viernes, 1 de junio de 2012

FORMAS Y PERSONAJES, DIBUJADOS EN EL CIELO.


Son más de las diecinueve horas, en una luminosa tarde de julio. Un importante centro comercial, en la capital malagueña, acoge a numerosos visitantes que potencian el bullicio consumista, en plena canícula de contracción y crisis para la disponibilidad económica de centenares de familias. Dos mujeres, en plena cronología de los treinta, se quedan por un instante observándose allá en la planta cuarta, repleta de colores, etiquetas y ofertas. Tras el cruce detenido en las miradas, se acercan a la acústica y sentimientos de las palabras. Ambas se han reconocido, a pesar de la amplia distancia que las ha separado desde el paisaje de la memoria.

Tú eres Linda ¿verdad?. Yo también te he recordado, a pesar de los años pasados, Celia. ¡Vaya sorpresa. Madre mía ¡Pero qué poquito has cambiado! No digas eso, mujer, que son casi veintitantos años…. ¿tal vez veinticinco? Te aseguro que estoy viendo ahora mismo a mi amiga, a mi gran amiga Linda cuando… Sí Celia, cuando teníamos apenas diez maravillosos años y éramos ¡qué tiempos! dos crías inseparables. ¿Tienes minutos disponibles para tomarnos un café? Mira Celia, me parece estupendo. Aún me resulta difícil creérmelo. Todo el tiempo que tu quieras. Podemos hablar de tantas cosas…. ¡Vámonos a la cafetería! A esta hora debe estar a tope, pero seguro que encontramos algún huequecito donde sentarnos. ¡Estar aquí hablando contigo, con mi amiga Linda… y ha tenido que ser en esta tarde de locura! Ya me ves con las bolsas. Soy una impenitente compradora de trapos y esas cosas.

Como dirían los ingleses, (many years ago) hace muchos años, en una bella y romántica localidad malagueña, allí en la comarca de Ronda, dos niñas disfrutaban con la dulce placidez de la tarde. Como otros tantos días, tras la salida del cole, a las cinco y media en punto, merienda en mano y con sus zapatillas llenas de polvo por el juego en el patio, caminaban hacia “su” mirador. “De los encantos” como esas dos pequeñuelas (nueve años) solían denominarlo. Compraban algunas chuches, en ese puestecillo de la “señá” Antonia, al comienzo del Paseo, y se sentaban, una enfrente de la otra, a contarse chascarrillos y a reírse con lo que podían. Ambas luciendo trenzas, acabadas en lacitos vitales en color. Celia, ojos castaños, mirada picarona y traviesa, siempre muy encariñada con su amiguita del alma, Linda. Ésta, con un color de pelo más al rubio, ojos entre verdes y celestes naturaleza y un corazón repleto de nobleza, apreciable por todos los de su entorno.

Desde hacía dos años, la mami de Linda había viajado al cielo de los ángeles. La pequeña vivía en un hogar más bien modesto, en compañía de su padre, un laborioso dependiente de una ferretería en la que se vendía “casi” de todo. Su tía Elsa, que habitaba otro piso del bloque, les echaba una mano con la comida y la ropa. Muy voluntariosa en los estudios, supo encontrar en Celia, su mejor compañera de clase, a esa buena amiga o hermana que se hace tan necesaria para las mejores o nubladas horas del día. Celia, también hija única, disfrutaba de una posición familiar más acomodada. Sus padres poseían tierras heredadas, junto a un vetusto, pero rentable, molino de aceite. Estas propiedades proporcionaban a la familia la suficiente disponibilidad económica como para ser considerados entre los ricos del  municipio.

