Estoy
seguro que esta anécdota, que me alegra narrar,
a todos nos ha podido ocurrir. Tal vez, en más de una ocasión. Pero, por
insólito que parezca ese trocito del tiempo, organizado en apenas veinticinco
minutos, ha sido una experiencia simpática e
importante, en la trayectoria rutinaria del día. En realidad, una
vivencia modesta, pero muy agradable y fruto esperanzado para la reflexión. Y
todo sucedió hace apenas unas horas. Entremos ya en la magia indefinible de las
palabras, cuando éstas se cobijan tras el vistoso ropaje de la franca sensibilidad.
Como
en cada una de las tardes de los miércoles, me dirigía
a las clases que recibo en la UMA, Universidad de Málaga, correspondientes
a su Aula de Mayores. Suelo desplazarme, a esa zona alta del Ejido, en autobús
(aunque después gozo de un largo y reconfortante paseo a pie, en la vuelta a
casa). No, no es la primera vez que nos afecta o participamos de esa
incomodidad. Cuando nos hallamos cerca de una parada, y vemos que no llegamos a
tiempo para coger el bus que se aproxima a la misma. En esta ocasión, no había alguien
más esperando su llegada y, ante la posibilidad de perderlo, emprendí una ágil
carrera, por un lateral de la calzada, indicando con la mano al conductor que hiciera
el favor de detener el vehículo. Muchos conductores lo hacen, esperando incluso
al viajero que llega. Pero, el joven que lo conducía, hizo caso omiso a mi
indicación, a pesar de la acelerada carrera que me había dado. Me miró, pero no
hizo el menor ademán o intento para frenar. Siguió su camino, saboreando esa
amarga “felicidad” que neciamente sabemos regalarnos. Y no era yo sólo, quien
se quedó en la parada. Otra chica también había
corrido, o acelerado su paso, confiando en que el conductor iba a tener ese rasgo
o gesto de amabilidad ante mi señal. Los dos, solos bajo la marquesina
de espera y un tanto frustrados, comenzamos a comentar la penosa y pobre imagen
que nos había ofrecido la persona que conducía ese servicio público de movilidad
municipal.
En
el tiempo para la espera del siguiente autobús,
unos diez o doce minutos, fluyó entre nosotros una espontánea conversación que
después, durante el trayecto, continuó en dos asientos intermedios del
voluminoso vehículo. Nunca antes habíamos
intercambiado palabra alguna ni, seguramente, nos habíamos visto. Mi
interlocutora era una chica de cabello moreno, organizado en una corta melena,
ojos azulados y rostro bronceado por la generosidad del sol mediterráneo. La
delgadez de su cuerpo hacía un agradable y juvenil juego, con equilibrada
armonía, en una talla corporal más bien reducida. Con la franqueza, repleta de
simpatía, de sus dos décadas avanzadas de existencia, comenzó a contarme
algunos detalles que presiden el por qué de la oportunidad. Venía de la cercana
Estación de Autobuses, a donde había llegado, como todos los miércoles,
procedente de la localidad granadina de Loja, donde trabaja en la actualidad. Es
malagueña, aunque su pronunciación se ha visto influida por unos años laborales
de estancia en la capital de España. Estudió derecho y consiguió, con gran esfuerzo,
una plaza de funcionaria, en la Administración Civil del Estado. Le hubiera
gustado, y sigue manteniendo la ilusión, trabajar en la docencia, como ha ejercido
su padre, durante toda su vida activa. Al igual que su madre, que es maestra en
educación infantil. Tiene una hermana que, como sus progenitores, también
desempeña la admirable labor de la docencia. Sí, todas las tardes de los
miércoles, toma el bus para Málaga, a fin de acudir a la tutoría del That´s
English, tercero de inglés, en la Escuela Oficial de Idiomas. Muy temprano, en
la madrugada del jueves, ha de enfrentarse al despertador de las cinco, para de
nuevo viajar a la entrañable localidad de Loja, a fin de cumplir con su
responsabilidad laboral durante los cinco días de la semana. Habiéndole
manifestado mi también vinculación escolar con la EOI, no duda en ofrecerme
algunos datos de páginas on line, que me pueden resultar útiles para mis
estudios en el idioma británico. Me asegura que ese “Word reference” me va a
ser de gran ayuda en mis estudios, lo cual ya he comprobado tras navegar por la
red. Durante el sinuoso trayecto del bus por la planimetría urbana malacitana,
unos quince minutos, las palabras vuelan de una a otra vida, desafiando las cortapisas de la timidez, ante la fuerza
admirable de la comunicación. Mis datos se intercambian con los suyos,
en una muestra inequívoca de confianza y recíproca generosidad,
Curiosamente,
ambos nos hemos de bajar en la misma parada. Su hogar familiar se halla ubicado
en una calle aledaña a los centros educativos que pueblan, desde hace más de
medio siglo, ese antiguo altozano del barrio de Capuchinos, en la Málaga
antigua. Caminamos unos metros, plenamente enfrascados en nuestra conversación
hasta que llega el momento de tomar direcciones opuestas, a mis clases y a su domicilio,
respectivamente. Contrasta la riqueza de
nuestras palabras, hasta ese momento, con la cortedad expresiva de la
despedida. “Bueno, mi nombre es…. Y el mío, Merche”.
