Son
respuestas en lo personal que, a fuerza de ser repetitivas, sin embargo nunca
llegan a explicarse del todo. O, por el contrario, aparecen tan evidentes en su
contenido que hacen innecesario abundar en los planos íntimos de su motivación.
Resulta que una mañana, o tal vez cuando avanzan las horas del día, la escala anímica de tu persona marca unos dígitos
más bien bajos. Bajísimos, como para remontar de inmediato ese bloqueo. Y, casi
sin saber el por qué. No te ocurre nada, realmente preocupante. La salud va
bien, dentro de lo posible pero, eso sí, tu agenda se muestra abruptamente
densificada para el respiro y, como guinda ambiental, el contexto mediático,
social, económico y político se viste con unos ropajes que “saben” a
desalentador. Ante esa atmósfera profundamente viciada, que ahonda en tu soledad,
tienes la certera idea de buscar auxilio, oxígeno
físico, pero también espiritual, en aquel entorno donde más suele abundar para
su mejor estado de pureza. Y te vas…. a la compañía placentera del mar. Y, si
no, un poco más allá, a las laderas naturales y limpias de la montaña. También
otros, con desigual éxito en los resultados de la opción, eligen una película,
un libro o una llamada telefónica a ese amor siempre idealizado, como mejor
terapéutica. El caso es alejarte de un ambiente opresivo que no te gusta, en el
que te sientes agobiado, triste y en los umbrales inquietos de lo depresivo.
Aún
la Primavera jugaba con esos vaivenes traviesos del entretiempo, cuando decidí
alejarme de esta locura sin sentido en el que, con frecuencia, nos vemos
atrapados. Puse camino o destino hacia algún rincón
natural, no muy alejado de la malla que conforma el estresante laberinto
urbano. La arena de la playa iba a quedar para un poco más adelante en el
calendario, por lo que, a poco de un ratito de caminar, me vi rodeado de
árboles, matorrales, aromas y gratos silencios.
También sonidos, modulados por el viento, las
aves o la traviesa percepción que interpreta nuestra imaginación.
Fue
curioso. A poco de estar allí, las escalas anímicas comenzaron a moverse hacia
lo positivo y, con esa grandeza que trae la simplicidad, comencé a sentirme mejor. Bastante mejor. El milagro,
para lo espiritual, consistía en que ahora las cosas las veía bajo un prisma
más alegre. Tanto en el color, como en su trasparencia. Me sentía más liberado
y, precisamente, acompañado. Con el azul del cielo, las ramas verdes de pino,
el olor del tomillo y otros sensuales aromas
mediterráneos, además de las hojas que cimbrea la brisa y ese oxígeno que
respira y difunde limpieza y tranquilidad. Buenos, excelentes compañeros para
recuperar los biorritmos y el diálogo con la terapéutica del optimismo. ¡Ah, olvidaba
comentar la presencia de un elemento vital que, en modo alguno, podía faltar!
El agua. Esa fuerza hídrica que manaba de no
sabemos dónde pero que, con sus ritmos acústicos y la pureza de su caudal,
transformaba la pesadumbre y lo opaco en atrayentes parcelas de serenidad y
aventura. Todo ello colaboraba en ese sosiego para la sonrisa, que tanto me
apetecía recuperar y compartir.
En
un momento concreto de este mi senderismo light
(son trayectos no muy extensos en las distancias) tuve el buen acierto de sacar
desde mi zurrón ese u otro libro que casi
siempre suele acompañarme. Estuve leyendo un buen rato, con ese diálogo íntimo
que los buenos autores proporcionan. Con la atención del silencio, sólo
alterado por el pentagrama sublime de lo natural. Pero, también, en voz alta,
para la atención mágica de esos arboles que te observan y atienden respetuosos,
con la infinita paciencia de lo intemporal. Parece como…. si quisieran hablar.
En este caso, la narrativa elegida fue un pequeño conjunto de historias,
escritas precisamente en una lengua que no es la propia, en lo personal. Las
practicas de expresión o lectura oral por estos parajes suelen resultar
divertidas y metodológicamente apropiadas para el aprendizaje. Y aquí,
precisamente, surgió la segunda parte de esta bella historia que ahora trato de
recordar.
Le
vi acercarse desde lejos. Avanzaba con pasos lentos, recreándose en un
escenario de personajes inmóviles, caminando en sentido contrario a mi marcha.
