No
resultan frecuentes, de manera afortunada, estas incómodas y peculiares
situaciones. Salvo cuando tienen la inoportunidad de generarse, con todo su
caudal de hechos lesivos para la memoria. Esta
historia tuvo lugar en la tarde-noche de un año que finaliza. Es usual
que los grandes y pequeños comercios cierren, en este 31
de diciembre, no más allá de cuando el reloj marca las 20 horas. Incluso
algunos establecimientos suelen prolongar la jornada de mañana, optando por no
abrir sus puertas en el horario de tarde, preludio de una Noche teñida con la
magia de lo especial. En estos tiempos marcados por el autocontrol económico,
es más que frecuente que las familias celebren las doce campanadas en el
domicilio de uno de sus miembros. Aunque, una vez tomadas las uvas, la sidra o
el champán, los más jóvenes inician su diáspora de amistad, camino de las
discotecas, salas de baile o a los más contrastados lugares de copas y de
relación afectiva.
Esa
última tarde del año no resulta ser la más propicia o necesaria para las
compras. Sin embargo, era aún numeroso el público que a las 7:25 minutos se
encontraba recorriendo los pasillos, escaleras y tiendas franquiciadas, correspondientes
a un céntrico macrocentro comercial. Probablemente buscando alguna última
necesidad para el regalo o la cena de despedida anual en la que, a pocas horas,
todos o casi todos van a participar. Las manecillas
del reloj no marcaban aún las siete y media cuando uno de los tres grandes
ascensores, instalados en el complejo, queda bruscamente detenido entre la
tercera y cuarta planta. Suena un fuerte chasquido y las cuatro personas
que “viajan” en el interior del mismo, perciben un intenso olor a quemado.
Pierden la iluminación interior aunque, de manera afortunada, se dispara de
inmediato esa pequeña y reglamentaria lucecita de emergencia o seguridad, tono
amarillo pálido. Continúa ese inquietante olor y, aunque ellos no son
conscientes del mismo, hay alguna pieza del motor principal que está ardiendo,
más arriba de esa última cuarta planta, donde está ubicada la caseta impulsora
correspondiente. Con encomiable destreza, los servicios de seguridad del propio
establecimiento, controlan ese pequeño foco en llamas, vaciando dos extintores
en el interior del habitáculo mecánico. Desde la calle puede verse el intenso
humo de color negro que sobrevuela por el ático del edificio. Pero el problema
se agudiza cuando los operarios del centro, junto al propio servicio de
bomberos, comprueban la dificultad para abrir las puertas exteriores del
ascensor o mover esa cabina a una horizontal más idónea, a fin de liberar a los
ocupantes de la misma. El circuito eléctrico ha quedado inservible y la
maquinaria y puertas inexplicablemente bloqueadas.
Ramiro, uno de los afectados, pide calma a una señora
mayor, Úrsula, que grita desaforada, presa de
los nervios. Las dos Lucías, una madre joven,
con su pequeña hijita, permanecen cogidas de la mano. Aún tiemblan sus cuerpos,
por esa penosa experiencia en la que se hallan inmersas. Las cuatro personas
atrapadas escuchan sonidos y golpes desde el exterior. Pero pasan los minutos y
nadie accede a su metálica “prisión” a fin de poder liberarles. En esta crispada situación, el interventor bancario, amante
de la literatura y el teatro, propone a sus compañeros de “celda” una especie
de juego, a fin de calmar o sosegar la tensión. Como según parece el
proceso, para que los bomberos u otros miembros de la seguridad puedan llegar a
su espacio, va a ser largo, cada una de las cuatro personas atrapadas se
disponen a compartir algo de ellas mismas con los demás. Comentarán lo que
deseen, tratando de abrirse a la amistad de sus compañeros. Ya un poco más
serenos, todos acceden a esa lúdica propuesta que hará más llevadera la espera.
Ante la petición imperiosa de la niña Lucía, Ramiro, que ha tomado un cierto
protagonismo en ese microespacio para la crisis, aconseja a Lucía que ponga a
hacer pi-pí a su hija en una de las esquinas. La prioridad de la pequeña es
manifiesta.
“Bueno, voy a ser
yo quien empiece a comentar algo de mi vida. Y comenzaré por mi ocupación.
