Función
única, programada para las ocho de la tarde. Tras el cambio de horario, cuando
nos visita la Primavera, parece que los días se van alargando para su mejor
experiencia y disfrute por parte de todos. Es un jueves cualquiera de abril, allá
en la capital madrileña. Hay mucha gente en la calle. Todos parecen disfrutar
esa mejoría del tiempo que invita a
pasear o a compartir unas cervezas con los amigos, sin que falte el
insustituible y suculento tapeo. La obra en cartel “Cena
para dos, en la intimidad de las palabras” no ha congregado, hoy, a
muchos espectadores en este recoleto teatro, ubicado en una de las vías
transversales que miran a la popular y cosmopolita Gran Vía. Apetece más estar
en la calle, compartiendo ese regalo estacional dadivoso para los caracteres
sensibles. Pero, aquella tarde-noche, me sentí motivado a ver la
representación, pues la reseña crítica que ofrecía El País era bastante
favorable, tanto por la narrativa que ofrece como por una cuidadosa puesta en
escena, precisamente en un pequeño teatro cuyo aforo permite sólo la asistencia
de 148 espectadores.
Con
una respetuosa y británica puntualidad, comienza la representación. Dos únicos
y famosos actores (veteranos del cine y la televisión) sobre el escenario,
frente a un público atento que no supera, en ocupación, el cuarenta por ciento
de las no muy cómodas butacas disponibles. Entre los asistentes, predominan las
personas mayores, aunque hay también un pequeño grupo de jóvenes, con
apariencia de estudiantes universitarios. Todos los días se ofertan entradas,
vía on- line, para esta obra, desde Atrápalo, con una interesante rebaja
económica (aproximadamente un 30 % de descuento) aunque el coste de una
localidad en taquilla no es excesivo si tenemos en cuenta el precio usual de
otras obras, en la generalidad de los teatros madrileños. Luces sobre el
escenario, donde un matrimonio se
dispone a cenar en la acogedora habitación de su hogar, muy bien decorada en
todos los detalles que enriquecen el mobiliario. Pronto conocemos que Norman y Laura van
para la cuarta década de su matrimonio. Comentan intrascendentes detalles sobre
sus tres hijas, que ya han formado sus propias familias. Ciertamente, el
director de la obra, un habilidoso artesano en el arte de escribir, nos va
dibujando las actitudes y caracteres de estos dos personajes, cuyas vidas se han
ido acomodando a esa rutina de las palabras dormidas o vacías, que padecen la
carencia de color o el vigor en su significado. Presiento que vamos a estar
frente a una comedia y drama, a la vez, en la que va a reinar, por la atmósfera
viciada de los protagonistas, una lucha o juego de naturalezas heridas, en la
sinrazón o necedad de los tiempos insinceros.
Tras
un denso bregar, en un día anormalmente caluroso, ahora me siento muy a gusto y
receptivo frente a una obra que me permite compartir y analizar interesantes,
pero complicadas, vivencias ajenas. Poco a poco, los
dos únicos protagonistas van desnudando,
con una sinceridad que ya tenían olvidada en los moldes caprichosos del
calendario, la intimidad o privacidad de sus conciencias. Tomo un sorbo
de agua, de esa mágica “fuente” azulada que usualmente me acompaña, con la que procuro
evitar los incómodos golpes de tos que perjudican la acústica general y
comprensión de mis compañeros de asiento. Desde el control técnico de la sala
se articula, con manifiesta habilidad y oportunidad, un juego cambiante en la
tonalidad de las luces, acompasada al ritmo narrativo de una dialéctica que
dibuja simas y crestas en los sentimientos enfrentados.
Llevábamos
poco más de media hora en la representación cuando, de manera inesperada, escucho la voz de una mujer que grita desde el fondo de la
sala. En medio del murmullo general, acierto a entender los insultos que
está profiriendo. En poco segundos pasa junto a mi fila, dirigiéndose con unas
pisadas firmes hacia el escenario. No sólo yo sino, prácticamente, la mayoría
de los espectadores pensamos lo mismo acerca de aquel estrépito. Sería un
personaje más de la obra que irrumpía, inesperadamente, en escena caminando
desde el propio patio de butacas. Incluso tuve el gesto reflejo de fijarme en
el prospecto que me habían entregado al sacar la entrada. Sin embargo, sólo
eran dos los personajes intervinientes en la obra. Sumido en la confusión, veo
que la chica trata de subirse al entarimado del escenario, con dificultad, pues
no hay escalones que permitan el acceso a este espacio desde la zona de
butacas. Los dos actores han parado de inmediato su representación. Un miembro
de seguridad corre por el pasillo y alcanza con presteza el cuerpo de la joven.