Y, allí sentadas, disfrutando de la merienda con la cinematografía del anaranjado y verde paisaje, hablaban y hablaban de sus cosas. Intercambiaban no sólo palabras y sonrisas sino también la dulce  materialidad de juegos inolvidables, generados para la inocencia en la infancia. Ahora, sentadas en una populosa cafetería de parlanchines hambrientos, aquellas dos niñas, convertidas ya en mujeres adultas, recordaban, sumidas en la sonrisa de la nostalgia, uno de aquellos juegos de escaso coste pero de cromática y rica plasticidad. Consistía en algo tan simple, pero imaginativo, como era dibujar, reconocer o componer figuras, poniendo rostro y nombre a esas nubes algodonosas o deshilachadas que flotaban en el azul anaranjado de un cielo somnoliento, a horas del atardecer. La habilidad que mostraban las dos chiquillas, sólo con la paleta o pincel de unos ojos rebosantes de imaginación, era sutilmente admirable. Reconocían, o pensaban que por allá arriba paseaban, figuras, objetos y rostros de personas o de la fauna natural. Una forma divertida y económica de modelar capacidades, enriquecer el tiempo y de gozar con una amistad que tanto valoraban y necesitaban. Ese bonito juego, junto aquél otro de las palabras encadenadas o, también, el golpeo habilidoso de unos cromos de príncipes y princesas, desplegados sobre la piedra del muro, cubría la solidaridad de las horas tardías antes de la vuelta a sus domicilios, relativamente cercanos en el tejido poliédrico de lo urbano.

Con el paso de los años, cada una de ellas fue rellenando páginas en sus vidas, con el descuidado amargor que siempre genera la distancia. Dos “hermanas” en la amistad de la infancia, recorrieron caminos diferentes en la adolescencia y juventud universitaria. Los teléfonos dejaron de sonar. Otras compañías ocuparon su unión e incluso la felicitación navideña no supo encontrar el camino de la oportunidad, para su afectivo destino. Las nubes allí siguieron, confiando sin suerte que, una tarde más, aquellas dos inseparables amigas observaran sus lúdicas siluetas, a fin de continuar jugando a la identificación de las formas.

Celia, en la actualidad, es interventora en una consolidada Caja de Ahorros. La sucursal donde trabaja está situada entre el tosco murallón de Sierra Blanca y las olas que susurran serenidad y sosiego, navegando desde el Mediterráneo. Vive con sus dos hijas, que terminan la Primaria, fruto de un matrimonio fracasado, hace ya un lustro del desamor. Ahora sale con un ejecutivo bancario, también divorciado, aburrido pero con dinero, que nutre sus desconciertos, ambiciones  y soledades. Por su parte, Linda lleva bien su oficio de maestra, en un centro publico en la barriada de El Palo, muy cerquita del mar. Convive con una compañera de oficio que, tras su profunda amistad, abandonó la Castilla abulense para recalar acá en el Sur malacitano, donde nutren ese cariño y amor que da sentido y rumbo a la sencillez de sus existencias.

Sin apenas reparar en ello, el minutero ha volado por los caminos de las palabras, los recuerdo y los afectos. Han pasado muchos años pero Linda y Celia han recordado momentos muy gratos que sustentaron sus inocentes infancias. Bajaban juntas las escaleras mecánicas, del macrocentro, donde casi todo es posible, cuando un joven encorbatado, bien peinado y con portafolios a modo de escudo medieval, les pregunta si poseen la tarjeta del establecimiento. Sonrisas de cortesía como respuestas y, ya en unas calles heridas por las obras del metropolitano, intercambian un abrazo y beso para la despedida. “Como hemos quedado, nos llamamos para dentro del dos sábados. Te llevas a tus niñas y a mi me acompañará Margot. Pasamos un buen día en nuestro pueblo y, por la tarde, todas juntas nos vamos al Paseo de los Ingleses. Como sabes, está algo cambiado. El puestecillo de chuches lo lleva una familia sudamericana. La “señá” Antonia era ya muy mayor. El Mirador sigue prácticamente igual. Y allí permanecen esas blancas y algodonosas burbujas. Seguro que aún nos siguen esperando. Le enseñarás a tus crías, y yo a mi compa, cuántas figuras, personajes y seres, hay en el cielo, volando en las nubes. Sólo hay que saber mirar, soñar e identificarlos”.
Para estas dos mujeres, aquella tarde de julio tuvo el grato sabor de la diferencia. Recuperaron parte de su ser a través de una vuelta, con el magnetismo posible de lo irreal, a la infancia. Etapa ya alejada en el tiempo pero próxima ante un cielo azul celeste, donde aún permanecen formas, caprichos y sentimientos, a través de la magia plástica que dibujan las nubes.-


 José L. Casado Toro (viernes 1 de junio 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/

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