Desde
casi siempre, los grandes actores de la pantalla han gozado de ese otro
duplicado personal, más o menos parecido o caracterizado, para rodar determinadas
escenas de riesgo o de contenidos muy secundarios, en la realización escénica
de una película. Se trata de personas anónimas que, físicamente o preparadas
por manos expertas, se parecen al actor principal. Evitando los primeros planos
y aplicando un hábil vestuario, peinado y maquillaje, intervienen en algunas
fases del argumento para las que la nítida identificación del protagonista no
es imprescindible. Pero, sobre todo, participan cuando hay escenas complicadas
o puntualmente incómodas para la integridad física o equilibrio anímico del
actor principal. Suelen ser actores secundarios, especialmente muy bien
adiestrados y cualificados para representar acciones peligrosas que podrían
dañar la seguridad personal de aquéllos que las llevan a efecto. Los nombres de
estos actores “dobles” no llegan, en la mayoría
de las ocasiones, al conocimiento del espectador. Permanecen bajo el anonimato
injusto de la cartelera cuando, no pocas veces, su intervención en la trama ha
sido más que necesaria. Fundamental, en suma. Han salvado ese inoportuno día de
constipado, inseguridad o incapacidad del actor titular, para éstas u otras
escenas, o fases de la misma, que conformarán el articulado conjunto narrativo
del film.
En
la vida cotidiana, también repleta de referentes cinematográficos, no faltan esos
anónimos (para nuestro conocimiento) “dobles”. Seguro que en más de una ocasión
hemos sido partícipes de la misma escena. Se te acerca un hombre o mujer, para
ti totalmente desconocido, hablándote con la familiaridad del conocimiento
hasta que, analizando tu mímica expresión dubitativa, caen en la cuenta de que
te han confundido con otra persona. De inmediato reaccionan con la consabida
pregunta. Pero ¿tú no eres…..? con las disculpas subsiguiente, entre nervios y
sonrisas. Amablemente le quitas hierro al asunto, respondiéndoles “No, no te preocupes, me ha/has debido de confundir con otra
persona”. Con el tuteo o el usted, dependiendo del contexto y las
características en el trato aplicado por tu equivocado interlocutor. En otras
ocasiones, juegan al acertijo con respecto a tu profesión. “Vd. es policía
¿verdad?” “Vd. es sacerdote ¿no es cierto?” Y así un panel multicolor de
actividades con las que se te vincula influyendo, previsiblemente, la forma de
comportarte o algún que otro detalle,
inesperado o casual, desde tu proceder. Y esto fue lo que ocurrió en aquella
ocasión, bajo el prisma de la simple anécdota o la
hábil intencionalidad.
Fue en
una tarde iluminada, con esa alegría que usualmente sabe generar la Primavera.
Pensé que el día animaba a dar un grato paseo por esa joya vegetal que tenemos en el Botánico de la Concepción. Un inmenso jardín,
pleno vitalmente de naturaleza e historia, situado entre el embalse del
Limonero (o limosnero) y esas Pedrizas que nos motiva a la comunicación con las
provincias hermanas. Se trata éste, sin duda, de un inteligente destino para
dialogar con los silencios plásticos que aprecian nuestros sentidos, la brisa
que balancea la serenidad de las hojas y un sol paternal que se asoma entre la
malla arbórea que genera la tierra. Bolsa al hombro, con el necesario botellín
del agua, un librito para soñar e imaginar y no faltaban unos apuntes, ya que
siempre hay algo importante para ese repaso o estudio pendiente. Por la zona más
elevada, denominada ruta forestal, me cruzo con
una señora que caminaba lentamente con un libro en la mano. Edad intermedia y
apariencia inequívoca de trabajar en las aulas. Ese carisma docente lo
reconocemos, al aire, aquellos que también hemos participado, gozosamente, de
la profesión. Se me queda observando y, tras el saludo correspondiente, me hace
educadamente una pregunta.
“Perdone, Vd. es crítico literario ¿verdad? Le he
reconocido, ya que estuvo en la presentación de mi libro que se hizo, el mes
pasado, en la sección cultural de los Grandes Almacenes. Me quedé con su
rostro, pues le vi tomando continuamente notas sobre la intervención que
realicé y en el posterior debate que se llevó a cabo. Se han publicado algunas
crónicas sobre este libro de relatos, ambientadas en este marco incomparable,
afortunadamente muy elogiosas. Posiblemente Vd. sea el autor de una de estas reseñas
publicadas en la prensa, hecho que profundamente agradezco y valoro”.
Como
no es la primera vez en que se me confunde con otra persona, y dado lo apacible
de la tarde, cambié la consabida explicación acerca del error que está
sufriendo mi interlocutor. Según esta señora, un analista literario de la
prensa malagueña debe poseer unos rasgos físicos parecidos a los que me
identifican como ciudadano. Si ella me ubicó en la profesión de periodista,
quise seguir un poco el juego del equívoco y por unos minutos “suplanté” a ese desconocido, para mí, profesional de la
prensa. Me quedé observándola, con una amplia sonrisa. Tras unos
segundos de silencio, comencé a hablarle con gran delicadeza, sin sacarla, de
momento, de su error.
