Desde
hacía tiempo sentía ilusión por realizar un reportaje donde prevaleciera la
humanidad y sencillez de la memoria, frente a las prisas banales de la
representación escénica, casi siempre dictadas por el calendario. Al fin este
año me he decidido, tras afrontar dos importantes dificultades que, con la
habilidad del diálogo, se han podido resolver. En primer lugar, la autorización
que la dirección de la institución benéfica debía previamente conceder. Y también,
pero muy importante, la generosa comprensión de mi propia familia, pues el
esfuerzo de este trabajo también iba a repercutir en el anecdotario cronológico
de sus vidas. Todos han de saber que el periodismo posee estas grandezas y
servidumbres. Así que, bien acompañado de mi cámara fotográfica, una pequeña
grabadora y un bloc de notas, encaminé mis pasos, a eso de las ocho de la tarde,
a esta humilde residencia para la tercera o última edad. En este entrañable
espacio, unas abnegadas Hermanas de vocación y caridad, acogen y cuidan a
personas mayores que no tienen con quien vivir. Me
disponía a compartir la cena de Nochebuena con los residentes de esta Casa
llena de amor y solidaridad, para con unos seres que tanto lo necesitan.
En
este día tan entrañable, sólo han quedado en el edificio siete de los allí
acogidos. El resto de los cuarenta y tanto residentes van a pasar esta Noche junto
al calor de algunas familias solidarias o con algún pariente lejano, que se ha
acordado de ellos para este emblemático momento anual del calendario. Tres hermanas,
una cuidadora social y la encargada de la cocina, se han esforzado en organizar
una suculenta cena (dentro de sus limitadas posibilidades económicas) para este
martes de un diciembre, con pleno sabor navideño.
Previamente,
acompañado de la Hermana directora, hago un recorrido
por todas las dependencias del edificio, donde se respira un ambiente de paz y
limpieza que gratamente me impresiona. Tras conocer la organización de
los servicios comunes y las propias habitaciones de los residentes, accedemos a
un gran salón. En él se acomodan siete personas que aguardan el inicio de la
cena fijada para las nueve de la noche, algo más tarde de lo que es usual para
el resto de los días en el año. Algunos de los siete presentes miran hacia el
programa que la televisión está emitiendo, muy cercano a un primoroso Belén en
el que todos han colaborado para su construcción. Este otro lee un periódico
deportivo, mientras que aquellas dos ancianas descansan, sentadas en uno de los
sofás, observándome con cara de cierta extrañeza. Visualmente percibo que todos
ellos son muy mayores. Sin duda, octogenarios. Tal vez alguno, incluso,
nonagenario. Estrecho la mano de los tres hombres y saludo con un beso a las
cuatro señoras, presentándome como un periodista que
ha querido compartir con ellos estas horas afectivas de la Nochebuena.
Intercambiamos
algunas palabras y sonrisas. Sus rostros agrietados y cansados por las leyes inexorables
del tiempo, ofrecen el semblante de los que ya poco esperan, como no sea ese
nuevo amanecer que el destino quiera concederles. En el letargo de sus miradas
también percibo la placidez de unas vidas en la que los afanes y tensiones se
han sosegado, tras largas historias que se nublan en la lejanía del recuerdo.
Al fin la Hermana Sonsoles nos hace una
indicación para que pasemos a una sala contigua, donde se ubica el “refectorio”
para el alimento. Ayudo a una de las señoras, que camina con dificultad “Hijo mío, estas piernas cada día me pesan
más. Y aunque no te lo vayas a creer,
en mis años mozos me ganaba las pesetas bailando por esos “puebluchos” de Dios.
La Hermana Claudia ha puesto, en un pequeño
compact disc, un CD con villancicos tradicionales, que ha modulado muy bajito
para que no moleste a la concurrencia. En realidad pronto pude comprobar la
degradación auditiva, en más de uno y una de estas personas.
El menú estaba compuesto de entremeses variados, una cálida
y sabrosa tacita de consomé (con el acompañamiento de la necesaria ramita de
hierbabuena) y un plato de carne mechada con verduras cocidas. Para los
postres, tarta casera de chocolate, sin que faltara una gran bandeja, poblada
de mantecados, turrones y mazapanes. Aunque siempre se ofrece agua en las
comidas, esa noche se añadió vino tinto y unos botellines de cerveza, para los
residentes que lo deseasen. Tras la bendición de la
mesa, con la oración correspondiente, nos sentamos en hermandad a fin de
dar buena cuenta de tan apetitosos alimentos. Debo aclarar que, previamente a
mi desplazamiento, pasé por Casa Mira, donde me prepararon una caja surtida de
sus afamados productos navideños, modesto detalle que entregué a la Hermana Benita, encargada de la cocina.
Ya
en la sobremesa, propuse a los presentes una simpática aportación o juego colectivo.