Ésta debe tener entre los veinticinco y treinta años de edad. Muy delgada, de
mediana estatura, morena, con gafas deportivas y el cabello bastante cortito,
como el de una deportista de la natación. El vigilante trata de tirar de la
chica que sigue con sus insultos, inequívocamente dirigidos hacia Norman pero,
ante una señal de éste, le permite que suba finalmente a escena. “Di lo que tengas que decir y vete. Estás interrumpiendo
nuestro trabajo y perjudicando a todas estas personas que han pagado el precio
de su localidad”. Evidentemente, Alberto y la chica se conocen. La
frialdad del protagonista de la obra, en estos convulsos momentos, resulta
sencillamente impresionante. “Anda Tolly, siéntate y toma un
poco de agua”. Los asistentes a la obra nos miramos una y otra vez. No
tenemos certeza de si estamos ante la realidad o sumidos en la narrativa de la
ficción. La joven comienza a llorar amargamente, mientras Laura, aún con la
cara un tanto desencajada por la sorpresa, trata de consolarla, pasándole la
mano sobre sus hombros, a modo de caricia. Ya más calmada, esta jovencita
comienza un monólogo entrecortado, clavando sus ojos en un Alberto al que se
ve, por momentos, cada vez más apesadumbrado.
“Has destruido
mi vida. Yo era una chica alegre y trabajadora. Pero tú, con esa soberbia y
falsedad que tan bien sabes componer, has ido degradando mi carácter, hasta
hacerme sentir sólo como un juguete u objeto de tus deseos. Más de un año hace
que nos conocimos y pronto me embaucaste con todas tus mentiras y lisonjas. Yo
era simplemente el cálido hogar para el desahogo de tu sensualidad. Esa “querida”
aplicada y deseada, que no molesta pero que sirve para gratificar la vulgaridad
de una vida sin norte, aquella que preside tu existencia. Sí, me has estado
engañando y manteniendo al tiempo, con promesas de estabilidad que nunca, nunca
pensabas llevar a cabo. Tu mujer y tus hijos eran engañados mientras te
refugiabas en el calor y tersura de mi ser. ¡Qué bien actuabas, ante nuestra
relación! En realidad no te resultaba difícil pues yo era, en realidad, un
personaje más de todos esos que te acompañan en las tardes de función. Yo significaba
sólo eso, un desahogo fresco y vital para la monotonía y bajeza de tus
pasiones. Dejé los estudios, porque tenía que seguirte en las giras. Me has
anulado como persona. Solo he sido y soy un objeto placentero para tus
necesidades. Y cuando la semana pasada te confesé un cambio maravilloso que podía
reconducir nuestra, cada vez más triste, situación, reaccionaste con esa ira
que llevas bien disimulada en tu ego, poniéndome en la terrible tesitura:
elimínalo o apártate de mi vida. Pero aquí estoy ante tu público, para
denunciar la bajeza y pobreza de tu persona”.
Tolly
se rompe de nuevo por un mar de lágrimas, en medio de un silencio absoluto por
parte de todos los presentes. No se escucharía ni el vuelo indeterminado de una
mosca cruzando por los aires. El semblante del actor se muestra, tercamente,
inexpresivo.
Al
fin la chica se levanta de la silla y, ayudada por el guarda de seguridad, baja
del escenario. Con paso intencionalmente lento y la mirada fijada en la moqueta
que la conduce hasta la puerta de salida, abandona el pequeño teatro. Algunos
de los espectadores, también lo hacen, sin esperar a la finalización de la
representación. Es ahora Norman quien se dirige al público, tras regalarnos una
forzada sonrisa, con estas palabras: “Perdonen Vds,
de corazón, la interrupción de la representación. La comedia, el drama, la
vida, ha a continuar. El teatro…. ha de seguir”.
Y con una frialdad, muy profesionalizada, actor y actriz reanudan las vivencias
y confidencias de ese matrimonio adulto que, esta noche, quiere mirar de cara
la realidad de sus conciencias. A la finalización de la obra, Alberto y Laura
se inclinan respetuosamente ante los espectadores que aún permanecíamos en la
sala. Hubo un acuerdo tácito, no negociado, entre nosotros. No se generó
aplauso alguno desde el patio de butacas. El silencio, como acusación anímica,
fue incómodamente sobrecogedor.
Ya,
de vuelta al hotel, reflexionaba acerca de esta insólita experiencia que había
tenido la oportunidad de compartir. En realidad, los
privilegiados asistentes al espectáculo habíamos presenciado dos obras, aunque
en taquilla sólo habíamos abonado el precio de una. Entre ambas
representaciones, pienso que la mayoría de los espectadores elegiríamos los
valores, descarnadamente humanos, de la segunda sobre la ficción creativa del
título publicitado en cartel. Con el paso del tiempo, aún me pregunto qué habrá
sido de la, sin duda, joven y linda mamá de ese crío o cría que va a dar un
nuevo sentido a su discurrir en la vida. Desde luego, siempre
admiraré la fuerza de su valentía para llevar al teatro la realidad de su
historia. Como las olas que susurran y adornan la playa. Como esa suave
brisa que acaricia, con ternura, la esbeltez de las hojas.-
José L. Casado Toro (viernes 2, Noviembre, 2012)
Profesor
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