El
día se ha presentado un tanto desapacible, desde aquellos nubarrones oscuros que
quisieron abrir la mañana. Las aceras y calzadas mantienen, a esta hora de la
media tarde, algunos charcos de agua que se han ido formado por un fuerte
aguacero que al fin descargó en este otoño prenavideño. La circulación continúa
fluida. Aún lucen los colores de aquellos paraguas que tratan de evitar las húmedas
sorpresas procedentes de los árboles, los balcones y de ese viento que agita
las gotas. Algunas zonas aparecen cubiertas por una mullida alfombra de hojas
anaranjadas, lustrando ese colorido nostálgico, pero placentero, al gris
indefinible de una suciedad acumulada por la necesidad y descuido de los
viandantes. La acústica de la vida se mezcla, a modo de peculiar orquesta, con
los silencios múltiples generados por tan contrastadas intimidades.
Patricia Galera, se halla muy próxima a su medio
siglo de vida. Dirige con la destreza de la experiencia, junto a una muy cualificada
titulación, su afamada consulta de atención psicológica, situada en una de las arterias
principales en la bella ciudad de los Cármenes. Poco más de las siete, en el
reloj. Reunidos en una confortable sala, pintada con tonos suaves y decorada
con láminas y macetones que sosiegan el ánimo, hay cuatro
pacientes que necesitan una mano experta que les ayude a encauzar el
desasosiego que les afecta. Aunque cada una de las personas asistentes
ha tenido una atención particular, por parte de la especialista, hoy jueves ha
decidido reunirlos a fin de trabajar una modalidad de terapia
convivencial.
Ninguno
de ellos, tres mujeres y un hombre, se conocían hasta esta primera sesión
grupal que hoy los ha vinculado. ¿Y por qué
precisamente a ellos cuatro, de entre todos los enfermos que acuden a esa
clínica? El problema que todos ellos sufren, y que está degradando
arteramente el equilibrio de sus existencias, se halla en esa patología del miedo, sin fundamentos concretos que lo
justifique, en el rutinario quehacer de sus días. Obviamente, con la
racionalidad de los hechos, ninguno de ellos podría explicar, con la necesaria
convicción, ese pánico o angustia que les condiciona para el dolor y la duda.
Pero es que lo están pasando muy mal cuando esa inseguridad, de origen
indefinible para ellos, inestabiliza sus equilibrios y la certeza en sus
comportamientos. Patricia ha decidido que, para estas próximas semanas, estas
cuatro personas solidaricen sus padecimientos y
traten de analizar aquellas circunstancias que puedan arrojar alguna luz a los posibles orígenes de
sus respectivos problemas.
Iniciada
la sesión, cada uno de ellos realiza una somera presentación personal para, a
continuación, comenzar a compartir ese trauma que tanto les afecta. Ciertamente
su psicóloga ha mantenido, con cada uno de ellos, diversas entrevistas en las
que ha ido recabando datos, de muy diversa naturaleza, que le han permitido un
primer e importante acercamiento a los caracteres individuales de estos
pacientes. Pero entiende que el diálogo compartido, con estos compañeros de
dolencias, puede abrir nuevas vías para una mejor terapéutica que alivie la
angustia en que se hallan confusamente sumidos.
