A muchos nos suele ocurrir con frecuencia, de manera especial si somos personas algo distraídas o soportamos un cierto despiste en nuestra memoria. Vamos caminando a través de la ciudad y de manera inesperada alguien se nos queda mirando y de forma educada nos saluda. Además de mostrar expresivamente su sonrisa, en ocasiones incluso detiene su marcha, se nos acerca y nos pregunta cómo “van las cosas”. Incluso añade algún dato personal. Entonces te ves obligado a “disimular”, ante tus dudas, respondiéndole de manera amable y cordial. Tras la despedida y al reiniciar la marcha, sigues manteniendo en tu pensamiento esa repetida frase de “Pero ¿quién es este señor –o señora- a quien he saludado? No lo logro localizar en mi memoria”.
La misma o similar experiencia se repite en el correo electrónico del ordenador o incluso a través del Blog personal. En ese también inesperado mensaje, aparece un remitente que con frecuencia se suele presentar de la misma forma: “Estimado … Te/Lo he localizado a través de Internet. He sido alumno/compañero suyo y lo recuerdo con gran afecto”. A continuación, añade algunos datos no especialmente concretos de la supuesta relación que hemos mantenido. “Lo he venido siguiendo por los contenidos de su blog y hoy finalmente me he animado a escribirle”. Como son escasos los datos que te ofrece, no resulta fácil realizar su localización en la memoria. A fin de evitar un desaire, tu respuesta se viste con formas “mecanicistas”, por supuesto cordiales, sin que sepas exactamente a quién estás escribiendo.
Lo sorprendente del caso es que, después de una semana y media del primer correo, ese “desconocido” que manifestaba llamarse URBANO, reaparece en mi vida. Sigue mezclando las frases amables, con algunos datos aislados referentes al destinatario. Pero lo fundamental de este segundo mensaje estaba en la petición que realizaba para que acudiera a una cita y pudiéramos mantener una conversación personal. Lo hacía de una forma explícitamente “suplicante”, pues daba a entender que se encontraba soportando un grave problema de naturaleza económica.
Desde luego, la primera respuesta que normalmente fluía ante la extraña petición es no hacer demasiado caso de un asunto que carecía de claridad por los cuatro costados. Pero en el misterioso correo adjuntaba una copia fotográfica, en la que se mostraba a un grupo de jóvenes, chicos y chicas, disfrutando de una mañana en la playa. Entre esos jóvenes, más o menos adolescentes, estaba mi propia imagen. Efectivamente, hace muchos años éramos miembros de un grupo juvenil parroquial, que participábamos en diversas actividades recreativas. En aquel grupo existían “altas y bajas” continuas de jóvenes, pues el colectivo tenía su sede en un lugar bastante céntrico y emblemático de la ciudad y además, para poder integrarse y entretenerse con las numerosas actividades que se llevaban a cabo no había que pagar cuotas ni mayores requisitos. La amistad era el aval imprescindible para echar unas horas durante las tardes y en los fines de semana, en el gran local que la parroquia gratuitamente nos cedía.
Volviendo a la entrañable fotografía (en blanco y negro o escala de grises, como ahora se acostumbra a decir) la rebusqué afanosamente entre mis recuerdos de muchos años atrás y al final apareció, por cierto, con un buen estado de conservación. Recordaba algunos nombres de los amigos que allí aparecían y a los que no había vuelto a ver desde muchísimo tiempo. Y es que habían pasado ya más de cuatro décadas y media, desde la toma fotográfica de una entrañable y alegre mañana en la playa de la Misericordia malacitana. Era lógico pensar que la persona que firmaba el correo sería uno de los muchos jóvenes que aparecían en la escena grupal sobre la arena. Pero ese nombre carecía absolutamente de relevancia en mi memoria.
Sin embargo, a pesar de esa mi primera intención, decidí en uno de esos momentos en que miraba la foto rebuscando en la memoria, acceder a la petición del extraño personaje, que me “hablaba” desde la red informática. Quedamos en vernos en una cafetería, no lejos del monumento catedralicio, un viernes de otoño, a esa oportuna hora de las seis de la tarde.
Acudí a la cita con puntualidad. Tras estar un buen rato esperando en la puerta del establecimiento, sin que hiciera acto de presencia mi extraño interlocutor, me senté en una de las mesas que aún no estaban ocupadas por esa voraz clientela, que prolonga el tiempo de la merienda hasta las horas en que muchos extranjeros ya descansan en su cómodo lecho. El esperado personaje, por alguna razón que tuviera, no se presentó al encuentro concertado.
Sin embargo, aquella misma noche, para mi sorpresa, recibo una comunicación electrónica de Urbano. En dicho correo se justifica por su incomparecencia. Parece evidente que estuvo allí, pues aportaba algunos datos acerca de la ropa que yo llevaba puesta. En pocas palabras indicaba que su estado físico estaba actualmente muy deteriorado, a consecuencia de una mala vida de consumos y vivencias. En definitiva, que no tuvo fuerzas o ánimos suficientes para mostrarse ante mi persona. Pero a continuación de esa somera explicación, planteaba de manera abierta la necesidad que tenía de ayuda económica, además de buenos consejos para salir del marasmo y, por supuesto, esa confianza afectiva de la que se sentía huérfano.
