde a una
importante cita y le introduce un billete de estímulo en el bolsillo de su
camisa. Le ruega que vaya a toda pastilla, dentro de lo posible, pues no quiere
llegar demasiado tarde. El conductor, halagado y estimulado por el servicio,
hace maravillas con el volante, pero la regulación semafórica no atiende a
razones e imprevistos. Afortunadamente Adrián no padece desequilibrios en su tensión arterial,
aunque los latidos del corazón parecen dispararse cuando las luces rojas del
tráfico obligan al imperativo frenado.
Nueve
y siete minutos de la tarde. Al fin el taxista lo deja en la entrada del Puerto, zona de la Malagueta. Allí, junto al edificio
trasparente del cubo, aún inutilizado, le está esperando, con toda la paciencia
del mundo, una mujer
morena, de ojos castaños y sobrada de algunos generosos gramos en lo corporal. Viste
un atuendo bohemio, muy de verano, que impide disimular la descuidada limpieza
que lucen las partes visibles de su orondo cuerpo. Es cierto que la cara de
esta mujer corresponde al primer plano de la foto que viajó por Internet, pero
la voz, la castiza actitud y la penosa presentación corporal quieren jugar a lo
juvenil y al desenfado, aparentando unos años ya lejanos en su actualidad.
Tras
un par de besos, que la amiga protagoniza, Claudia y Adrián caminan, lenta y
esperanzadamente, hacia un restaurante de
comida griega. Allí, a escasos metros, la
Farola ha iniciado sus ráfagas blancas que alegran el sosiego azulado del mar.
Ella es una habladora o comunicadora compulsiva. Él reflexiona, aturdido,
cansado, ilusionado, acerca de la que ha sido su alocada tarde, cuando la noche va cubriendo de brillo y enigma las serenas
aguas del Puerto. La ciudad se ofrece dormida y despierta al tiempo, entre un
marco cromático de luces, sonidos y sombras.
Esa
traviesa noche de los misterios acabó, finalmente, desvelando la realidad de
quien no era pero decía ser. Asomado al quicio de la madrugada, un Adri
aturdido, en la reflexión, sonreía. Mientras que Claudia, mostrando la
intimidad de su verdadera realidad… con
pasos lentos e inseguros, marchaba.-
José L. Casado Toro (viernes, 3 mayo, 2013)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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