Abrió la puerta de la habitación, habitáculo que con bastante esfuerzo al fin había conseguido alquilar. No había sido fácil convencer a un veterano y algo desaliñado recepcionista quien, tras un deteriorado y no muy aseado mostrador, mantenía que la única habitación que tenía libre la había reservado para alguien que había llamado minutos antes. Una buena propina hizo cambiar de criterio al “interesado” encargado de la modesta pensión. Era una vieja estratagema, aplicada por el hábil recepcionista, a fin de obtener unos “bien recibidos y necesitados” euros de interesante compensación, para su sueldo algo “escuálido”.
La PENSIÓN IMPERIAL estaba ubicada en uno de los barrios obreros de la localidad. El “cincuentenario” edificio constaba de tres plantas, más bajo. Era conocido por los precios baratos que aplicaba a los clientes que decidían allí hospedarse. Su fachada daba a una estrecha y no bien iluminada calle, con patentes muestras de suciedad e indisimulable abandono. Los servicios municipales no tenían entre sus prioridades limpiar aquel callejón, que desembocaba en una zona más diáfana para el paso y la actividad comercial. Incluso la llave del 206, que había utilizado para la apertura y cierre de la puerta este nuevo cliente, no era la típica tarjeta magnética que aplican la mayoría de los establecimientos hoteleros en sus instalaciones. Se trataba de una “antigua” llave con signos de oxidación, por el “rudo” metal con que estaba construida y “mil” veces usada por los huéspedes que la habían utilizado.
La habitación que tenía ante sus ojos era pequeña, con una cama doble de matrimonio que ocupaba gran parte del espacio disponible. Tenía en uno de sus lados un cuarto de aseo, con lavabo e inodoro. En esa segunda planta, había dos habitaciones sin cuarto de baño, cuyos usuarios tenían que acudir al baño común, situado al final del pasillo, cuando deseaban ducharse. El mobiliario lo completaba una muy pequeña mesa y una silla con el asiento de recia madera. Al otro lado de la cama y en la esquina de la ventana había un silloncito, tapizado con tela de pana marrón, sin reposabrazos. En unos apliques de la pared frontal a la cama, estaba colgado un antiguo televisor, que funcionaba a través de un mando “engrasado” por el mucho uso de manos no bien limpiadas y cuyo compartimento de las pilas estaba cerrado por una cinta aislante de electricista, ya que la tapadera había “desaparecido”.
TORCUATO Biempica Aleñá dejó la maleta que llevaba encima de la colcha que cubría el colchón de la cama, a fin de que se fuera secando del agua de lluvia que había recibido, desde su domicilio familiar hasta llegar a la pensión. También él se encontraba mojado, debido a que el viento racheado hacía prácticamente inútil el uso del paraguas. Se estuvo secando con una toalla la cabeza y la gabardina que llevaba y a continuación se sentó unos minutos en el borde del colchón para recuperar fuerzas y también para tratar de equilibrar su bajo estado de ánimo, bien bajo en toda la tarde y que lo tenía intensamente apesadumbrado.
Comprobó en la esfera de su reloj que habían pasado diez minutos sobre las 20 horas y no se sentía con ganas o fuerzas para salir a tomar algo de cena. Sólo había comprado un botellín de agua mineral al recepcionista Amaro, profesional que también se ganaba la vida vendiendo esos botellines, refrescos, frutos secos y chocolates, en un pequeño expositor adosado a la mesa de atención a los clientes.
La tarde había sido inesperadamente durísima para la vida de este hombre que estaba muy cercano de cumplir los 50. Todo había “estallado” cuando su mujer ELOISA, 45, se ocupaba en ir ordenando las prendas colgadas en el armario del dormitorio, colgándolas bien en las perchas o guardando en la cajonera otra ropa y complementos de uso personal. Se dio el caso que desde la chaqueta de su marido habían caído al suelo dos terribles muestras difíciles de explicar para la sorprendida ama de clasa. Los dos significativos elementos eran unas pequeñas bragas rojas, estampadas con blancos corazoncitos, además de una fervorosa y apasionada carta de amor, que había escrito su marido Torcuato a una persona que ella no conocía, llamada ESTRELLITA.
