Son
más de las diecinueve horas, en una luminosa tarde de julio. Un importante
centro comercial, en la capital malagueña, acoge a numerosos visitantes que
potencian el bullicio consumista, en plena canícula de contracción y crisis
para la disponibilidad económica de centenares de familias. Dos mujeres, en
plena cronología de los treinta, se quedan por un instante observándose allá en
la planta cuarta, repleta de colores, etiquetas y ofertas. Tras el cruce
detenido en las miradas, se acercan a la acústica y sentimientos de las
palabras. Ambas se han reconocido, a pesar de la amplia distancia que las ha
separado desde el paisaje de la memoria.
Tú eres Linda ¿verdad?. Yo
también te he recordado, a pesar de los años pasados, Celia. ¡Vaya sorpresa. Madre mía ¡Pero qué poquito has cambiado!
No digas eso, mujer, que son casi veintitantos
años…. ¿tal vez veinticinco? Te aseguro que
estoy viendo ahora mismo a mi amiga, a mi gran amiga Linda cuando… Sí Celia, cuando teníamos apenas diez maravillosos años y
éramos ¡qué tiempos! dos crías inseparables. ¿Tienes
minutos disponibles para tomarnos un café? Mira
Celia, me parece estupendo. Aún me resulta difícil creérmelo. Todo el tiempo
que tu quieras. Podemos hablar de tantas cosas…. ¡Vámonos a la cafetería! A esta hora debe estar a tope, pero seguro
que encontramos algún huequecito donde sentarnos. ¡Estar aquí hablando contigo, con mi amiga Linda… y ha
tenido que ser en esta tarde de locura! Ya me ves con las bolsas. Soy una
impenitente compradora de trapos y esas cosas.
Como
dirían los ingleses, (many years ago) hace muchos años,
en una bella y romántica localidad malagueña, allí en la comarca de Ronda, dos
niñas disfrutaban con la dulce placidez de la tarde. Como otros tantos días,
tras la salida del cole, a las cinco y media en punto, merienda en mano y con
sus zapatillas llenas de polvo por el juego en el patio, caminaban hacia “su”
mirador. “De los encantos” como esas dos pequeñuelas (nueve años) solían denominarlo.
Compraban algunas chuches, en ese puestecillo de la “señá” Antonia, al comienzo
del Paseo, y se sentaban, una enfrente de la otra, a contarse chascarrillos y a
reírse con lo que podían. Ambas luciendo trenzas, acabadas en lacitos vitales
en color. Celia, ojos castaños, mirada picarona
y traviesa, siempre muy encariñada con su amiguita del alma, Linda. Ésta, con un color de pelo más al rubio, ojos
entre verdes y celestes naturaleza y un corazón repleto de nobleza, apreciable
por todos los de su entorno.
Desde
hacía dos años, la mami de Linda había viajado al cielo de los ángeles. La
pequeña vivía en un hogar más bien modesto, en compañía de su padre, un laborioso
dependiente de una ferretería en la que se vendía “casi” de todo. Su tía Elsa,
que habitaba otro piso del bloque, les echaba una mano con la comida y la ropa.
Muy voluntariosa en los estudios, supo encontrar en Celia, su mejor compañera
de clase, a esa buena amiga o hermana que se hace tan necesaria para las mejores
o nubladas horas del día. Celia, también hija única, disfrutaba de una posición
familiar más acomodada. Sus padres poseían tierras heredadas, junto a un
vetusto, pero rentable, molino de aceite. Estas propiedades proporcionaban a la
familia la suficiente disponibilidad económica como para ser considerados entre
los ricos del municipio.
Y,
allí sentadas, disfrutando de la merienda con la cinematografía del anaranjado
y verde paisaje, hablaban y hablaban de sus cosas. Intercambiaban no sólo
palabras y sonrisas sino también la dulce
materialidad de juegos inolvidables, generados para la inocencia en la
infancia. Ahora, sentadas en una populosa cafetería de parlanchines
hambrientos, aquellas dos niñas, convertidas ya en mujeres adultas, recordaban,
sumidas en la sonrisa de la nostalgia, uno de aquellos juegos de escaso coste
pero de cromática y rica plasticidad. Consistía en algo tan simple, pero
imaginativo, como era dibujar, reconocer o componer
figuras, poniendo rostro y nombre a esas nubes algodonosas o deshilachadas que
flotaban en el azul anaranjado de un cielo somnoliento, a horas del atardecer.