Tanto ella, como yo, éramos plenamente conscientes de lo improbable que iba a
resultar la reanudación de esa densa y grata conversación para la memoria.
Habían pasado apenas unos veinticinco minutos, desde nuestra acelerada carrera
hacia la marquesina próxima al “Edificio Negro” sede oficial de la
Administración andaluza.
Muchos
pueden estimar o valorar la simpleza o previsibilidad de este relato. Puede
ser. Sin embargo, a muy escasas horas de su desarrollo, he querido traerlo al
protagonismo de unas letras que construyen palabras, ideas o reflexiones.
Aprecio un gran valor en el trasfondo de este ocasional encuentro, que consigue
superar la nitidez de las formas. En un depresivo y
crítico momento para la estructura y
organigrama social, donde aturden esos amenazantes vocablos para el
sosiego, con nombres y apellidos que hablan de crisis, recortes, mercados,
desinversión, manipulación y falacia, resulta reconfortante comentar estos
hechos hermosos, sencillos pero dinámicos y, por supuesto, refrescantes para el
ánimo. Son como pequeños y reparadores oasis, para la
comunicación y el diálogo, que pueden cobijarnos ante el letargo, la opacidad o
la ruindad. Dos personas, contrastadas en la temporalidad generacional, y
nunca antes conocidas, coinciden, ante una simple anécdota cotidiana. Saben
romper las barreras de lo individual y la desconfianza recíproca. Y hablan,
dialogan e intercambian ideas, anécdotas, circunstancias y proyectos. Decía,
líneas atrás, que resultaría poco probable, la reanudación de esa insólita conversación
que supimos mantener en el ecuador de la
tarde. Pero ¿ha sido o no así? Dos o más posibilidades, en la libertad opcional
del lector.
Han pasado varias semanas ya, de mi fortuito encuentro
con Merche. Como preveía, no he vuelto a coincidir con ella. Es curioso. Ahora
que recuerdo, y a pesar de su fluidez en la comunicación, no reparé en
ofrecerle mi correo electrónico, gesto hoy día habitual en la magnitud del
diálogo. La verdad es que tampoco hubiera sido usual, para dos personas
completamente desconocidas hasta ese momento. Supongo que, también para esta
chica, resultaría simpática la escena de aquella tarde, en la que ambos
protagonizamos un densísimo e inesperado
diálogo (obviamente he hecho un resumen en este relato) de apenas veinticinco
minutos. Un fugaz encuentro para dos vidas que supieron romper el monótono
silencio interpersonal. En ambos quedará la fuerza del recuerdo, poblando el reflexivo
desván de nuestra memoria.
Han pasado varias semanas ya, de mi fortuito encuentro
con Merche. Y tenía que ser allí, en nuestra común Escuela para los Idiomas.
Tiempos de exámenes, a pleno calor, en las duras calendas de junio. Nervios,
apuntes, dudas y repasos, ante la inmediatez de las pruebas. Algunas tardes suelo
acudir a la biblioteca de este cosmopolita y poblado Centro escolar. Su largo horario
vespertino me permite un estudio rentable y sosegado para la concentración.
Nada más entrar, en su coqueta y pequeña biblioteca, divisé, en uno de los
ángulos próximos a las ventanas que miran al río, la frágil figura de mi
agradable amiga. Atuendo veraniego y algún cambio en su peinado. Sí, era
también miércoles. Ambos mostramos una evidente alegría por este reencuentro.
Tras un buen rato de estudio, bajamos al bar de la Escuela, donde reanudamos
nuestra conversación. Hoy día somos buenos amigos y sabemos mantener la
comunicación a través de la rica posibilidad del e-mail. Más de una vez hemos
comentado, bajo el tupido color de las sonrisas, el favor que supo hacernos
aquél desagradable conductor de autobús. Si hubiera detenido su vehículo, ella
y yo habríamos subido a su interior y, tras pasar por el lector de tarjetas,
nos habríamos sentado en dos asientos cualesquiera. Casi sin mirarnos, seríamos
dos viajeros más, sumidos en la silenciosa inmensidad del anonimato. No fue así
y hoy, también mañana, lo tenemos que agradecer. Son esos importantes y gratos
regalos que el destino nos sabe deparar, en la imprevisible oportunidad de una
tarde.-
José L. Casado Toro (viernes 8 de Junio 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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