Algunas
viviendas poseen ese, casi siempre insuficiente, espacio donde guardar todo aquello
que, usualmente, no se utiliza pero se desea conservar. Efectivamente los
inquilinos, que tienen la suerte de tenerlo en sus domicilios, necesitarían
siempre más y más espacio del que disponen, a fin de almacenar mucho de lo que
estorba en la casa. Desde luego, si echamos un vistazo por el interior de esos trasteros, podemos encontrarnos (siempre que podamos
“entrar” al interior del aposento, expedición a veces harto complicada) con los
más variados y peculiares objetos. Ropa, juguetes, herramientas, bebidas,
muebles, libros o aquel “horrible” cuadro o cubertería que te regalaron y que,
para tu paciencia, ya no sabes dónde poner. La verdad es que cuesta trabajo
entender qué hace allí ese inodoro blanco, aún de buen ver, desde cuando
tuviste la osada decisión de cambiar el cuarto de baño, hace ya un par de almanaques.
Un buen amigo, hablando de este “artístico” tema, me confió una definición
bastante inteligente acerca de estos “muy funcionales” aposentos: se trata de lugares donde vas guardando todo aquello que,
previsiblemente, nunca vas a volver a utilizar. Algo radical la frase,
aunque con una gran dosis de realismo ¿verdad? Y no deseo entrar en simbologías
más complicadas o trascendentes, donde los “objetos” sean personas o valores.
Su desarrollo exigiría, sin duda, las páginas generosas de otro artículo.
Vayamos, pues, a un relato que se sustenta (es su alimento conceptual y
material) en la proximidad de la vida.
Como
cada viernes, en la semana, Laura viaja en el
bus, camino de Málaga, observando a través del cristal de su ventana la fina llovizna
que humedece la pronta oscuridad de la tarde. Es Profesora de Educación
infantil y, en la actualidad, ha conseguido una sustitución de larga duración,
por natalidad, en un centro público ubicado en Armilla, muy próximo a la bella
ciudad de Granada. Se siente feliz por este puesto de trabajo, tan difícil hoy
de tener en estos tiempos de duros recortes y penalidades, para tantos miles y
miles de ciudadanos. Hace tres años que terminó sus estudios de Maestra, con un
expediente académico bastante bueno. Ha sabido siempre priorizar el esfuerzo y
la responsabilidad frente a otros incentivos que, dada su edad, son lógicamente
apetecibles en la generalidad de los jóvenes. Su noble y dinámico carácter
alegra la madurez de una madre, Soledad, que
tiene en ésta única hija el patrimonio más preciado de su existencia. Enviudó
hace ya unos años, quedándole una pensión de su marido, funcionario auxiliar de
administración civil, bastante modesta, por lo que ha de ayudarse haciendo
trabajos de arreglos y costura para una importante firma de ropa, con
sucursales repartidas por la ciudad. Sole espera siempre, con nerviosa ilusión,
la vuelta a casa de su hija, aunque sólo sea para ese, siempre corto, fin de
semana, ya que el lunes, muy de mañana, tendrá que volver a tomar el autobús de
línea, camino de su actual puesto de trabajo.
Este
sábado, Laura ha quedado citada con su amiga de siempre, Silvia, para pasar la
tarde. Tienen una buena película, en el Albéniz, y después piensan irse a
cenar. Necesitan hablar y compartir esas confidencias que ambas llevan en sus
vidas. Sobre todo porque Silvia está pasando un mal momento afectivo, pues no
hace una semana desde que ha roto con su actual pareja, un chico atractivo pero
no menos alocado e inconstante. Pero, en esta mañana del sábado, madre e hija
van a tratar de poner un poco de orden en ese maremágnum de cosas inútiles que
tienen en el trastero de casa, situado, junto al de los demás vecinos, en uno
de los ángulos de la planta baja del bloque. Silvia se arma de toda la
paciencia del mundo, pues sabe que, para el lunes, tendrá que corregir muchos ejercicios
y trabajos que “sus niños” le han entregado. Además, debe continuar estudiando
los temidos temas de oposiciones e ir preparando algo para la fiesta de la
próxima Navidad en su cole (el martes habrá una reunión al efecto con todos los
compañeros). Y es que sabe que, al final, será sólo ella la que lleve el peso
de limpiar ese cuartillo lleno de cosas y con un rancio olor a tiempos
antiguos. Tras un desayuno ligero (quiere reducir peso) se pone manos a la
tarea.
En
pocos minutos, esas bolsas grandes de plástico, que se utilizan para los cubos
de la basura, van llenándose de ropa con destino a los contenedores de
organizaciones solidarias. Otras bolsas permanecen a la espera, repletas de objetos
superfluos (a sus padres siempre les ha gustado guardarlos, para ese mañana
siempre sin fecha) que también recorrerán el camino hacia los contenedores
municipales, anclados en el subsuelo dos puertas más arriba de su vivienda. Se enternece un tanto cuando tiene en sus manos juguetes que
fueron importantes en su infancia. Esa vieja muñeca de trapo, un tanto
“descoyuntada” por las aventuras que con ella ha querido protagonizar, le hace
revivir aquellos años en que, con otras vecinas y amigas del bloque, reía y
disfrutaba después de la merienda o en las horas libres de colegio. La adormece
entre sus brazos, tiernamente, junto a ese otro peluche beige con cara
sonriente de oso. Se esfuerza en hacer funcionar una cajita de música que le
llegó como regalo el día de su primera comunión. ¡Aún se conserva! Pero los
artilugios mecánicos deben haberse oxidados con tantas lluvias y amaneceres,
que han teñido de color y continuidad el discurrir de los días.
