Todos,
absolutamente todos los sentidos resultan necesarios, fundamentales y
enriquecedores, para considerarnos vinculados, como protagonistas activos, a la
vida. La naturaleza ha querido regalarnos estas capacidades, orgánicas y
psicológicas, a fin de comunicar con ese entorno que nos justifica y sustenta. Hoy,
desde estas páginas que cada semana también comunican, deseo comentar algunas
sensaciones, muchas percepciones, que me hacen soñar, gozar y reflexionar, a
través de los sonidos. Son como latidos de vida
que nuestro oído, nuestra preciada capacidad auditiva, integra y hermana a esas
otras habilidades que el resto de los sentidos saben proporcionarnos. Sí, ya sé
que en la vorágine actual de las prisas, con el aturdimiento impasible del
minutero, existen otras realidades más inmediatas y prioritarias para tu
necesidad. Lo entiendo, por supuesto pero, hoy, voy a referirme, a la fortaleza
conceptual y sentimental de los sonidos. En concreto, a determinados sonidos
que nos hablan, desde afuera, para el interior de nuestra convulsa o relajada
existencia.
¿Y como elegir, entre tantos y tan variados acordes,
procedentes del pentagrama acústico que, vivencialmente, nos rodea? No,
no resulta fácil priorizar unos sobre otros. Pero vamos a entregarnos, lúdica y
creativamente, a bucear en el océano de los recuerdos, algunos de aquéllos que
sean más activos o significativos para componer nuestro comentario.
Precisamente, ayer tarde estuve en el puerto marítimo, junto a esas aguas
azules, verdes e infinitas, que acarician nuestra ciudad. Quise alejarme de la
densificación comercial y encontré el acomodo oportuno junto al morro de
levante, no lejos de esa Farola en blanco que nos sabe orientar en la confusión
de la noche. Y allí, bajo la suavidad reconfortante del sol y el frescor de la
marisma, ese sonido repetitivo, rítmicamente acompasado, emitido desde los motores de los grandes buques, cruceros o
mercantes, anclados en el regazo de nuestra bahía. Son navíos que acaban de
llegar o se muestran prestos para la partida. Pero, en todos ellos, se hace
real el latido de su presencia, llegando dulcemente a nuestra escucha, su voz,
su convivencia, evitando brusquedades o desafortunadas impertinencias. Comparten,
solidariamente, su maquinaria cardíaca con la hospitalidad de nuestra
percepción. Eran poco más de las cinco, en una tarde de junio. Aguas mansas, en
el letargo, que brillaban tras los rayos dorados de un sol generoso. Olor a
brea, a sal y el vértigo de la aventura. Con la atención del silencio, escucha
cómo también los barcos pueden….. y saben hablar.
Ya
no son como antes. Ahora, en los tiempos sin tiempo, corren más y suenan menos.
Los hemos visto funcionando con el corazón que sabía impulsar el carbón
mineral. Después, fueron los motores diésel. En la actualidad, la electricidad
permite alcanzar velocidades que arañan los trecientos kilómetros a la hora. Es
el reto de la distancia, junto al del tiempo. Sonidos viajeros de unas ruedas que se deslizan por las vías, acordes
repetitivos que caminan presurosos hacia cualquier destino, hacia ese u otro
lugar, para tu necesidad. Cierra lentamente los ojos, en el interior mágico de un
vetusto vagón de ferrocarril. O sentado en ese banco adormilado de una olvidada
estación que, siempre, siempre sabe esperar. Escucha el ritmo agradable de unos
vagones que transportan, con presteza, vidas ansiosas para conocer, disfrutar y
cambiar. “Buenas
tardes. Perdone ¿qué número de asiento es el suyo? Claro, su número corresponde al vagón
siguiente. No se preocupe, a mi también me suele ocurrir. Permítame que le
ayude a bajar su trolley y la mochila del estante superior”. El tren
inicia su marcha y ya, bien acomodados, prestamos oído al parpadeo acústico de
una maquinaria que nos anuncia un destino. Meta o fin que se abre hospitalaria,
para una nueva oportunidad. Raíles hermanos que dibujan un camino sembrado de
acordes, en nuestro goce y necesidad.
Muchas
tardes, tú y yo, aquél otro y todos los demás, hemos caminado, descalzos y en
silencio, junto a las olas del mar. Agua plateada de sal y ternura, de frescor
alegre y marinero, que nos sabe, en la alegría, acariciar. Pero lo más
importante, ahora, es el ritmo acústico de esas olas,
que van y vienen incansables, componiendo estrofas y canciones que siembran en
la trasparencia nuestro deleite. Para ayudarnos a un mejor vivir, sentir y
reflexionar. Y allí, una joven que parece que… ¡está llorando! ¿Serán lágrimas
en la desventura o el goce de aquello que no se puede ocultar? Permanece de pié,
observando el horizonte en celeste cielo, y sin atreverse a caminar. Hubiera
sido bueno preguntarle, pero cuidé la impertinencia por esos moldes absurdos
que desvitalizan el comunicar. “Perdona ¿qué te ocurre? Te veo sufrir en el llanto ¿En
algo puedo ayudar?” Pero ambos nos separamos. Ella, en su destino,
mientras yo, avanzaba hacia poniente, pues la tarde invitaba a pasear. Las olas
seguían haciendo explícitas sus canciones, para oídos sedientos de consuelo,
recuerdos y esperanzas, valientes, audaces y juguetonas, frente a la
irracionalidad.