El trasfondo del asunto era fácil de suponer, dadas las evidencias. La relación de Torcuato, 49, auxiliar administrativo en el museo de la localidad, con esta muy joven limpiadora, 19, que prestaba servicio en el mismo organismo público cultural, había comenzado hacía ya unos dos meses. Primero fueron las miradas afectivas que se cruzaron a diario. Después vinieron las meriendas o desayunos, compartiendo las palabras e intimidades. Las ocurrencias y vitalismo de la joven se complementaban con el carácter más sosegado y reflexivo del auxiliar del Museo (que también funcionaba como Casa de la Cultura). Así se vincularon esa “locura” por lo nuevo, en un intento de recuperar la juventud perdida, por parte de Torcuato, con la inexperiencia y el deslumbramiento por la madurez de su compañero de trabajo, en el caso de Estrella.
Esta peculiar relación intergeneracional suponía para Torcuato unos buenos gastos, sustanciados en regalos, meriendas y sobre todo esas promesas para el futuro, que se manifiestan de una forma inconsciente, infantil e irreal, construyendo ese castillo de naipes que en cualquier momento puede caer, por su básica inestabilidad. En cuanto a la vinculación matrimonial de Torcuato con Elo, desde hacía tiempo era bien gris. La cónyuge, 45, centraba su vida en los vínculos afectivos que desarrolla con sus amigas “de toda la vida” (salidas de compras, cafeterías, cine, paseos, etc.). Los dos hijos que habían gestado, en su cada vez más aburrido y desvitalizado matrimonio, Marian y José Antonio, estaban ya completamente emancipados, integrados en sus respectivas familias.
La lectura de la misiva que Torcuato pensaba entregar a Estrellita hizo montar en cólera a su mujer quien, con la carta en una mano y las bragas rojas en la otra (el auxiliar había pedido a su compañera de trabajo que le entregara alguna de sus prendas, para recordarla y tenerla felizmente presente, cuando no la tenía su lado) organizó una gran trifulca, tras la cual bajó una vieja maleta de un altillo, introduciendo un par de mudas y ropa básica de su marido, en su interior y colocándola delante de la puerta del domicilio que habitaban y con un fuerte grito de ¡A LA CALLE! echó literalmente de casa a su todavía esposo, añadiendo algunas lindezas, como “viejo putero”, sinvergüenza, ¡viejo verde…! con una fuerte excitación de rabia, ira y desconsuelo anímico.
La carta reveladora de la continua infidelidad, escrita por Torcuato, para entregársela a su joven amante, expresaba su deseo o insistencia en mantener la “infiel” relación, a pesar de que la joven ya se sentía cansada de tener que soportar la libido casi permanente y obsesiva de un “viejales”, a pesar de la gratitud en regalos que este veterano amante le entregaba, para merecer sus “favores”.
Ya más seco de la lluvia que su cuerpo había recibido, se sentó en el borde de la cama, cubriéndose en rostro con ambas manos. Se sentía cansado, abrumado, aturdido y para colmo fuera de su hogar, de donde había sido “expulsado”. Dentro de su comprensible confusión, intentó pensar acerca de cómo había llegado a ser protagonista de la desastrosa situación que padecía. Era consciente de que su relación con Elo, se manera especial cuando sus dos hijos dejaron el hogar familiar, había caído de una manera progresiva en una continua y aburrida rutina. Desde hacía tiempo, los objetivos de uno y otro se habían centrado en sus afanes personales. Ella, con sus amigas de siempre. Él, con su también antiguo compañero de escuela TADEO, operario de un taller protésico dental. Este amigo íntimo, había enviudado hacia más de un lustro, con lo que la amistad entre ambos fue creciendo de una forma muy gratificante. Compartían muchos ratos de café por las tardes, se distraían jugando al dominó y también con la baraja de cartas y cuando el tiempo era bueno, se echaban unas buenas caminatas por los campos cercanos durante los fines de semana.