Sube
a casa a limpiarse sus manos ennegrecidas, pintadas con ese gris plata que habla
de un tiempo aletargado para el abandono de la memoria. “No mamá, no te preocupes, voy a dedicar al trastero gran parte de la
mañana. Te llegas al Mercadona, pero no te olvides del carrito de la compra,
que después te quejas de la espalda. Yo me estoy tomando un poco de zumo y
ahora vuelvo a bajar, para continuar la tarea. ¡Vaya mañana se me ha
presentado!” Pasan unos veinte minutos sobre las once (acaba de echar un
vistazo a su móvil, ya que le ha llegado un
aviso de mensaje) cuando abre un cajón inferior de una antigua mesita de
noche. Hace años, cuando sus padres cambiaron el dormitorio, la empresa que
realizó el transporte del mobiliario olvidó retirar esta mesita. Sole quiso
conservarla, pues era la que ella utilizaba en el lateral de la cama de
matrimonio. Percibe que ese cajoncito no está vacío, sino que contiene, junto a
un viejo joyero que utilizaba su madre, una pequeña
cajita de madera barnizada, que está cerrada con llave. Intrigada y
curiosa al tiempo, toma un destornillados de la caja de herramientas y trata de
forzar la cerradura. Ésta se abre sin la menor dificultad.
Una
cuerdecita ata o liga ese manojo de cartas que hay en su interior. Son un
conjunto de sobres amarillentos, todos dirigidos a Sole. En todas ellas solo
aparece, como remite, el nombre de Carlos y una dirección de apartado de
correos en los sobres. ¿Quién sería ese hombre que
había escrito estas diecisiete cartas a su madre? Nunca, en sus
veinticinco años de vida, había oído mencionar el nombre de esta persona en
casa. ¿Carlos? Contra la lógica de la prudencia,
no consulta a la propietaria de esos correos, pudiendo más en ella la
curiosidad y la intriga. Elige al azar uno de los sobres, sentándose para su lectura en su acogedora
sillita de anea, al igual que hacía cuando imaginaba todas aquellas historias
de princesas que esperaban la llegada de ese príncipe que colmaría su felicidad
juvenil. Los primeros párrafos, de esa y otra de las cartas, confirma lo que
sospechó desde el principio. Eran tiernas, delicadas y, en ocasiones, sensuales
misivas de amor entre dos personas que intercambiaban sus sentimientos en la
distancia. Laura sonreía, y se emocionaba al tiempo, con esa “travesura” que le
había hecho descubrir un antiguo amor, ardiente y apasionado, que había
protagonizado su madre con una persona totalmente desconocida para ella.
Después
de leer tres de las cartas, pensó que lo mejor era no incomodar la memoria de
Sole. Guardaba en su sobre la última que había leído cuando reparó en algo que
habría sido obvio desde el principio de su descubrimiento. La fecha de estas cartas. Día, mes y año, en que
fueron amorosamente redactadas. El mazazo de la sorpresa cayó como una losa en
la ingenuidad de Laura. Una tras otras, denunciaban una cronología en la que
sus padres llevaban ya unos cinco años casados. Se repitió a sí misma que las
infidelidades son comunes entre los matrimonios. No tenía que levantar una
montaña de esa aventura que en determinado momento pudo hacer vibrar el corazón
de su madre. Lo mejor era dejarlo todo tal como estaba. En el anónimo silencio
de la privacidad y la intimidad
personal. Tras la convicción de esas fechas que evidenciaban el engaño de una
mujer a su marido, se animó a leer una nueva carta,
antes de volver a cerrar aquella cajita tan incómoda para la verdad en su vida. Eligió aquélla sobre la que reposaban el
resto de los sobres. Su contenido era conceptualmente desgarrador, pues en ella
se hacía explícita la despedida y ruptura de lo que, sin duda había sido una
bellísima, y secreta, historia de amor entre dos personas. Pero aquel párrafo
revelador, acerca del nacimiento de un nuevo ser, la dejó sin aliento. El
temblor en todo su cuerpo se conjugó con unos desordenados latidos cardíacos
que aceleraron, acústica y rítmicamente, la necesaria estabilidad corporal.
Comprobó de nuevo la fecha de su redacción y no daba crédito a una terrible evidencia
cronológica. Rompió a llorar amargamente. Ese ser, que llegaba a la vida,
provocaba la ruptura entre dos personas que se habían amado, apasionadamente,
en el secreto de tantas oportunidades ocultas.
Desde
la puerta entreabierta del trastero 5. A, una mujer, también temblorosa,
contemplaba el patetismo de la escena. Dejó caer su carrito de compra al suelo
con todo su contenido y tuvo que agarrarse al quicio de la puerta pues sintió
que la fuerza le abandonaba en sus piernas.
Esa
noche, fue muy larga. Ausente el control de las horas,
hija y madre trataron de comprender, de suplicar y, lo más difícil, perdonar.
Laura, una joven ornada de valores e inteligencia, supo priorizar el cariño a
su madre frente al engaño a que había sido sometida en los años que
contemplaban su vida. Entendió, con la dureza de la racionalidad, a una mujer
que tuvo corazón y entrega para dos hombres. “Dime,
mamá ¿vive mi padre aún?”
José L. Casado Toro (viernes 23 Noviembre, 2012)
Profesor
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