viernes, 25 de agosto de 2023

EXTRAÑA AMISTAD EN LA MADRUGADA

Los seres humanos trazamos o dibujamos fechas emblemáticas en nuestras vidas, datos cronológicos que para unos resultan en sumo afortunados, mientras que para otros esos mismos o similares aconteceres soportan momentos o colores infortunados y complicados para la memoria. Después del iniciático existencial, como es el nacimiento de una persona, vamos protagonizando otras vivencias significativas y trascendentes en nuestras biografías. La llegada o nacimiento de un hermano, la entrada en un nuevo centro escolar, el primer amor de la adolescencia, la mayoría de edad legal, nuestro primer trabajo, el evento matrimonial, el nacimiento de los hijos, el fallecimiento de un familiar o de algún amigo entrañable y, de manera especial, ese día, supuestamente “jubiloso” a partir del cual ya no se ha de cumplir con el diario horario laboral. Para todos esos aconteceres, en realidad casi nunca se está bien preparado. Sin embargo, esta interrupción definitiva de la rutina laboral, unos la afrontan con mayor acierto, mientras que para otros supone una desventura, sumamente difícil de integrar o superar. En este contexto se inserta nuestro habitual relato semanal.

HIPÓLITO Alberca, 67, ha sido dependiente de una consolidada y popular tienda de alimentación, Ultramarinos COSME, en la que ha trabajado más de treinta años, a las órdenes de dos generaciones de la propiedad. Casado con ALFONSA, gestaron un único hijo, Armando, que ejerce como auxiliar de enfermería en Palma de Mallorca, ciudad de la que es natural su mujer. Sólo en determinadas fechas del almanaque, especialmente en Navidad, se reencuentra con ese hijo que dejó pronto el hogar familiar.

Para esta apacible y “anónima” persona, la fecha en la que cumplió los 65 años quedó bien marcada por dos hechos determinantes en su vida. El propio hecho de la jubilación, con todo un horario abierto para construir en la sucesión de los días. Paralelamente a este cambio trascendental o muy importante en su sosegada rutina, le sobrevino otro hecho aún más doloroso, pero “previsible”, aunque por su especial carácter no era totalmente consciente del mismo. Su mujer Alfonsa, tres años menor que él, le planteó con cruda firmeza que deseaba cambiar de la monótona existencia que había recorrido con él, durante las casi cuatro décadas de vínculo. Que ya “apenas nada” los unía, situación que ella soportaba desde hacía tiempo. Que se iba a vivir temporalmente con una amiga, para dibujar una nueva trayectoria existencial.

Esa separación no fue explosiva ni traumática. Hipólito, simplemente” dijo “adiós”. Tal era su tranquilo, gris, aburrido y tolerante carácter. Ahora su vida se tornaba solitaria, más repetitiva que incluso en su etapa laboral, con la televisión, la biblioteca pública, los paseos matinales y vespertinos y alguna que otra vez acudiendo al cine, siempre en los “días del espectador”. También ocupaba su amplio tiempo libre para hacer las compras en el súper y la necesidad de entrar en la cocina, aunque algunos almuerzos los hacía en el bar de Epifanio, por aquello del plato caliente y de cuchara. Un planing que cada día se parecía al de ayer y era un calco del que tendría mañana. Cuando por la noche apagaba esa cadena televisiva que le distraía, se llevaba el transistor a la cama, cuyos programas nocturnos le acompañaban, en los frecuentes episodios de insomnio que su organismo soportaba.

Una noche, aún no serían las 12:30, sonó “con estruendo” inesperado el teléfono fijo de la mesita colocada junto al aparador del salón. Se levantó de la cama, un tanto extrañado, preguntándose “quién podría ser a esas horas”. Al otro lado de la línea sonó una voz masculina, plácida y serena, que se presentó como JACINTO Faragua. De inmediato, y ya más nervioso, se disculpó por llamar a una tan intempestiva.