La
primera que rompe la tensión expectante de la tarde es Berta,
una administrativa que trabaja en la delegación de la Consejería de Medio Ambiente. Tras siete
años de convivencia, con un compañero de trabajo, ambos decidieron dejarlo hace
menos de un año. Lo hicieron de una forma concordada y amistosa. En realidad,
él se había prendado en una joven muy extrovertida, con quince años de diferencia
entre sus respectivas edades. Pero los problemas que sufre Berta, en su
equilibrio anímico, vienen de lejos. De pequeña, su madre, una mujer chapada a
la antigua, solía castigar sus travesuras con frecuentes encierros en un
pequeño trastero, prácticamente interior. Ese miedo al “cuarto oscuro” ha
quedado anclado en las raíces de su temperamento. Ahora, cercana ya a los
cuarenta, se siente indefensa e inmersa en una situación de miedo y paroxismo,
ante la falta, ocasional o condicionada, de luz eléctrica o solar. Por las
noches, cuando se despierta de ese primer o segundo sueño, le tiembla todo el
cuerpo y se entrecorta la respiración cuando abre los ojos y comprueba la
carencia de luminosidad ambiental. Su imaginación se desata por senderos
misteriosos, a mitad de camino entre lo onírico y la irrealidad del absurdo. Ha
probado, sin éxito, no pocos recursos. Luces y radios encendidas, ventanas
abiertas a fin de que penetre la claridad de la calle, tranquilizantes…. Pero
el que fue su compañero no estaba por la labor de ayudarla. Comentarios jocosos
e indelicados era la pobre ayuda de un hombre que ya pensaba en otra.
Ahora
le corresponde hacer uso de la palabra a Lourdes.
Nadie podría sospechar acerca de los problemas de esta mujer que suma los
cincuenta y tantos de edad. Tiene dos hijos que ya le han dado nietos. Su
marido que controla un par de importantes negocios de hostelería, que han
sustentado la estabilidad económica familiar. Suele estar siempre muy ocupado. Sólo
posee una formación de nivel medio. Su actividad está centrada en esa
dedicación, de manera continua, a las necesidades de los suyos. Nunca probó, ni
consideró necesario, trabajar por cuenta ajena fuera del hogar. Se apoya en algunas
amigas, con las que se reúne ocasionalmente para el café de las tardes. Completa
su tiempo con la rutina de las compras, más o menos superfluas y, ahora, cubriendo
las peticiones de sus hijos con niños aún muy pequeños. No siente placer por la
lectura, pero sí reparte muchas de sus horas libres frente a la pantalla del
televisor. Así es su plan de cada uno de los días, frente a las ocupaciones de
su marido con el que mantiene, básicamente, una relación de distante amistad.
Cuando se despierta por las mañanas y, de forma especial, al tener que tomar
cualquier decisión, por nimia que ésta sea, se siente duramente afectada por la
angustia del miedo. Tal vez lo suyo sea, piensa y explica con palabras
entrecortadas, el temor al no saber qué hacer. Se pregunta, una y otra vez
¿miedo a qué? Realmente no podría señalar una motivación concreta, a esa
ansiedad que le hace sufrir
anímicamente, entristecerse e incluso le provoca incómodos temblores nerviosos
en su estructura orgánica.
La
atención que todos prestan al compañero o compañera que habla es profunda y
plena de curiosidad. Como en los grandes conciertos de la sinfónica, el
protagonista de la palabra focaliza el respeto, comprensión y apoyo de todos
los demás. Se está compartiendo, de forma inteligentemente solidaria, una cruel
e invisible patología que todos padecen, desde los más complicados orígenes.
Esa
respiración alterada y sudoración nerviosa que Mario
ofrece, al comienzo de su intervención, es similar a la que soporta en los
instantes en que le aparece o surge el miedo ante el vértigo. Trabaja en la
construcción como pintor. Tiene 28 años y, desde hace unos meses, le está
atenazando la angustia de las alturas, agudizada e incontrolable para su necesidad laboral. No
sólo cuando está encima de un andamio o colgado de una fachada, a la que ha de
enlucir, sino también cuando pinta techos altos desde las baldas de una
escalera. El asomarse a un balcón, cuando este se encuentra por encima de la
segunda planta del edificio, le genera angustia, mareos o ese pánico ante el
vértigo. Siempre le había gustado practicar el senderismo, pero ahora ha de
cuidar las zonas que visita, para no tener la visión de precipicios, taludes o
fallas con verticalidad. En su trabajo ha de disimular aunque sus compañeros,
conocedores del problema, tratan de arroparle y ayudarle, a fin de que no sea
despedido. Incluso cuando duerme, ese enemigo que le aturde no le permite
descansar. Comenta que, en ocasiones, sueña que se cae de la cama hacia un
abismo al que no se le ve su final.