Pero un infortunado día se cruzó en el camino de su vida la juventud, la belleza, la simpatía, los caprichos, las miradas insinuosas y sensuales de esta muy joven compañera en el trabajo, llamada ESTRELLA. A la chica, por su inmadurez, le gustaba el trato con las personas mayores, de quienes decía aprendía mucho, por “la cultura” que le aportaban. Torcuato, además de ese cuerpo y alegría “adolescente” le agradaba y complacía mucho, para equilibrar su autoestima, que la chica le escuchase de manera continua y receptiva.
Lo que había comenzado como un simple juego infantil, se le había ido de las manos, con esa necesidad imperiosa de sexualidad, para una persona en los albores de su medio siglo de existencia. También había perdido el control en el gasto, pues para mantenerla contenta había echado mano de la tarjeta bancaria de crédito. Era cierto que ella pronto de hartó de aguantarlo, pero él insistía, regalo tras regalo. Llegó un momento en que la joven fue poniendo trabas a las necesidades imperiosas de sexo que él le demandaba. En este contexto, Torcuato había redactado esa carta de amor y necesidad que pensaba entregarle, en donde explicitaba que se sentía “esclavo” de su amor. Misiva que el azar, el destino o la suerte quisieron que cayera precisamente en manos de quien menos debía conocer su contenido, con las drásticas y dramáticas consecuencias que ya conocemos.
En un momento de intenso desconsuelo, sumido en aquel cuartucho de una modesta pensión de hospedajes dudosos y parejas “anónimas”, sólo tenía cerca, como medio relacional, el móvil telefónico. Hizo una primera y segunda llamada a Estrella, pero una y otra no fueron atendidas. La joven estaba, a pesar de sus regalos e insistencias, bastante harta de este compañero “pegajoso”, del que incluso podía ser nieta por la edad. En un momento determinado, Torcuato se sintió superado emocionalmente y lágrimas “amargas” brotaron de sus ojos. Esa creciente excitación que le embargaba despertó sin embargo en algo su apetito. Comprobó por la ventana de su habitación que había dejado de llover, tras la “tromba” y ventisca de toda la tarde. Bajó al hall de la pensión y saludó al recepcionista Amaro, quien apenas despegó los ojos del periódico MARCA que leía tras el mostrador.
Caminó hacia una tienda cercana, que estaba a dos calles de distancia y que mantenía su apertura hasta las 21:30. Allí le prepararon un bocadillo de queso y jamón cocido, con el que subió a su habitación 206 de la pensión. Le dio un par de bocados, pero el supuesto apetito pronto le abandonó. Todo ello generado por el estadio nervioso depresivo que le afectaba, cada vez con mayor intensidad. Se sentaba en el borde de la cama y se levantaba, dando repetidos pasos, por ese reducido espacio de la habitación. Todo ello en silencio, pues no tenía a nadie con quien hablar. Recordaba algunos gratos momentos de su vida matrimonial, momentos inmersos en la ilusión, el cariño, la atracción y el diálogo fraternal: su noviazgo, el enlace matrimonial, el nacimiento de su hija Marian, los veraneos en las localidades costeras … En un instante de patente excitación, decidió marcar el número de su mujer. El reloj marcaba las 22:05. Eloisa atendió la llamada, pero permaneció totalmente en silencio durante los minutos en que su denostado marido hablaba. Torcuato reconoció que había sido un irresponsable, que se avergonzaba profundamente de su alocado comportamiento y que le pedía “de rodillas” perdón, una y otra vez. Que le rogaba, por los 23 años de su matrimonio, que le diera una oportunidad para reparar todo el daño que le había hecho. Que estaba dispuesto rectificar y le pedía, con humildad, una oportunidad para demostrárselo.
Pero tras esos seis u ocho minutos de continuo monólogo, entre sollozos como un niño pequeño, y sin que su mujer pronunciara palabra alguna, escuchó como la comunicación se cortaba. Su “muda interlocutora había “colgado” el teléfono. Entendió que Eloisa no aceptaba sus disculpas y ruegos. Esta mujer, engañada por la infidelidad de su marido, no estaba dispuesta a darle otra oportunidad. Al menos, en la noche de una tarde muy amarga y terrible para ella. También para él.