Trabajo en una entidad bancaria, muy popular aquí en Andalucía. Tras dieciséis
años de matrimonio que, en general fueron aceptables, mi ex cayó en las redes
de un compañero sanitario, en el hospital donde trabaja como enfermera. No le
voy a negar una serie de cualidades al chico (unos cinco años menor que Ana, la
que fue mi mujer). Bien parecido, deportista, aventurero y, según los hechos,
con una capacidad sexual bastante efectiva. Me enteré del engaño cuando la
historia entre ambos acumulaba ya siete meses de duración. Así somos de necios
algunas personas. Evidentemente, mi ex se encontraba ya embarazada. Y yo no era
el padre de la futura criatura. Al menos, ella supo reconocerlo con nobleza. Nuestra
hija Miriam, catorce años, vive con ellos. Pero, afortunadamente, está muy
cerca de mí, ayudándome a soportar este importante cambio para nuestras vidas.
Yo sé que ha sido ella quien ha trajinado con habilidad, a fin de que esta
noche, con la que comienza un nuevo año, no me encuentre solo. En Nochebuena
estuve en casa de una hermana casada y con hijos. Pero este 31 de diciembre,
Miriam se ha empeñado que esté con ella, su madre y la pareja, en su nueva casa.
Me lo han pedido, insistentemente, los tres. Aunque me parecía una locura intervenir
en este sainete, en un momento de debilidad (o de grandeza, a lo americano) he
accedido. Y allí me dirigía (reconozco que sin una gran convicción) cuando
entré en el centro comercial, a fin de llevar algo bajo el brazo. A pesar de
las marranadas que me han hecho la parejita, uno siempre debe ser elegante en
las formas. Cuando una hija, a la que quieres con locura, te lo pide con los
ojos llenos de lágrimas, no le puedes decir que no. ¡Qué le vas a hacer! La
vida te pone en estas situaciones, en las que te sientes ridiculizado, pero Miriam
(ya tiene una hermana pequeña) es el mayor tesoro que el destino ha querido
concederme”.
Mientras
Lucía jugueteaba con un osito peluche, su madre y doña Úrsula atendían con
respeto y admiración la sincera franqueza de este buen hombre. Ramiro, atrapado
en las redes invisibles de los sentimientos, utilizaba una voz plácida y
literaria para su expresión. Continuaban los sonidos de los operarios,
trabajando en el fuselaje exterior de la cabina. El olor a chamusquina se
colaba por las traviesas rendijas del fuselaje mientras la atmósfera interior
ofrecía un aire manifiestamente cargado, por la respiración jadeante de las
cuatro personas. Parece ser que los bomberos estaban intentando acceder por el
techo del habitáculo, dada la dificultad de hacerlo por el lateral frontal de
la puerta. Ya un tanto más serena, la señora mayor se dispuso también a narrar
algo de sí misma.
“Soy jubilada y vivo
con una hermana, algo menor que yo. Ella está impedida de las piernas, por lo
que me había pasado esta tarde por la tienda, para preguntar por un aparato que facilita el efecto jakuzzi para
los pies. En realidad se lo iba a regalar para los Reyes, pero aproveché unas
compras en el supermercado para ver los precios y las calidades de estas
micro-piscinas. Siempre me han dado miedo los ascensores, de ahí los nervios y
mis gritos cuando esta maquinaria nos ha dado un susto de muerte. Lo que más me
preocupa ahora es que mi hermana pensará que me ha pasado alguna desgracia. Por
error he echado su móvil junto al mío en el bolso. Estos problemas nunca vienes
solos. Si salimos de ésta, voy a hacer una novena a Santa Gema, de la que soy
muy devota. Me suelo cansar también mucho de las piernas, debe ser cosa de
familia pero aquí, en este pequeña espacio, no hay una maldita silla donde
poder sentarme. Y ahí afuera solo se escuchan golpes y golpes. ¿Tan difícil es
abrir una puerta y mover esta caja diabólica? ¿Le tendremos que echar la culpa
también a la crisis? Qué basura de época, la que nos ha tocado vivir. Con mi
pensión de auxiliar de juzgado, me mantengo para lo básico. Otros lo están
pasando peor. Y ya me callo. Esto de hablar tanto es por los nervios”.