Y
seguimos con el agua que, aun si verla, la percibimos cercana a través de los
ritmos caprichosos en su discurrir por la naturaleza. Experimenta y goza de una
tarde, primaveral o bajo el manto de cualquier otra estación, paseando por los
jardines de esa fortaleza islámica, tesoro para la memoria, en Granada. Es un
verdadero y asombroso placer. El agua, en La Alhambra. Llamada la Roja, entre otros motivos,
por ese color sangre de la tierra, en la colina donde se cobija. Arte nazarí que ensueña otra época, otra
vida, en pleno corazón de la bella ciudad hermana. Palacio, jardín y fortaleza.
Conjunto épico de un pueblo o isla musulmana, resto de Al Andalus, frente al
cerco cristiano que ejerce la austera y noble Castilla. Decía que paseando
entre los setos de mirtos o arrayanes, hermanados a un abecedario de flores
cromadas y perfumadas, puedes escuchar, con apasionada atención, el golpeo, el
tic tac, el cimbreo acústico del agua, traviesamente oculta en muchos de sus arterias
plateadas hacia los estanques. Mágico silencio, entre los reflejos anaranjados
de un sol que lentamente declina, sólo interrumpido por ese sonido del agua
que, aún sin verla, sientes, percibes y disfrutas, cuando ella juega, acaricia
y percute la epidermis natural que la sustenta.
“Buenas
tardes, Sr. De nuevo por aquí. Es grato poder saludarle y gozar de su
conversación. Buen marco para vivir, para escribir y recrear la leyenda. Pienso
que dentro de unos años, al paso del tiempo, esos textos, que está escribiendo,
serán leídos con avidez y placer, por cientos y miles de personas de todos los
países y lenguas. Cuénteme, regáleme por favor, una tarde más, otra nueva
historia, que me haga soñar, sentir y gozar, para salvar lo más agradable del
día”.
Puedo hablar, en la imaginación, con Washington
Irving. New York, 1783-1859). Tales of the Alhambra, 1832.
No
son pocas las ocasiones en las que tratas de hallar un aire más limpio, en lo
material, en los valores, en las raíces de tu ánimo, escapándote al entorno,
más o menos agreste, de la naturaleza. Allí puedes sentir, reflexionar y
recuperar algo de tu yo, en medio de las flores, el roquedo y la soledad.
Silencio para el espíritu sólo roto por los viajes del
viento, la percusión de la lluvia y el trinar de las aves. ¿También
crees tu que los pájaros hablan y dialogan entre ellos? Y ¿por qué no? ¿Quién
puede asegurarte lo contrario? Presta, atiende, con fijeza, lo que unos cantan
y otros responden. De forma especial, a esas horas en que el sol inicia su
declinar térmico y lumínico, buscando reiniciar mañana la aventura de un nuevo
día. Su conversación acústica no se enseña en colegios y liceos. Igual ocurre
en las doctas Escuelas para los idiomas. En las librerías, tampoco hallarás
diccionarios al efecto. Y, esa sutil y sublime destreza, sigue sin valorarse en
currículos y concursos propuestos para la vida. Pero ¡qué buen lenguaje nos
estamos perdiendo …. para aquéllos que quieren y saben oír, escuchar, sonreír y
latir, en esos parajes modelados con mentes y corazones sensibles. Apártate,
por un rato, de esa inculta locura, colectiva y personal, que te hace infeliz y
atiende con emoción y sosiego, al tiempo, la mágica dicción de esas aves que
tanto comunican, en atardeceres o amaneceres serenos.
Debo
ir finalizando cuando…. aún estoy comenzando. Y es que son tantos y tan
sublimes los sonidos que nos alegran la vida. El propio silencio ya es una
forma, contundente, audaz y valiente, de lo que puede llegar a ser un sonido.
Quiero dejar, para el “the end” de esta bella historia, uno de esos sonidos que
ya apenas permanecen en las entrañas de nuestra memoria. La digitalización ha
cercenado el clímax emocional que me producía escuchar el
recorrido mecánico de una máquina de proyección cinematográfica. El
hecho se producía en aquellos cines de barrio que sabían endulzar el monótono
letargo de muchos años, vividos ya en la distancia. Eran esos rodillos que
trasladaban y arrastraban los 35 milímetros de un rancio, pero maravilloso, celuloide
en technicolor, o en una indescriptible escala de grises. Sabían generar una
buena coral acústica para unos actores que alegraban, distraían, emocionaban o
hacían reflexionar a nuestras conciencias. Aquella máquina de cine aún la
puedes deleitar, con el misterio insondable de sus pálpitos, en dos de las antiguas
salas que habitan y permanecen en el centro urbano de Málaga.
No
había reparado en ello pero, ahora que me fijo, siento las estrofas de una
bella canción o melodía, a través del teclado de mi
ordenador. ¿De verdad que todas las teclas, al pulsarlas, suenan igual?
Prueba a hacerlo y centra tu atención. Percibe como hay teclas que hablan en
sol, en fa o en mi. Son como los rítmicos ecos que acompañan a las letras, a las
palabras y a la comunicación para la vida.-
José
L. Casado Toro (viernes 29 de Junio, 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/