Les expliqué que estaba realizando un reportaje, dedicado precisamente a ellos,
en una Noche tan emblemática. Les pedí que cada uno
narrase, buscando en el archivo de su memoria, aquel recuerdo que hablase de la
mejor Navidad que habían gozado en sus vidas. Todos se mostraron
dispuestos para colaborar en este relato multicolor, con historias que iban a
llenar de luz una noche presidida por la amistad y el afecto. Debo esmerarme en
la síntesis, pues alguno de mis compañeros de reunión era más que fluido en las
palabras, no encontrando el momento de poner fin a la detallada descripción que
nos hacía.
NOEMÍ. Es la primera en intervenir. Con voz pausada,
nos introduce en alguno de sus mejores recuerdos de la infancia. En su mente,
siempre quedará grabada la imagen de aquella querida abuela que se encargaba,
con hábil destreza, en la elaboración de las rosquillas y borrachuelos, durante
la mañana del día 24 de diciembre. Ella misma, entonces muy pequeña, ayudaba
junto a sus otras dos hermanas, a la tata Ovidia, que les enseñaba como se
hacía la masa de harina para los dulces. No se le podrán olvidar las figuritas
de animales que moldeaban con algún trocito de masa que la abuela les dejaba y
que, después, también pasaban por ese gran perol lleno de aceite de oliva,
donde se freían las rosquillas. La alegría, las risas que de todos fluían y el
buen olor al aceite hirviente, son escenas entrañables que nunca se borrarán de
su bien trabajada memoria.
ALEJANDRO. Antiguo sindicalista de la C.N.T. fue
tornero fresador de profesión. Tuvo un hijo en su matrimonio “pero él siempre
está muy ocupado con su familia. Apenas tiene tiempo de pasarse por aquí. Pero
cuando lo hace, me trae libritos de crucigramas, pues sabe cómo me gustan. Él
es bueno, pero la “lechuza” de su mujer….” Este buen hombre, de
espalda encorvada, nos cuenta que sus mejores imágenes son aquellas de verse
ante los escaparates de la tienda Carrión, cerca de la Plaza de los Mártires.
En ese mundo de los juguetes, se pasaba horas y horas, disfrutando a través del
cristal, soñando despierto todo lo que se iba a pedir en la carta a los Reyes.
Día tras día, aquel niño no se olvidaba pasar por esta calle, para ver si aún permanecía
allí ese fuerte de madera, con los soldaditos de goma. O esos juegos reunidos Geyper,
en su gran caja de cartón amarillo, con la alegre sonrisa de un niño ante la
ilusión para imaginar y jugar.
ANTYA. Su vida se ha visto presidida por un intenso
desorden. Ella ha sido una “mujer de la calle”. Nunca ha evitado o importado
reconocerlo. Nos introduce en aquella última Navidad en la que pudo disfrutar,
con sana e infantil emoción, la compañía de sus padres. Tendría, entonces, unos
ocho o nueve años de edad. Formaban una familia sencilla y modesta pero, al
tiempo, feliz. Después se cruzó aquel mal hombre en la vida de su madre, quien
fue banalmente engatusada, provocando su abandono del hogar familiar. Recuerda,
con nostalgia aquella última oportunidad en que ella y sus padres celebraron
juntos la Nochebuena. Posteriormente, han ido pasando muchos otros diciembres
por su existencia, pero ninguno como aquél en que vio a su padre y su madre, unidos
y felices. Nunca volvió a ver a su mami, pero sabe rezar todas las noches por
ella. Era su madre…. y nunca se borrará de su memoria.
BLANCA. Una mujer soltera, que trabajó durante toda
su vida en un taller de costura. Su escasa pensión de jubilación, a causa del
mal trato administrativo por parte de la empresa y los achaques propios de la
edad, hicieron posible su llegada a esta Residencia de la Caridad, hace ya tres
años. Aquella primera Navidad en esta Casa se le ha quedado firmemente grabada
como uno de las experiencias más lindas de su vida. Encontrarse rodeada de
otras muchas personas que le ofrecían amistad, cariño y cuidados, fue la mejor medicina
para sus dolencias y soledad. Recuerda esa fiestecita del día 25, en la que
todos acabaron cantando villancicos frente a un precioso Belén, que habían
montado en la entrada de la capillita. Fue ella quien se encargó de hacer
algunos pequeños trajes para las figuras de San José, la Virgen María y los
Magos de Oriente. Su primera Navidad, en esta Casa de todos, le ha dejado para
siempre una imagen imborrable de bondad y felicidad.
DOMINGO.