“¿Puede, por favor, dedicarme unos minutos? En caso contrario, no se preocupe. Estoy preparado para comprender a las personas que me cuelgan de inmediato. En realidad, lo único que pretendo es poder dialogar durante un ratito”. Hipólito, tras escuchar esta somera explicación y teniendo en cuenta su propia circunstancia personal, sólo acertó a decir: “dígame, dígame”. “Le explico: desde hace algún tiempo tengo el sueño profundamente alterado. Cada noche suelo efectuar varias llamadas al azar. Le confieso de que la mayoría de las respuestas están cargadas de un profundo enfado y me cortan rápidamente la comunicación. Sin embargo, hay otras que se muestran receptivas, con las que es posible dialogar unos interesantes minutos. Este intercambio de palabras me hace bastante bien. Me siento así menos solo, en mi circunstancia personal”.

Desde luego, la escena o situación era bastante insólita. Recibir una llamada telefónica, más allá de la medianoche, procedente de alguien a quien no conoces y, a pesar de sus disculpas o explicaciones, con el extraño o más “comprensible” motivo de intercambiar un ratito de conversación, podía ser todo lo que fuera, menos un comportamiento normalizado. Aun así, Hipólito que era una gris, rutinaria, poco cualificada, pero buena persona, con la coincidencia añadida de encontrarse también soportando una incómoda soledad, se dispuso a continuar con este peculiar y extraño “juego” que el azar le había proporcionado. Pensaba que sería interesante conocer aquello que el desconocido interlocutor deseara transmitirle. Se dispuso, por consiguiente, dejar hablar al tal Jacinto.

Resulta que este extraño personaje había ejercido de maquinista o proyeccionista de cine, habiendo desarrollado su labor en dos empresas cinematográficas hasta el momento de su no lejana jubilación, hacía unos cuatro años. Confesaba que tenía los 69. Sin hijos, había enviudado recientemente de su mujer AMELIA, con la que decía había estado muy unido. Reconocía que era de estas personas que no sabían enfrentarse bien a esta necesaria fase de la jubilación en sus vidas. El haberse quedado prácticamente sólo, desde hacía medio año, era una penosa realidad que difícilmente podía sobrellevar. Comentaba que había intentado inscribirse en una peña recreativa, que tenía no lejos de casa, pero ese ambiente de jolgorio que se encontró los primeros días y con la evidencia de no conocer prácticamente a nadie allí, le hizo desistir de continuar acudiendo a esta peña de relación social.

Para tratar de dar algún respiro, a ese casi monólogo continuo que desarrollaba Jacinto, Hipólito también intercalaba información acerca de su persona, datos que su interlocutor agradecía, por sentirse compensado con respecto a lo que él comunicaba. Como la conversación ya se acercaba a la media hora, el comunicante entendió que no era el caso seguir molestando más, tratándose del primer día de esa “nueva amistad”. Ya era suficiente. Agradeció una vez la disponibilidad de Hipólito y en la despedida le preguntó si no le importaría que en noches sucesivas volviera a llamarle, a lo que el antiguo dependiente de ultramarinos, aún con algunas dudas, no se negó.

Durante los días siguientes las llamadas de Jacinto continuaron, siempre a partir de la medianoche (explicaba que era cuando más sufría con la soledad de su vida) comunicaciones que Hipólito aceptaba, comprendiendo que estaba realizando una buena acción, tratando de ayudar a un humilde amigo, al que todavía no había tenido la oportunidad de tenerlo “cara a cara”. Entre ellos se intercambiaban largas parrafadas, en el acumulativo proceso de conocimiento recíproco. Estas dos almas solitarias expresaban sus opiniones, anécdotas, reflexiones y preguntas sobre los más variados temas.

En un momento concreto ambos contertulios coincidieron en que, al margen de esa saludable “terapia nocturna” que ambos desarrollaban, sería positivo mantener un encuentro directo, a fin de ponerle cara a ese amigo con el que se hablaba en horas tan peculiares como son las de madrugada. Era jueves y ambos acordaron citarse para la tarde del sábado, sobre las 18 horas, en algún céntrico lugar de la ciudad, a fin de compartir alguna sabrosa infusión para favorecer el diálogo. Pensaron en alguna de las teterías o cafeterías que se ubican junto al Museo Picasso, próximas a la iglesia de san Agustín, a dos pasos de la magna catedral malacitana. Un entorno cultural muy agradable y con un elevado trasiego turístico que a los dos podría ayudarles a sentirse menos solos.