La habilidad que mostraban las dos chiquillas, sólo con la paleta o pincel de
unos ojos rebosantes de imaginación, era sutilmente admirable. Reconocían, o
pensaban que por allá arriba paseaban, figuras, objetos y rostros de personas o
de la fauna natural. Una forma divertida y económica de modelar capacidades,
enriquecer el tiempo y de gozar con una amistad que tanto valoraban y
necesitaban. Ese bonito juego, junto aquél otro de las
palabras encadenadas o, también, el golpeo habilidoso de unos cromos de príncipes y princesas, desplegados sobre la
piedra del muro, cubría la solidaridad de las horas tardías antes de la vuelta
a sus domicilios, relativamente cercanos en el tejido poliédrico de lo urbano.
Con el paso de los años, cada una de ellas fue rellenando
páginas en sus vidas, con el descuidado amargor que siempre genera la
distancia. Dos “hermanas” en la amistad de la infancia, recorrieron
caminos diferentes en la adolescencia y juventud universitaria. Los teléfonos
dejaron de sonar. Otras compañías ocuparon su unión e incluso la felicitación
navideña no supo encontrar el camino de la oportunidad, para su afectivo
destino. Las nubes allí siguieron, confiando sin suerte que, una tarde más,
aquellas dos inseparables amigas observaran sus lúdicas siluetas, a fin de continuar
jugando a la identificación de las formas.
Celia,
en la actualidad, es interventora en una consolidada Caja de Ahorros. La
sucursal donde trabaja está situada entre el tosco murallón de Sierra Blanca y
las olas que susurran serenidad y sosiego, navegando desde el Mediterráneo.
Vive con sus dos hijas, que terminan la Primaria, fruto de un matrimonio
fracasado, hace ya un lustro del desamor. Ahora sale con un ejecutivo bancario,
también divorciado, aburrido pero con dinero, que nutre sus desconciertos,
ambiciones y soledades. Por su parte,
Linda lleva bien su oficio de maestra, en un centro publico en la barriada de
El Palo, muy cerquita del mar. Convive con una compañera de oficio que, tras su
profunda amistad, abandonó la Castilla abulense para recalar acá en el Sur
malacitano, donde nutren ese cariño y amor que da sentido y rumbo a la
sencillez de sus existencias.
Sin
apenas reparar en ello, el minutero ha volado por los caminos de las palabras,
los recuerdo y los afectos. Han pasado muchos años pero Linda y Celia han
recordado momentos muy gratos que sustentaron sus inocentes infancias. Bajaban
juntas las escaleras mecánicas, del macrocentro, donde casi todo es posible,
cuando un joven encorbatado, bien peinado y con portafolios a modo de escudo
medieval, les pregunta si poseen la tarjeta del establecimiento. Sonrisas de
cortesía como respuestas y, ya en unas calles heridas por las obras del
metropolitano, intercambian un abrazo y beso para la despedida. “Como hemos quedado, nos llamamos para dentro del dos
sábados. Te llevas a tus niñas y a mi me acompañará Margot. Pasamos un buen día
en nuestro pueblo y, por la tarde, todas juntas nos vamos al Paseo de los
Ingleses. Como sabes, está algo cambiado. El puestecillo de chuches lo lleva
una familia sudamericana. La “señá” Antonia era ya muy mayor. El Mirador sigue
prácticamente igual. Y allí permanecen esas blancas y algodonosas burbujas.
Seguro que aún nos siguen esperando. Le enseñarás a tus crías, y yo a mi compa,
cuántas figuras, personajes y seres, hay en el cielo, volando en las nubes.
Sólo hay que saber mirar, soñar e identificarlos”.
Para
estas dos mujeres, aquella tarde de julio tuvo el grato sabor de la diferencia.
Recuperaron parte de su ser a través de una vuelta, con el magnetismo posible
de lo irreal, a la infancia. Etapa ya alejada
en el tiempo pero próxima ante un cielo azul celeste, donde aún permanecen
formas, caprichos y sentimientos, a través de la magia plástica que dibujan las
nubes.-
José L. Casado Toro (viernes 1 de junio 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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