A pocos segundos, nos encontrábamos frente a frente, con ese “buenas tardes” que, con educación solidaria, se
transmite con todos en el campo. Era un hombre ya metido en años, pero muy bien
llevados para su denso calendario en las horas. Piel curtida, por ese sol que
tanto gratifica. También, probablemente, por la fuerza del viento, la lluvia y
toda una vida para la memoria. Percibí, de inmediato, sus ganas de “echar un ratito”, hablando de esas intrascendencias
que pronto se transforman en anécdotas, en leyendas o en grandes teorías para
lo trascendente. Era también de mi agrado esa positiva facultad de comunicar.
Practicando el senderismo. Primero con la naturaleza, A continuación, consigo
mismo. Y, finalmente, con la grandiosa hermandad de lo humano. Nos sentamos en
dos rudos “sillones” que unos bloques de piedra y roca pusieron a nuestra disposición
y compartimos, con la franqueza de la sencillez, las palabras, los gestos y las
miradas.
TANI (Estanislao), así me pidió que le llamara, lleva
ya muchos años jubilado. Trabajó en la construcción, aprovechando los álgidos
momentos del boom costero. Hoy vive con una modesta pensión pues el egoísmo e
incivismo empresarial perjudicó, de manera notoria, la seguridad social de este
buen hombre que debe estar no muy lejano de los ochenta en la edad. La empresa,
en la que trabajó durante años, no cotizó por su persona, lo que ha perjudicado
la prestación o pensión de jubilación para su sustento. El ejercicio de andar
por el campo (su verdadera pasión), uno tras otro en los días, le permite
disfrutar un buen estado físico. Yo aún mantenía, en una de mis manos, el
pequeño libro, para prácticas y lecturas, escrito en inglés, mientras que él se
veía satisfecho, asiendo en su brazo un gran manojo de espárragos trigueros o
no cultivados. La recolección de hoy ha sido bastante buena, por lo que dejará
en casa los suficientes para la tortilla. El resto de la “cosecha” se los
dejará a su yerno Faly que se gana la vida por los mercadillos, vendiendo todo
lo que puede “pa comé”. Me decía que sabía “chapurrear” muchas palabras y
frases en inglés ya que, durante sus años de trabajar con el ladrillo en la
costa, tuvo un buen compañero y amigo de nacionalidad inglesa. Poco a poco le
fue enseñando algunos usos coloquiales del idioma británico, recurso que le
vino bastante bien a fin de relacionarse con clientes que vivían por la zona.
Cuando
dialogas con una persona de esta transparente naturaleza, con la nobleza y verdad
de Tani, te sientes a gusto y reconfortado.
“Pues, hemos
“echao” un ratillo ¿verdad? la verdad es me hacía falta el hablá. Se pasa mucho
rato andando entre las matas del campo y sólo escuchas a los pájaros y al
viento, cuando sopla. Los fines de semana hay por aquí más gente, que vienen al
paseo dominguero. Ah, y los ciclistas, pero estos casi siempre van montaos y
con prisa. Lo dicho. A la pa de dió y buena tardes”.
Y lo
vi alejarse, con su paso seguro sobre la tierra tosca pero inmaculada del
suelo, camino del San José y el Botánico. Fue una suerte, agradable e
inesperada, el encuentro con esta persona cuya nobleza y proximidad sabe
aportarte esa serenidad que, tan sencilla y gratamente, comparte con la belleza,
agreste o aterciopelada, del entorno.
Ahora,
en tiempos de Primavera, los días parecen más
largos, simulando la extensión de la vida. Ese baño de luz, con un sol que se
resiste a marcharse, hasta cerca de las nueve o más de la tarde, hace que te
sientas más reconfortado para buscar razones, reales o imaginarias, que
sustenten el alimento espiritual de la sonrisa. Este ejercicio, de caminar por
los vericuetos y senderos del campo, obra el milagro de cansarte y recuperarte
al tiempo. Los relojes adormecen sus manecillas, el ruido de los motores
desaparece, la tramoya de tantas mentiras y falacias quedan aparcadas, la
grandeza mediática de tantos personajes se empequeñece y numerosos problemas y
sinsabores, de manera afortunada e inteligente, se relativizan. Nos alejamos de
nuestra adición necesaria por la selva urbana y navegamos, con la firmeza
rítmica de los pasos sinceros, a través de un entorno que facilita el
reencuentro con nuestra ilusión y conciencia. La dimensión abrupta de los
problemas se reduce ante la grandeza, limpia y solemne, de unos espacios que
comunican con la fuerza inmensa de lo visual, la modulación acústica de lo
natural y la sencillez íntima de otro tipo, afortunadamente, de humanidad y vida.-
José L. Casado Toro (viernes, 24 mayo, 2013)
Profesor
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