Hipólito, aunque en mucho valoraba esa inesperada y extraña amistad, que el destino o el cielo le había deparado, incluso desde la primera noche, había captado algo, fueran detalles, alusiones, comentarios, que le hacían pensar o dudar de que su persona fuera totalmente desconocida o nueva para el tal Jacinto Faragua. Por eso tenía un especial interés en tenerlo ante sí, a fin de contrastar si esas “dudas” o sospechas tenían algún fundamento.

La meteorología marcaba la estación otoñal, aunque aún no habían llegado los fríos. Los dos coincidieron en llevar sendos chalecos de hilo, uno gris y el  otro azulado, a fin de reconocerse. En una calle muy transitada, fue Jacinto quien primero se acercó a Hipólito, lo que reafirmó a éste de que no era totalmente desconocido para el extraño comunicador de la noche. Intercambiaron un saludo cordial y tomaron asiento de inmediato en La Tetería, de reconocido prestigio por los productos que ofrecen a sus clientes. A pesar de ser un par de años más joven, Hipólito parecía más “envejecida” que su nuevo amigo, quien mostraba un cuerpo más deportivo y ágil. Obviamente, pasaron unos interesantes segundos escudriñándose, aunque pronto comenzaron a dialogar de temas diversos: sus respectivas profesiones, a los dos les gustaba seguir la dinámica futbolera, también comentaron sobre el urbanismo en Málaga e incluso sus gustos ante la cocina, ahora que ambos tenían que entrar y trabajar en ese laboratorio para la alimentación personal. De común acuerdo, prefirieron dejar al margen la temática política, que tanto suele enfadar y distanciar a las personas.

Decidieron también que sustentarían la amistad con nuevos encuentros, preferentemente por las tardes, dos o tres veces a la semana. A Hipólito le llamó la atención que, desde ese su primer encuentro, Jacinto sólo usó el  teléfono de la medianoche para enfrentarse al “pathos” de la soledad  en una sola ocasión, durante las semanas siguientes.

Aunque Hipólito extremó la prudencia, seguía teniendo la percepción de que Jacinto conocía algo de él, por encima de lo que le había contado o mencionado en sus conversaciones. Pequeños detalles que al proyeccionista se le escapaban y que él captaba fundamentado sus sospechas. Por ejemplo, cuando en una tarde Jacinto, en el contexto del diálogo, le dijo “seguro que a tu hijo Armando le gustaría saberlo”. Tenía la convicción de no haber mencionado en ninguna ocasión el nombre de su hijo. Y así otros pequeños y variados detalles: una tarde, cuando se despedían, Jacinto comprobó si llevaba las llaves de casa, sacando del bolsillo un llavero que era exactamente igual que el suyo, lo cual en principio no tenía nada de extraño, si no fuera porque se lo trajo su mujer Alfonsa, cuando acudió con la parroquia al santuario de Lourdes y él no pudo acompañarla, ya que tenía que seguir trabajando en la tienda de ultramarinos Cosme.

En ese interesante proceso detectivesco, otra tarde estaban los dos amigos merendando en una cafetería del puerto malacitano, cuando el proyeccionista se disculpó porque tenía que ir a los lavabos. Había dejado mal colocada su chaqueta vaquera sobre el respaldar de la silla, por lo que al pasar el camarero entre los asientos empujó el de Jacinto, cayendo la prenda de vestir al suelo. Se disculpó, recogiéndola de la solería. En ese momento salió del bolsillo de la chaqueta la cartera del amigo, abriéndose al caer. Hipólito la recogió del suelo, junto a unas tarjetas de crédito y el bono bus de jubilado. Lo que le dejó impactado es que junto a esas tarjetas, había una pequeña fotografía, en la que se veía a él junto a su mujer Alfonsa. No era una foto muy reciente.  ¿Cómo tenía Jacinto esa foto …? Algo estaba ocurriendo y tenía que desvelar el misterio.

Cuando Jacinto volvió a la mesa, Hipólito lo miró con fijeza, esbozando una sonrisa. Había colocado la significativa foto sobre la mesa, junto a la taza de té, imagen que hizo mudar el rostro de su amigo. El descontrol nervioso era evidente en su persona.

“Bien amigo, desde la primera noche, cuando marcaste mi número telefónico, capté que tú ya conocías algo de mi. Durante estas dos semanas de trato, he ido abundando en esta opinión. He recogido tu cartera del suelo, se había caído de la vaquera que dejaste sobre la silla, y entre las tarjetas estaba esta foto que, obviamente, yo no te he entregado”. Jacinto, visiblemente azorado, guardaba silencio. Tras unos incómodos minutos, al fin se decidió a hablar, a fin de ofrecerle una convincente explicación.