“Encantado de saludarla, Señora. Es evidente
que el libro al que hace alusión es el que lleva, ahora, en su mano. Estoy
recordando su título. Relatos en el Jardín Botánico, o algo así “verdad?. Hay
una pregunta que me agradaría plantearle. Las historias o relatos que Vd.
ambienta en estos jardines ¿pertenecen, en su totalidad, al género de la
ficción o, por el contrario, hay en todas o algunas de las mismos un fundamento
de verosimilitud? Es decir, esos personajes y esas
historias ¿tuvieron realmente protagonismo en
estos bellos parajes?
Percibo
en esta escritora un indisimulable entusiasmo, por la atención protagonista que
le estoy deparando. Tal es así, que me invita a sentarnos en uno de esos
toscos, pero muy bellos, bancos de madera, hechos con troncos de árboles, que
jalonan los bordes de nuestro camino por la zona tropical. Debo reiterar que
todavía no me he identificado con mi verdadera profesión. Me limito a
escucharla, con toda la atención de que soy capaz. Cuando comienza a explicarme
alguna de esas historias, asegurándome que, casi todas ellas, tienen un fundamento
histórico, vinculado a los propietarios de este gran jardín desde el siglo XIX,
leo en la portada del pequeño volumen el nombre de su autora. Evelyn, ese es su nombre, me va detallando el proceso
investigativo que tuvo que afrontar a fin de conseguir una buena documentación
informativa que sustentara el contenido de los ocho capítulos que constituyen
el volumen. Pasan los minutos y su entusiasmo va “in crescendo”. Alude al modesto
apoyo que ha recibido del Patronato Botánico Municipal para la edición e
incluso las librerías donde se puede adquirir a un precio bastante razonable. Intercalo
algunas breves preguntas, pero es mi creativa escritora la que controla el
protagonismo de la conversación. Todo ello en una tarde muy cálida, con esa
acústica indefinible de los silencios que saben gozar y escuchar sólo aquellos
que aman la naturaleza.
En
un momento determinado de su casi monólogo, ralentiza el ritmo de su exposición
y, tras unas alusiones intrascendentes, me dice abiertamente lo que tiene en
mente. “Vd. no es el periodista al que yo me referí
en un principio ¿verdad?” Le respondo, modulando muy bien los compases
rítmicos de mi respuesta: “Yo creo,
Evelyn, que Vd. desde un principio, sabía que yo no era el periodista con el
que ha tratado de identificarme. He querido seguir un poco su juego por dos
motivos. Básicamente, porque ya me ha ocurrido algo parecido en otras ocasiones
y quería acercarme a uno de esos “dobles” que todos tenemos por la vida. Y,
también, porque desde el principio la he visto tan ilusionada, con esa ansiedad
o necesidad de comunicación, que me resultaba simpático colaborar en la
escenificación.
“Efectivamente, soy la autora del libro. He dedicado
mucho tiempo, toda una vida, a su elaboración. Todo ese esfuerzo me ha pasado
factura, con fases depresivas un tanto amargas, que aún hoy exigen tratamiento
médico. El coste de su publicación ha recaído, mayoritariamente, en mi
bolsillo, aunque algo ha colaborado el Patronato Botánico Municipal. Ahora me
esfuerzo en darlo a conocer, a intentar que se venda….. por eso algunos días
abordo a los visitantes de este Jardín, utilizando los más variados motivos,
con la esperanza que se conozca y, por supuesto, se compre y lea”.
Ninguno
de los dos habíamos actuado desde el plano de la sinceridad. Decidí invitarla a
un refresco, en el pequeño bar del Botánico. En realidad tomamos un té caliente
que, a pesar de la templanza de la tarde, nos supo a gloria. Estaba en lo
cierto. Evelyn es una Profesora, jubilada anticipadamente por motivos de salud.
Sus alternancias anímicas son más que frecuentes. Me confiesa, en el fragor de
la conversación, que vive con su madre, ya muy mayor y que, para ella, el oficio de escribir es una verdadera pasión que
revitaliza y enriquece lo grisáceo de su existencia. Nos intercambiamos
nuestras direcciones electrónicas y nos prometemos continuar la curiosa comunicación
que esta tarde hemos iniciado.
Mientras
conducía el vehículo, camino de vuelta a casa, iba reflexionando acerca de la soledad, explícita o muy íntima, que no pocas
personas sobrellevan. Pero, sobre todo, en todos esos “dobles” que duplican
nuestra vida e imagen, en un escenario teatral habilitado para cientos de miles
de personajes. Por cierto, la inteligente estratagema de Evelyn había dado
resultado. En la tarde siguiente a nuestro encuentro, pasé por una librería,
sita en la Alameda principal, y compré su libro. Cuando se lo comenté, me
respondió en su correo que me lo quería dedicar. Nos vimos unos días después y
escribió la siguiente frase: “Dedicado a mi buen
amigo….. que tan bien supo ejercer de periodista, durante aquella cálida tarde
en el Jardín Botánico”.-
José L. Casado Toro (viernes 16 Noviembre, 2012)
Profesor
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