El problema nuclear que le estaba provocando su principal motivo de desazón derivaba de un conflicto económico, con muchos flecos, en el que estaba preocupantemente inmerso. Lo explicaba a su manera. Había perpetrado diversos hurtos o robos monetarios, en la empresa de comercio textil donde trabajaba, filial de una importante cadena de ropa a nivel nacional. Ya no era sólo el despido lo que temía, sino las implicaciones penales que podían sobrevenirle, a consecuencia de su ilícito y delictivo comportamiento. Parece ser que ejercía funciones contables, en su desempeño profesional. Finalmente añadía que había acudido o llamado a muchas puertas, encontrando desigual respuesta en personas más o menos allegadas o amigas, Y a partir de ahí, concretaba su extraña petición.
El “amigo Urbano” (del que yo seguía sin recordar nada al respecto, tenía que ser uno de aquellos adolescentes y jóvenes que grupalmente nos habíamos fotografiados en una mañana de playa, hacía más de cuarenta años) me explicaba que había una asociación que le podía resolver el problema más grave, que no era otro que el fraude contable y la falsificación de los datos, para sostener los hurtos y robos subsiguientes. Dicha asociación podía recibir entregas económicas de personas que quisieran ayudarle, préstamos de 300 a 500 euros, que en el plazo de un año podrían ser devueltos con un interés notablemente más elevado que el que ofrecen en la actualidad las entidades bancarias. En definitiva, era una sociedad que manejaba o invertía un dinero negro inversor, de espaldas a la Administración tributaria. Según fuese los inversionistas que quisieran ayudarle, la ilícita asociación podría “sanear“ de alguna forma sus problemas contables, aunque él tendría que dedicar parte de su tiempo libre para trabajar a favor de los turbios negocios que ese grupo ilegal emprendía, un día tras otro.
Desde luego todo parecía muy “turbio” y con muy precarios niveles de credibilidad. Me facilitaba una página web y una dirección electrónica, para que a través de la misma entrase en contacto con tan extraña sociedad financiera/inversionista, denominada PROFIT FACTORY. Al final de su largo correo me daba repetidas veces las gracias por la ayuda que pudiera prestarle, rogándome encarecidamente que fuese absolutamente discreto con toda la información que me había facilitado, pues estábamos tratando con un mundo muy peculiar, con el que no deberías “irte de la boca” pues en caso contrario las consecuencias podrían ser en extremo peligrosas. Apelaba, sentimentalmente, a ese vínculo de amistad grupal que nos había unido, en tiempos lejanos de nuestra lejana adolescencia y dinámica juventud.
La sede de dicha sociedad inversionista tenía que ser un “secreto de alto nivel” pues cuando entrabas en la página de la sociedad, toda ella escrita en inglés, ese dato era totalmente inexistente. Había que operar a través de Internet y esa supuesta localización parecía ser como una nube informática, sin una geografía espacial definida. Todo conducía a una realidad virtual. A consecuencia de esta dudosa percepción, consideré oportuno e inexcusable priorizar la prudencia antes de tomar decisiones de las que posteriormente me pudiera arrepentir.
Sin embargo, los acontecimientos se fueron sucediendo a una velocidad insospechada. En la noche del día siguiente recibí una llamada telefónica, de una voz un tanto angustiada. Era el tal Urbano que había localizado mi número móvil posiblemente a través de Internet. Me volvía a pedir, con reiteración que le ayudara. Me aclaraba que estaba realizando diversas llamadas a viejos amigos, a fin de que no dudaran de la bondad de dicha sociedad inversionista, con la que se podían obtener interesantes beneficios, a demás de ayudarle a superar una situación en extremo problemática para con su persona.
“Te estoy pidiendo sólo esa primera inversión de 300 euros, que tu puedes pagar sin un esfuerzo excesivo. Verás como dentro de un mes, la página de Profit Factory ya te ha sumado a esa cantidad un 15 %. Por supuesto que es un negocio en el mercado negro, pero mientras más personas inviertan, más seguridad voy a tener de que mis problemas se pueden resolver. Yo ya estoy colaborando en la dinamización de dicha sociedad. No tengo, para mi pesar, otra salida para estos problemas que me abruman. Te reitero y suplico que veas el funcionamiento de esta sociedad con una inversión mínima. Verás como en el futuro te sientes atraído a incrementar ese pequeño esfuerzo inversor, ante los óptimos resultados para tu economía que puedes obtener”.
Contra toda lógica, unos días después decidí evitar “dejar tirado en el lodazal” a un joven con el que, en los años de juventud, podría haber compartido el tiempo grupal, en los aledaños de una famosa y céntrica parroquia malacitana. No tenía conciencia de haberlo vista ya de mayor y en la foto aparecían muchos jóvenes y adolescentes. Aunque no sabía quién era el tal Urbano, decidí realizar una primera inversión. Y con la lógica intriga, cautela e incredulidad, adopté la decisión de esperar a ver la evolución propia de los acontecimientos.