“Lo entiendo, Hipólito. Más pronto que tarde, me tenías que “pillar”. Efectivamente, yo sabía de ti y tú nada de mi. La llamada de aquella noche, no fue fortuita o casual. Yo conocía el número que tenía que marcar. Lo que te voy a contar puede ser duro, pero creo que sabrás afrontarlo. Hace unos años, casi cuatro, Alfonsa y yo nos conocimos. Ella es aficionada al cine y algunas semanas iba al cine Málaga Cinema, en donde yo trabajaba como operador proyeccionista. Hablábamos y hablábamos y entre nosotros surgió el amor. Ella se quejaba y me confiaba que, con el paso de los años no se llevaba ni bien ni mal contigo, simplemente que “no se llevaba”. Que el feeling amoroso había desaparecido entre vosotros hacía bastante tiempo. Lo nuestro duró un año y pico, casi dos. Ella te engañaba o se distraía con una persona que le ayudaba a sentirse bien, mejorando la ocre vida que decía llevar. Y entonces llegó tu jubilación. Parece que no soportaba tener una convivencia más prolongada contigo, por lo que ella también se jubiló no sólo de ti, sino, y esto es lo que nunca entendí, también de mi persona, su amor secreto durante esos dos años. Ahora creo que tiene una nueva pareja, mucho más joven y apuesto que nosotros (los he visto) pero desconozco cuál es su nombre.

Yo te quería conocer en persona, no sólo en esa foto que ella un día quiso darme y que hoy tú has descubierto en mi cartera. Por eso escenifiqué, en la noche de la llamada, una historia de profunda soledad, lo cual no es todo ficticio, pues tiene su fundamento.  Amelia falleció, como te comenté y ahora estoy bien solo, pero lo sobrellevo. Te parecerá un tanto pueril, ¿por qué no conocer bien al marido de la única mujer a la que he sabido amar en mi vida?

La reacción de Hipólito, a esta cruda y “sincera” confesión fue, muy propio de su carácter, fría, gélida e incluso muy difícil de entender, por el hábil protagonista del “doble engaño”. Tras guardar un largo y crispado silencio, el antiguo dependiente de ultramarinos solo acertó a decir:

“Esto que me acabas de narrar… pone un punto final a nuestra “supuesta amistad”. A partir de ahora, cada uno debe trazar su propio camino, con su historia, su conciencia y sus recuerdos”.

Hipólito, abrumado también por la situación, Se levantó de la mesa y marchó a paso lento camino del centro de la ciudad. Jacinto permaneció sentado ante una, ya fría, taza de café, que ya no tenía apetencia alguna de tomar. 


Los dos esenciales protagonistas de esta historia, desde aquella especial tarde en la cafetería El Vagabundo, ubicada en el Paseo Marítimo de Málaga, próxima a la Farola, no se han vuelto a ver o comunicar. Uno y otro evitan intentar reiniciar una amistad que venía lastrada por un doble engaño, imposible ya de restañar. Hipólito apenas sabe nada de Alfonsa quien, a estas alturas de su existencia, intenta dibujar sus afectivas aventuras “vespertinas” en la edad, para recuperar ese tiempo de lo imposible, ya perdido en las rígidas exigencias de la cronología. Incluso un día, el aburrido tendero tuvo el generoso gesto de marcar el número de su móvil, pero no obtuvo respuesta a su llamada, pues ella quiere olvidar plenamente a ese remitente, en el que nada espera o desea encontrar.


Ahora, como ayer y como mañana, Hipólito sigue cubriendo los días con paseos, recorriendo la malla anónima de ese “laberinto” urbano, en el que el destino y nuestra voluntad nos ha ubicado. Acepta con resignación su patente y silenciosa soledad. Supone un estado físico y anímico que el antiguo dependiente de ultramarinos incluso valora más, que esa fugaz compañía que resultó fallida, proporcionada por un falaz y poco auténtico Jacinto, persona con profundos problemas de conciencia y lealtad. –

 

 

EXTRAÑA AMISTAD

EN LA MADRUGADA

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 25 agosto 2023

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                 Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/



 

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