Sintiéndose profundamente cansado y sumido en una profunda soledad, no pudo por menos que echarse en la cama, tratando de conciliar el sueño durante esa inolvidable noche. Sólo pudo dormir a breves trozos de tiempo, durante una madrugada tormentosa, en lo meteorológico y anímico.
Al despertar de un nuevo día, el abrumado auxiliar del museo se aseó en el cuarto de baño común. Se preguntaba en qué estado se iba a presentar esa mañana en el trabajo. El aturdimiento y el dolor de cabeza se mezclaban en un organismo que apenas había podido “pegar ojo” durante la madrugada. Una vez vestido, salió de la pensión para buscar un bar en donde poder tomar algo como desayuno. Eran las 7:30 y su entrada al trabajo comenzaba media hora más tarde (tenía horario continuo, hasta las tres de la tarde). Con suerte pudo encontrar una cafetería abierta, cerca de la estación de autobuses, en donde pidió un café con leche bien caliente (hacía bastante frío) pues con el disgusto que soportaba había perdido el apetito. Tenía el cuerpo como “cortado”. La verdad es que no iba bien abrigado, pues Elo había metido en la maleta básicamente ropa de muda y calcetines, junto a un par de camisas y un jersey.
Durante la mañana, mientras cumplía con sus obligaciones administrativas, vio pasar a Estrella, que estaba con sus tareas de limpieza. La chica evitó mirarlo a los ojos y él tuvo la prudencia de sólo decirle el saludo de buenos días, que no fue contestado por su temporal amante. En la media hora de descanso, para el “desayuno”, mientras tomaba un sándwich y otro café, en una cafetería situada enfrente del museo, se acordó de su amigo Tadeo. Pensó que debía haberlo llamado en la noche anterior, para pedirle consejo acerca de la grave desventura que estaba atravesando. De inmediato, le envió un mensaje hablado por WhatsApp.
“Amigo Tadeo, necesito poder hablar contigo, si es posible esta misma tarde. He cometido una grave falta de infidelidad, de la que nadie sabía dato alguno, sólo yo y otra persona. No me atreví a contarte lo que estaba haciendo de espaldas a mi mujer. Pero Elo se ha enterado y me ha echado de casa. A ver si podemos vernos esta tarde y me aconsejas, en esta terrible situación que yo me he buscado. Espero ansioso tu respuesta”.
En unos minutos sonó el pitido típico en su móvil, indicando la entrada de un mensaje, como respuesta.
“Amigo Torcuato, procura mantenerte entero de ánimo. No pierdas la calma. Me tenías que haber llamado ayer tarde o noche. Déjame pensar, sobre lo que mejor podemos hacer, a fin de superar esa grave situación en la que te hayas inmerso. Hay soluciones para casi todo. No dudes que estaré a tu lado, para apoyarte como siempre. Cuenta con mi ayuda”.
“Lo primero que vamos a hacer es llegarnos a ese hotel o pensión, en donde tienes la maleta. Recoge tus enseres, pagas la factura y te vienes a mi casa. Desde que Fátima se me fue, al ignoto reino de las estrellas, está muy vacía. Terriblemente vacía. Allí vas a encontrar no sólo habitación y alimento, sino también ese calor de amistad que necesitas en estos tan amargos momentos. Juntos hablamos y pensamos cuáles son las mejores decisiones que te vendrán bien adoptar. Si has cometido un error, buscamos cómo mejor repararlo. Rectificar es de sabios. Tengo preparado un buen potaje de garbanzos con verduras, que nos vendrá bien para este día en el que el frío arrecia”.
De nuevo comenzó a llover. Las finas gotas de agua se iban mezclando, un tanto “juguetonas y traviesas” con las lágrimas que brotaban de los ojos de una persona aturdida, emocionada y agradecida. El valor de la amistad era la mejor medicina que Torcuato necesitaba, para buscar luces entre las tinieblas de nuestra débil humanidad. –
EN UNA TARDE
DE ERRORES Y REALIDADES
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 01 DICIEMBRE 2023
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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