“Yo también voy
a ser muy sincera. Luci, el tesoro de mi vida y la que me hace luchar en el día
a día, no tiene padre. No quiso saber nada de ella. Era un niñato engreído, que
me dejó en la estacada. Tuve que dejar de estudiar y ponerme a trabajar, cuando
me quedé embarazada. Aún no había cumplido los diecisiete. Una empresa de
limpieza me llama por temporadas. Y con la ayuda de mis padres, voy tirando.
Las dos vivimos en un bajo que pertenece a una de mis tías, que se portó muy
bien conmigo y me lo cedió. MI padre nunca aceptó todo esto, por lo que
prefiero (y así nos llevamos mejor) vivir de forma independiente. Voy tirando,
pero con mucha dificultad. Es una niña muy buena, que me da alegría y confianza
para seguir luchando cada día. Es que los trabajos están hoy muy mal. Habíamos
salido a dar un paseo, pero como la tarde se puso tan desapacible, nos metimos
en este Centro Comercial donde, con la calefacción, se está más calentita y confortable.
Hemos pasado un buen rato en el departamento de los juguetes. Luci ha
disfrutado mucho, viendo tantas cosas bonitas. Bueno, es una forma de
distraernos. Ahora íbamos a ir a casa de mis padres a celebrar la fiesta.
Tomamos el ascensor para salir a la calle Y aquí nos vemos encerraditas,
pasando miedo como en las películas. Ella es la que está más distraída con su muñeca,
llevando muy bien esta situación. Es una niña muy buena. Adorable”.
Pasan
los minutos, entre ruidos, voces y sopletes que suenan desde el exterior
cuando, sobre las 8.40. observan como en el techo de la cabina comienza a
abrirse una hendidura. Momentos después, retiran esa amplia placa metálica, a
modo de “tejado plano” y unos potentes focos llenan de luz ese espacio donde
tan mal lo habían pasado estos cuatro clientes. Una vez liberados, los
servicios sanitarios del SAS les realizan un primer reconocimiento, tanto en su
situación física como anímica. Con el médico, también se han desplazado al
lugar un par de psicólogos. Comprobando que la situación de las cuatro personas
es bastante aceptable, acuden al despacho del director gerente de la empresa
donde reciben las disculpas correspondientes por este lamentable suceso. A cada
uno de los tres adultos se les entrega una tarjeta regalo, conteniendo un valor
de 150 euros. Luci, acompañada de su madre, es conducida a la sección infantil,
a fin de que elija el regalo o juguete que más le agrade, entre la suculenta
oferta lúdica que ofrece la planta. En la puerta tienen tres taxis a su
disposición, con la carrera que deseen realizar también a cargo del
establecimiento. Cuando pisan la calle, todos respiran
aliviados, entre las miradas curiosas de numerosas personas situadas en los
aledaños del macrocentro comercial.
“Qué os parece
si mañana, primer día del Año, os invito a comer en casa y pasamos una buena
tarde, después de esta historia de miedo que hemos protagonizado. A mi hermana
y a mi nos daría mucha alegría compartir la mesa, con tan buenas personas como
sois vosotros. La mejor medicina contra la soledad es abrirte a los demás y disfrutar
con una sana amistad”.
Ramiro
y Lucía anotan el número del móvil y la dirección de Úrsula. Todos se besan y prometen
que no faltarán a esa simpática cita del Año Nuevo. Los tres taxis se dirigen presurosos
a destinos diferentes. Ramiro se siente feliz, pues con su inteligente idea ha
sabido controlar la grave situación anímica por la que han pasado. Úrsula, persona
devota, va rezando en voz baja, agradeciendo que todo haya salido bien. Junto a
Lucía y su hija, abrazadas en la parte trasera de su taxi, sonríe un grandote y
simpático peluche. También llevan una colección de cuentos infantiles, con esos
títulos de toda la vida. Las calles van quedando
vacías y silenciosas, cuando avanza ilusionada esa última Noche para el adiós.
La proximidad de un nuevo día hará mirar, con admirable esperanza, la aventura
de otro calendario en los anales de nuestra memoria.
José L. Casado Toro (viernes, 27 diciembre, 2013)
Profesor