Finalmente,
toma la palabra una joven madre llamada Rosina.
En ese contexto patológico que los identifica, su caso sería el más
comprensible si no fuese porque su percepción se ha desbordado hacia el
descontrol. Sentir miedo al dolor es algo perfecta y naturalmente comprensible.
Imaginarse, o exagerar hasta el patetismo, dolencias que realmente no se
padecen, ya resulta más que inquietante. Este problema le viene desde su
infancia. Sus padres, y ella misma, siempre trataron de quitar importancia a un
temperamento y carácter temeroso ante dolencias que, básicamente, eran nimias o
no existentes, salvo en una imaginación que exageraba los síntomas de dolor.
Para ella, un simple arañazo o corte en el dedo es un mundo que condiciona, no sólo a ella sino
también, a las personas con las que comparte su convivencia. En sus años de
estudiante quiso estudiar medicina. Pero dejó la facultad a los pocos meses de
su matriculación, cuando se iniciaron las prácticas de anatomía. Obviamente,
muchos de sus dolores son de naturaleza psicológica. Y el pavor que le domina,
cuando llegan las molestias físicas o las lesiones orgánicas, le está sumiendo
en un agobiante desequilibrio que exige una terapéutica inmediata e intensa.
Las
exposiciones de estas personas ha ocupado gran parte de la hora prevista.
Patricia ha pedido que cada uno de los presentes aporte algún comentario o
primera sugerencia a los problemas que han planteados sus compañeros de
reunión. De forma especial, ante las causas que pueden provocar ese miedo que
todos ellos padecen y alguna primera o pequeña solución. Han quedado en reunirse para salir el fin de semana,
a propuesta también de la psicóloga. Van a intentar, este domingo por la
mañana, estar juntos y pasear un rato por la naturaleza. Acudirán al punto de
encuentro ellos solos o acompañados del familiar que estimen procedente. Cada
uno llevará algo de comida, que compartirán en la mejor armonía. Han
intercambiado los e-emails y los números de sus móviles. En los momentos en que se sientan aturdidos por el pánico
ante el dolor, se llamarán entre ellos a fin de buscar el sosiego de la
palabra. Es un compromiso que todos han asumido con naturalidad y
necesidad.
Lo
hasta aquí planteado es otra inteligente estrategia para compartir la ayuda que
todos ellos ansían. Esa modalidad de trabajo en equipo puede ser especialmente
provechosa en mentes confusas. “Rosina, Berta, Lourdes…. Mario, no vais a estar solos
ante ese miedo que os está haciendo la vida más incómoda y desagradable. De
entre todas las medicinas prescritas, ésta de la amistad es la que mejores
resultados os puede facilitar. Y, además, carece de contraindicaciones”.
Cada uno de ellos ve y analiza, en la proximidad del dolor, el problema de los
demás. La fórmula aplicada es sagazmente inteligente, aunque el camino a
recorrer promete ser largo. Juntos van a luchar contra diferentes formas de
miedo: la oscuridad, el vértigo, el dolor y, especialmente ese algo irracional
que nos hace temblar, sin que sepamos a ciencia cierta el por qué.
Al
otro lado de los cristales, ha comenzado otra vez a caer una intensa lluvia racheada
por la fuerza del viento. Los cuatro pacientes, antes de abandonar la consulta,
cruzan una vez más sus miradas. Susurran, íntimamente, dudas y prevenciones
teñidas de curiosidad. Patricia piensa que, a partir
de ahora mismo, estos cuatro sufridores del miedo van a ser probablemente mucho
más fuertes ante su inevitable y urgente combate-
José L. Casado Toro (viernes, 13 diciembre, 2013)
Profesor
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