Su situación es otro de los penosos ejemplos que llevan a cabo algunos hijos
con respecto a sus padres. “Tal vez sea por ley de vida. Las necesidades, en unos y
otros. Los graves problemas económicos que han de afrontar. ¡Qué le vamos a
hacer! Al menos respetaron mi muy escasa pensión (trabajé de albañil, para las
chapuzas) y me pude venir a esta casa, donde me siento como en una gran familia. MI mejor recuerdo
fue cuando mi padre me llevó, siendo yo bastante pequeño, al primer gran
concierto en directo al que asistía. Entrar en aquel gran teatro y ver a tantos
profesores en el escenario, tocando música de Navidad, fue para mi una de las
impresiones más gratas y permanentes que tengo ahí dentro. En la memoria. ¡Cómo
sonaba todo aquello que tocaban! Cuando salimos del gran teatro, fuimos a tomar
churros con chocolate. Era un día de mucho frío, pero mi madre me había vestido
muy bien abrigado”.
ALMA. “Estábamos de viaje, camino del norte, donde
vivían mis tíos. Mi padre era natural de Burgos. Dado el mal tiempo, tuvimos
que hacer noche en un pueblecito de Valladolid. Ese mismo día 24, cuando nos
levantamos de la cama y miramos por la ventana vimos a todo el paisaje que
rodeaba al hostal cubierto de un gran manto blanco. ¡Había estado nevando durante
la noche! Fue la primera vez en mi vida en que pude jugar, con mis dos hermanos,
a construir un muñeco de nieve. Le pusimos hasta una gorrita, y como nariz, una
zanahoria que nos dieron en la cocina. Disfrutamos haciendo bolitas que nos tirábamos,
en medio de risas, carreras y resbalones sobre un suelo blando de nieve. Después
tuvimos que reanudar el viaje, pues teníamos que llegar a casa de los tíos, a
fin de pasar la Nochebuena con ellos. Nunca olvidaré aquella mañana, cuando se
me hundían las botitas en ese suelo cubierto por aquella alfombra blanca. La
felicidad y emoción que sentí es muy difícil de expresar….”.
DAVID. “Mi única hija nació precisamente en la noche de un 24 de
diciembre. Cumpliría hoy…. cincuenta y dos años. Pero un día infortunado, Dios,
el destino o lo que sea, se la quiso llevar. No entremos en detalles más
tristes. Esa noche, en el Materno, también nacieron otros dos niños. Los tres
padres celebramos juntos la Nochebuena. Los celadores, médicos y enfermeras,
que estaban de guardia, nos invitaron a pasar con ellos esa entrañable fiesta
familiar. Compartieron con nosotros los alimentos y dulces que habían llevado
para la cena. Fue muy simpática y alegre. Cantamos villancicos y alguno ayudó
con su guitarra y una zambomba. Cada dos por tres, tenían que salir corriendo,
debido a las llamadas de las embarazadas o parturientas. Al final todos
ayudamos, por supuesto. A pesar de la situación, fue mi mejor Nochebuena.
Después la vida dio muchas, muchas vueltas. Pero hoy, aquí rodeado de estos
amigos y Hermanas tan admirables, he recuperado mucha paz y bondad que creí
perdidas. Cuando despierto cada mañana, doy gracias a Dios por concederme una
nueva oportunidad”.
Respondiendo
a una llamada de mi mujer, pude fijarme en que pasaban ya las once y media de
la noche ¡Qué rápido se nos había dibujado el tiempo! El trabajado cuaderno de
notas estaba lustrado de apuntes caligráficos. Algunos de estos amigos mayores,
también consideraron divertido hablar frente a la grabadora. Y en aquel preciso momento, entró la Hermana
Sonsoles en el gran salón estar, allí donde ahora permanecíamos sentados,
formando ese grato círculo de amistad. Se acercó a uno de los presentes
indicándole, en voz baja, que había una persona en recepción, deseando verle.
Iba a ser la última gran sorpresa, para esta Noche inolvidable e inesperada, en la Casa donde la Caridad no es un concepto etéreo o
abstracto, sino real.
Camino
de casa, me crucé con numerosos grupos de jóvenes, en general bien abrigados
con ternos oscuros, que caminaban ruidosos para profundizar en la fiesta.
Algunos, con esas corbatas prestas para días de ceremonia. Algunas, haciendo
equilibrios sobre zapatos picudos con tacones al alza. Todos con la sonrisa a
flor de boca. Y vehículos de acá hacia allá, tras ese rito escénico de reunión
familiar, para una Noche de reencuentros. Sentía frío y calor, al tiempo.
Ambiental y anímico. Además de mi familia, me esperaba una larga madrugada,
pues la elaboración del reportaje no podría esperar. Había
sido… un lindo día de Nochebuena. Mañana, 25, millones de personas, en todos
los lugares de la Tierra, disfrutarán la alegría y el bello sentimiento de la
Navidad.-
José L. Casado Toro (viernes, 20 diciembre, 2013)
Profesor
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