Pasaron las semanas. También algunos meses. No volví a tener contacto con el “antiguo amigo o compañero de grupo juvenil” pues, aunque al par de meses le escribí breves correos electrónicos, el servidor correspondiente me los devolvía de inmediato, pues no había encontrado un destino adecuado para la dirección que yo tenía, en donde depositar el susodicho e-mail. Di el asunto por zanjado, pues llegó el verano, con todos sus incentivos y aquella aventura nostálgica primaveral “sólo” me había supuesto trescientos euros. Y de la inversión y de ese interés del “mercado negro financiero” nada más se supo. Mal negocio, desde luego. Tal vez en aquel momento pudo más en mi el iluso sentimiento. sobre la prudencia y sensatez de la lógica.
Cuando en aquella mañana de septiembre sonó el timbre de mi puerta, no podía imaginar que en pocos minutos se iban a desvelar muchas preguntas y no escasas incertidumbres. Tras observar por la mirilla, veo a un hombre de mediana edad, vistiendo una chaqueta vaquera celeste, pantalones de la misma marca y calzando unas deportivas, posiblemente de las que se compran en Decathlon. Se presentó, enseñándome la placa correspondiente, como el subinspector del cuerpo nacional de policía Fermín Trascapilla. Persona de cuerpo delgado, complexión atlética, expresión algo cansada (comentó que había estado de guardia toda la noche) y portaba una mochila en su hombro izquierda. De cabello moreno, al igual que sus ojos, mostraba una incipiente barbilla que recorría toda su fina mandíbula, completándola con un bigote muy reducido en su desarrollo. Le ofrecí asiento de inmediato y lo primero que hizo, sin esbozar la menor expresión en su rostro fue la de extraer de su chaqueta un sobre blanco, un tanto “ajado” por su manoseo que me ofreció sin articular palabra. Probablemente quería observar la expresión que yo mostraba al comprobar su contenido.
Dentro del sobre había seis billetes de cincuenta euros. Los trescientos euros que el subinspector ponía en mis manos sumaban exactamente la cantidad que por transferencia yo había enviado a la sociedad financiera Profict Factory, hacía, aproximadamente, unos cinco meses, con el fin de ayudar a mi supuesto “amigo” de la adolescencia Urbano. De inmediato y con las palabras muy bien aprendidas, para decirme exactamente sólo lo que yo tenía que saber, se expresó más o menos de la siguiente forma:
“Sr … Le entrego en mano este dinero que es suyo. Sabrá, sin duda, a qué me estoy refiriendo. Como ha comprobado, es el dinero exacto. Tal vez eche en falta ese señuelo que le han dicho acerca de que su “esfuerzo inversor” tendría la compensación de un quince por ciento. Pero debe dar gracias por haber recuperado su capital, que tenía irremediablemente perdido. Y ahora debo indicarle lo siguiente, rogándole que no me haga preguntas al respecto, sobre todo porque todo lo que podría ampliarle tiene la consideración de materia reservada. Le encarezco, simple y sencillamente, que olvide, para su bien, todo el contenido o raíz de este complejo asunto. Sólo le añadiré que en el mismo hay implicada gente muy importante y hay que “taparlo” como sea. Como si nada hubiera pasado. Si sigue estas indicaciones, le aseguro que no tendrá problema alguno en el futuro”.
A partir de este momento, el subinspector Trascapilla se incorporó de su asiento, esbozó una extraña y ritual sonrisa y se dispuso a abandonar mi apartamento. Me dejó un tanto más extrañado cuando, antes de estrecharme la mano como despedida, añadió una más enigmática y breve frase “Incluso pienso que sería mejor que Vd. asumiera que mi presencia aquí en su domicilio no ha tenido lugar. Muchas gracias y le deseo lo mejor”. En muy pocos segundos, el sonido y mecanismo del ascensor trasladaba a este enigmático funcionario lejos de mi vida cotidiana.
He de reconocer que, durante los días y semanas siguientes, fueron numerosos los momentos en que me sentí vigilado, controlado, “perseguido” en mis movimientos cuando paseaba por el tránsito urbano o me desplazaba para hacer los quehaceres. Por fortuna he de añadir que nadie se me acercó para recordarme o comentarme nada acerca de esta misteriosa historia de la que, obviamente, había sido uno de los protagonistas. Por cierto, no tuve futuras noticias o comunicaciones de aquel chico inconcreto de la fotografía, en la que formábamos grupo en un día playero de verano. Pensé que era mejor no dirigirme de nuevo a Urbano, a través de la dirección electrónica que mi comunicante había utilizado para ponerse en contacto conmigo.
¿Que había de verdad en las tribulaciones humanas y económicas de esta persona? La página web de Profict Company había desaparecido de la web. El tiempo ayuda a conllevar mejor los olvidos y las inquietudes. Ahora, cuando un desconocido me saluda por la calle, siempre que ello sea posible, le pregunto con la mayor cordialidad y firmeza que tenga a bien aclararme exactamente quién es. –
UN EXTRAÑO CORREO,
PARA LA INCERTIDUMBRE
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 15 diciembre 2023
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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